Don Mirócletes

Fernando González

1932

A las ceibas de la plaza de Envigado.

Dos palabras

Me parece que a ninguno lo atormentó un personaje suyo como Manuelito Fernández a mí. Amargóme los días de mi primera visita a París, pues allá lo creé y llegó a estar tan vivo que me sustituyó. Casi me enloquezco al darme cuenta de que me había convertido en el hijo de mi cerebro.

Quise formar un personaje y rodearlo de gente y de vida observada hace tiempos. Me cogió la lógica que preside a la aparición de los organismos artísticos y casi me lleva a la locura. El 20 de agosto de 1932, a las once de la noche, entré al metro en la estación de la Magdalena, huyendo de una hermosa que me repetía: Pas cher! Pas cher! Quatre vingts francs avec la chambre…, y allá me sentí tan idéntico a mi personaje que lo oía hablar dentro de mi cráneo, y entonces terminé este libro sin que Manuelito se suicidara. Si se mata —me dije—, oiré que la bala rompe mis huesos y penetra en mi cerebro. Mi proyecto y la lógica exigían terminar con el suicidio. Pero fue imposible.

¿Cómo sucede esto? Yo no lo sabía antes. La creación de un personaje se efectúa con elementos que están en el autor, reprimidos unos, latentes, más o menos manifestados, otros. Durante el trabajo, la imaginación y demás facultades se concentran e inhiben los complejos psíquicos que no entran en la creación, y desarrollan, activan aquellos que lo van a constituir, hasta el punto, a veces, de que el autor sufre un desdoblamiento y la ilusión de haber perdido su personalidad real.

La creación artística es, en consecuencia, la realización de personajes que están latentes en el autor. Nadie puede crear un criminal, un avaro, un santo, un idiota, un celoso, sin que los lleve por dentro. Puede ser buena toda la apariencia de un artista y crear un monstruo. Pero ahí se traiciona, ahí confiesa… La observación no es bastante por sí sola para creaciones verdaderas; ayuda apenas.

¿Cómo puede ser que Manuelito esté en mí? ¿Si nunca he pensado lo que pensó, dicho lo que dijo y ni siquiera yo sabía que existieran tales pensamientos? Pues sencillamente —ahora lo veo muy claro— que estaba atado dentro de mí, dormido, con la boca cerrada, paralítico. Y no sé por qué se me ocurrió crearlo y se fue soltando y comenzó a pensar y a lo último me dominaba hasta el punto de que en París pretendió que yo fuera el paralítico y casi me hace suicidar. ¡Jamás volveré a efectuar estas experiencias!

Ya pasó. Esto lo escribo en Marsella. No quiero ver las pruebas del libro; no quiero leerlo. Eso no es mío, o mejor es la enfermedad que había en mi cerebro. Es un hijo mío monstruo. El editor me dice que es necesario quitar algunas palabras, frases y versos, y le contesto:

—Eso es de Manuelito y no quiere, desea hablar así, pensar de ese modo y hacer versos que parezcan hongos venenosos.

Pocos libros tienen tanta vida; pocos tienen personajes que vivan independientemente del autor. Como creación, es la obra mía que más me agrada. Pero no quiero leerla porque sentiré que soy Manuelito y deseo olvidar eso tan horrible.

También en San Francisco estaban Pedro Bernardoni, el lobo y los ladrones. Por eso era tan humilde. En el más santo está el asesino, y ¿qué no habrá en mí?

Lo mismo sucede en la vida orgánica, que de padres buenos salen pícaros y de bellos salen monstruos, y a veces, como hermanos, un pillo y un santo.

¿Cómo podrían aparecer, si no estuvieran en los padres? Hay muchas posibilidades en cada uno y el secreto del arte consiste en darles realidad. El valor de la obra se mide por la vida que adquiere la posibilidad que había en el artista.

Y si esto es verdad, mi libro tiene algún mérito, pues una noche en París, hace doce días, gritaba en mi dormitorio, invocando a mis buenos padres, que están en Colombia, para que me defendieran del monstruo Manuelito Fernández.

Por eso le dije al editor que no podía suprimir las palabras vulgares ni los versos negros, y ahora lo repito a mis lectoras. ¿Habrá lectoras para este libro?

El editor me decía con mucha prudencia:

—Suprímale esos pequeños lunares, pues quién quita que algún día la gloria…

Me tentó. Al oír la mágica palabra se me apareció el busto de Verlaine en los jardines del Luxemburgo; se me presentó su gran cabeza deforme en donde siempre está posada una paloma: LA GLORIA. La mía será en Envigado, en el jardincito al frente de la iglesia en donde me bautizaron, entre las ceibas de la plaza, y será un afrechero que se posará en mi cabeza deforme también… Pero a pesar de todo, a pesar de la gloria, no puedo suprimir una sílaba.

¡Ojalá que algún día me dé a crear al santo que está dormido en mí, y entonces… pero hoy no insistan, queridos editor y lectoras!

F. G.

Marsella, 11 de septiembre de 1932
Villa «L’Espérance», avenue Bonneveine, 63 bis

— o o o —

I

Líneas autobiográficas

Nací en Bello, población de Antioquia, departamento de Colombia, en 1895; nací con tres dientes y mordí a mi madre, que murió por un cáncer que se le formó allí. Nací con dientes porque mi padre era alcohólico, y eso hace madurar pronto. En todo me he adelantado, pero soy niño en dejar de fumar y beber: llevo la cuenta y he comenzado trescientas siete veces a dejar los vicios. Una vez los dejé durante un año. Así, yo soy un técnico en métodos para curar de la nicotina y del alcohol. Ahora veremos. Soy un eterno estudiante.

Primer método

Dejarlos poco a poco y tomar purgantes durante el régimen para lavar el hígado y las otras vísceras.

Al amanecer se tira uno de la cama y se va desnudo para un espejo de cuerpo entero; se pone los dedos índices en las sienes y se dice:

«Fernández, ahora ya se hace la paz en tu cerebro; ya va circulando la sangre acompasadamente. Por lo mismo, estás concentrado. Cuando hay muchos esbozos de ideas, la sangre corre; pero cuando la mente está lista para un gran propósito, para un esfuerzo solo, grande y duradero, la sangre… ¡Ya estás! ¡Cuán fuertes tus ojos! Oye: aquí tienes este paquete de cigarrillos y esta botellita. Es lo que puedes fumar y beber hoy. Por consiguiente, demora el comenzar…».

A los dos días se disminuye la dosis. Así se continúa.

