El Pesebre

Fernando González
Andrés Ripol

1963

Esta primera edición de El Pesebre ha sido publicada por la Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina, con el apoyo del Instituto Colombiano de Cultura —COLCULTURA— y en coedición con el Centro Cultural Santa Teresita de Santafé de Bogotá y la Hospedería Duruelo de Villa de Leyva, dependencias de la Orden de los Padres Carmelitas Descalzos de Colombia. La coordinación editorial estuvo a cargo de José Gabriel Baena y Ernesto Ochoa Moreno, con el diseño y las ilustraciones de Gloria Elena Barrientos. La Editorial Marín Vieco Ltda. de Medellín, fue la casa impresora de esta obra que ve la luz el Día Primero de la Novena de Navidad del Año del Señor de 1993.

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Presentación

La navidad de 1963 fue la última de Fernando González en este mundo. Fue también la última de Andrés Ripol en Colombia. Este, monje benedictino español que había llegado a Medellín para fundar el Monasterio de Santa María diez años atrás, partiría el 15 de febrero de 1964 para Centroamérica, luego de una desolada crisis dentro de su comunidad que terminó por despojarlo de su hábito monacal. Aquel, el más vital e iluminado y polémico pensador colombiano de su época, moriría en Otraparte, su casa de Envigado, al día siguiente, 16 de febrero. La separación fue unión definitiva. A él, Fernando González, lo recogió el Silencio («no se dirá murió, sino lo recogió el Silencio. Y no habrá duelos, sino la fiesta silenciosa, que es Silencio», diría en una dedicatoria que le escribió al sacerdote al regalarle una edición del «Libro de los viajes o de las presencias»). Al padre Ripol se lo llevó el destierro y hoy, ya octogenario en su Cataluña nativa, es huella iluminada de su «mago Etza-Ambusha», de su «viejito de la carretera», de su «ángel de Envigado».

En diciembre de 1963, hace exactamente 30 años, en el contexto de una honda vivencia espiritual que los mantenía en exaltación constante de amistad a través de cartas y conversaciones, Ripol y González trabajaron al alimón en un interesante proyecto: escribieron juntos una novena de Navidad, «El Pesebre», la obra que aquí se publica.

Era reconocida en Medellín la presencia sacerdotal del padre Andrés Ripol. Por solicitud de Coltejer se comprometió a escribir unas reflexiones para ser transmitidas por radio durante la novena del Niño Dios. Lo que la sociedad antioqueña seguramente ignoraba era que durante los meses finales de ese 1963, el padre Ripol y Fernando González eran protagonistas de la ya mencionada historia de amistad y comunión en el Espíritu. Fue también la época de la tempestad desatada sobre el monje benedictino. El mago de Otraparte («A mí me han llamado ateo los jerarcas, y fui beato», le dijo en una carta) se convirtió en el apoyo y el refugio del sacerdote hundido en la noche oscura.

Escribir los «cuadritos» de Navidad fue una terapia. Y un ejercicio de simbiosis espiritual. Fernando González se emociona con el proyecto. Sugiere ideas, redacta párrafos, escribe consideraciones que Ripol retoma, conservándolas intactas o reelaborándolas, para fraguar un texto final que revisan y comentan en común.

Además de los testimonios de quienes vivieron de cerca esta silenciosa aventura, quedan como pruebas las cartas que el maestro escribe a Ripol por estas fechas y que se encuentran en la tercera parte del libro «Cartas de Ripol», publicado en 1989 (Editorial El Labrador, Bogotá, págs. 167 a 204). Para entender a cabalidad «El Pesebre» hay que leer también esas cartas.

Además de las referencias coyunturales del momento, como que estaba en plena realización el Concilio Vaticano II, es interesante comprobar cómo la terminología fernandogonzaliana se transvasa en el lenguaje del sacerdote Ripol con naturalidad, en perfecto acomodo. Es una obra escrita a dos manos, a dos almas.

El aliento continental y americanista del autor de «Los Negroides», el bolivarismo fogoso de «Mi Simón Bolívar», su lucha por la verdad y la autenticidad que permea todas sus obras, su ternura áspera y dulce al mismo tiempo, están aquí, en «El Pesebre». Pero sobre todo la madurez espiritual y la plenitud mística de sus últimos años.

«El Pesebre» es de Ripol, es de Fernando González. Es de los dos. De los dos hechos uno en la Intimidad. Y es hoy, este Pesebre, un reclamo a vivir el misterio, a rescatar la vivencia cristiana en nuestra autenticidad personal y colombiana. Eso, además, de rescatar un texto valioso, busca la presente edición.

Ernesto Ochoa Moreno
Envigado, noviembre de 1993

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El Pesebre - Día Primero
día primero

El Nacimiento del
Pesebre Colombiano

¡Es bello, Señor, tu Pesebre colombiano! Desde aquel Nudo telúrico al sur, donde tiene El Nacimiento de su vida, hasta que, desparramándose hacia el norte, regándolo todo, desemboca allá en sus mares, para ascender nuevamente, evaporándose, y regresar a su eterno nacimiento. Es su ciclo litúrgico: naciendo-muriendo, para volver a morir naciendo, hasta que todo se cumpla… en el Eterno Nacer del Hijo del Padre.

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Un día, radio-oyentes, orantes de esta novena al Niño-Dios, este hijo de adopción del Pesebre colombiano, vuestro hermano menor por aquella adopción, recorría, enamorado, nuestro pesebre. Un deambular por donde descubrí después, ayudado por mi ángel, que allí era el Nudo telúrico: San Agustín.

Conocía ya algunos de sus monolitos, con etiqueta blanca al pie, en zócalos geométricos de madera pintada de verde oscuro, en el Museo Nacional de Bogotá. En el Museo los conocí de paso, mirando sin entender, sin vida; me llamaron la atención, por curiosidad comparativa en mi mente con aquellos otros monolitos indígenas vistos hacía muchos años en el otro Museo Nacional de Méjico: la gigantesca piedra redonda de los sacrificios humanos (la llamada de las guerras aztecas); el calendario igualmente azteca, el mayor de los monolitos indígenas conocido. Pero permanecí igualmente frío… Todo estaba en mi mente y no en mi vida.

En cambio, en el Pesebre vivo, allá en San Agustín, ¡qué bellos son aquellos dioses cabezones, con estilizados colmillos de jabalí!… ¡Ay, ay, aquel embrujado Parque de San Agustín!… Si lo caminaran hoy los conquistadores de antaño, después de Juan XXIII, ¿no se arrodillarían en los recovecos de aquellos sinuosos caminitos, al sur del Huila?

Quedé sobrecogido, hecho nonada, en aquel Parque y por aquellas mesitas. El camino que allá conduce es largo; dos jornadas completas; cambiar de aviones, muchas horas de carro, pero va sintiendo uno la sensación de que camina hacia el Principio, hacia el Nacimiento del Pesebre. Cerquita ya, desde Garzón, y pasado Pitalito, la carretera serpentea orillas del río de la Magdalena, que por allá es Magdalenita juguetona. Cuando supe o lo vi en su cuna, que era el mismo de Bocas de Ceniza, sentí que se me encogía la vasta horizontalidad que vivía en mí: Bocas de Ceniza, Mompós, Barrancabermeja, Honda o Puerto Berrío. También el ancho Magdalena tenía su nacimiento, y para allá íbamos.

El paisaje por aquellos vericuetos es de adentramiento, de ir tierra adentro desbrozando camino. Las montañas, que a ratos parecen que uno las vaya a alcanzar estirando los brazos desde la ventanilla del carro, no son ni tan majestuosas como las de Nariño, ni de mera serranía maternal como la de Motilones por Codazzi. Son muros románicos que encierran a contemplación, a Dios con nosotros, o Emmanuel. ¡Todo es Navidad por allá…! Pero si por allá veía en gentes y casonas pobreza de pesebre, no veía aborígenes; ¡estaba ausente el tipo amerindio! Ya en Bogotá me sorprendió una muchacha que conocí y trabaja en el Museo Nacional. Cuando supe que era de San Agustín, la observé interrogante: creía que en San Agustín habitaría el tipo indígena. Era ella una virgen blanca con ojos de Virgen de Murillo…

De regreso de mi primera visita al Parque y tumbas de las mesitas, de contemplar aquellos pétreos mazacotes, llegué a la población; me parecía que aquellos moradores, que yo veía, eran todos importados, que no eran de allá. Atisbaba, atisbaba para encontrarme con los nativos. Pregunté a los gamonales del pueblo dónde estaban ellos… Fui entendiendo: todos aquellos dioses y mitológicos personajes monolíticos los había desenterrado hacía años un alemán. Los aborígenes los habían enterrado cuando mis copaisanos llegaron a «civilizarlos», a «convertirlos» conquistándolos. Y al enterrar ellos a sus dioses, murieron todos de vacío interior. ¡No hay amerindios vivos por San Agustín! Están enterrados la mayoría en derredor de sus dioses desenterrados, y los demás… huyeron despavoridos al monte, a la selva embrujada para que los guardara de la «civilización» que destruía sus esencias, su ser.

¡Qué compañía iba sintiendo en aquella soledad de San Agustín! Estaba entendiendo mi Pesebre colombiano. Ya, en su Nacimiento, vivenciaba yo su muerte. Y en esa muerte, vivenciaba el resurgir o nuevo Nacer a la Vida, de esta historia colombiana, que es la de todo su continente.

En ese Paraíso colombiano, al pie de las fuentes de su vida en las lagunas de Santiago y del Páramo de las Papas, que engendran sus vivificantes ríos de La Magdalena, Cauca y Caquetá, y más al pie, el Putumayo, que con ese Caquetá es padre del Amazonas, fui entendiendo nuestro pecado original, el que heredaron estas tierras hispanas.

Cristo nació en el Pesebre. Dios se hizo Niño allá en Belén, tierra de Judá, y por eso nació judío. Cuando, con Pedro, pasó a Roma, Cristo nació romano; al llegar al Finisterrae o España, con Pablo, el de las Gentes, nació español. Todo hasta aquí, perfecta condescendencia viva de su Divina Encarnación. Pero cuando vino el español al Nuevo Mundo, también éste consagrado por Su Venida, no se hizo Cristo aborigen, no nació tanto el Divino Niño, como por botín de conquista, se quiso anexar ese mundo, propiedad Suya que era, a lo español, al Cristo español. Y como era en ese su espacio-temporalización algo más bravo que el romano y el otro judío, por eso, desde entonces, creo yo, hijo de allá, de la Madre Patria, que en esta adoptiva revivo hoy la historia, que el amerindio aborigen todavía huye, sigue huyendo, internándose en la fronda selvática para salvaguardar sus esencias. Y ya no del español solamente, sino del iberoamericano, de vosotros y de mí.

Me provocaba entonces internarme por todas las inmensidades de mi tan querida selva colombiana, con plañidero amor sobre tamboril indígena y con flauta embrujada, para llamar y reunir en el Nacimiento del Pesebre colombiano a todos sus indígenas, y en ceremonia ritual de ellos restituirles, de justicia, lo suyo: aquellos pétreos dioses antiguos, y empezar nuevamente a misionar, reconstruyéndoles en aquellas mismas piedras a su Cristo, al Cristo Universal y Eterno, que nació judío, romano y español, y que iba a nacer, desde ese momento, amerindio.

Y yo le pedía en aquel instante vital al Divino Niño: «Ya que para eso viniste, Niño-Dios, para deshacer nuestros entuertos, y glorificar en Ti nuestra carne de pecado que Tú asumiste, empieza en ese Tu Nacimiento amerindio en esta mi Patria de adopción, a redimir nuestro error. Que todos tus colombianos vivamos en Tu Pesebre que somos un sólo Niño contigo, que no hay bárbaro y civilizado, blanco e indio, mulato esclavizado y noble señor, Patria chica y Madre Patria, sino el Divino Niño en el Pesebre, la Eternidad en nuestro tiempo calamitoso, dioses todos del Dios Vivo, engendrados por Gracia de la Eterna Generación del Hijo del Padre en el Amor.

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El Pesebre - Día Segundo
día segundo

El Libertador

Cuando en nuestra vida que llamamos mortal, un ir muriendo al tiempo en este espacio, para nacer a la Vida de eterna habitación celestial, queremos explicar esa vida en nosotros, nos figuramos, disociando en palabras todo lo que es vida orgánica: nacimiento, crecimiento, juventud, madurez, senectud y muerte. Pero todo esto no es sino una sola vida, la vida, que según en qué momento del tiempo, la llamamos juventud, vejez o muerte. La liturgia de difuntos, que es la de los eternamente vivos, los nacidos Allá, nos dice que la vida no se nos arrebata sino que se cambia al nacer muriendo.

El Divino Niño que ayer vimos aparecer en nuestro Pesebre colombiano sin fecha de calendario allá en el Nudo telúrico de San Agustín, nos enseñó, en su vida temporal, que en eso que llamamos nuestra vida orgánica, la muerte es, en la Vida (con mayúscula), un nacer (natalis); como es un empezar a morir nuestro nacer a este tiempo espacial. Por eso ayer vivenciábamos ya la muerte en el Nacimiento de nuestro Pesebre colombiano.

