Libretas de carnicero

Por Alberto Quiroga

A simple vista, dan ganas de coger el librito y acariciarlo y abrirlo y mirarlo con cuidado. El tamaño es ideal para salir a caminar con él guardado en el bolsillo del saco; el diseño de la carátula es sobrio y limpio, y por dentro la tipografía es bella y las amplias márgenes dejan respirar el texto de manera elegante. En suma, tenemos ante nuestros ojos una pequeña joya editorial con un título rotundo, que la hace más atractiva: El payaso interior; y el nombre del autor la hace absolutamente irresistible: Fernando González.

El Fondo Editorial Universidad Eafit se luce con el lanzamiento de su colección Rescates, de la cual este librito es el primero, y aunque no nos dicen cuáles títulos serán los próximos, desde ahora podemos esperarlos con fervor, si es que se parecen a éste en el cariño con que fue hecho y, por supuesto, en lo adecuado de la elección.

De Rescates advierte el mismo Fondo Editorial en una de las pestañas del librito: «Esta colección pretende recuperar textos inéditos o libros que por alguna circunstancia dejaron de circular, no se imprimieron, o se volvieron imposibles de encontrar. En el mercado editorial los libros se han vuelto efímeros, con una vida útil de muy pocos meses. La cultura lenta, literaria o filosófica, se merece una segunda oportunidad. Estos rescates quieren proponerles a los lectores novedades viejas, por así decirlo, que por algún motivo pasaron inadvertidas en su momento». Bienvenido sea el espíritu que la engendra.

Ya en el interior nos enteramos de que El payaso interior fue escrito en 1916, y que lo que tenemos entre manos es el tomo ii (de un primer tomo desaparecido). En la nota introductoria, el editor, Ernesto Ochoa Moreno, nos cuenta que «[…] es un libro inédito de Fernando González, rescatado de una de sus primeras libretas manuscritas y que, según se desprende de las referencias que en él se leen, hacía parte de un libro que estaba escribiendo en 1916, año en que fue publicada su primera obra: Pensamientos de un viejo, salida de las prensas el 12 de abril, cuando el autor estaba a punto de cumplir 21 años».

El joven Fernando González, echado por los jesuitas del Colegio de San Ignacio de Loyola en Medellín cuando estaba en quinto de bachillerato, por pelear con su profesor de teología y por preferir los libros a las clases, se había dedicado a escribir en «libretas de carnicero», como él las llamaba. Escribía frases como ésta, que es epígrafe del libro: «Que es el espíritu instrumento músico del cual arranca armonías la vida que pasa». A esa edad ya era un rebelde y vivía a la enemiga, como dijo alguna vez de sí mismo.

A la enemiga: atento, eléctrico, apasionado, libre, vivo como viven los que están en guerra, a la brava, al filo del peligro, luchando contra todo lo establecido, contra todos los que están establecidos, ya sea en un negocio, en la política, en un credo, en cualquier cosa que no sea la vida misma.

Decía el filósofo de Otraparte (así le dicen a él, así se llamaba su finca —en Envigado, Antioquia—, su territorio en el mundo): «Quien escribe para conseguir dinero, se llama comerciante; si honores, político; si para convencer, sofista; si para propagar doctrina y otra cosa, propagandista, etc.; quien escribe por exigencia de su espíritu, para manifestarse, así como pare el animal, es artista, vive divinamente».

Vivió y escribió plena y divinamente. Fue poeta, artista, filósofo, místico, escritor, novelista, editor de la revista Antioquia, polemista, infatigable escritor de cartas, abogado de ocasión (su tesis de grado se titulaba: Una tesis – El derecho a no obedecer). Su manera de escribir (su estilo, «el estilo es el hombre») no tiene antecedentes en Colombia ni tuvo consecuencias. Uno siente que está leyendo a un amigo luminoso, que lleva siglos solo, con los aguzados sentidos explayados hacia el misterio de los días y enraizados en su médula, ebrio de sí, íntimo, reflexivo, taciturno, amoroso, furioso, vehemente. Podría haber sido amigo de Walt Whitman. Era único y sigue siendo único. Los nadaístas lo adoraron y lo nombraron su maestro. Thorton Wilder (el autor de Los idus de marzo) y Jean Paul Sartre consideraron, en 1955, que su obra bien merecía el premio Nobel y recomendaron su nombre a la Academia Sueca. Ernesto Cardenal, el poeta nicaragüense, dijo de él: «Un escritor originalísimo, como no hay otro en América Latina ni en ninguna otra parte que yo sepa».

No sé si a Fernando González lo leen los jóvenes de hoy, pero si no lo hacen son ellos los que pierden, porque sus obras siguen vivas esperando las nuevas sensibilidades que vayan a cavar allí en busca de tesoros. Recuerdo el fervor con que leí los primeros libros suyos que conocí en el Colegio de San Ignacio, de donde a los dos nos echaron en quinto de bachillerato con 52 años de diferencia: Viaje a pie, El maestro de escuela, El remordimiento, Mi Simón Bolívar. Recuerdo la impresión que me produjo la frase «Entonces pasó una vaca y te entendí» (1), frase que cito de memoria y que no sé a cuál de sus libros pertenece, y de la que me acordé de manera involuntaria una noche en las playas de San Bernardo del Viento, años después, cuando caminaba con alguien y entendí por primera vez que la Tierra era redonda.

«Esta muchacha, mademoiselle Tony, era un poderoso animal. De nuestros amores nacieron el remordimiento y algunas consideraciones. Todo sucedió en Marsella, a orillas del Mediterráneo, en donde habita la belleza con sus amantes». Así empieza El remordimiento, con la aparición de ese poderoso animal, esa carne organizada, materia divina de una novela que no parece novela y que vale la pena releer, en busca de los «calzoncitos de Tony», ahora después de haber leído El payaso interior.

Para quienes han leído con pasión la obra de Fernando González, este cuaderno de carnicero es un bello regalo del Fondo Editorial Universidad Eafit, en el que está presente y vivo el inquieto y lúcido espíritu del Brujo de Otraparte, y es una suerte poder abrir el librito en cualquier página y leer cualquiera de sus sombrías reflexiones musicales («La vanidad me parece a mí que es una tiniebla que principia allí en donde termina el talento del hombre»); para quienes no la conocen, espero que su lectura los perturbe y seduzca, y sea el inicio de una fecunda amistad con un autor pródigo y tumultuoso, un espíritu encantador y atormentado, rico en ideas, filoso, delicioso de tratar, que todavía, años después de su muerte, tiene algo que decirnos.

Tenemos mucho que aprender de alguien que a los 21 años meditaba: «Mi gran deseo es el poder llegar a viejo para experimentar cómo va cambiando mi espíritu en sus relaciones con la vida». Qué maravilla que alguien nos proponga experimentar el cambio, cuando la mayoría quiere experimentar el agotamiento o perpetuarse en una idea fija. Decididamente, hay que vivir a la enemiga.

Nota de Otraparte.org:

(1) La frase exacta, que aparece en El maestro de escuela, es: «Recuerdo muy bien que fue al pasar una vaca cuando comprendí a Manjarrés».

Fuente:

Revista Número, n.º 48, Bogotá, marzo de 2006.