Segundo método

Ante el espejo: «Fernández, ¡cuán asquerosos este cigarrillo y este aguardiente, uf!». (Se hacen esfuerzos para vomitar. Este método se llama autosugestión mimética).

Tercer Método

Dejarlos de una vez, y siempre que venga el deseo ir hacia el espejo y tener un monólogo: «Tic, tic… Oye, Fernández, cómo va el reloj; acuérdate que el placer pasado es doloroso, y que todo es pasado, o va a pasar ya, ya. Todo pasa, todo pasa…». Y, si aprieta el deseo, ir haciendo el vacío mental poco a poco hasta dormirse. Durante estos sueños, la subconsciencia trabaja. Lo malo está en que hay que pasar el día en el espejo, pero ¡acordarse de que todo triunfo facilita el siguiente, en la guerra con los hombres y consigo mismo!

Fisiología del deseo de fumar y de beber

Yo quiero fumar. Yo quiero beber. ¿Qué significado tienen estas frases? Que el conjunto de células que forman el organismo se ha habituado a vivir en un medio formado por alcohol y por nicotina. Cada célula necesita de esos ingredientes, y el conjunto de sus necesidades se sintetiza en la palabra yo. La necesidad de beber se manifiesta a la conciencia en forma de sequedad de la garganta, y la de nicotina, en forma de fiebre en las venas, irritabilidad nerviosa y ruidos arteriales en la cabeza.

De lo anterior se deduce que el mejor método es el gradual: reglamentar el vicio en escala descendente y tratarse mentalmente por medio del espejo.

Hay muchos otros métodos, pero no puedo ocuparme ahora de ellos.

¿Resultado? Ningún resultado he obtenido. Cada vez, en cada derrota, queda más débil mi poder afirmativo, mi voluntad. Pero es que a mí me ataca la tentación de un modo sui generis: cuando la garganta se pone seca o la sangre hormiguea, y estoy en lo más recio de la lucha, se me aparece la imagen de mi madre y me dice: «¿Qué podrá ser el hombre que mordió a su madre, el niño alcohólico que nació con dientes?».

El cine

Mi pasión es el cinematógrafo. Allí está mi iglesia. Cuando veo a un actor, a una bailarina, a un artista del gesto, salgo transformado. Mis amigos creen entonces en mí. Salgo con la chispa en los ojos, con los músculos tonificados. ¿Qué pasó? Que nació la decisión, y nada es más bello que el cuerpo de un hombre decidido. Mi espíritu, hundido en mi cuerpo alcohólico, salió a bañarme, así como el sol. Al decir actor, bailarina, artista, les doy su magno significado. No hay regulares, pues no lo son.

Por ejemplo, veo una cara llena y resuelta que hace el papel de hombre bueno, y me sube una decisión firme: «Seré un hombre grande, artista, actor, escritor, alguna cosa, pero perfecta…». Y así comienzo mis regímenes, hasta que mi voluntad de hijo del alcohólico Mirócletes se cansa…

La grandeza humana

Por eso nadie ama la grandeza humana como yo. Cuando veo un hombre grande, mis ojos se dilatan: generalmente los tengo alargados y parecen dos grandes cortadas. Mis amigos dicen que en ciertos días, al salir del cine, mis ojos tienen una belleza prometedora.

Cuando oigo que hay un gran hombre, o cuando leo algo sobre ellos, dejo de fumar y beber durante ocho días.

Ahora me voy en busca de Simón Bolívar. Un régimen venezolano de dos meses, ¿me dará resultados?

Esto es, amigo, lo que puedo decirte acerca de mí, para que te expliques mis conferencias, que taquigrafiaste, y mis teorías psíquicas y políticas que tanto te gustan.

— o o o —

II

Conferencia en Bogotá

Trataré de la personalidad. Trataré duramente, porque yo quiero ser hombre duro y que mi Colombia lo sea. Lo dulce, la literatura, es de mujeres. Quiero ser duro, porque en realidad soy blando. Odio la literatura, porque en realidad soy poeta alcohólico e inconexo; yo nací con dientes y mordí a mi madre, que murió por eso. Colombia es dulzona, rábula, poetisa, alcohólica, nació con dientes y mordió al hombre duro, a su padre don Simón Bolívar. No me perdono esta imagen, digna de un bogotano, señores…

La personalidad es el conjunto de modos propios de manifestarse el individuo. Aquello que se manifiesta se llama individualidad. Siento vértigo de grandeza humana al contemplar lo perfecto de esta definición.

Yo tengo un primo que lee las novelas al revés, comenzando por el último capítulo, con el propósito de imaginar de qué comienzos pudo resultar ese fin. Este primo tiene per-so-na-li-dad para leer.

La individualidad es lo que se manifiesta: es igual en todos, pero más o menos dormida a causa de embolias psíquicas, como, por ejemplo, la herencia alcohólica.

Este estudio es de suma importancia. Eso que llaman algunos garabato, gancho, y que los yanquis llaman it, es la personalidad. Desde tiempos remotos, desde que el hombre existe, la ciencia ha querido robar a la naturaleza el secreto de la personalidad. Los yanquis escriben y escriben acerca de ello. Hasta el zapatero más desgraciado se cree con derecho.

Lo que llaman buenas maneras son los modos propios de obrar los grandes hombres. Al verlos, fueron anotando: «Se debe caminar así, etc». Un gran hombre comía cogiendo la cuchara con el asa sobre el dedo índice, falangina, y debajo del pulgar, y apuntaron: «La cuchara…». Las buenas maneras son los modos de obrar las individualidades fuertes. Advierto que en el curso de esta conferencia los términos personalidad e individualidad serán sinónimos.

Yo, señores, conocí al padre Elías, que usaba un pequeño sombrero; era un gorrito sobre su gran cabeza. Fue la primera vez en que vi cómo una prenda de vestir, fea de suyo, se hacía bella por la personalidad. El alma del padre Elías irrigaba el sombrero, echaba raíces en el sombrero. ¡Cuán bello iba el jesuita! Sentí deseo de usar un sombrero así… ¡Terrible error que todos cometemos! Lo bello es la individualidad, el soplo divino que al manifestarse por modos propios embellece todo lo exterior. En mi niñez leí que el poeta Byron se emborrachaba en sus banquetes hasta caer debajo de la mesa, y tal era la personalidad del inglés que eso parecía bello y durante un tiempo me emborraché hasta caer debajo de la mesa. Todos hemos caído en estas equivocaciones. Respecto de mi experiencia, os diré que mis parientes me sacaban de debajo de la mesa con ascos y desprecios. Entonces comprendí que era la grandeza de alma la que embellecía todo lo exterior, incluso los vicios. Cuando un joven comprende que el secreto no está en lo que haga, en lo que diga, en el vestido, etc., sino en la energía interior, está maduro para la filosofía. Os diré que una vez Tito Salas, que deseaba agradar al general Castro, le dijo: «¡Qué bello ese sombrero de Panamá! Ese sombrero es el que le trae a usted la buena suerte». «Un momento —contestó Castro—: yo soy el que le trae suerte al sombrero…».

