Carta a un chamán
llamado Simón

Por Juan José Hoyos

Amado Simón:

Aunque nunca tuve la fortuna de conocerte de cuerpo presente, te escribo para decirte que la quema de tus cenizas duele en el alma porque siento que los colombianos hemos perdido a un chamán mayor.

Y esta desgracia ha ocurrido en tiempos de miseria en los que estamos necesitados más que nunca de chamanes como vos, ya que los dioses han muerto y la mayor parte de los habitantes de este planeta se ha tragado el cuento de los gringos que tienen como dios a esos papeles verdes que no representan más que el trabajo de millones de obreros del mundo. Papeles verdes que se asemejan al oro, ese metal que odiaba Shakespeare y que Bruno Traven llamaba «la mierda del diablo».

Claro que tuviste negocios y me dicen algunos amigos que eras buen empresario. Con algo hay que ganarse la vida en este mundo hostil donde los poetas se ven obligados a malgastar más de la mitad de su existencia en conseguir el pan. En las cátedras que dictaste a miles de gerentes hablabas de negocios y tratabas de convencerlos de que no debían convertirse en explotadores del trabajo ajeno y les decías con tus propias palabras que es mejor dedicarse a cultivar el jardín interior que poblar de plantas extravagantes el antejardín.

Pienso que aunque no escribiste, tal vez por respeto a la obra de tu padre —nuestro chamán más grande—, y en eso aclaro que tu silencio fue sabio, dejaste a mucha gente de este país «rayada» con tus palabras de profeta, no de predicador, dichas en conferencias, en congresos de brujos, y —quién lo creyera— en tus discursos de gobernador. Sé que siempre dijiste la verdad así te costara perderlo todo.

A los políticos de este país les enseñaste que los poetas sí pueden ser buenos gobernantes. Y lo probaste con hechos, no con míseras palabras como las que usan ellos en las campañas electorales. Cuando ocupaste el cargo de intendente o gobernador —no me importa el nombre de tu cargo—, convertiste en un paraíso a las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, esas perlas colombianas perdidas en el azul del mar Caribe.

Después de tu partida, mira lo que han hecho con tu paraíso los políticos corruptos que sólo se preocupan por el dinero sucio… para no hablar de los narcotraficantes, que destruyeron el paisaje nativo de las islas para construir hoteles y así poder lavar su dinero manchado de sangre.

Repito que no te conocí de cuerpo presente. Pero sí conocí a Fernando González hijo, tu hermano, y tenía los mismos ojos tuyos y la misma alma, el alma de todos los poetas. El alma que heredaron de nuestro escritor más grande: el «brujo de Otraparte», el novelista más moderno de Colombia —no es sino que los incrédulos lean Salomé para comprobarlo—, el autor de tantos libros maravillosos como El remordimiento y Viaje a pie. A los jóvenes no hay que decirles quién es porque ellos lo adoran, así como él los amaba: no en vano decía que la juventud es sacrificio. A miles de colombianos que han dejado de leer, y que por lo tanto desconocen el legado de los muertos, sí hay que decirles el nombre de ese escritor: Fernando González, tu padre.

Simón: no te despido con tristeza. Admiro tu sabiduría de querer morir en silencio, como un N.N., en una clínica de Medellín. Sabías que la muerte de un hombre es el acto más privado que existe. Todavía más. Como Andrei Tarkovski, el director de cine ruso, sabías que la muerte no existe. No te despido con el lugar común de los oradores baratos: paz a tu tumba. Porque sé que tu tumba será el mar.

Despido la quema de las cenizas de tu cuerpo con estas palabras de otro profeta llamado Friedrich Hölderlin: «Nacerán nuevos héroes criados en cunas de acero».

Fuente:

El Colombiano, página 4A, domingo 28 de septiembre de 2003.