Entre los cantares angélicos a los hombres de buena voluntad, y la adoración de los magos, y encantos de Virgen-Madre y Padre putativo, todo entre paja de buey y mula, vivimos ya en aquel pesebre palestino dolores de muerte, definitivos nacimientos prematuros, tristes palabras proféticas: Inocentes victimados; «A tu misma alma, le decía el viejo Simeón a la Madre-Virgen, la traspasará una espada de dolor». Apenas en el Nacimiento del Niño, y ya presentimos la tumba nueva de José de Arimatea, aquel Belén o Nacimiento a la glorificación del Hombre-Dios.

Si en la Esencia Divina no hay sino eterna Generación del Hijo del Padre en el Amor; si a esta vida temporal vino la Eterna desde que nació el Niño Dios, todo en ella es eterno Nacimiento. Esto es lo que sucede en nuestro Pesebre colombiano si atisbamos vigilantes.

No como aquel gran hombre de pequeña estatura, a lomo de mula patifina y movida, pero sí con la misma enamorada ardicia de conocer mi Pesebre colombiano, corrí desde San Agustín al otro nudo extremo, misterioso, que los geólogos explican, por ser misterioso, de muchas maneras o por causas diversas: la resplandeciente Sierra Nevada de Santa Marta, con su nevado, el más alto de este Pesebre, el blanco pico de Cristóbal Colón. ¿Sería intencionado el bautizo o fue providencial? Porque cuando Don Cristóbal anduvo rondando por ahí, cuentan las crónicas inspiradas, que le escribió a su protectora, la reina Isabel, que había encontrado un lugar en donde fue el Paraíso, porque la tierra es bellísima, y hay una eminentísima elevación, coronada de resplandores, y salen a la mar unos grandísimos ríos que no pueden ser sino los del Paraíso. Y como por ser divino poeta vidente descubrió el nuevo mundo, tenía que descubrirlo, también escribió a la Majestad Católica, su amiga Isabel, que había unos habitantes que eran santos; que eran todos ellos regalo; que eran todos ellos desnudos e inocentes, y que había hallado un rey (cacique) que era el más santo de los santos.

Yo los fui a conocer a esos «santos aruacos». Hay sobre la Sierra Nevada un pueblecito pesebresco que llaman de San Sebastián de Rábago. Es un puesto misional. No sé qué bendito misionero, que no pregunté por su nombre, pues me bastaba con que fuera bendito, construyó aquel amasijo de casitas para aquellos «santos» indios aruacos. Todo ello: el pueblecito, sus gigantescas montañas y las mismas vestiduras autóctonas son del más bello pesebre. La iglesita de techo de paja, con su separado, extraño, bellísimo y embrujado campanario, que con las casitas alrededor y coquetamente enmurallados, todo lo dicen… Pero aquellos «santos» no viven en aquellas casitas del pesebre construido por aquel bendito misionero; tan sólo una vez al año, el día de San Sebastián, van a festejar a su santo patrón. Ellos habitan en el pesebre abierto, por las montañas, allá en la sierra…

Pues bien, al pie de ese gigantesco nudo nevado está la tumba nueva donde «nació» a su gloria, el gran hombre chiquito que a lomo de mula recorrió la vastedad de estas tierras, vadeó sus ríos mares y jadeó por sus montañas, esos Andes gigantes de la «Madre de las Repúblicas», como él veía a nuestra Colombia (América) en ¿profética?, en todo caso siempre calenturienta y cósmica ensoñación.

Porque fue en la quinta de un español amigo, donde Bolívar murió-naciendo, desengañado de sus compatriotas, consumido de tanto amar a los que él libertó, a los que él quiso hacer nacer a la libertad. Allí, en la que hoy es urna sagrada de la Patria, en aquella quinta de San Pedro Alejandrino, murió como crucificado, desnudo, crucificado por sus libertos, el hombre suramericano, el hombre hispanoamericano, cuyo nombre de pila fue Simón de la Santísima Trinidad, y que fue llamado, por metáfora justa, con uno de los nombres del Divino Niño, con uno de sus nombres esenciales: El Libertador.

Y es que este Don Simón, consagrado a la Trinidad, el eterno Nacimiento, en sus 47 años de ir montado en una mula, subiendo y bajando esos Andes, recorriendo, padeciendo y glorificando los llanos y los ríos, siempre en pos de la Libertad, mereció en verdad, por metáfora, llamarse El Libertador. Su vivir de 47 años fue un agonizar tras el Cristo, el Divino Niño, el Supremo Libertador. Y su destierro, su padecer al pie de aquel nudo telúrico, fue su Paraíso. Su agonizar solo, en completo abandono, acompañado ¡y qué más! por el Divino Niño que le llevó como Viático el Cura Párroco de la aldea de Mamatoco, fue su eterno Nacimiento a la Vida, a su glorificación.

En esa siempre nueva tumba resucitará, va resucitando, con la gloria del Libertador, la conciencia suramericana, la madre de las repúblicas. Y no hay sino justicia en todo esto: Dios, en su Providencia, también quiso, por metáfora, llamarlo el Libertador, pues así como el Cristo Hombre fue enterrado, luego de envolver su Cuerpo en sábana nueva en la tumba sin estrenar de José de Arimatea, así mismo a Don Simón lo amortajaron con camisa nueva de! español Don Joaquín de Mier, su compatriota, pues él nunca dejó de amar a los suyos; «los amó hasta más allá de la muerte…».

Que eso, el Nacimiento, es el del pesebre o sobre la Cruz: El Niño Dios o Hijo del Hombre redimiendo, libertando todo lo que estaba subyugado, perdido, y que es hoy y siempre todo lo Suyo.

¡Niño Dios! ¡LIBERTADOR de esta humanidad subyugada por el pecado de Adán! ¡Que en este tu Pesebre, que es nuestra carne de pecado, asumida por Tí, y por Tí libertada de toda muerte, al vivificarla en tu muerte de Cruz glorificada, nos libres de todo nuestro mal: de nuestros complejos de inferioridad padecidos por los de superioridad, pues desde que Tú, «Divino Superior», bajaste a nuestro Pesebre, en Tí, todos somos ya «superiores», sin distinción de judíos o griegos, esclavos o libertos; como en Adán todos fuimos y somos ausencia o pecado o muerte! ¡Que Tú seas el que nos libertes mandando en amor o amando el mandar de nuestros «superiores» o gobernantes!

¡Líbranos también, Niño Divino, Divino Crucificado, de la ambición y envidia que tanto nos disocia y aleja, en tu Pesebre colombiano, del Único Nacimiento a la Vida: el amor hasta el fin en tu pesebre y tu cruz, la entrega-regalo de nosotros mismos, que iguala, y no el centavo de caridad que humilla al desvalido!

¡Que nuestra total desnudez al regreso a la nada que somos sea el pesebre donde tu Todo nos nazca para siempre!

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El Pesebre - Día Tercero
día tercero

El Niño y la Madre

Es el Misterio más íntimo, más humanamente íntimo este del Nacimiento del Hijo eterno del Padre en este nuestro mundo temporal, en el Seno de la Virgen, en nuestro Pesebre.

En su sepulcro vacío se oyen campanas de victoria; es aleluya glorificada; en su Ascensión y la nuestra con y tras El, gustamos el fruto maduro de este empezar del Pesebre y de su glorificación; es final consecuente. Pero aquí en el Pesebre, el Nacimiento es recogimiento, silencio, atisbar, que es un ver admirando el Misterio hecho carne tangible, humana, Dios con nosotros, Uno de nosotros, El en nosotros… ¿Lo vamos viendo bien?… ¡Es Paz…!

En nuestro Pesebre, el Nacimiento es el Niño y la Madre. Nosotros somos eso: el Pesebre, todo lo que rodea o encierra el Nacimiento: el buey y la mula, la paja y el musgo, la oveja más grande que la vaca, los senderos, los montes, los ríos y arroyuelos, las quebradas por las rinconadas, los «dioses» de San Agustín, las anacondas constrictoras de la selva amazónica, nuestros indios y blancos y mulatos, el barrendero y el alcalde, el gerente y los productores en las empresas; somos todos y todas las criaturas. Y El y la Madre, y todos y todo, no somos sino una sola cosa en este Pesebre: la Intimidad, el amor que contempla la gloria del Padre. «Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria».

Porque este nacer bajando la Eternidad al tiempo, para que la parte contenga el Todo, el Infinito quepa en el espacio delimitado, el Atemporal pueda vivirse sucediéndose, eso, eso es el Milagro que es EI, el Niño Dios. Todo se reduce a la Unidad en el Pesebre, al Nacimiento: la eterna Generación en la Trinidad sucediendo en el espacio-tiempo, porque eso es Cristo en el Pesebre: la segunda Persona de la Santísima Trinidad llegando, naciendo en el tiempo, que somos todos y cada uno de nosotros en este mundo.

Atisbando, pues, en este Pesebre colombiano que vive en mí, el que vive en tí, orante radio-oyente, contemplamos el gran Milagro que es El: el Divino Niño y su Madre, ya que en ambos es la misma Vida divina; en el Niño en su misma esencia, y en la Madre, por gracia, por llena de gracia. Fijémonos bien que vamos contemplando en el Pesebre que vive en cada uno de nosotros, dentro de nosotros, porque este Divino Niño dijo hace XX siglos, nos dice a cada instante: «El Reino de Dios está dentro de vosotros». Y en otro instante, nos dijo, nos dice en todo el Evangelio, que El es el Reino. Por tanto, vayamos entendiendo que El está dentro de nosotros. El es en nosotros el Nacimiento de nuestro Pesebre, la Vida que nos hace nacer a nuestra vida.

¿Y qué nos dice a nosotros este Nacimiento perenne que va siendo dentro de nosotros? El nos habla con su Vida divina desde El, que está en nosotros, que tiene un modo de hablar que es sin palabras, que es esa Vida suya simple, comunicada por gracia, pero que nosotros traducimos en palabras de nuestro idioma humano para entendernos en este mundo que somos. Y luego viene nuestra respuesta en nuestro mismo idioma humano, y que es corno un sentimiento divino que ÉL nos da.

Oigamos, pues, lo que El y su Madre nos dicen en el Divino Nacimiento que está dentro de cada uno de nosotros, mis amados radio-escuchas orantes:

– Vete ahora que sales de tu trabajo hacia Medellín, y mira las casas a tu paso: una casa, otra casa, otra… muchas casas; todas son «Casa». Al llegar al portal de la tuya, la vives y la llamas «MI HOGAR», y revives en ella, o tu casa eres tú, tu mujer, tus hijos, tus amigos, tu gatito y tu perro. Así, tu casa es ya tu alma glorificada por tu amor.

«Así mismo, hijo mío, EL NIÑO Y YO somos el Nacimiento, pero como tú estás viviéndonos en el Pesebre, en todo el Pesebre, en tu mujer, en tus hijos y amigos, y hasta nos estás viendo en tu gatito y tu perro, que también son criaturas mías, y en el buey y la mula cabezona que esculpió don Álvaro Carvajal de Envigado, como en el musgo del alto de Las Palmas y en el cascajo de La Zúñiga; pues, como nos ves en todo, tú te volviste El Nacimiento, el Niño y la Madre, por un modo que es propiedad exclusiva de Cristo y que los teólogos llaman gracia, que es Vida divina comunicada y que transforma lo más íntimo de nuestro ser hasta divinizarlo. Pero fíjate bien y no vayas a poner atención en las palabras o letras; corres el riesgo de llegar a imaginar que gracia es… como una untura o pegadera misteriosa, y te alejas del Niño. Y su Madre nos dice desde dentro de cada uno de nosotros a cada uno de nosotros: Mi Hijo, en el curso entre su nacimiento en mí y su nacimiento en la Cruz, con el hombre levantado hasta El, os enseñó muy bien lo anterior así: la letra mata y el Espíritu vivifica.

Así, pues, si atisbas, vives y te nutres del Nacimiento, del MILAGRO de Su vivir en el tiempo-espacio, o sea: el ciego ve, los muertos resucitan, los cojos andan y los pobres son evangelizados, que quiere decir que los pobres-pobres y los ricos-pobres viven en su Pesebre, unificados al Nacimiento.

Y entonces tú, tu mujer, tus hijos, los amigos, todos los hijos de Adán o el hombre, seréis: «MI MADRE Y MIS HERMANOS SON LOS QUE HACEN LA VOLUNTAD DEL PADRE. Y LA VOLUNTAD DEL PADRE ES QUE SEÁIS PERFECTOS COMO ES PERFECTO ÉL».

Oye bien, hijo mío. Haz la Voluntad del Padre, instante a instante, y serás SU MADRE… y serás SU HERMANO…

Por eso dice la oración que me dedicasteis: «¡Ruega por nosotros para que podamos gozar de las promesas y gracias de Cristo, nuestro Señor!» Esas promesas son: Que seréis SU MADRE Y SU HERMANO Y SI VIVÍS INSTANTE A INSTANTE SU EVANGELIO.