Por lo tanto, señores, no creáis que por aprender los tratados de buenas maneras, por vestiros a la moda, seréis bellos o grandes. El secreto está en desarrollar la personalidad, y, una vez desarrollada, todo lo que hagáis será bueno; vosotros seréis entonces los creadores de lo bueno, de lo bello, y cualquier cosa que hagáis será buena…

A esto he venido a Bogotá. A deciros que Suramérica es como el joven que pretende hallar la grandeza en los modos de manifestarse el padre Elías. Y el jesuita, para Suramérica, es Europa y son los yanquis. ¡No tenemos personalidad! Creemos que esto será un gran continente el día que bebamos whisky, el día en que adoptemos las inversiones sexuales de allá, el día en que hablemos inglés o francés, el día en que nuestros pueblos se rijan por leyes europeas.

Ya dije que la individualidad es igual en todos, que en aquellos en quienes está dormida es a causa de embolias anímicas. Este concepto de embolias anímicas es creado por mí, y es esencial. Veamos una: yo bebo y fumo, y cuando estoy logrando vencer estas necesidades, cada una de mis células grita: «¿Para qué atormentarte? ¿Qué objeto tiene la vida?». Pero ese grito se extiende por todo mi ser, ocupa mi personalidad, poco a poco, hasta hacerse dueño de todo el campo mental y ser invencible, eternamente invencible. La embolia consiste en que soy hijo de Mirócletes Fernández, alcohólico desde niño, que heredó de su madre un pequeño rayo de voluntad para la vida bella, pero de mi abuelo la tendencia alcohólica; mi padre hizo muchos y pequeños esfuerzos por salir de su vida viciosa, y siempre fue vencido; vivió siempre en el remordimiento de las caídas y me transmitió el convencimiento celular de la derrota; así, cuando mi amor por la belleza y grandeza humanas, que me acomete casi siempre en el cinematógrafo, al ver un actor de gesto fuerte, me hace aparecer en los ojos la chispa divina heredada de mi madre, y mis entrañas se conmueven al pensar en mi futura grandeza, corro al espejo y me aconsejo a mí mismo y adopto un método para salir del vicio: durante dos o tres días mi cuerpo es bello, todos me aman, parece que a todos les hubiera hecho un regalo o los fuera a emplear. La vida comienza a parecerme un paraíso…; pero las células principian a gritar, a exigir las sustancias en cuyo medio han vivido, y la nube de tristeza va aumentando, va cubriendo mi campo mental, así como el vapor de agua se va condensando en negro nubarrón hasta cubrir todo el cielo; mi cuerpo se pone fláccido; hablo y no me oyen; ordeno y no me obedecen; entro y no me ven… «¡Estos malditos criados se burlan de mí!». Corro a mi cuarto y voy al espejo para aconsejarme, y de repente se me aparece Mirócletes, o sea todas mis células envilecidas, y oigo un solo grito: «¿Para qué luchas? ¿Existe acaso Dios y te ha encomendado alguna labor? No te atormentes, fuma y bebe, pues naciste con dientes y mordiste a tu madre, y la mataste: eres el fruto que maduró antes de tiempo, el hijo de Mirócletes Fernández…». Ahí tenéis, señores, lo que es una embolia psíquica. Pido excusas a mi ideal por la forma literaria del párrafo anterior, pues me exalté. Mirócletes era abogado y tenía un estilo florecido; fue compañero de parrandas del indio Uribe, y vivieron insultando a los gobernantes en una literatura de irritación meníngea. El párrafo anterior tiene forma hereditaria.

Otra embolia psíquica. Muchas veces me voy detrás de la gente para observarla, para buscar embolias. Cierta vez me fui detrás de un negro joven y gordo. Caminaba moviendo los brazos únicamente del codo a la mano. Me fui yendo e intuí el origen de ese caminado: era una embolia psíquica, a saber: un abuelo de este negro tuvo amores con una abuela de este negro, y un día, detrás de un barranco…, y en esas se asomó por allí el amo del negro. ¿Comprendéis? Toda timidez, toda traba en la manifestación de la individualidad tiene su explicación en las embolias. ¿Cuánto me irá a dar el Gobierno de Bogotá por este descubrimiento?

Pues bien, Suramérica tiene grandes embolias que le impiden manifestarse, aportar algo al haber de la humanidad. La gran embolia, que las explica todas en nuestro continente, es el hecho de que fuimos descubiertos… Cristóbal Colón es el Mirócletes de América. Porque fuimos descubiertos, por eso no más, resultó que nuestros padres, los aborígenes, vinieron de Asia. Si nosotros hubiéramos descubierto a Europa, los europeos habrían sido de Venezuela, de Colombia o de México. Porque nos descubrieron, todo lo nuestro es malo y lo europeo es bueno. Por eso son buenos los Congresos, y eran malos los Gobiernos patriarcales que teníamos. Éramos buenos amigos y enemigos buenos. Los Pizarros impusieron su moral: bueno es engañar… Continuad vosotros, queridos bogotanos, el desarrollo de esta tesis; yo no soy maestro de escuela; algún esfuerzo debéis hacer vosotros, y sobre todo no hagáis más sonetos, cerrad el Congreso y preferid vuestras mujeres a las europeas que vienen por el Canal de Panamá. Parece que Panamá esté destinada, desde que fracasó el sueño de Bolívar, para ser el lugar y el canal de toda la bajeza extranjera… ¡Es tierra de latrocinio!

