El filósofo de Otraparte

Por Ernesto Ochoa Moreno *

El 16 de febrero de 1964, en su casa de Envigado (Antioquia), que él había bautizado «Otraparte», un infarto tronchó la existencia de Fernando González Ochoa, el más original de los filósofos colombianos y uno de los más vitales, polémicos y controvertidos escritores de su época. Tenía 69 años. «No se dirá murió, sino lo recogió el Silencio», había escrito él. Una frase que podría ser el mejor epitafio para quien siempre despreció los homenajes, el reconocimiento y la gloria. Y los epitafios también, por supuesto. «A mí, el busto que me lo den en plata».

Había nacido en Envigado, «en una calle con caño», el 24 de abril de 1895. «Yo era blanco, paliducho, lombriciento, silencioso y solitario. Con frecuencia me quedaba por ahí en los rincones, suspenso, quieto. Fácilmente me airaba y me revolcaba en el caño cada vez que peleaba en la casa». Nació para la rebeldía. «Mi madre me parió cabezón, pero infiel». Lo echaron de primaria las monjas de La Presentación, porque les dijo «hermanas cagonas», y lo expulsaron de quinto de bachillerato los jesuitas, porque leía a Nietzsche y se atrevió a negar ante el padre Quirós, profesor, el primer principio: «Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo».

Ahí, en ese episodio juvenil, quedó planteado el camino, el comienzo del «viaje» de este pensador solitario e incomprendido, que predicó la rebeldía como camino en la búsqueda de la verdad, en la lucha contra la inautenticidad.

Destruir la mentira para encontrar la verdad. Toda su obra tendrá una explicación a partir de ahí. Desde Pensamientos de un viejo, escrito a los 21 años, y su tesis de grado El derecho a no obedecer, título rechazado por el jurado y reemplazado por uno bien simple: Una tesis, hasta La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera (1962), Fernando González fue eso: un «maestro de escuela» que enseña autenticidad y para ello todo lo destruye, porque todo es mentira.

Se enfrentó a su propia mentira y por el camino del «remordimiento» se purificó hasta la beatitud de una experiencia mística que muchos no quieren admitir en un autor que fue excomulgado y tenido por ateo. Fustigó la mentira de la realidad colombiana y latinoamericana, la de su época y la que hoy seguimos viviendo, y sus contemporáneos no le perdonaron, relegándolo al olvido. Fue antípoda de la literatura de su tiempo e instauró un lenguaje y una narrativa originales, limpios de retórica y alambicamientos literarios. Rechazó la metafísica conceptual de nuestra tradición filosófica y planteó una metafísica vivencial. Fue el suyo un viaje metafísico, un viaje místico, que todavía está por ser estudiado a fondo sobre los escombros del estereotipo de escritor panfletario con que se le calificó en vida.

Fernando González fue un espíritu rebelde y pugnaz, pero al mismo tiempo amador y gozador de la vida y hondamente comprometido con la vida y la realidad. Escribía en «libretas de carnicero», día a día, noche a noche, sobre lo que vivía, sobre lo que padecía, sobre lo que estaba sucediendo, con nombres propios y apellidos. No se lo perdonaron. Para él, la realidad era una metáfora. No odiaba («me odio a mí mismo en los demás»), pero fustigaba a una persona con nombre propio cuando veía en ella la encarnación de una mentira. Y cuando descubría en un personaje, histórico, o de la cotidianidad, el emblema de una virtud o el señalamiento de un camino, lo ensalzaba hasta la exaltación. Porque fue un apasionado. Y sus pasiones desataron ira e incomprensión.

Se necesita esta clave para entender sus libros. Su amor por Bolívar fue una proclama enardecida de la autenticidad latinoamericana. Su diatriba contra Santander, una condena sin paliativos del leguleyismo y la falsedad de nuestra vida republicana. Su sarcasmo frente a Santa Fe de Bogotá, un desnudamiento de los vicios del centralismo y los manejos del poder. Y así todos los políticos y personajes que aparecen en sus libros: el dictador venezolano Juan Vicente Gómez en su libro Mi Compadre, o Mussolini en El Hermafrodita dormido, o los negociantes gordos del parque de Berrío de Medellín y los gobernantes y los tinterillos, etc.

Para muchos, la memoria de Fernando González se diluye en un montón de anécdotas graciosas y punzantes. Pero ellas son tan sólo cenizas de una existencia vivida «a la enemiga». Por eso escandalizó a sus contemporáneos, quienes le enrostraron el uso de una lenguaje popular, donde las palabras proscritas eran utilizadas con la finalidad inocultable de hablar claro, sin eufemismos, rodeos ni melindres propios de una sociedad mendazmente pudorosa y copiadora desvergonzada de mentalidades y costumbres extranjeras.

Hoy, cuarenta años después de su muerte, el «mago de Otraparte» está más vivo que nunca. Han sido reeditadas sus obras, es leído con entusiasmo por los jóvenes, ha sido reabierta su casa de «Otraparte», en la que funciona la Corporación Fernando González, que busca propiciar una espacio cultural a la sombra del maestro, y ya también camina el viejo con su boina y su bastón por la internet (Otraparte.org). Con todo, todavía falta mucho para llegar a lo hondo de su pensamiento, para entender y, sobre todo, tener la osadía de emprender el «viaje a pie» por los caminos de la rebeldía, de la autenticidad, de la vitalidad, de la emoción ante la vida, de la búsqueda de la verdad, del sinceramiento con uno mismo, con los demás, con Dios. Fernando González fue un iconoclasta y por eso, porque tuvo el valor de bordear la herejía, logró ser un místico, un pensador que plasmó una filosofía con un hilo conductor desde el principio hasta el fin, un «maestro de escuela» que forjó idearios para nuevas juventudes, para «lectores lejanos». Con un gran reto: la soledad de quien lucha por la verdad. «Yo no creo discípulos, sino solitarios».

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* Periodista, columnista de El Colombiano y Premio Simón Bolívar como mejor columnista de opinión en 1988.

Fuente:

El Espectador, sección «Arte y Gente», domingo 29 de febrero de 2004.