¡Mujeres que hiláis la trama del amor en este Pesebre colombiano!: ¿váis viendo cómo vosotras sois la Madre en el Pesebre, que estáis tejiendo para los pañales del Niño; y vosotros, obreros que tejéis las telas, sois el Niño para quien las tejéis? ¿Y que a vosotros, dirigentes y dueños, se os muestra que sois el divino-niño (con minúscula) que organiza en espacio-tiempo los trabajos de los otros divinos-niños (también con minúscula), en inteligencia y amor, y que así resulta que mandar y obedecer es Cristo, o La Inteligencia y El Amor (estos con mayúsculas)?

Aprendamos, pues, lo que estamos oyendo en nuestra intimidad, nos lo dicen en nuestro Nacimiento La Madre y El Niño: Que cuando odiamos o nos enojamos, no estamos viendo al Niño y a la Madre; que cuando profanamos una mujer, estamos ciegos; que cuando hay riñas, disputas, malentendidos, rencores, dudas, suspicacias, no estamos viendo al Niño y a la Madre; que cuando hay violencia, homicidios, dominios, envidias, el Eterno Nacimiento está velado; que cuando no veamos a Cristo en todos y en todos los sucesos, estamos ciegos, inatentos.

Pues Dios es EL PATENTE. La ausencia con que el Hijo de Perdición contaminó a Adán, es la que vela al Patente. El pecado no es la ignorancia, como dijeron los sabios antes del Nacimiento del Niño; la ignorancia es consecuencia de la Rebelión. El pecado fue la Rebelión. La Vanidad, el querer tener un mundo, el del Bien y del Mal.

Somos nosotros los que nos tenemos que quitar los velos que nos ocultan a Dios. Y ese es el secreto del Nacimiento. Vino el Señor para enseñarnos el secreto; se hizo Hombre para ello; se proporcionó a nosotros. Se hizo el Maestro. ¿Y cuál fue su lección, resumida?: Toma tu cruz (cada uno la suya) y sígueme al Calvario y a la Resurrección de entre los muertos.

¡Divino Niño en el regazo de tu divina Madre!: Quiero atisbarte, verte y vivirte instante a instante en mi realidad de operario en la construcción del mundo en mi realidad de dirigente en este Pesebre colombiano; que nunca quiera verte en otro pesebre que no sea el mío; y como sé que mi realidad es mi siendo de obrero o de dirigente instante a instante, que no separe yo MI VER EL NACIMIENTO Y AMAR Y GOZAR EL NACIMIENTO del siendo mío o pesebre. Es la vanidad lo que me tienta a desear el pesebre del otro y así abandonar mi realidad; tal sucede con la obrera que imagina a la Directora y envidia a su directora: eso es querer ser otro, despreciar su realidad, perder su alma o pesebre. «Y ¿qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma…?».

El cristianismo sólo espera, sólo cree, sólo tiene los Dones del Espíritu Santo; la PRESENCIA; VER A DIOS; COMULGAR CON ÉL; TENER EL CIELO Y TODAS LAS BEATITUDES; incluso se-ño-re-ar la tierra y señorear su propia alma…

¡Dadme, Niño y Madre, Divino Nacimiento, vivir siempre instante a instante, así, en mi Pesebre colombiano!

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El Pesebre - Día Cuarto
día cuarto

Glorificación del Pesebre o
Lugares Santos o vivir de
Jesucristo en su Tiempo y Espacio

Cuando Dios dijo allá en el Paraíso: Hagamos al hombre a semejanza nuestra, eso es: en vida de entendiendo y amando como es nuestra Vida en la Trinidad, le dio su ley: Crecer y multiplicarse y dominar la tierra. Lo hizo rey de la creación, dios de ella (con minúscula). Ya entonces, dicen los Padres de la Iglesia, veía Dios la Faz del Cristo que había de nacer en el tiempo de este mundo. Como en la primera mujer veía ya a su divina Madre.

Pero al perturbarse en su caída quiso esa criatura divina hacerse Dios (con mayúscula) y su ley recibida quedó ahí perturbada, dañada en su mente, en el mismo origen. Nace el hombre contaminado ya en el seno de su madre, y su divino poder de dominación deviene débil pasión de dominio.

Y el Divino Niño que nace en nuestro Pesebre colombiano, en tí y en mí, orantes de esta Novena que todos hacemos, viene a restituir a su prístina pureza, de manera más maravillosa todavía que en aquel instante de la creación, el ser y su ley perturbados: el hombre, su generación y el señorear el mundo y a sí mismo.

¡Atisbemos, miremos ojifijos con el Ojo Inocente, Puro, Simple, como el del Niño y la Madre de nuestro Nacimiento, a esta Madre y al Hijo! ¡Atisbémoslos, que ya no podemos separar nuestra embelesada mirada divina de este Nacimiento nuestro ….! ¿Y qué es lo que vamos entendiendo a medida que los vamos así contemplando? Que todo este mundo y nosotros todos, estamos consagrados por la venida de este Niño; todos y todo están glorificados por Jesucristo en su vivir íntegro en su espacio y tiempo, desde su Nacimiento en el Pesebre hasta la consumación de los siglos en el Cristo total.

Y si no, brinquemos por nuestra historia desde que nació en el Portal de Belén.

Apenas los Apóstoles lanzados centrífugamente como lenguas de fuego, abrasándolo todo hacia los confines de los cuatro puntos cardinales recibieron ellos la corona del martirio, cenit de la dominación, se apoderó la violencia, escondida en la palabra Evangelio, para seguir debilitándose por su pasión de dominio.

El primer rey franco, al «convertirse» y oír leer la pasión de Cristo, enfurecido, sacó su espadón y gritaba: «Si yo hubiera estado allí con mis francos, habría impedido la crucifixión!». Y no admirarse que ya Pedro, la Piedra de su Iglesia, quiso, en el huerto, impedir lo mismo con su machetico de pescador… y «el que a espada mata a espada morirá»… y sanó la oreja de Malkus…

Y aquel Constantino… cuando estaba matando y ¡que lo mataran!… lo que vio o quiso ver en «in hoc signo vinces» —vencerás con esta señal de la Cruz—, al verla en el cielo, fue que le decía: Con esta Cruz los matarás a todos tus enemigos… como si la Cruz fuera una bomba de hidrógeno. Cuando la Cruz fue el fin del poder de las tinieblas, la victoria por el fracaso, atraer por el entregarse, vencer Vencido. Y ha sido así como aquel Constantino, cristiano, hijo de Dios, metió en aquella divina dominación del Paraíso la ausencia para aparecer como el padre de todos los dictadores que dicen: «Dios y yo, Dios está conmigo o Yo (con mayúscula) y Dios…». Todo esto es el Hijo de Perdición que se disfraza aun de Cruz… Todos los grandes santos, un Francisco de Asís, un Benito de Nursia o una Teresa de Jesús, y tantos y tantos santos sabían de esos disfraces…

El vivir íntegro de Jesucristo en Palestina hace XX siglos y su muerte de Cruz no fue la que pudiera aparecer interpretación de Constantino al ver la Cruz y oír las palabras que oyó. Ni tampoco significa «conquistar» los Lugares Santos como fue en muchos de las Cruzadas, y como lo imaginó en sueños Colón, sino llenando estos Santos Lugares, que son, con los de Palestina, toda la tierra consagrada por el advenimiento del Divino Niño, de ENTENDIENDO Y AMANDO, que así en gerundio quiere decir: de entender y amar sucesivos, que van siendo constante entender y constante amar, o sea: la imagen divina que es en nosotros, en este espacio-tiempo que recorremos.

Así, pues, América, en la mente y el corazón del Almirante de la Mar Océana, está destinada con su oro y riquezas «a rescatar el Santo Sepulcro y los Lugares del nacer y vivir humano-divino de Jesucristo, el Libertador, La Verdad, La Vida, El Camino y La Puerta. Hay que leer las cartas y ensayos de Cristóbal Colón. Son proféticos. Usa la palabra rescatar, y en ella se le escondió el Diablo y dio origen al rescatar indios.

Realmente, tal es el destino de América, o mejor Colombia, pues así se llama en la eternidad (con minúscula), la que recibió de la vanidad de los hombres el nombre de América.

Dos videntes han pisado a Colombia: Cristóbal (¡qué nombre! Portador de Cristo) y Simón de la Santísima Trinidad (Simón, como Pedro, y ¡de la Santísima Trinidad!). El uno: «Colombia para rescatar los Santos Lugares»; el otro: «Colombia, madre de la libertad, madre de las repúblicas».

Pero el oro y toda la tierra, que realmente son para la glorificación del Hijo del Hombre, nuestro Dios o Hermano Primogénito, desde los días del Señor han servido para los fines del Hijo de Perdición: Este, hizo, al entrar en Judas Iscariote, que vendiera al Maestro por treinta pesos; susurróle al Iscariote así: «De ese modo obligarás al Maestro a mostrar todo su poder y proclamarse rey del mundo, y tú serás allí el Tesorero Real». Luego tal ignorancia o ausencia escondida en el oro, se extendió por doquier, y… NO EL PUEBLO ESPAÑOL, SINO TAL AUSENCIA, EXIGIR ORO A DON CRISTÓBAL COLON «para que mostrara que su obra servía a los poderosos de este mundo». Y el bueno de Don Cristóbal Colón cedió, enamorado como estaba de sus descubrimientos y «glorias», y, para no perderlos, «se vio obligado» a apañar oro, a empuñar a los amerindios «para que se rescataran por oro», a matarlos en el laboreo de las minas y en el trabajo servil inhumano, impuesto por capataces, encarnación de eso que puede llegar a ser diabólico y que llaman principio de autoridad. La autoridad es el entendiendo, el amando y el siendo en nosotros, o sea Dios en nosotros o Dios con nosotros… Emmanuel.

Pero como Don Cristóbal, que realmente era cristiano, sólo cumplía las órdenes bárbaras para guardar las apariencias, la Corte de hombres de este mundo, le envió quienes le despojaran de «glorias» y «mandos» y lo encarcelaran y remitieran a la Corte a morir encadenado en Valladolid.

Ahí me tenéis al otro hombre padre de Colombia o América, que muere solo, solo, en la única COMPAÑÍA de LOS SANTOS LUGARES, del Cristo.

Pero, hermanos: ¡No fue el pueblo español! Fue la ignorancia y soberbia que reina en el hombre, que, desde el animal astutísimo del bien y del mal en el Paraíso, es «raza de víboras»; los españoles así «in genere» no, pues ¿quién y de qué gente fueron Bartolomé de las Casas, Juan de la Cosa, Vasco Núñez de Balboa y tantos grandes que vivieron para los amerindios y por los amerindios?

Y el Libertador Simón Bolívar soñaba así: «Y Colombia (América) será la madre de las repúblicas y de la libertad, y en La Guajira, en el Cabo de la Vela, acariciada por todos los vientos y abierta al hombre, levantaremos la gran ciudad capital del Nuevo Mundo y la llamaremos Las Casas, en memoria del hombre que se apechó todos los sufrimientos de los amerindios».

Y sabéis, hermanos, ¿cómo es la única manera de que Colombia sea lugar santo del Nacimiento del verdadero hombre de ella, el dios (con minúscula) o gran mulato, como lo han llamado otros?

Siendo cada uno de nosotros su pesebre del Nacimiento; gastando toda la inteligencia, el amor y la energía en cuidar cada uno de su sucesivo pesebre (cada uno el suyo).

Pero si un humano (el obrero, p.e.) gasta su alma envidiando la realidad de otro, el oro de otro, la actividad de otro; y el otro humano (el capitalista) explotando a su prójimo, ejerciendo su pasión de dominio sobre él, pues todos los pesebres serán muladares por el descuido y no habrá tal Nacimiento, sino el Hijo de Perdición. Reinará en Colombia en tal caso, todo lo diabólico: el homicidio, el engaño, la astucia, el inhumano sargentón, el que manda y el que obedece, ambos envilecidos; la anarquía y la dictadura en rueda sin fin; nacerá el hombrecito, el ratón, el de ojos huidizos, el simulador, el tímido, todo lo que es el último hombre.

Divino Niño, Dios-Hombre en Belén; Dios-Hombre en los caminos, pueblos y mar de Galilea, en Judea, en el Jordán y en los campos fronterizos, Dios-Hombre instante a instante en la casa de Pedro, en Cafarnaum, en la casita de Lázaro, Marta y María, en Betania, y en la de Zaqueo, en Jericó; Voluntad del Padre instante a instante en el pretil del pozo de Sicar, conversando con la Samaritana acerca del agua viva que es la Voluntad del Padre instante a instante; Maestro del vivir humano en eternidad en aquel recodo del camino en donde te salió al encuentro el Centurión que iba a Ti para que su hijo no muriera!

¡Hoy damos todo por verte un solo momento (momento de eternidad) en tus caminos de Hijo del Hombre!