Ahora, ¿cómo se consigue manifestar por canales abiertos, sin embolias, la individualidad? Mediante métodos. Yo soy el hombre destinado para hablar de método. Cuando pronuncio esta palabra, salta dentro de mí el alma, así como el feto en la preñada. ¡Qué bello y qué raro; pero cuán lógico: Fernández, el de las embolias, el que no tiene personalidad, es el nuncio de la personalidad y el destructor de las embolias! Es porque nadie en la tierra aborrece a otro como yo aborrezco al hijo del alcohólico Mirócletes, al hombre que nació con dientes, como fruto madurado en alcohol, y que mordió a su madre en el pezón izquierdo…

El hombre ha vivido en la miseria y el vicio, ha abusado y corrompido todos sus sentidos y músculos; ha logrado hasta convertir la boca en vulva, hasta sentir placer en los hedores de la putrefacción. El hombre es hijo de Adán y éste era Mirócletes en el paraíso. Somos un enredo de embolias, semejantes a ovillos de hilo cuando un niño juega con ellos. Y resulta que nuestra bella individualidad no puede fluir por esos canales obstruidos. Hoy día, el hombre no manifiesta sino los vicios, las formas viciosas de obrar, y su alma está oculta, en espera de un libertador. El caso del hombre es el mismo de Manuel Fernández.

Nos libertaremos por medio de los métodos. Sométase cada cual a una disciplina; yo no deseo imponer las mías; las cuento como ejemplo. Método es modo de hacer una cosa. La virtud del método está en él mismo, en obligarse uno a vivir de un modo que no sea el heredado, aquel a que acostumbraron nuestras células los antepasados. ¿Qué me importan los antepasados? Yo debo autoexpresarme. En los actos a que estoy habituado se manifiestan Adán, Eva y Mirócletes Fernández; ahora me toca a mí. Por eso voy a darme un reglamento para hacer las cosas, aunque sea absurdo, aunque sea rezar el Padrenuestro al revés. Mi objeto es destruir en mí la costumbre, y, cuando lo haya logrado, mi alma se aparecerá y tendremos un niño nuevo, una danza nueva, y no estas eternas cosas viciosas, heredadas, imitadas. ¡Cuán terriblemente perjudiciales y necios son los descendientes de los grandes hombres: no hacen nada; están ahí como retratos, haciendo caras y esperando que la gente vaya a conocerlos…

Un día, al salir del cine, sentí y escribí lo siguiente:

«He tenido el premio de un ritmo lento, las ventajas de la mesura y de la propia posesión. A medida que practico este ritmo, voy siendo dueño en mí de todas las cosas buenas; ya comienzo a ser muy feliz y percibo a diez pasos la suprema felicidad que me abrasará cuando me posea totalmente.

Quizá yo pueda anunciar al hombre un paso nuevo, una danza novísima. Quizá pueda suceder que yo sea un anunciador.

A juzgar por las alegrías espirituales que amanecen en los días de mis treinta y seis años, un niño nuevo y risueño pisará otra vez la hermosa tierra, esferoide y tibia. Un ruido alegre de cascos hiere mi oído».

Como veis, señores, el cinematógrafo, con sus novelas en que triunfa el bueno, ejerce sobre mí un poder excitante.

Mis métodos consisten en un gran cajón de fórmulas. Por ejemplo, irme yendo (notad la belleza de estas dos inflexiones verbales: el verbo ir en infinitivo reflejo y en gerundio, indica lentitud y voluntad de irse; irse es ir con toda el alma. Por ejemplo, si me insultan en mi patria y me voy disgustado, digo: «Yo me voy…». Pero un agente viajero que va para Venezuela, dice: «Voy a Venezuela»); en irme yendo, repito, para Venezuela, la patria del Manuel Fernández que deseo llegar a ser. Venezuela es la tierra de Bolívar y todo suramericano es venezolano. Irme yendo para allá, en busca de Bolívar, la única energía del continente. Es el único americano que dominó a los extranjeros, que tuvo orgullo territorial y una concepción propia de gobierno. Me iré y en todo río me desnudaré y cogeré de sus arenas tibias y me las restregaré en mi vientre para asimilarme energía cósmica y curarme así la parálisis de un segmento intestinal. Dormiré a la sombra de todo árbol apacible, y tendido boca arriba soñaré con la figura y modos del Fernández futuro, chorreante personalidad. Buscaré así mis universidades en Suramérica. Libertador no significa, ni Bolívar lo entendía así, aquel que suelta las pasiones de la canalla, sino el hombre fuerte en cuya presencia sentimos que la vida es hermosa: todo aquello que nos estimula, aquello que nos liberta de nuestras limitaciones y embolias es libertador.

Estáis oyendo la confesión del que busca vitalidad. Voy a leeros, de mis notas diarias, las siguientes:

«10 de marzo de 1931. —Me admiro de mi cobardía. Anoche resolví vivir moderadamente. La resolución era vivir moderadamente. La resolución era firme, pues necesito comer, beber y fumar moderadamente. Tengo ardores estomacales.

Ahora, a las nueve de la mañana, ya bebí aguardiente y fumé cuatro cigarrillos. Así no voy a ningún nirvana. La mixtura de sangres me hizo débil; tengo treinta y seis años; me faltan catorce para morir. ¡Un bachillerato! Ya puedo medir mis años probables por un bachillerato. ¡Qué terrible! Y, ¿qué aprende un hombre en catorce años? ¿Qué puede hacer un hombre en catorce años, los últimos, aquellos en que la sustancia nerviosa está degenerada y no reacciona? Porque yo soy prematuro y no pasaré de los cincuenta; los Fernández mueren pronto.

En consecuencia, resuelvo: para gozar y ver panoramas nuevos, seré desde ahora, nueve en punto del día 10 de marzo de 1931, un pequeño héroe, un pequeño hombre virtuoso. El método para conseguirlo: apenas me acometa una debilidad, apenas me susurre al oído los sofismas de “¿qué importa?”, “no te atormentes”; apenas grite y babee una debilidad, cogeré este libro de mi vida y paladearé las dulzuras y consecuencias de mi futuro heroísmo. Diré: “Cuán bello este heroísmo oscuro, familiar, consistente en no comer sino por ordenación y medida; en no pensar sino en lo que me ordeno; en no hacer sino lo mandado por el general en jefe de mi cuarto”. El general en jefe es esta lucecita que titila dentro de mi corpachón, dentro de mis huesos, músculos y vísceras alcohólicos… No será vida virtuosa y heroica como para que hablen de ella en los periódicos, ni para merecer que guarden mi pelo y cartas y me hagan estatuas, sino para que muera serio (sin mucha seriedad tampoco), sin palabras jocosas y sin pánico.

