Siracusa y otros fantasmas

Por Ernesto Ochoa Moreno

El síndrome de Siracusa es, en pocas palabras, la adhesión —defensa y loas incluidas— a un tirano. Un mal que se caracteriza, entre otras cosas, por la falta de sindéresis y por su irracionalidad. El concepto se aplica a pensadores y escritores, individualmente considerados, pero también afecta, pienso yo, a grupos sociales, partidos políticos o sociedades que se obnubilan con gobernantes o con exgobernantes déspotas, a quienes apoyan y mantienen sin querer ver sus desmesuras, su absolutismo, sus errores e injusticias.

La expresión tiene su historia. Platón, ante la imposibilidad de redondear su utopía política en Atenas, se lanza a la aventura de convencer al tirano de Siracusa, Dionisio el Joven, para promover una verdadera democracia. Para ello se traslada a la isla del Mediterráneo y se rinde a sus pies. Pero fracasa y acaba desterrado, amarrado de pies y manos en una galera. No se resigna a su fracaso y regresa para intentar de nuevo realizar su sueño, con peores consecuencias, pues es amenazado de muerte. Hasta que dice adiós (un adiós que aún nosotros saboreamos a la vuelta de los siglos) de crear una verdadera democracia, como la por él ideada en La República.

Son conocidos algunos casos de este síndrome en la historia. El filósofo alemán Martín Heidegger fue admirador de Hitler y defendió el nazismo. Cuando, al final de la guerra, reanudó sus clases universitarias en Friburgo, alumnos y excolegas le dieron mordazmente la bienvenida a su regreso de Siracusa. Sartre y Marleau-Ponty mostraron más que una franca debilidad por el stalinismo soviético. Nuestro premio Nobel, Gabriel García Márquez, nunca se sonrojó de su más que simple afecto y edulcorada amistad con Fidel Castro. Y hay muchos más.

También se ha hablado de síndrome de Siracusa en Fernando González, nuestro filósofo. Se fue para Venezuela en 1931 a documentarse sobre el dictador Juan Vicente Gómez, quien fue su compadre (de ahí el título del libro) en el bautismo por poder de su hijo, Simón, nacido ese año en Envigado, y acabó rindiéndole pleitesía «siracusana» al «brujo de los Andes», en quien él creyó ver la encarnación del auténtico hombre suramericano, el gran mulato. En 1934 publicó Mi Compadre, pero el libro, que es a juicio de algunos el diario de un típico síndrome de Siracusa, no lo dejaron circular en Venezuela.

A propósito, la Venezuela de Chávez y de Maduro, tan de moda, ha contado con ideólogos simpatizantes que les han coqueteado desfachatadamente. Es que siempre que brota un régimen totalitario y se entroniza una dictadura, de derecha o de izquierda, o aun en un gobierno sedicente democrático y fuerte, vestido con la seda de la democracia («la mona aunque se vista de seda…»), naufragamos en las playas de Siracusa.

Volveremos. Quedan fantasmas en el tintero.

Fuente:

Ochoa Moreno, Ernesto. «Siracusa y otros fantasmas». El Colombiano, sábado 9 de marzo de 2019, columna de opinión Bajo las ceibas.