¡Dirigentes y obreros, colombianos todos!: ¡Abrámonos al Divino Niño de par en par, para que el Rey de los cielos deambule por los caminos de nuestras almas! ¡Abrámonos todos a la Luz: el pan, vestido, alegría, buena organización, paz, no matar, no fornicar, no robar, todo todo es secuencia del Dios Vivo en nosotros! ¡Tendremos LA LIBERTAD Y EL SEÑORÍO, o sea COLOMBIA, MADRE DE LAS REPUBLICAS!

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El Pesebre - Día Quinto
día quinto

Discusión y mirada de Cristo

A raíz de haberse aprobado en el Concilio Vaticano II, por escasa mayoría, que el tema de nuestra Madre, la Virgen Madre del DIVINO NACIMIENTO, se tratara dentro del esquema llamado de Iglesia y no aparte, se suscitó entre expertos, en lugar colombiano, acalorada, viva discusión así:

El primero dijo, al terminar la lectura de la crónica que informaba del resultado:

– ¡Me extraña! La Virgen está por encima de la iglesia. Ella hace a la iglesia, la trasciende. Creo que hubiera debido tratarse el tema fuera del esquema «IGLESIA»…

¡Cómo, interpeló el segundo, que amaba tanto como el primero a la Madre de la iglesia, hija de la iglesia e Iglesia ella misma…! Si la Iglesia es Cristo, su Cuerpo Místico, el Cristo total, ¿cómo colocar a María fuera del Cristo? Es la que está más junto a Cristo; es más Iglesia que toda otra criatura. Lo que le sucede a usted es que está viendo en la Iglesia no más que al Papa de blanco, los Cardenales de rojo, los Obispos de morado y a nosotros de negro. Y no somos la Iglesia, somos Iglesia en cuanto Cristo viva en nosotros y porque nos redimió…

Un tercero, exaltado ya, respondió al segundo: ¡Caramba! Si la Virgen es más que usted, por ejemplo, ¿cómo la va a poner como igual a usted?

-¡No, como igual no!, contestó el segundo. Ella es sobresaliente; es la Madre, la llena de Gracia, pero no es la Cabeza; no está fuera; es La Esclava del Señor; más cercana que nadie de su Hijo. EL ESPÍRITU la cubrió para que fuera Madre de la Iglesia, que es su Hijo. Es hija, a un tiempo, de la Iglesia, como ESCLAVA DEL SEÑOR SU DIOS. Y es la Madre de todos nosotros, como legado desde la Cruz.

Por la mañanita de aquel mimo día asistimos a otra discusión, esta vez entre dos cuñados, partidarios de sendos partidos políticos. No estuvimos interesados, hasta que percibimos la dinámica dialéctica del INSTINTO DE DOMINIO, que subyace como alma de toda discusión. Los dos cuñados tomaban sus imaginaciones a que llamaban partidos y proposiciones como móvil de su ansia de dominar el uno al otro, y sólo iban consiguiendo instante a instante el alejamiento mutuo, la muerte gradual del amor y unidad que nacen de la INTELIGENCIA o Cristo o la Vida en nosotros… Terminaron sin amor, alejados, individualizados, echándose mutuamente la culpa…

Y en la primera discusión, acerca de la Virgen, en aquel «¡caramba, La Virgen es más que usted!», vemos cómo hasta en temas sagrados de suyo, pretende meterse el MALIGNO, el instinto de dominio, «homicida desde el principio».

Por la noche de ese día de discusiones, ya en compañía de mi Soledad, o sea, del conocimiento de mí mismo como nada, fui entendiendo aquellas discusiones y me dije: discutir es actividad mortal, edificada en mortalidad; es el instinto de dominación que quiere someter al prójimo. Escuelas filosóficas y partidos son casas imaginativo-mentales edificadas lógicamente sobre arena, la arena de unas palabras enhebradas en proposiciones o principios y en que ponemos, sin darnos cuenta, nuestros yoes, toda la vanidad de nuestras pasiones, para así no abrirnos de par en par a Cristo, que es La Inteligencia, La Vida y El Amor.

Hace años oí aun embajador inglés, protestante del Movimiento de Oxford, muy afín a la Iglesia católica, quien no en discusión, sino en honda y luminosa convivencia o conversación con prelado católico, dijo, poco más o menos:

– Si estudiáramos los orígenes de las herejías, sin pasión, inteligentemente, encontraríamos que los heresiarcas no pensaron jamás en llegar a donde la vanidad o el orgullo herido por discusiones los llevó. Me atrevo a afirmar que los progenitores de los herejes fueron los orgullos de los discutidores, orgullos erectos en posición de gladiadores, que, como siempre en las peleas, sólo logran la muerte, el odio y la separación. Nunca el amor (unitivo de suyo) que nace de LA INTELIGENCIA.

La Inteligencia sustancial es Cristo; el Amor es El Espíritu Santo y El Padre es la Realidad. Todo es Dios. Sólo en el Amor y por El Amor nace el Niño y nace La Realidad en nosotros, las criaturas. ¿Qué realidad ha nacido alguna vez de la ausencia que es el odio?

La Piedra viva de nosotros es Jesucristo o La Inteligencia, que está en nosotros en gerundio, espacio-temporalmente. El lo dijo y lo vivió existiendo: Que El era La Verdad y La Vida. Y dijo que era EL MAESTRO, El ÚNICO, y nos lo enseñó con su vivir siendo instante a instante la Voluntad del Padre. En atender instante a instante, en el vivir sucesivo nuestro tal Voluntad y darnos a ella, confundirnos con ella, está el Pan de la Eternidad.

Un ejemplo pastoral puede iluminar lo dicho, si necesita aún ser iluminado; más bien diremos que es un ejemplo de lo anterior.

En muchos matrimonios avenidísimos durante años se escurre un día, «in crescendo», un cierto hablar altanero entre los cónyuges; vienen luego discusiones en busca del culpable de ello; en fin, NO SE ENTIENDEN… El curso de la tragedia principia en inconsciente malestar, que toma la forma de HABLAR ALTANERO o displicente; luego en discusiones en busca de la culpa… y el fin: el trágico convertirse en dos los que por la Trinidad: el Ser, la Inteligencia y el Amor habían sido hechos uno solo, dos en uno como dijo Cristo. Es una escala descendente desde el Amor, que unifica, pasando por el «tengo derecho» y «él o ella no tiene derecho», que individualiza, granula poco a poco en dos a los que son uno en Cristo o La Inteligencia.

Así cuando principian las discusiones conyugales el Sacerdote (Cristo), o el entendiendo-amando en el sacerdote, encuentra que ya marido y mujer no son uno solo sino dos; el rey de «este mundo», la rebeldía, separó lo que Dios había unido… Marido y mujer son uno en Cristo y en Iglesia, decía el Apóstol Pablo. Es el único sacramento en que el ministro no es el sacerdote asistente, sino Cristo en cada ano de los contrayentes. Cristo entregándose a Cristo en amor; son uno por tanto.

Claro que este dos en uno no destruye a ninguno de los dos, y que ambos tienen sus derechos y deberes, pero los tienen en el uno complementado. Por ejemplo: si ella desea perfeccionar su cultura o actuar en la Acción Católica, y quiere tomar unas clases o salir a un barrio extremo para actuar católicamente entre los que quizás no obren como tales, tiene derecho, claro está, pero no lo tiene sin estar acoplada con el otro cónyuge, que es uno con ella; si no estaría dividiendo ella al único Cristo que son ellos dos en uno. Ni vale decir: es que mi marido no tiene derecho a restringir mis derechos. Es verdad, no tiene derecho, pero tampoco usted tiene derecho, al ampararse en sus derechos, a dividirse de lo que Dios juntó y los hombres no pueden separar. Quiere decir que Cristo ha de actuar en cada uno de forma que no solamente el marido conceda el derecho a su mujer por lógica mental, porque así dicen que debe ser, o por miedo a que los amigos lo tilden de despótico, como quizás lo sea con su esposa, sino porque su inteligencia e intimidad que es Cristo en él, le hace ser uno con su esposa, entendiendo y amando el derecho de ella, que es entender y amar las clases o el actuar católicamente en el barrio de su ciudad. Cuando ella vive eso en su marido, y no solamente cuando éste le diga que sí por no contrariarla p.e., es cuando puede ejercer su derecho. A esa unidad de comprensión y amor que es Cristo en ellos deben llegar los esposos. Mientras tanto ni ella tiene derecho a ejercer su derecho por su cuenta contra el marido, ni el marido tiene derecho a decir: «Yo mando», usted no puede tomar las clases o ir a los barrios. Ninguno de los dos llegará así jamás a ser dos en uno. No hay entrega de si.

Donde hay discusión hay exigencia de mundos propios, divididos. El mismo y único Amor de los dos es el que hace que sean dos en uno. Y así es como se cumple instante a instante la Voluntad del Padre.

Cuando el Divino Niño, llevado a Jerusalén por sus Padres, en peregrinación, se les perdió y a los días lo hallaron en el Templo, ¿no les dice: «No sabéis que tengo que atender a la Voluntad de mi Padre?» Nos enseñó así, que siendo cada uno su pesebre en EL NACIMIENTO, es decir, viviendo al Padre instante a instante, no hay mando y obediencia, sino que Dios obra en nosotros… ¡y hay Paz!

Si el marido o el obrero de una fábrica trabaja sucesivamente su pesebre, su vivir, atento al Nacimiento, y si la mujer o dirigente en una empresa trabaja el suyo en él, no hay mandato ni obediencia, sino Cristo en el amor y glorificación del trabajo.

¡Señor Jesús! ¡Maestro, Hijo de Dios Vivo: Tu mirar, tu mirar es el CIELO! Nos miras desde el pretil del pozo en Sicar y nos haces vivir El Cielo. Y esa vivencia es lo que llamaste fe. ¡Para poder definir qué sea fe, habría que poder definir la sustancia, o gloria o plenitud de tu mirar! Cuando mirabas a Zaqueo trepado en el sicómoro para poderte conocer de vista, tu mirada era Dios, y Dios era El BESO… Cuando miraste a los doce en la Ultima Cena, al darles a beber tu sangre y comer tu carne, te diste a ellos como Hombre-Dios y les elevaste a tu DIGNIDAD DIVINA. La Comunión es el beso perfecto, en que besador, beso y besado son uno solo en el Amor.

¡Jesucristo, TU ERES EL AMOR!

Si en lugar de discutir, veo en la paja y el buey, en el telar o en el libro de contabilidades, en la obrera o en el gerente, en las electrónicas y en los camiones, al Pesebre del Nacimiento; y en la esposa, y en la muchacha «hermosa», y en la muchacha «fea», y en la que agoniza cancerosa, y en la que va por el camino, andrajosa, piojosa, veo a la divina Madre del Nacimiento, pues diré con verdad verdadera:

¡YO SÉ AMAR! ¡El Amor es Dios!

— o o o —

El Pesebre - Día Sexto
día sexto

La Iglesia o el Divino Niño o
los Reyes Magos del Pesebre

Cuando de niños aprendíamos catecismo, nos enseñaron que había tres maneras de pertenecer a la Iglesia católica para poder salvarse o salvar el aforismo teológico: «Extra Ecclesia nulla salus», «Fuera de la Iglesia no hay salvación posible».

En cuerpo y alma, o sea, los que somos bautizados católicos y que vivimos en gracia de Dios. Al morir vamos al Reino, o mejor, estamos ya en el Reino.

Al cuerpo de la Iglesia, o sea los católicos con el alma mortalmente herida, o sea, cuando estamos en pecado mortal. No hay salvación eterna en este caso, y

Al alma tan sólo de la Iglesia, o todos los no católicos bautizados fuera de la católica, pero cristianos. Son los que cumplen con la ley natural o con el Evangelio de Cristo en su iglesia, de buena fe.

Esto lo estudiábamos también en los libros de teología; pero en la práctica, sobre todo entre latinos, y hasta me tocó vivirlo también en países anglosajones, ¡cuántas veces nuestra conducta con nuestros hermanos separados no dimana de esta enseñanza!

Ha sido necesario que nuestro venerado y santo Papa Juan XXIII nos lo hiciera sentir pastoralmente, consagrándolo en su magno Concilio, en donde, atisbando al Divino Niño en aquella gran aula donde enseña el Espíritu Santo, van rectificando aquellos Padres muchos procederes morales nuestros, atávicos algunos, pero no por ello menos incongruentes para nuestros tiempos. ¿No podríamos llamar a nuestro Concilio «El Penitente», si por penitencia entendemos el significado original de rectificación de juicio, como ya vimos en esta Novena?

Si el Cristo total, el Místico, es tan monumental que tiene su Cabeza en el cielo, a la diestra del Padre, y cuyos pies todavía rastrean, sangrantes, por este espacio-tiempo que somos nosotros, que es la Iglesia …..

Y si Cristo, por su místico advenimiento a este espacio-tiempo consagró este mundo y su constante sucederse…

Y si al ser levantado en la Cruz, a El atrajo «omnia», todas las criaturas… pues, «verdaderamente, como dice el Padre Congar, la totalidad de la vida está restaurada en Cristo: restauración, cuya realidad, efectuada en el espacio y en el tiempo, no es otra cosa que la Iglesia, restauración en la que ésta nos parece desde el principio esencialmente católica, es decir, abrazando la universalidad del ser y de los seres en la unidad: católicos con una catolicidad que posee desde un principio a Cristo, en quien reside la plenitud de las energías divinas, capaces de reconciliar, purificar, unir y trasfigurar el mundo».