Porque si muriera hoy, sentiría que tengo un saco de tierra que me dobla y me contrae el gesto. Tal como estoy viviendo, llevo un guarniel como el del antioqueño, lleno de uñas, mecheros, piedras, centavos y mugre…

Yo sé todo eso de que “el hombre no es libre”, “no tiene la culpa”, “Dios no lo ha de castigar por ser como es”, etc… Pero el hecho evidente es que uno se critica, es un juez que habla recio y dicta la sentencia siempre que ocurre algo grave, como una muerte de un ser próximo, un rayo en la iglesia de San José o un viaje por caminos oscuros. El hecho es: uno vive y se juzga como responsable de sus actos; no importa que razone cien años en contra; y antes de morir hay un instante en que uno se juzga definitivamente. Yo soñé que estaba agonizando y que me juzgaba. Me dirán: “Eso es un instante”. Un minuto, psicológicamente, no existe. Si uno está gozando, los días son nada; si está sufriendo, un segundo son siglos. ¿Quién no ha esperado a la mujer deseada que prometió ir, o no ha esperado, enfermo, a que amanezca?

Seré un obsesionado de mi idea. De este libro no me separaré. A él correré siempre que esté débil y diré: ¡Ay, ay, mamá, madre, mamá, socorre al fruto de tus entrañas, al alcohólico Manuel, a quien persigue una fiera!

Y también gritaré: ¡Venga, venga el padre que me creó, el formidable Mirócletes, que me persigue una debilidad y no quiero que se aumente el plato de la balanza en que van mis pecados!

Ayer le di 0.05 a una mujer, a pesar de que mi tío Abrahán hace tres meses que no me da la renta, y dije: Oiga bien, usted, juez, conciencia que se ha de sentar al borde de mi cama dentro de catorce años o antes a hacer cuentas y liquidarme: No olvide el sacrificio de estos cinco centavos.

El criterio es muy seguro. Lo que me deje contento después de hecho es bueno; viceversa, es malo. A lo que me sienta impulsado por costumbre ancestral, es malo; es bueno lo que perciba como tal mi razón, el hijo de Julia Uribe, sin que atienda al gusto del niño de los tres dientes… Yo soy malo, pero en mí hay otro que sabe cómo debe manejarse el bueno.

Los hechos que me han conducido a esta resolución: a), mis experiencias anteriores, olvidadas aparentemente, pues la vida es unidad lógica; b), la muerte del perro de Jorge; c), la agonía de Epaminondas; d), mi madre, que vive en mí, y la parte mala de mi padre, que se hipertrofió en mí; e) un amanecer en que desperté como si hubiera tenido una conferencia con uno ya muerto; mi alma despertó como si la hubieran convencido. También influye la creencia de que tengo un cáncer en el duodeno.

En fin, este libro es para mí. Las palabras serán únicamente las que expresen mis ideas: libro duro, de regímenes, no es para que me admiren. Es un cuaderno en que llevaré mi contabilidad, en donde cantaré mis triunfos y lloraré mis derrotas.

Mi primo Ramiro, un niño de cinco años, puso flores al diablo en un rincón de la casa “para que no lo vaya a quemar mucho en el infierno”. Yo también quisiera comprar al juez que se sentará al borde de mi cama, veinticuatro horas antes de expirar, un día de estos catorce años siguientes, a liquidarme: 1931 + 14 = 1945. Entre 1931 y 1945 está ese día. El sol saldrá o nublado o brillante. Las mujeres cuchichearán, y, como no han tenido tiempo de bañarse y componerse, olerán mal; mi agonía y muerte aterrarán a mis amigos y parientes; tendrán la boca seca y al otro día estarán persiguiendo a las cocineras. Así es la cosa.

Ayer me gustó mucho José Emilio, mi primo médico, porque me dijo que moríamos generalmente como nacíamos, inconscientemente. ¡Eso es! Que la vida mía en Medellín sea como una preñez y que me paran… Pero es claro que mi debe, mis pasiones, mis impulsos, deben saldarse. ¿Cómo diablos podemos ser iguales Santa Teresa y yo? No creo en el infierno, sino en la ley de causalidad, que es peor. ¡Yo seré mi hijo, o sea Manuel Fernández, que evoluciona hacia Dios, pero tan lentamente!…».

En fin, algún día publicaré mi diario y se podrán ver todos mis métodos.

Para terminar os diré que espero encontrar en la sinergia glandular del general Gómez, Presidente de Venezuela, en su mano fuerte y peluda, un estímulo.

Tengo esa esperanza porque hasta hoy no he conocido hombres, sino pedazos de humanidad, cabos de hombre, y sólo en el cine he encontrado estímulos. Un hombre grande, vivo… Vivir un mes al lado de un hombre de voluntad, ¿no me servirá para librarme de las embolias, para olvidar que nací en alcohol y con dientes, y que mi padre escribía con el indio Uribe literatura meníngea?

* * *

Esta conferencia me hizo admirador decidido de Manuel Fernández, mi paisano. En Bogotá convinimos todos los letrados en que se trataba del gran psicólogo de América. Fui a visitarlo. Lo encontré borracho y fumando. Le manifesté mi admiración: «Usted, en el tablado del teatro, parecía un poseso, un fundador de religión; si yo pudiera, lo seguiría a usted en su viaje». Estas frases le disgustaron, me cogió del brazo, y, llevándome al balcón, me dijo:

—Yo soy un esbozo de hombre, bebo y fumo. Sólo por días, después del cinematógrafo, soy una lejana promesa. Mire cómo se pone el sol, solemne y lejano; bello por solemne y lejano. Estos criados no me oyen; por el teléfono no me entienden cuando fumo y bebo; parece que mi voz saliera muerta. Cuando salgo del cinematógrafo, todo es fácil. La vida se echa ante mí como pava en celo. Las mujeres me sonríen. Pero después todo se va alejando; y entonces, las mujeres bellas a quienes desprecié durante mi grandeza, porque durante mi grandeza soy casto y duro como una definición bien hecha, huyen de mí y yo las busco. Y apenas éstas me desprecian, busco a las sirvientas del hotel y huyen horrorizadas; y bajo hasta las putas, y me tratan con apresuramientos. Y entonces me hundo en la suciedad, y apenas estoy ahíto y herido me voy al cinematógrafo, y al ver una cara enérgica, una bailarina que baile con el alma en las piernas como alas, alcanzo a ver allá en el cielo a mi espíritu lejano y solemne y siento lo bello de la vida, y lloro, y se iluminan mis ojos, y doy conferencias acerca de las cosas que yo voy a hacer y a ser, y se renueva el ciclo… ¡Cuán bella y cuán fea es la vida! Me iré contigo a Venezuela.

