Adiós a «El Brujo»

Una infección renal y hepática se llevó a la tumba a Simón González en Medellín. Como estela de su partida dejó una vida mítica y mágica. Simón dejó instrucciones de que lanzaran sus cenizas al mar de la isla de Providencia, donde descubrió la barracuda de ojos verdes.

Simón González fue famoso desde el momento de su nacimiento. No pudo evitarlo pues nació en la casa de Fernando González, el filósofo que vivía a la orilla de la carretera a Envigado en una casa que se inmortalizó con el nombre de Otraparte. Desde allí su padre le escribió a «Monchito», como cariñosamente lo llamaba, unas cartas de navegación para su vida que terminaron convertidas en libro. En una de ellas le señaló a su hijo el camino: «Haz tus cosas como si estuvieras creando el universo, aun el orinar y el defecar: orina y defeca con calma, con señorío, pues el Señor nos hizo meones y cagones. Sólo los “señoritos” y las “señoritas” se imaginan que eso es feo y vergonzoso; lo imaginan, pero cagan y mean también. […] En fin, Moncho: sé un señor, jamás un “señorito” o un remilgado; vive en tu conciencia, en tu tuétano, la verdad de que todo lo que sale de nosotros plenamente, de nuestro amor, es divino, y entonces te convertirás en milagroso, en personalidad viva, que moverá montañas». Y así fue. Simón creyó en las palabras que le legó su padre e hizo milagros y movió montañas.

En agosto de 1975, cuando ya hablaba cuatro idiomas y había estudiado ingeniería mecánica en Estados Unidos y se había especializado en hornos de fundición en París, removió los cimientos más profundos de la sociedad colombiana al organizar el Primer Congreso Mundial de Brujería, cuyo lema fue «A la sombra de lo desconocido, con amor y asombro». Pese a la tristeza que tenía por el reciente asesinato de un tigrillo al que había domesticado y bautizado El Brujo, tuvo la energía suficiente para reunir en Bogotá al mentalista israelí Uri Geller, al naturista Andrew Weil (hoy por hoy un gurú de la nueva era), a Beatriz Veit-Tané (gran sacerdotisa del culto a María Lionza en Venezuela) y a un indígena llamado Cecucui, entre otros. Luego de esta herejía empezaron a llamarlo «Simón, El Brujo».

Años después reapareció en el archipiélago de San Andrés y Providencia, donde los isleños lo conocían, como «Brother Simon». Allí se enamoró de la luna verde de los enamorados y de una barracuda con ojos del mismo color y lágrimas azules, y tomó ambos símbolos prestados para enarbolarlos como bandera de su administración las dos veces que lo nombraron intendente y en la que lo eligieron gobernador de las islas. Así fue como se ganó el apodo de «Barracuda». En ese mar Caribe hizo descubrimientos magníficos: «Bucear es el silencio, la comunicación extrasensorial. De pronto pasas el cuerpo por un coral rojo y, cuando sales, te arde, te rasca o te da un calambre. En ese momento dices no me vuelvo a meter. Pero esto no dura más de 10 minutos. La vida es lo mejor que nos ha pasado». Tan fiel fue a esta idea que aunque de Providencia salió porque le quemaron la casa que tenía llena de máscaras, volvió a ella a levantar otra, a continuar viviendo. En esas andaba cuando la muerte le salió al paso, pero no lo cogió desprevenido porque Simón, que no alcanzó a cumplir los 72 años, ya había preparado su sepelio.

Pidió que lo cremaran y que sus cenizas fueran tiradas al mar en Providencia en medio de una fiesta. Que dos pregoneros a caballo anunciaran su muerte por la playa, mientras sus deudos atraviesan el Puente de los Enamorados, una de las obras que él construyó. Luego una comitiva jubilosa llevará sus restos hasta Cayo Cangrejo o a la Cabeza de Morgan, lanzarán sus cenizas al mar y prenderán fuego a la canoa que las llevaba, como los antiguos vikingos, mientras cantan a los dioses y las diosas del mar para darles las gracias por haber mimado tanto a Simón y avisarles que «El Brujo» ha iniciado el camino de regreso a casa.

Fuente:

Semana, sección «Nación», 28 de septiembre de 2003.