La Iglesia así entendida «es la realidad de la Nueva Alianza, la reunión de los hombres que, reconciliados con Dios en Cristo, muerto y resucitado por nosotros, han sido llamados a vivir con Dios una vida de hijos, de ciudadanos de la ciudad celeste, y participar de los bienes patrimoniales de Dios».

Este Misterio de la Iglesia empezó a revelarse ya en el Antiguo Testamento con las promesas hechas por Dios a Abraham y su descendencia. Alianza que se renovaría en el Sinaí, entre Dios y Moisés. Sigue con David, etc. Pero el cumplimiento de las promesas, la posesión de los verdaderos bienes de la alianza tendrían lugar en un tiempo todavía futuro, en que Israel, bajo la dirección de un Rey Mesías, lleno de sabiduría, de piedad y saturado del Espíritu de Yahvé, sería entre todas las naciones el instrumento del Reino de Dios. Y más allá de la instauración del Reino de Dios sobre la tierra, se esboza la anunciación de un reino eterno.

Este Reino de Dios sobre la tierra, y eterno, es el Cuerpo Místico de Cristo. El nos decía en su vivir espacio-temporal que El era ese Reino. Y San Pablo nos habla magistralmente sobre esta realidad del Cuerpo de Cristo que el Doctor Angélico transcribía así: Así como el hombre tiene una sola alma y un solo cuerpo, pero diversos miembros, así la Iglesia católica tiene un sólo cuerpo y diversos miembros. El alma que vivifica este Cuerpo es el Espíritu Santo: así por la fe en el Espíritu Santo somos llamados a poseer la fe en la Iglesia católica. Iglesia es sinónimo de asamblea, santa Iglesia es sinónimo de asamblea de fieles, y cristiano es sinónimo de miembro de esta Iglesia.

Pero fijémonos que así como antes de la venida de Cristo el pueblo escogido de Dios limitaba la herencia del Reino a los que ellos creían únicos herederos, los circuncidados, luego los sometidos a la ley, y ya los profetas veían extendida la heredad a todos los rescatados por el Mesías, los católicos vemos realizada ya la salvación en todas las criaturas pertenecientes a Cristo por su advenimiento, que a todas consagró, y perennemente sigue consagrando en la vida sacramental que nos introduce a esa Vida divina o Iglesia de Cristo por el bautismo de agua, de sangre o de búsqueda de la Verdad en el deseo de su posesión.

Eso es lo que vamos contemplando en el Nacimiento del Pesebre de este mundo; Reyes espirituales o Magos fueron y siguen siendo guiados por UNA ESTRELLA (La Inteligencia o Cristo en ellos) a Belén, para adorar al Niño Emmanuel que nace siempre, constantemente en el Pesebre. En palabras esotéricas, que «entenderá el que lea» o «el que tenga oídos para oír» o «entendiendo», diremos que los Magos, los cuatro Magos, pues allí en el Pesebre había uno invisible, amerindio del Aburrá-Ayurá, llamado Etza-Ambusha, (invisible porque Colombia o América no había sido descubierta, pero la Virgen-Madre sí lo vio, y el Divino Niño lo miró y besó con su Mirada y su Beso que se llama MI PAZ OS DOY): los cuatro Magos, pues Melchor, Etza-Ambusha, Gaspar y Baltasar fueron a centrar o bautizar en El sus sabidurías y ciencias, a cristianarlas, porque el Niño tuvo en la Eternidad el nombre sustancial de Maestro y Vida y Verdad.

¡Qué bueno oír a esta Iglesia en el Concilio llamar hermanos a los que todavía no están en el Cuerpo de nuestra Iglesia, y que también son magos de otros rebaños, de los otros rebaños de Cristo!

Así quedaron los cuatro Magos, el de Occidente, el de Oriente, el de Africa y el de la tierra ignota, unidos vivamente a su Padre por sus cordones umbilicales, o cultos y ciencias y disciplinas respectivas. Porque el Niño Divino es la Iglesia Suya, y esta es esférica como Dios: Todo lo contiene. Dios es el ÚNICO Y SU PROPIEDAD. Si imagináramos o hiciéramos limitada su Iglesia, no sería su Iglesia, pues a su alma pertenecen todos los de buena voluntad. Por lo menos este fue el anuncio del ángel a la llegada del Niño.

Por tanto los fieles de esta Iglesia son los ciegos y los que ven; los pecadores y los virtuosos; hasta en potencia, los mismos «ateos», que son los desesperados; los que huyen y los que «mueren», los cancerosos y los piojosos; el que pide y el que da; el que cree mandar y el que cree obedecer:

«Mis delicias es vivir con los hijos de los hombres; vine por las ovejas perdidas;

Yo soy el Pastor;

No vine a juzgar, sino a elevar al hombre al cielo; Visito a las pecadoras, a los leprosos, a los ciegos, a los endemoniados; me ciño la toalla y lavo los pies de los hombres. Venid a mí los que estáis cargados y angustiados.

Y el pobrísimo, el hijo pródigo es el que desconoció al Padre, y lo llamaré… y, cuando oiga LA VOZ que es Amor, vendrá y lo vestiré de gala, y habrá banquete inaudito en el Cielo».

Tal es el «ateo». «Ateo» es el hijo pródigo, el desesperado en la sima de la angustia por haber perdido la vivencia del Padre, a causa del Hijo de Perdición.

Desde los MAGOS EN EL PESEBRE DE BELÉN, las «ciencias» o espacio-temporalización de principios o proposiciones, quedaron cristianadas y se pueden ver bajo la forma de eternidad con el OJO SIMPLE, que es también nombre del Divino Niño. Tal sucede, por ejemplo, con el Nevado del Ruiz: hay planicies, oteros, montañas, cimas en gradiente, y desde cada otero o altura vivimos la dominación de lo que está debajo, o sea, entendemos lo que está debajo; pero sólo desde la cima del Ruiz se nos entrega toda la tierra alrededor… Pues el Divino Niño no es cima, sino que es el INCONDICIONAL, LA VISIÓN que hace visible todo lo visible; La Vida que hizo y hace viviente toda la que hay en su Epifanía de Amor. En El estamos nosotros, y todos, dominaciones, y pobres y ricos, desgraciados y felices, plantas, animales, y minerales y elementos. ¡Somos el Pesebre, LA GLORIA DE DIOS VIVO! Y EL PESEBRE DE TODAS PARTES Y DE TODOS LOS TIEMPOS es SU GLORIA.

Y nuestro mago, Etza-Ambusha, llevó al Divino Niño un ramo de orquídeas, una culebra anaconda, una rueda de caucho para que jugara e hiciera sus delicias, y le llevó quina y quemó hojas de tabaco en el Pesebre… Entonces fue cuando lo miró el Niño y lo besó con la mirada y beso llamados MI PAZ OS DOY.

¡Niño Divino de nuestro Pesebre colombiano y de todo tu mundo conquistado a precio de tu Vida humana hasta la última gota de tu sangre! Desde tu Concilio de Roma, la Ciudad eterna del Pesebre donde Tú habitas en la realidad de tu Cuerpo Místico en nuestros Obispos y Sumo Pastor, y los de tus otros rebaños que están oyendo ya con amor tu única Voz: haz que te oigan todos los de tu Propiedad que son todos los hombres de tu esfera, desde el mago y profeta que te conocen de vista de Ojo Simple, hasta el supremamente angustiado que, al declararse «ateo», en su ceguera no hace sino clamarte: «Jesús, Maestro, ten piedad de mí». Dales vista a esos ciegos, enceguece el orgullo de los que discuten y danos a todos amarte en tu eterno nacer a la Verdad.

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El Pesebre - Día Séptimo
día séptimo

Haced Penitencia

Juan el Precursor, durante el oculto vivir del Niño Dios, o sea, antes de su manifestación divina en las Bodas de Caná, ya nos llamaba a penitencia, para enderezar los caminos del Señor; él, el ángel del que ya andaba entre nosotros, sin reconocerle, por los caminos polvorientos de Palestina, y que venía precediéndole, para preparar sus caminos en nosotros.

¿Y qué quiere decir hacer penitencia? Fuera de la Madre del Nacimiento y de algún confirmado en gracia divina, y de los niños en quienes la inocencia no se marchitó todavía, todos somos, al alejarnos del Nacimiento, niños abandonados, como esos gamines que vemos por las grandes avenidas de las ciudades o por los suburbios, y que tanto nos angustian.

Y el Divino Niño vino al Pesebre para eso precisamente, para regenerar a todos esos niños perdidos, expulsados del Paraíso que somos. Y nos quiere, con su enderezar nuestros caminos en el suyo, restituirnos a la pureza original que nos devuelva al Paraíso glorificado.

Hacer penitencia, pues, es enderezar lo que estaba torcido, rectificar el tortuoso caminar en el pesebre de nuestra alma, de forma que si antes yo odiaba a mi hermano, el semejante del Niño del Nacimiento y mío, por ende voy a amarlo como a mí mismo, porque tiene el mismo amor del Niño que por mí tiene: somos uno en el Amor del Niño. Quiere decir, que si yo antes mentía, enderezaré mi camino en El, el Camino, siendo veraz conforme El es La Verdad. Que si antes profanaba la mujer y no veía en ella a la madre que Dios venía preparando desde toda la eternidad, en adelante la respetaré al mirar a la Madre de Nacimiento Divino, la mía y la de él. Que si mi ser niño abandonado me llevó al odio a muerte a una sociedad injustamente desequilibrada, y arrebaté la vida a un prójimo que tan sólo pertenecía a Su Dueño, que es la Vida que se da, (…) en el Divino Niño que esperamos en esta Novena veré por siempre jamás, adorándola, esa Vida que da vida a todo el que nace en Su pesebre donde yo vivo.

Ante el Divino Niño del Nacimiento de este Pesebre colombiano y del mundo entero, no hay ni buenos ni malos, todos somos eso: el Pesebre. Imagen divina por vía de entendimiento y amor que salió pura de las manos del Creador, y que ensombrecida y perdida por querer poseer un mundo propio, distinto al de la Vida, o sea, el mundo del Bien y del Mal, o sea, queriendo ser Dios, nos alejamos del Divino Niño que habita nacido por gracia en tí y en mí, amado radio-oyente. Y este Niño vino a salvar todo lo que estaba alejado, lo perdido. Y lo que estaba, está perdido, somos tú y yo y nuestro prójimo. Mientras estemos en este espacio-tiempo o en vida mortal no podemos señalar a los malos como distintos de nosotros, los buenos. Todos somos pesebre; ausentes de la Presencia divina cuando pecamos, o sea, lejos del Divino Niño. Y a eso vino el Niño, a ser nuestra Penitencia, es decir: rectificación por el remordimiento arrepentido. Y si para ello es necesario que reduzca mi cuerpo y mi orgullo a servidumbre, como El lo llevó a la Cruz, o lo revuelque sobre ortigas, lo hago por conseguir enderezamiento: hago penitencia.

Que este Niño que nos llega fue Penitencia, veámoslo en su constante vivir la Voluntad del Padre, durante su vida temporal hacia la Cruz. Su gesto es de perdón para todo el que lo pide o necesita y no opone la ciencia del Bien y del Mal, el creerse Dios: «Tus pecados te son perdonados», «levántate y camina», «tampoco Yo te condeno, anda en paz, pero no vuelvas a pecar más». ¿Y quiénes son sus amigos? El publicano que robaba muchachas para profanarlas, o los haberes de los caminantes para alimentar su holgazanería; una mujer que tenía siete demonios; la que había enterrado cinco maridos y que vivía maritalmente con quien no lo era; la adúltera cogida in fraganti… Mientras viera la humillación humilde, una mirada suplicante, golpearse el pecho o «no soy digno» proferido desde la verdad, Jesús «los miraba» y levantaba la mano: «levántate, que tu fe te ha salvado».

Y este gesto suyo visible en el tiempo y sus palabras proferidas por labios humanos quedaron eternizados, porque fue el Verbo quien levantaba su mano y movía sus labios sagrados. Y por ser estas acciones de la Persona Divina, y todo acto divino es El mismo, por esto el gesto de perdón de Cristo ha quedado perpetuado, divinizado, teniendo por siempre virtud redentora. Esto es, pues, la penitencia sacramental: Cristo perennemente caminando entre los pecadores para impartirles su perdón. Esto nos dice al contemplarlo ahora, orantes de la Novena, el Niño del Pesebre, a nosotros, niños abandonados. Que los niños-niños no tienen sino presente. Pero nosotros los viejos somos niños cargados de sombras de pecado, las sombras de las oportunidades, o instantes, o vanidades, en que no quisimos ver al Niño.

Este Niño del Nacimiento es para nosotros, los niños-viejos, llegados a los Salmos Penitenciales. Es el clamor del remordimiento, el que hace el milagro del Segundo Nacimiento, del conócete a ti mismo y teme al Señor.

