Aclaración impertinente

Fernando González
y Fernando Vallejo,
cercanos pero distintos

Por Eduardo Escobar

Algunos comentaristas despistados resolvieron que Fernando Vallejo, el escritor colombiano residenciado en Méjico, es el continuador del escándalo de Fernando González, el maestro envigadeño. Definir a un artista por parentescos aparentes con otro suele rebajarlos a los dos. Vallejo y González llevan el mismo nombre, fueron vecinos hace años, usan en sus obras el habla expresiva de su pueblo (sobre todo en tiempos del segundo estaba proscrita del lenguaje literario en Colombia), suelen ser despiadados con las malicias de este mundo. Pero el escándalo de la obra de Fernando González muestra el desarrollo de un pensamiento y de una personalidad desde su juventud hasta su último texto enigmático, La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera. Y Vallejo es igual siempre. Si necesita un antecedente, ahí está Vargas Vila.

Este hizo de la contumelia una fórmula de éxito. Pero su invectiva parece más de tanguista que de trágico. González vistió de cinismo un alma alarmada por la divinidad, uno en quien el cristianismo por primera vez en América dejó de ser un asunto de misa y olla para realizar la agonía de una singularidad. Vallejo afrenta lo que simula odiar. Lo vi conmoverse de regreso al cuarto de su infancia. Es un sentimental disfrazado de nazi. Finge la hidrofobia y el desprecio.

Los panfletos de González tienen la inteligencia de la ironía. Vallejo ultraja sin herir. Al apostrofar al papado de simple degeneración olvida, lo cual no cuadra en un hombre culto, la labor civilizadora de los monasterios del catolicismo, creadora de la cultura occidental, y la misteriosa grandeza del Vaticano con hogueras, y crímenes palaciegos, y todo. Alguien dijo que Vallejo es nadaísmo tardío. El nadaísmo apeló hace cincuenta años a la herejía en sus primeras campañas para atraer la atención. Éramos unos adolescentes. A los sesenta años la iconoclastia es un resabio de quienes no consiguieron aclimatarse a las impurezas de la vida. Vallejo es contradictorio. Es benefactor de la Fundación San Martín de Porres para mascotas maltratadas.

Quienes lo conocemos atestiguamos su decencia, la dulzura de su carácter. Es uno que clama contra la porquería humana, e interpreta a Chopin. Su defensa radical de la primera persona, que en Henry Miller fue hartazgo oceánico, pone en duda la mejor novela burguesa, a Thomas Mann, Tolstoi, Dostoievski, Flaubert, para poner ejemplos supremos de narradores omniscientes. Y admira a Mujica Lainez. Es un gocetas. Disfruta como el niño bromista escupiendo sobre los transeúntes desde un balcón tranquilo.

Maldice la sociedad colombiana. Dice que la libertad es aquí un don mortal. Mientras tanto, la televisión anuncia sus conferencias en Bogotá. Escuché una mañana entera, muy divertida además, sus botafuegos en radio. Y escribe en SoHo. Y sus libros circulan. Alguien dijo que es higiénico en una nación aletargada. Tal vez. Pero es pueril llamar mariquita al Presidente.

En Radio Caracol algunos escuchas lo bañaron con improperios en reciprocidad, con una furia verbal como la suya. El país ingenuo, plagado de males reales y porquerías auténticas, se deja provocar por sus anatemas de campanario. No comprende que el humorista no está para hacer análisis, proponer soluciones, ni señalar propósitos. Que su materia es el amargo equívoco de las cosas. Que reserva su belleza para la intimidad de los amigos. Tal vez libros como la biografía de Barba Jacob y Los días azules no merecen esa puesta en escena. El público ya presenta signos de fatiga. Y en nadie puede ser inagotable esa impostura.

Vallejo promete otra diatriba, ahora contra el papado. Pero al papado no le cabe otro madrazo, Fernando. Y ahí siguen sus parroquias, haciendo el mal y el bien, como todos nosotros. Fernando González también fue un humorista soberbio. Pero su humorismo manifiesta la plenitud orgánica, la fuerza de la realidad, y la lucidez del genio.

Fuente:

El Tiempo, columna de opinión «Contravía», 31 de octubre de 2006.