— o o o —

III

Infancia de Fernández

En la carretera que conduce de Medellín a Girardota, cerca de Bello, hay una casa vieja. Las puertas parecen de tablas de ataúd, según se las comió el tiempo, el viento, el sol y la luz. Es una casa pobre. En las tablas de una de sus ventanas se lee lo siguiente, escrito con lápiz y muy borroso: «El 24 de abril de 1905 murió el ternero de Manuelito». La letra es infantil, y el sentimiento que trasciende de la casa abandonada, las puertas decaídas y el letrero, es metafísico. Cuando leí eso, me quede en el silencio de la carretera, mirando a los cañales del río Aburrá, como en éxtasis. Yo andaba reuniendo datos acerca de Manuel Fernández, con quien partía para Venezuela, «en busca de estímulos vitales».

Allí nació Manuel, en 1895, a las tres de la mañana, con dientes, o sea el filósofo de Suramérica y de la personalidad.

Tenía Fernández, cuando escribió eso, siete años. Fue lo primero que escribió. «El 24 de abril de 1905 murió el ternero de Manuelito». Nótese, como lo dice él, que en el hecho de llamarse a sí mismo en diminutivo revela su falta de dureza, de firmeza de voluntad; se revela que mordió a su madre y que no tuvo sus cuidados y que el ebrio de don Mirócletes lo abandonó al trato cruel del tío materno, Abrahán Urquijo.

El hecho de morir el primer ser querido lo dejó aterrado y grabó la fecha. No hay ahí ninguna consideración expresa: es la constancia de un hecho; pero tácitamente dice el deseo de grabar el dolor en el tiempo y el espacio. Comentando esta frase, me decía Fernández:

«Es una frase sencilla de niño y me sucede ahora con ella exactamente igual a lo que me pasa con Emerson o Carlyle: que no puedo leerlos, porque cada proposición repercute en mí, en serie de ecos espirituales…, como si yo fuera un atambor y ellos fueran bolillos.

Poco importa, para lo trágico del dolor, que el primer ser querido que muere sea la madre o el animal doméstico, pues lo esencial es que ese primer dolor es el que nos libra, en poco o en mucho, de las apariencias y nos hace anímicos. El mundo de los sentidos es una apariencia desvaneciente, y detrás está la esencia, dice el que se hace filósofo con el primer dolor. A costa de lágrimas es como se intuye a Dios. Así, yo perdí a los siete años un ternero en quien había puesto mi amor filial, y escribí una frase sincera y profunda. Todo lo que brota del alma tiene necesidad de expresarse, ya sea en el gesto, ya en la actitud o con tiza, sobre las puertas. Y mira lo que soy yo. Durante mis euforias, cuando salgo del vicio, cuando saco a la luz mi cabeza, así como aparece la lombriz cuando se levanta el cespedón, me veo un hombre frío, controlado, capaz de todo, y he soñado que mi biógrafo, el biógrafo del Fernández que deseo ser, escribirá: Me admiro de que Fernández, a quien vi vestir el cadáver de su padre con la misma sonrisa con que miraba los árboles, a los cinco años diera ese grito doloroso por la muerte de un ternero. ¡Cuán bella es la filosofía, que hace a los hombres inmutablemente dulces y tolerantes! Tan grande fue su reacción por la muerte del ternero, que se desprendió de las apariencias. Este niño sería el que después me habría de recordar lo que dice Jenofonte de Sócrates: «Ninguno gustaba más de la belleza y ninguno se apartaba más fácilmente de los seres bellos».

* * *

En los cuadernos de Fernández encontré esto:

«El 24 de abril murió el ternero de Manuelito».

Si esta frase tiene ecos en mí, debo analizarlos:

1º. Ternero. Tierno. Los ojos de un ternero mamón son el círculo de la divinidad. Sus correrías en el espacio de cien metros de prado, alrededor de la vaca, son gracia. Ahí se forma y refresca el concepto de gracia. El olor de su vaho es el concepto de leche y de campo durante la mañana. Semejante a un ternero conozco apenas un burro y un ratón recién nacidos. Pues yo tuve mi primer amor por un ternero. Ahí revelé lo heredado de mi madre, lo que duerme en mi cuerpo de alcohólico hereditario y que de vez en vez rompe la capa de hielo de mis embolias. Ansia de belleza, belleza social, belleza interior, aspiración a lo perfecto.

2º. Gran dolor por la muerte del ternero, al punto de actualizarse el deseo de eternizar ese dolor. Murió el ternero que me descubrió a mí mismo, en cuanto soy Dios. ¿Cómo pudo morir la ternura, la alegría, la adoración ante el universo? Eso significa mi frase de niño.

Todos estos seres del mundo y estos sucesos del mundo nos descubren al Dios escondido en la zarza. Lo mismo pasa con la muerte de los padres, hermanos, maestros y amigos.

— o o o —

IV

Don Mirócletes Fernández

Manuel era hijo del abogado don Mirócletes. ¿Cómo fue que su madre lo puso Mirócletes? ¿Cómo fue esa intuición? Las cosas que hizo tenían que ser hechas por Mirócletes, no por Alfonso o por Clímaco. Todo en el universo es perfecto, es lo que debe ser. Ramón y Julia son perfecto matrimonio; ella tenía que casarse con él. Nada hay en el universo que no sea una necesidad lógica, una cadena de causalidad. Pedro y Elena: él necesitaba una mártir, y ella, un martirizador. Cuando la alaban porque es una mártir sumisa, pienso: ¡Pero si ella es mártir de nacimiento, desde su vida intrauterina y ancestral! El matrimonio de los padres de Manuel. ¡Qué bella necesidad! Estudien bien, observen, y verán que todo se explica y que es preciso sonreír…

Yo me resisto a que Manuel sea hijo de Mirócletes. Me resisto a aceptar que sea hijo de este viejo, pero no hay remedio; era su hijo y si pensamos detenidamente sonreiremos. Nada se une, ningún mensaje nos alcanza, que no sea por la ley de causalidad. Todo lo que se junta tendía a juntarse. Todo lo que sucede iba a suceder desde los comienzos de la apariencia. Así, es muy necio discutir si uno debe casarse por amor o por conveniencia, etc. Uno se casa con el ser afín, va hacia él, como el espermatozoo va coleando vagina arriba en busca de su óvulo, sin filosofar. Generalmente la filosofía es un entretenimiento en el camino irremediable hacia la bóveda del cementerio. El conjunto del espacio y de los sucesos es la perfección de las perfecciones, metafísicamente hablando. En todo caso, don Mirócletes Fernández y doña Julia Uribe se casaron por amor. ¿Cómo podría yo cambiarle el padre a Manuel?