La penitencia gira toda sobre esta verdad: Que «esta vida» pudo ser bellísima, plena, que ella es como bastidor en que nos hacemos; que es irreversible; que es oportunidad única, y que la malgastamos.

Nos persigue entonces el remordimiento en esta vida, lo que es grandísimo bien, y nos lleva a penitencia, a rectificar de juicio que enderece nuestro actuar sucesivo en rectitud. Y buscamos al Niño para gritarle como los ciegos y manchados del Evangelio. Y siempre lo hallamos dispuesto, a Cristo, al único Cristo, sucesivamente presente, en este espacio-tiempo, en la persona del sacerdote.

Que esto es todo sacerdote por investidura y debiera serlo siempre más y más en el modo, sincronizando su personalidad y su vivir con el de Cristo.

Cuando el Cristo del sacerdote levanta la mano en nombre de la Trinidad para perdonar con el signo de la Cruz redentora los pecados del penitente, ejerce un doble poder sobre él. Divino el uno al perdonar los pecados; porque es en la Divinidad de Cristo que radica ese poder. Pero también actúa Cristo en su adorable humanidad. Veamos cómo aparecía ella en este caminar entre los pecadores. Fuera de los falsos fariseos, que simulaban lo que no eran, superiores a los demás hombres, ellos los buenos y los otros no, y a quienes increpaba con imágenes duras: «sepulcros blanqueados», «raza de víboras», «escribas y fariseos hipócritas», «que queréis quitar la mota en el ojo de nuestro hermano y no veis la viga en el vuestro»; fuera de esos, con los demás pecadores, con la debilidad, siempre se muestra manso, generoso, comprensivo. Sus palabras son amor que atrae, levantan el lastre que siempre gravita sobre el alma humillada por el pecado. No los hunde más en el dolor con el regaño, antes les infunde seguridad y paz; las que dimanan de su mansa y humilde humanidad. Y consigue la entrega incondicional de los así perdonados: siguen tras El, dan la mitad de sus bienes a los pobres, devuelven cuatro veces lo robado…

¡Cómo enamoraría la Humanidad de Cristo en su vida espacio-temporal! ¡Aquel su mirar profundamente amoroso que Marcos señala como 13 veces en su Evangelio!

Y si Cristo, que fue perfecto como su Padre celestial, al cumplir instante a instante su divina Voluntad, nos dice que también lo seamos nosotros, ¿no será ya hora de que, como nos están dando ejemplo los Padres del Concilio y el Vicario de Cristo a su cabeza, rectifiquemos nuestro proceder los que necesitamos hacerlo, hagamos penitencia los sacerdotes y nos acerquemos a los pecadores, penitentes también nosotros, mas no enervados ni regañones al contacto con la angustia de nuestro hermano pecador, quien sacude quizás la nuestra? Quiera Dios no caigamos en el engaño farisaico, pues nuestra investidura de Cristo está apoyada sobre nuestra humanidad ensombrecida. Y si ÉL, «absque peccato», fue manso y humilde, ¿seremos nosotros violentos, pecadores como somos desde el vientre de nuestra madre?

Y a Cristo en el sacerdote debemos acercarnos, hermanos radioescuchas, como al que es: Cristo atemporal en un cristo espacio-temporal. Sí, respeto al Eterno, confianza ilimitada, fe en su Omnipotencia absoluta, pero también respeto de santidad a la imagen divina que, como la mía, sufre el destierro del Paraíso. Comunión con él de oración para que no nos deje caer el Padre en la tentación. Veneración al Cristo y compasión al hombre. Que Cristo nos enseñe a amar a Cristo, y suframos nosotros con el Cristo doliente que es nuestro hermano sacerdote. Y así, todos estaremos en la Presencia Divina.

¡Niño del Divino Pesebre! ¡Eterno Sacerdote entre nosotros que nos miras siempre con tu gesto en alto para levantarnos! Danos sacerdotes santos que te conozcan como tu Padre te conoce y nos den conocerte a Ti como Tú nos conoces, te amen hasta ser Uno contigo, como lo eres Tú con tu Padre, y Uno también nosotros con ellos en amor respetuoso, lo seamos todos con el Único Padre. Así sea.

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El Pesebre - Día Octavo
día octavo

Comunión con el
Niño Dios: Misterio de Fe

Este Divino Niño cuyo Nacimiento vamos encontrando localizado por todos los extremos y en el interior de nuestro Pesebre colombiano, es un misterio, es el Sacramento, EL MILAGRO. Todo cuanto El hizo en el Camino como Hombre era misterioso; tenía, como dicen los Padres de la Iglesia, su realidad trascendente, que quiere decir que en su Persona se realizaba divinamente, y que por su Persona divina nos llega de la Fuente, Dios-Trinidad, por su Humanidad, que era, que es la nuestra, la Vida eterna, infinita, atemporal, a nosotros, limitados, temporales y mortales. Y como no dejamos de ser lo otro y somos también esto; y ambas cosas: Eternidad y tiempo, Infinitud y limitación, son antitéticas y son en nosotros porque son en el Niño del Pesebre, por eso también nosotros somos con el Niño, misterio, sacramento, milagro. Por eso el eterno nacer del Hijo del Padre en el Amor, es, en virtud de todo este Misterio, constante nacer sacramentalmente, misteriosamente, el Niño en nosotros, en la que es nuestra imagen divina, nuestra vida de inteligencia y amor, la que llamamos alma, el vaho o suspiro divino.

Esta realidad milagrosa, trascendente, tiene sede en este espacio-tiempo. Que todos los gestos redentores de Cristo quedaron perpetuados sacramentalmente en el Cristo-Sacramento, su sacerdote o ministro del sacramento.

Pues bien, en aquel día, en la Noche de paz, viviremos ese Misterio de fe que traba cielos y tierra, que hace de nuestra tierra un cielo, y que en el cielo viven glorificando este mundo nuestro así devenido trascendente.

Es el Misterio del Amor hasta el fin, o sea, cuyo fin es la Eternidad sin fin, y cuya infinita intensidad es insondable Amor de profundidad sin fin, ES LA EUCARISTÍA.

Cuando yo estudiaba teología, siendo todavía clérigo, recuerdo que eran 72 las sentencias de los autores sobre la esencia del Santo Sacrificio de la Misa. Todas para explicar en proposiciones o lenguaje humano esta realidad divina que vivimos en nuestro tiempo y espacio.

Fue un monje solitario, pleonasmo que quiere decir: el solo (con minúscula) que vive en Compañía del SOLO (con mayúscula). Pues fue uno de esos solos en Compañía que atisbándolo, atisbándolo, entendió y formuló la teología sacramental de la Eucaristía así:

El sacrificio del altar es el mismo, «ídem», dice el Tridentino, que el del Gólgota. E «ídem» es también el de la Ultima Cena. Son ambos la re-presentación del Calvario; el uno re-presentado antes y el del altar después del cruento sobre la Cruz. Ambos incruentos, pero el mismo Sacrificio, «ídem».

El Papa Pastor, Pastor en su investidura y en su amable humanidad, Juan XXIII, nos decía refiriéndose al Concilio que él abrió y dirige a la vera de Cristo con El, que el dogma no vamos a cambiarlo en el Concilio, pero sí podemos y debemos expresarlo en nuestro lenguaje actual.

Es porque los vocablos no son la cosa, ni mucho menos su espíritu. Se confeccionan de letricas o jeroglíficos que así como las inventaron los hombres y distintas según los idiomas, van evolucionando el sentido en las palabras por ellas compuestas, hasta llegar, incluso, a cambiarlo totalmente. Y si se repiten y repiten, por viva que hubiere sido su significación original, llegan a morir, no nos comunican ya vida.

Todo eso ha sucedido con nuestros vocablos o términos empleados en nuestra filosofía o en el lenguaje popular y que no tienen hoy el significado original, y al repetirlas nosotros hoy, estamos entendiendo distinto de lo que entendían los Padres antiguos.

Ha sido propio de los monjes solitarios, que viven «sub specie aeternitatis», sin acordarse mucho del tiempo, el investigar cosas que aparecen a veces como insulsas; por ejemplo comparar y analizar contextos para ver qué significado tenía la palabra «ídem» o «representación» en el habla de los antiguos Padres. ¡Y es tan importante!

Es «ídem», idéntico, uno de los vocablos que de tanto usarlos han evolucionado hasta perder su significado original. «Idem», el mismo, no quiere decir en su cuna: parecido, igual o similar. Vemos dos hostias igualmente blancas, redondas, salidas del mismo troquel que lleva en la plancha superior cincelado el Niño en el Pesebre y decimos: dos hostias «idénticas», y decimos mal: son dos hostias iguales o similares. Idéntico es idéntico a sí mismo, es uno sólo, el mismo numéricamente. Cristo es idéntico a sí mismo.

Por tanto, cuando el Concilio Tridentino define que el Sacrificio eucarístico es con el de la Ultima Cena «ídem» al de la Cruz, quiere decir que es hasta numéricamente el mismo. Y así entendemos lo que nos era difícil comprender del Apóstol: «Un solo sacrificio, como hay una sola fe y un solo bautismo y un solo Cristo». Y si dividimos es porque con los dos ojos vemos el bulto, o muchos bultos, pero en el espíritu, que es simple, todo se reduce a la unidad; el espíritu es indivisible. Y toda acción en Cristo por ser de la Persona, que es Divina, es el mismo Dios en la Eternidad, pero como es también en el tiempo, continúa siendo siempre UNA colocada en diferentes tiempos, lo que los teólogos llaman «multitemporatio». Es el milagro paralelo al de la multilocación de Cristo en muchos lugares y hostias, y no es sino el mismo y único Cristo indivisible.

Si eso es así, amados radio-oyentes, ¿verdad que vamos entendiendo más y más, sucesivamente, lo grande de este Misterio de nuestra fe? En el altar, cuando asisto a la Santa Misa, está Cristo Víctima, Redentor, que es el Divino Niño en el Pesebre, el del Calvario, el que asciende al Padre viéndolo los discípulos, el que está sentado a la diestra del Padre, el que nace en mí por la gracia, el de mi pasión de cada instante, el de la de mi prójimo que veo o desconozco, pero que la sé.

Y este es el día que ha hecho el Señor, hermanos orantes, para que exultemos y nos alegremos en él.

En esa Noche Santa que se avecina, baja el Omnipotente para realizar todos estos divinos Misterios de nuestra Redención. Y no para quedarse tan solo en Presencia Real en el Sacramento, sino para ser Carne de nuestra carne y Sangre de nuestra sangre. Es el Amor transformante. Dios encarnándose en nuestra carne para transformarnos a nosotros en dioses, hasta hacernos, con palabras de los antiguos Padres: Cocorpóreos y consanguíneos de Cristo. ¡Oh divino Misterio, oh Sacramento admirable!

Pero es que en esta profundidad todavía va más allá el divino Misterio. Si Cristo, en virtud del dogma de su Cuerpo Místico, es la Cabeza, es miembro mi hermano amigo y el que creo que no lo es, mi enemigo, y es el blanco y el negro y el amarillo y los intermedios, cuando comulgo el Cuerpo de Cristo comulgo a mi amigo, tengo antes que volver amigo a mi enemigo porque también él comulga a Cristo, y comulgo con el superior y con el inferior, con el patrono y el obrero, con el pobre y el rico, comulgo en amor transformante y me transformo en todos ellos y cada uno en amor, pues cada uno y todos somos un solo Cristo, el que comulgamos.

Entre el Cabo de la Vela y el Cerro Pilón, en la Guajira colombiana, guarecido por alto acantilado de los recios vientos que por allí soplan, sobre altar portátil y a orillas del Mar Océano, celebraba un día la Santa Misa. Asistían en derredor, en aquel desierto, el Director de Aduanas de aquella Intendencia, otro compañero de viaje, nuestro circunstancial chofer, que era indio guajiro y un nativo de aquel mismo paraje desierto, desnudo con guayuco, cetrino, casi del color del chocolate, bellísimo acento cálido sobre el frío fondo de los azules de mar y cielo, interseccionados no más por el horizonte infinito. Terminando la celebración bajo la mirada atónita de aquel único nativo, presente por primera vez al Santo Sacrificio, al ir del centro del altar al libro, en el extremo derecho, en dirección a la orilla del mar, apenas a tres metros, para leer la antífona del Communio, la blanca espuma de la mar salada bañó mis pies. Acababa de comulgar el Cuerpo y la Sangre del Redentor, y sentíme comulgar en aquel instante con todos los océanos que acariciaban a Cristo en mí, pues ellos habían sido también consagrados por el advenimiento del Divino Niño. Y comulgaba con mi indígena de guayuco y con el chofer guajiro y el Director de Aduana y mi amigo monaguillo y con todos los que en aquel mismo instante del tiempo asistían en tantos lugares del orbe al mismo Misterio; y con todos los que, no en recinto sagrado, recibían aquella Vida divina que desde el único altar de Cristo les llegaba por el solo y único Sacrificio santo, el que yo terminaba en aquel inmenso templo abierto de toda la Naturaleza consagrada por el advenimiento del Divino Niño…

¡Nunca había celebrado una misa así, ni tan bella ni más poética que aquella de allá, a orillas del Mar, sobre la tierra más sedienta del Pesebre colombiano, ardiente arena desnuda, y acompañado por la natural y limpia desnudez del hombre primitivo!

¡Niño Divino, que ya en el octavo día de tu Nacimiento derramaste tu sangre redentora en la Circuncisión; que la derramaste en los Inocentes Niños victimados; que hasta la última gota, mezclada ya con agua, la vertiste en el Calvario; que sigues sacrificándola en tus mártires de antaño y hogaño, en la Iglesia del silencio y en tu violento Pesebre colombiano, y en la vida segada de presidente y plebeyos de tantos lugares del pesebre de este mundo! Haz que vayamos entendiendo, tus orantes en esta Novena, que en tu Pesebre y en tu altar, como en la Cruz y a la diestra de tu Padre, todos hemos de ser Uno en el Amor, como Uno sois Tú y tu Padre en el mismo Amor.

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El Pesebre - Día Noveno
día noveno

Liturgia del Adviento
y Vigilia de Navidad

Los Padres reunidos en el Concilio Vaticano andan formándose conciencia cada día más clara de la misión de los seglares en la Iglesia, y hasta están poniendo énfasis en su ser Iglesia como miembros del Cuerpo Místico. Todos, en distintos grados de jerarquía y función somos un sacerdocio de realeza y que vive y se nutre de la misma Vida divina, la esencial de la Iglesia. Porque ésta es el mismo Cristo, el total, cuya Cabeza es nuestro Divino Niño del Pesebre y de la Cruz, hoy a la diestra del Padre, y cuyos miembros somos desde la Madre, como miembro prominente, hasta el último de nosotros.

Por ello el Concilio facilita por todos los medios, que esta vida nos llegue lo más simple y fácilmente posible en este mundo y tiempo de la energía nuclear. Así, p.e., decidió que no haya limitaciones en el empleo de nuestros idiomas vivos en la administración de los sacramentos. Y esperemos a que nos diga sobre la forma y empleo de los mismos en la Santa Misa. Otrosí en el modo de vivir el pueblo fiel el Año Eclesiástico, que es el recorrido re-presentado de la Vida de nuestro Salvador en la Sagrada Liturgia. ¿Y qué quiere decir todo esto?

En el Pesebre colombiano que hemos recorrido geográficamente hay un lugar aproximadamente a media distancia entre los dos nudos telúricos de San Agustín y La Sierra Nevada, visitados ya en esta Novena que finaliza. Está situado en las afueras de la Capital de la Montaña, junto a la quebrada La Zúñiga. El lugar está dedicado a la Madre del Nacimiento, y se llama Santa María.

Sus moradores son unos solitarios cuya profesión es buscar, atisbar siempre, caminar en pos de Cristo, que en estos días es contemplándolo en el Nacimiento. Como todo lo viven en pureza original, siguiendo los tradicionales caminos de la Iglesia, o sea en puros latines, veamos si en nuestro lenguaje los seguimos nosotros de cerca, pues ellos lo están mucho del Nacimiento en este Pesebre.

Esta mañanita temprano temblaron todos por un anuncio que les dieron cantando: el Nacimiento del Divino Niño.

Ya en el comienzo de este Año Litúrgico les sobrecogió ese gozoso temblar en su espíritu cuando en el coro abrieron el Año con el canto de la primera antífona: «En aquel día destilarán los montes dulcedumbre y los collados fluirán leche y miel, aleluya». En aquel día que ya hoy es Vigilia de la Navidad.

Y desde entonces fue el abrirse las divinas puertas de la esperanza. Y monjes y todos los miembros vivos de la Iglesia, los de este Pesebre colombiano, orantes de esta Novena, venimos ansiando, atisbando, en este camino de la espera, al que llega. ¿Y quién es el que llega?

Tres grandes nos dicen de El en este tiempo de Adviento: Isaías, Juan el Bautizador y la Madre. El arte cristiano ha venido representando al profeta Isaías como anciano israelita sin dolo, de larga y ancha barba blanca, de pie y con la mano extendida sobre su mirada dirigida a un punto fijo del infinito; atisbando y en espera inmediata, como lo estamos ahorita nosotros, orantes radio-escuchas: Ya, ya va a llegar…

¿Y qué es lo que vio nuestro profeta y qué espera ya? ¿Y nosotros?… «Yo alimenté y glorifiqué a mis hijos y ellos me despreciaron. El buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su señor y mi pueblo sin entenderme. ¡Oh gente pecadora, pueblo cargado de iniquidad, raza malvada, hijos desnaturalizados! Se han apartado de Yahvé, han renegado del Santo de Israel, le han vuelto las espaldas. Vuestra tierra está devastada, vuestras ciudades quemadas, a vuestros ojos los extranjeros devoran vuestra tierra, asolada con asolación de enemigos».

Estimados radio-oyentes: ¿No hemos vivido, en nuestro medio siglo de existencia, cumplidas todas estas profecías?

Pero las conminaciones con que nos reprende el Profeta por nuestra falsa piedad, por nuestra inmoralidad y soberbia van seguidas, en su visión, por las hermosas promesas mesiánicas. Se le ha llamado a Isaías el Profeta evangelista.

«Y brotará una vara del trono de Jesé, y retoñará en sus raíces un vástago. Sobre él reposará el espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Yahvé. No juzgará por vista de ojos, ni argüirá por oídas de oídos, sino que juzgará en justicia al pobre, y en equidad a los humildes de la tierra. Y herirá al tirano con los decretos de su boca. Habitará el cordero con el lobo, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará. Y es que el Señor mismo os dará la señal: He aquí que la Virgen grávida da a luz un hijo y le llama Emmanuel. Se alimentará de leche y miel para que sepa desechar lo malo y elegir lo bueno».

El otro personaje que nutre nuestra esperanza es el Rugido del desierto; es más que profeta, es el ángel del Niño que le precede ante nuestra faz, el que nos prepara por delante nuestros caminos, hermanos orantes. El que vio y oyó y nos dice que los ciegos ven a la venida del Niño, que los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres reciben la Buena Nueva. Y por su vida angelical y austera lo confunden con el mismo Cristo, y él les decía: No, yo no soy Cristo, soy el que os dice en vuestra ceguera: Enderezad, en vuestro caminar, los caminos del Señor, según dijo el anterior profeta Isaías. Yo no soy digno siquiera de desatar la correa de su zapato, al que está ya en medio de vosotros y que no lo reconocéis…

¡Cómo nos van caldeando en amor estos videntes que así nos acompañan en nuestro esperanzado entendiendo!

Pero es sobre todo el regazo maternal de la grávida del Espíritu Santo, el Amor, la que nos ha venido acompañando desde el día en que cantamos que en esta Noche de paz los montes rezumarían leche y miel; es en ese regazo que sentimos todo el calor de la Vida que nos nace. Es regazo virginal el de esta Madre. La hizo milagrosa, así, grande, el Omnipotente, porque se fijó en su entrega de esclava, de nonada, y por eso la llenó de su Todo en plenitud de gracia. Y hoy es nuestra madre porque le dio en su maternidad nuestra carne de pecado que el Niño asumió limpia en Ella, porque la nuestra en Ella es sin mancilla.

Esta mañana temprano en Santa María de la Zúñiga se estremecieron cielos y tierra. Terminado en el coro el rezo de Prima por aquellos solitarios, se sentaron todos en sus escaños a esperar. El órgano modulaba tranquilo, como esperando también. Con pausa fueron saliendo del coro el primer cantor y otros monjes. Sin precipitación, haciendo esperar, revistiéronse, el cantor, de alba, estola y capa pluvial morada, el color del Adviento, y los demás de roquete. Entraron nuevamente al coro en procesión ordenada: el turiferario primero blandiendo el incensario humeante, seguido de los dos acólitos con candeleros encendidos; el maestro de ceremonias y, por último, el cantor con el libro cerrado del martirologio romano, el que nos anuncia a diario la festividad y santoral del día siguiente. En el centro del presbiterio rodearon todos el gran fascistol, sobre el que colocó el cantor el libro, lo abrió pausadamente, alimentó de incienso el turíbulo, lo incensó solemnemente en la página correspondiente al día de Navidad, mientras los monjes en el coro esperaban, esperaban contenidamente ansiosos.

En tono grave, semitonado, con cadencia pausada fue recorriendo el cantor las citas más relevantes de la historia de la humanidad: «Desde la creación del mundo, cuando en el principio crió Dios los cielos y la tierra, cinco mil ciento noventa y nueve años; del diluvio, dos mil novecientos cincuenta y siete; del nacimiento de Abraham, dos mil quince; desde Moisés y la salida del pueblo de Israel de Egipto, mil quinientos diez; desde que David fue ungido Rey, mil treinta y dos; en la semana sexagésima quinta, según la profecía de Daniel; en la Olimpíada ciento noventa y cuatro; de la fundación de Roma, setecientos cincuenta y dos; del Imperio de Octavio Augusto, cuarenta y dos; estando todo el Orbe en paz, en la sexta edad del mundo, Jesucristo, eterno Dios, e Hijo del eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su misericordiosísimo advenimiento, concebido del Espíritu Santo, y pasados nueve meses después de su concepción, (aquí subió el cantor la voz una tercera más alta), nace en Belén de Judá, de la Virgen María, hecho Hombre. (Nuevamente subiendo el cantor una quinta más alta, con voz potente): LA NATIVIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, SEGÚN LA CARNE».

En este instante los monjes cayeron todos de rodillas. El órgano irrumpió clamorosamente. El deseado de todas las gentes, el León de Judá, el Fuerte, el que lleva sobre sus espaldas el Imperio y es Potente, nos nace NIÑO!

Un minuto de silencio… Así postrados… Que la Divinidad está entre nosotros, mortales. El cielo en la tierra, la grandeza en la bajeza, el Todo en la Nada…

¡Niño Dios! ¡Dios en nosotros! ¡Oyenos, que estamos cerca! Danos a entender que, humillándonos, Tú nos elevas; entregándonos, Tú te nos das. Glorifica nuestra exigencia al Tú alejarte; lejos de Ti, conozcamos la angustia de tu ausencia, para que nos devuelva ella al Reino: al nuevo nacer a la Luz en tu Amor.

Fernando González

Andrés Ripol

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Epílogo

El siguiente texto, inédito, fue escrito inicialmente por Andrés Ripol como introducción a «Las cartas de Ripol» de Fernando González, publicado por Editorial El Labrador en 1989.

Conocí al Dr. Fernando González Ochoa a poco de llegar a Medellín, en Colombia, con el fin de fundar un monasterio benedictino por aquellas tierras en marzo de 1953. Fue en la carretera entre Medellín y Envigado. Nos llevaba en su coche a nuestra incipiente fundación Alvaro Villa, uno de los primeros y mejores amigos de nuestra idea y misión. Frenando su coche nos dijo al P. David Pujol, mi compañero, y a mí: «Voy a presentarles un señor muy interesante». En plena carretera estaba él, filosofando frente a una bella flor tropical. Apenas presentados comenzó él a comentarnos bellezas de Monserrat, Barcelona, España, la chufa y las Ramblas… y quedé embelesado. Pensando siempre relacionarme con aquel viejito que me encontré, los trajines de aquellos inicios no me permitían encontrar la ocasión. Más de una vez repetí mi parada en la carretera, camino de la Abadía, estando él con su bastón bajo el brazo y tocado con su boina vasca. Una vez lo vi tan absorto, sonriente, manipulando una flor, que me quedé tras él contemplando en silencio. Al ratico le dije: «Eso, doctor, es lo que yo quisiera poder hacer; como usted ahora: contemplar en sus criaturas Al que las hizo», y me contestó místicamente alborotado: «Vea, vea, P. Ripol, esos pistilos…». Y me alejé nostálgico.

En la Casa de España de Medellín organicé junto con un pintor catalán una exposición de fotografías y, mi amigo, de sus pinturas. Pregunté quién podría hacer la presentación y me nombraron al Dr. Fernando González. Sí, sí, dije yo, impulsado por aquel primer y sucesivos encuentros en la carretera. En la apertura de la exposición comenzó él presentándonos. Su cabeza agachada, mirando al suelo, los brazos caídos y abiertos, extendidas las manos como en posición de preguntar, indagante, y en voz tenue pronunció: «Presentar…». Un silencio. «Me han pedido que presentara…». Filosofó sobre lo que era presentar: poner de presente. Habló sobre la presencia, sobre la Presencia, así escribía y hablaba él refiriéndose al Ser Supremo, que calificaba también como la Inteligencia, el Amor, el Inefable, el Escondido y otros mil nombres que le damos al que no tiene nombre. Nos presentó a Pepín Vidal Cuadras y a mí. Unos segundos de silencio y levantando lentamente aquella amplia y noble testa se dirigió al embajador español entre todas las autoridades locales, uniformado como iban entonces nuestros diplomáticos, gobernadores civiles y otros, parecidos en el atuendo a la Falange Española y señalándole con su diestra le espetó: «Uds… Uds… que se meten con Cataluña, lo más grande y mágico que tiene España, etc. etc.». Me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. Estaba muy próxima mi salida de España, de aquella España de Franco, tan censurada en su libertad de expresión… Pero fui aprendiendo desde aquel instante lo que tantas veces constataría en el Doctor Fernando González: su amor a la verdad, que lo llevó sin tapujos ni temores a pregonarla y defenderla hasta la heroicidad. Fue un enamorado de LA VERDAD, cuya búsqueda marcó toda su vida.