Don Mirócletes era oriundo de Sopetrán, el pueblo de los aguacates, cercano al bello río Cauca, en donde las mujeres son ardientes. Su origen es borroso. ¿Quién diría, al verle esa imponencia, ese señorío en llevar su carne abundosa y alcohólica, que aprendió abogacía en la cárcel?

Pequeño. Un metro con cincuenta. Grueso y sin cuello. La cara pegada a los hombros; caía sobre el pecho en varias secciones la papada o gordo de la barba, de modo que no había barba, sino una cara aplastada que ocupaba desde las mamilas hasta el sombrero de copa. El vientre, el pecho y la papada eran tiesos, y así, la cara era temblorosa de autoridad, dirigida siempre al frente, al horizonte. Para voltearse tenía que hacerlo con todo el cuerpo; para mirar abajo, agachar todo el cuerpo. No se distinguía cabeza, y esa cara ancha, grande, temblaba de autoridad, de persuasión, y las gafas solemnizaban unos ojos doctorales y enfáticos, pequeños y buscones. Todo ese cuerpo era autoridad, todo él era persuasión de ganar el pleito. Yo le oí preguntar por sus negocios en las secretarías. Los abogados graduados, los del colegio del Rosario, balbucean, temerosos del Secretario, de los asistentes. Todo es duda en ellos. Don Mirócletes abría su cartera, echaba para adelante su vientre, pecho y cara, y decía sonoramente: «Enrique Lalinde contra José María Osorio y otros. ¿Hay papel? ¡Bien! ¡Vamos!… Sucesión de Dolores Bernal. ¿Aprobados los inventarios? ¡Bien!…». Y lo despachaban primero, le abrían campo. Era una Universidad. ¡Oh, supremo poder de la sinergia orgánica! ¡Oh, supremo imperio de las armonías glandulares! ¿Quién manda? ¿Quién es el gobernador? El que nace para ello. ¿Por qué eligen al que no lo es? ¿Por qué los pueblos no confirman los nombramientos que hizo la naturaleza? Esos son los errores humanos. A don Mirócletes lo parieron autoritario y confiado en sí mismo.

Lo conocí rico, difamado por todos y buscado por todos. Le cedían la acera, como a los obispos, y le denigraban; decían que era ladrón, y le buscaban después; decían que era asesino, y le llamaban doctor y bajaban los ojos en su presencia. Algo de la divinidad había en este señor, y los hombres hablan siempre mal de seres superiores.

Su despacho de abogado era la casa de la alegría. Llegaba el hombre perseguido, el quebrado fraudulento o no, y allí oían la voz gruesa y bella del mago: «No haya cuidado; no perderá usted ni un centavo». Pagaban la mitad al contado, firmaban un pagaré por el resto y salían felices, y dormían y comían como en los días buenos. Todo el que se entregaba a don Mirócletes se sentía seguro; era un dispensador de confianza en sí mismo. Demoraba los pleitos malos; y si los perdía al cabo de los años, decía al cliente: «Fue que ese hijo de puta de juez se vendió; pero apelaremos… Fírmeme este pagaré, para iniciar una tercería coadyuvante o excluyente, y alargar así el asunto, mientras cambian jueces…».

Cuentan los envidiosos que la casa grande y bella de frente al teatro Bolívar era robada; que eran robadas la hacienda y la casita de Bello, donde nació Manuel, en hermoso día del mes de diciembre. Que todo fue robado. Pero lo dicen quienes le deben el haberse sentido libres en la opresión, alegres en la desgracia, ricos en la pobreza. Es lo mismo que hablar mal del sol que calienta, pero lo hacemos a cada mediodía…

Me contó un juez picarón y lector de novelas que un día Mirócletes consignó quinientos pesos en el Juzgado, para hacer postura en un remate, y que no volvió por ellos. El juez lo llamó para devolvérselos. «¡No recordaba, doctor! ¡Ya me los entregará después…!».

Así es como reinaba, sol generoso y magnánimo, dispensador de salud radiante y de silencio discreto para las debilidades humanas; jamás denigró a los que se le entregaron; era como los buenos enamorados. Bebía, pero siempre estaba solemne. Era su debilidad.

¿Puede un ser poderoso, o mejor aún, puede un ser humano no tener un lado sin linderos con Dios…, con el alma indefinida? Amó a su primera mujer y amó a la segunda y a los hijos de ésta, como un loco. Ahí, en ese amor, era irracional. Sus dos mujeres y los hijos de la segunda eran dioses para él, y todos los que fueron sus vecinos saben que no ha habido padre ni marido como don Mirócletes. En la iglesia de San Antonio, él pagaba anualmente la fiesta del santo; todo lo que quisieran para la fiesta del santo de su segunda mujer, Antonia Barrientos.

Pero sentía odio por su primer hijo; su debilidad por las sirvientas, su debilidad por el aguardiente, que era lo único que no había podido dominar, se convirtió en odio inconsciente a Manuel. Este mató a la mujer adorada, y nació maduro, y de niño metía el dedo en los frascos de perfume y chupaba, y a los siete años lo vio pálido y tembloroso acariciándole los pechos a la negra Chinca.

No lo maltrataba, pero sentía irritabilidad incontenible en presencia de su hijo. Toda la voluntad enferma de don Mirócletes estaba encarnada en Manuel. Todos nos odiamos en cuanto somos débiles.

Y a sus otros dos hijos, Ernesto y Teresa, los amaba. ¡La niñez de Manuel! Veía llegar a su padre y entrar en su santuario, su mujer y sus otros hijos, así como entra el alma a Dios, transformada. ¿Cuándo elevó la voz, cuándo dijo lo que no fuera amor? Ernesto, bello niño robusto, aprendió a rezar en sus brazos. Una vez vio Manuel, cuando tenía ocho años, que cogió a Ernesto y lo apretó contra su pecho, le puso la cabeza contra su hombro izquierdo y le dijo: «Mi ángel, el dios mío, alma que está ahí encerrada, ruega por mí, hazme ir con vosotros a la eterna gloria. Perdóname todo; obtenme el perdón de mis vicios y de mis latrocinios, que lo hecho es porque no puedo contenerme, y por amor a ti, y a tu madre y hermana, por amor a las cosas bellas: piedras, casas amplias, haciendas, amor, autoridad, grandeza…».

— o o o —

V

El seminario

Así, para santificar al hijo en quien veía el producto
de sus bajezas, don Mirócletes llevó a Manuel, a los diez años, al Seminario de Medellín.