Oí alguna vez en Colombia y lo leí, no recuerdo dónde, que Fernando González no era filósofo. Si por filósofo quiere entenderse al atrevido que escribe un libro de texto para los colegios o para nuestras universidades, que pretenda tratar de la esencia, propiedades, causa y efectos de las cosas en el orden lógico, físico o metafísico y lo reduzca a un sistema filosófico para encontrarle a todo una solución, el Dr. Fernando González no fue ese filósofo. Si por filosofía entendemos el amor a la Sabiduría, su significado etimológico, la búsqueda profunda en la vida de ciencias, artes o letras, del «entendiendo», como diría él, Fernando González fue el más grande y, mejor, el filósofo más original que conocí en mi largo peregrinar por el mundo de los hombres y de los libros.

Pocas veces más, durante 10 años, tuve ocasión de tratar en figuración a mi viejito, pero había leído algunos de sus libros y seguía admirándole como en mi encuentro en la carretera a Envigado. Hasta que un día, en el recreo de la Comunidad, un monje con un libro en las manos nos decía como aterrado a todos los allí presentes: «Miren, miren lo que leen nuestros muchachos del colegio», y nos mostró «Los Negroides» de Dr. Fernando González. Un profesor seglar de nuestro colegio se lo había entregado a un discípulo para que lo leyera e hiciera un trabajo sobre él. «Así es como pierden la fe estos muchachos», siguió aquel buen monje. Estuve a punto de brincar para replicar a mi hermano de hábito, pero vi que no era el momento oportuno. Al día siguiente le pedí me prestara el libro y le conté quién era el Dr. Fernando González.

Lo de este relato coincidía con mi regreso de la selva ecuatoriana en donde había filmado la vida y costumbre de los indios jívaros, los famosos reducidores de cabezas. Unos días antes había escrito a mi hermano Alejo una larga carta contándole las peripecias de aquel maravilloso y azaroso viaje, cuando cayó en mis manos «Los Negroides», que trata de vanidad y liberación. Terminé la lectura y escribí a mi viejito. Ahí empezó nuestra honda amistad.

En «la tempestad», que él tan bellamente describe, mi santo filósofo fue el «enviado» para que me sostuviera y guiara con su presencia en aquellas largas y venturosas entrevistas o por escrito. Descubrir aquella alma gigante en el «entendiendo» y en el amor fue para mí una Epifanía del Escondido en superiores tan inferiores, en manipuladores de tanta vanidad y en acomplejadas dictaduras que tanto destruyen en vida para construirse a la postre el mausoleo de su vanidad.

Días antes de escribirme su última carta, triste por mi ya próxima partida, me espetó: «Ud. que se va y yo que me muero», e inició el gesto de levantar sonriente su angelical mirada y su diestra a lo alto, y añadió: «Pero qué le hace…». Como polluelo asustado que busca la madre, yo le repuse: «Pero, Doctor, no diga eso; nuestra amistad ha llegado en la Presencia a un punto que si uno se va —yo me iba entonces para Centro América— es como si no se fuera y si uno de los dos muere es como si no muriera». Y me retiré también triste, muy triste, temiendo que aquella afirmación se hiciera realidad, como tantas veces que en su intuición devenían realidades sus profecías.

La mañana del 15 de febrero de 1964 emprendía yo mi viaje para Centro América, yendo antes a Cali para despedirme de un matrimonio joven cuya boda había bendecido como sacerdote. Aquella misma noche llamaron por teléfono desde Medellín. Cuando la señora colgó me dijo que al Doctor Fernando González le había dado un infarto y que estaba muy grave. En la forma que me lo dijo le repliqué alarmado: «Ha muerto», y ella: «No, nooo, nooo…» y en los largos noes yo entendí el sí. Llamé inmediatamente a Beatriz Restrepo para preguntarle si el Mago había muerto y me contestó como su prima: «No, nooo, nooo, pero está muy mal». «¿No cree, Beatriz, que yo debería volver mañana?». Su afirmación me deparó una noche blanca, que era lo que aquellas buenas señoras trataron de evitarme con sus noes.

Muy de mañanita llegué al aeropuerto. Vi en el cielo al único avión que saldría aquella mañana, de la Compañía Sam. Fui en busca de mi billete para el primero que saliera para Medellín y me dijeron que todos los aeropuertos del país estaban cerrados. Llovía a mares y le dije a mi amiga: «Colombia está llorando la muerte del Mago». Repetí la llamada a Beatriz, quien me dijo que el Arzobispo había autorizado que yo celebrara la misa «corpore insepulto» en Otraparte a la hora en que yo llegara aunque pasara la canónicamente autorizada.

A la 1 del mediodía salió mi avión. Cuando entré en Otraparte, Doña Margarita me tendió los brazos y en el abrazo me dijo: «Su partida, Padre Ripol, tiene que ver con la muerte de Fernando». Le conté tan sólo su profecía de días antes. Sus reliquias yacían directamente sobre el suelo de aquella tierra que él tanto contempló y amó, sobre la que con amor entrañable también filosofó justamente, anatematizando el mal y señalando siempre la Presencia en todas sus criaturas. Tras celebrar la misa, no recuerdo quién me ayudó a colocar su cuerpo en el sarcófago. En el mismo coche mortuorio le acompañé al Campo Santo.

En aquella viva, hiriente soledad fui, todo terminado, a casa de Beatriz Restrepo y le dije: «Mire que no corra la noticia de que me albergo aquí, no sea que el prior arme jarana». Por la noche estábamos escuchando reunidos en familia la radio, que emitía música fúnebre interrumpida tan sólo para ofrecer reportajes sobre el Dr. Fernando González. Una voz de mujer se alzó súbitamente para decir: último reportaje sobre el Dr. Fernando González que alguien, no recuerdo su nombre, le hizo antes de su muerte. Le pregunta el reportero: «¿Quiénes han sido sus amigos?». Con voz reposada, lentamente, los fue enumerando, contando vivas referencias sobre ellos. Interrumpió unos segundos y añadió: «Hay uno del que no me separa absolutamente nada: el Padre Ripol. Ahora se va para Centro América y es como si no se fuera y si uno de los dos muere es como si no muriera. Amistad es absoluta sociedad en la Presencia…», y siguió la música fúnebre. Y siguió nuestro silencio, que interrumpió Beatriz para decirme: «¿Ya sabe, Padre, que los muchachos del colegio en la Abadía están todos alborotados?». «¿Y por qué?», indagué. Resulta que llamaron por teléfono a la Abadía y dijeron que era el Dr. Fernando González, que quería hablar con el Padre Ripol. Le contestaron que él sabía que el Padre Ripol se había ido… Y no oyeron más. La extrañeza les hizo telefonear a Otraparte preguntando que cómo el doctor había llamado para hablar con el Padre Ripol, sabiendo que él se había ido. Doña Margarita les contestó que no podía ser el doctor, porque se estaba muriendo o que ya había muerto (no recuerdo este final).

Al día siguiente reemprendí mi largo viaje hacia la soledad del exilio, esta vez en compañía del Mago, que desde su Fiesta Silenciosa, desde su SILENCIO vive instante a instante en mi mente.

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Pax

(Ultima carta del Padre Ripol
a Fernando González)

En el sexagésimo día de mi Feliz Encuentro con mi mago Etza-Ambusha, asustado de tanta felicidad, ¿presagio de inminentes nuevas Tempestades?… «¿Si ipse pro nibis quis contra nos?».

Si el repetirle una y mil veces, mi Etza-Ambusha, que eso era lo que yo andaba buscando conscientemente durante toda mi vida, resulta tan vivo como es en mí el sentimiento que constata ese encuentro, no temeré en írselo repitiendo pues es una dicha.

Sus últimas cartas: la que yo llamo «la teológica» (si bien todas son más que teológicas), la de octubre 21, continuación de la Puerta sin Alas o la Beatriz tantas y tantas veces oída, ¡cuántas en engramas!, y vivida otras, ¡qué bella! Doctrina, digo, muchas veces oída, pero nunca tan vivamente patentada como en esa carta suya. ¿Será porque tan clarividente y hondamente la vive mi mago, que por eso se le hace a uno tan comunicativa y penetrante? ¡Cómo estoy viviendo, Etza-Ambusha, desde finales de agosto de hogaño! Yo quisiera ser para El y usted, el resto de mis días, una palabra consciente y viva: ¡Gracias!

¡La de la pesca de mi doradilla otra qué tal! Su filosofía sobre lo que uno vive, la forma como usted desentraña esa vida es simplemente de brujo. A mí mismo me caldea tanto o más verme nuevamente en Ud. cuando me comenta que cuando yo intentaba provocar el chispazo entre el Amor y el yo de la niña en ausencia al irse haciendo presencia, cuando el pez picó la carnada. En su respuesta veo y siento lo mismo que vivía en la mirada que iba iluminándose en mi doradilla a medida que El se le iba mostrando. No veo sino una vida y, qué Bella…

Lunes 28

¿La voluntad del Padre? ¿Sí será Ella o la iniquidad de los hombres? Creo que es ésta la que está consumándose, la hora de las tinieblas. ¿Y será también la Voluntad del Padre? En todo caso acaban de comunicarme que debo abandonar este Monasterio de mis sudores y esta tierra mía de adopción donde me hice paisaje en esos verdes Andes, en sus inmensos ríos y selvas; donde tanto, tanto he visto, enamorado, La Divina Presencia en tanta inmensidad; en donde aprendí a amar a sus gentes todas, desde el amerindio selvático que tan en inmediato contacto con El me ponía y el alegre y abierto negro costeño hasta los angustiados de nuestras ciudades, con quienes un convivido y mismo sufrir me unió por siempre en hondo amar…

No veré más en figuración a mi Etza-Ambusha, el regalo de mi Dios y Señor, durante 53 años ansiado y apenas dos meses, eternamente felices, tratado en cercanía. No oiré más su voz entrecortada que era el trueno rimbombante de su luciferino mirar, atisbar al Supremo Ser. Siempre más lo veré tan solo en El, frente y entre las dos blancas columnas de la entrada a «Otraparte», en mitad y paralelo a ellas su ascética verticalidad, extendiendo como Santo Cristo sus brazos para abrazar al amigo… a toda la humanidad doliente como El…

No volveré a franquear mi abierto Portón sin Alas como tantos años vine haciendo, siempre acompañado por El, para encontrar al otro lado de su alféizar, dónde se asienta la Presencia …

Tampoco oiré más, y eternamente retumbará en mis oídos, el grito angustiado y desgarrador: Padre Andrés, ¡enséñeme a amar como usted ama!…

En el primer esperanzado contacto con mi doradilla, que deberá hacer las delicias en la mesa del Rey, debo excusarme acá de mi presencia en el banquete… ¡Cuídemela usted, mi Etza-Ambusha, a mi doradilla! Apenas ayer le dije en su casa que me gustaría muchísimo que hiciera contacto con usted. ¡No me la abandone que es de El…!

¡Todo ésto debo abandonar por haber defendido y amado la justicia y la Verdad, por haber amado y amado hasta el fin…! No entiendo nada. La más negra nada es en este instante mi ser y mi sentir. Dios mío, Eli, Eli, ¿por qué me has abandonado? ¿Querrás que claudique o me rinda a los pies del becerro de oro? ¿Habrá sido vencido Tu Reino, el de la Humanidad, la Verdad y el Amor, por tu mandato en el Paraíso: «Dominarás la tierra», convertido en «Pasión» de dominio por la caída de su primer morador? Yo no sé, Señor, mi Señor, lo que quieres…

¡Hágase Tu voluntad! ¿Cómo en el cielo? No veo, no siento nada, no Te vivo. Soy aniquilamiento, asesinato, muerte por voluntad de mis «superiores». ¿Será también la Tuya? ¡Hágase Tu Voluntad acá como en el cielo!…

Adiós, mi Etza-Ambusha, hasta allá…

Su Caño seco y polvoriento,

Andrés Ripol

P.D. Esta carta que debía seguir un rumbo tan diferente acabó en pura elegía o nuevos trenos de Jeremías o imprecaciones de ausencia…

Volví a abrir el sobre cuando ya salía para «Otraparte». ¡La suya!!!

Fuente:

El Pesebre. Andrés Ripol – Fernando González. Medellín, Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina, Colcultura y Orden de los Padres Carmelitas Descalzos, 16 de diciembre de 1993.

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El Pesebre (1963)

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Ultima revisión en marzo 29 de 2013