Manuel fue seminarista durante doce años. Se retiró, porque sentía un ansia. Escribía: «Dejo la puerta de mi alcoba abierta en la noche, como para que entre algo que me falta; si la cierro, se ennegrece mi alma; yo no sé decir qué es lo que puede entrar; quizá la belleza, la grandeza humanas». Se retiró por esa causa, y el motivo o la fobia concreta de su ansia fue odio a los zapatos eclesiásticos, la forma más ruda que existe en el mundo de las formas, decía él.

¿Puede ser noble el espíritu de una institución que tenga tal forma de zapato? Es un zapato igual para todos, de suela gruesa, como de cuero crudo, sapo…

Había en el Seminario un rincón en donde tenían un gran depósito de una mezcla de aceite, carbón y otras sustancias; muchos cepillos pequeños, antiguos cepillos de los dientes y otros grandes, colgados en una tabla adherida a la pared. Llegaba el seminarista y hundía en la mezcla uno de los cepillos de los dientes y refregaba los zapatos, y después los frotaba con el grande. ¿Olía eso a pie de seminarista o el pie de seminarista huele a eso?

¿Se bañaban? De vez en vez todo el cuerpo y diariamente los pies, el que sudaba mucho. En cada celda había una jarra y una jofaina que servían para todo, cara y pies, y en las mañanas salía el seminarista con la bacinilla y encima la jofaina para el vertedero. Se debían poner la camisa de baño antes de quitarse los calzones. El seminarista no puede verse desnudo.

Comentario de Manuel acerca de su padre

«Mi padre era una gran voluntad, un dominador; pero así como hay varias memorias y no siempre se poseen todas, hay varias voluntades, tantas como objetos de deseo, y mi padre era débil para el alcohol y para las mujeres. Yo heredé únicamente sus debilidades, y de ambos padres heredé el amor por la vida grande y bella, la cual es para mí, por ende, como una solemne y lejana tempestad en el río Cauca… Yo amaba a mi padre con infinita ternura, pues la antipatía que él sentía por mí era muy humana y era una nobleza de su parte: en mí aborrecía él sus debilidades…

Mi padre caminaba bellamente. Todos los que iban por la calle lo veían. No había quien no advirtiese que mi padre iba… Entristézcase aquel a quien no vean. Varias veces me han dicho: “Hombre, no lo vi”, y yo sé que, efectivamente, a mí no me ven sino cuando salgo del cinematógrafo, de una película excitante, pues entonces voy de un modo que recuerda a mi padre. Hay algunos a quienes atienden porque dicen que son tal o tal cosa, personas de quienes se necesita saber la biografía para verlos. Eso es fama, y nada vale. Me gustan aquellos a quienes se ve y se les atiende porque llegaron, porque están. No necesitan fama. Ellos mismos son lo curioso; en su figura llevan su valor; eso es mérito intrínseco. Don Mirócletes se ponía el sombrero, y toda la oficina lo sabía, por la mente de todos pasaba la imagen de mi padre poniéndose el sombrero. ¡Qué bello! El universo todo repetía: “Juan de la Rosa Madrid contra Rosa López”, cuando mi padre abría la boca redonda y pronunciaba esas palabras. Os rotunda. Boca redonda, piernas cortas, busto corto, todo él como muñeco de cera hecho por un niño, pero qué bello eso que se expresaba en los troncos de carne. ¡Muéstrame tus glándulas, padre! ¿Es en los testículos, como lo sostiene el doctor Voronoff? ¿Será en la flora intestinal?».

El doctor Rincón

Un caso parecido es el doctor Rincón, siempre joven de cuarenta años. Es médico homeópata y tiene perilla negra, cuadrada, y unos ojos escaldados de tanto ejercitarlos, mirando fijamente, sin parpadear. Camina como hipnotizador, como Onofroff, y todos le dan la acera. Cura a muchas viejas. Yo he ido por la calle con médicos graduados, que lo llaman yerbatero, pero que se bajan de la acera y lo saludan respetuosamente. ¡No seamos carajos! Yo iré a que me alivie de esta atonía intestinal el doctor Rincón, en vez de estos bizcos alópatas. La medicina es cuestión endocrina por parte del médico. ¡Los frascos de agua, con pequeña sustancia oculta, del doctor Rincón! Yo creo que les echa pelos quemados de su barba o de su pubis. ¡Y qué fuerza que tendrá un pelo de su pubis! ¿Dónde está su Universidad? Desnúdase y muestra su cuerpo varonil y dice: Ecce universitas. El alópata abre su libro grande y me dice: «Tienes atonía intestinal, un segmento de intestino paralizado; toca aquí y verás. Yo creo que con dos píldoras tales y con un frasco de Petrolagar Nº 2 se te activa, ¿eh?». Al diablo tú, joven bizco, que mis personajes serán hijos de Mirócletes o del doctor Rincón. La Universidad de estos jovencitos es el doctor Flery u otro hipnotizador; yo debo buscar la fuente, no los discípulos. ¿Cuyo discípulo eres, doctor Rincón? Soy discípulo de mí mismo. Yo soy la verdad. ¡Ecce homo! ¡Oye, medita; sigue a don Mirócletes hasta que lo describas de tal manera que en el universo literario no haya sino un Mirócletes, así como no hay sino uno en la vida! Eso es observar.

— o o o —

VI

Abrahán Urquijo

A la salida del Seminario vivió Manuel durante tres años en casa de su tío materno, Abrahán Urquijo, de quien nada ha querido decirme; estúdialo tú; yo no puedo; mucho de mi hábitat está explicado en ese viejo.

He aquí mi estudio, que enumero por parágrafos:

1

Lo conocí hace cuarenta y ocho meses, cuando comenzó su negocio con los funcionarios. Tenía entonces la apariencia de cincuenta y seis años.

Da la impresión de que es el culminar fisiológico. Lo más imponente es el chaleco, vistoso, florecido, con una cadena de reloj que subraya su ombligo propincuo. En su dedo anular derecho luce una piedra amatista, barrigona también.

Pero, quizá más que el chaleco, sobresalen los ángulos de la chaqueta, que caen unos veinte centímetros más que la parte de las nalgas. Un bastón grueso, bigotes rectos, largos y perilla canosa; cara desafiante, miradas horizontales. Un porte marcial; parece ministro de Estado español. ¿En España había ministros así, parecidos a Abrahán, o Abrahán se parece a los ministros de España?

Su letra es de niño, balbuciente. Pensaba yo que había contradicción entre Abrahán y su letra. Debía tenerla de rasgos fuertes, anchos, letra nalgona; pero meditando me he admirado de la armonía cósmica; todo es lógico; uno puede no comprender algunas cosas de la vida y admirarse, pero la vida siempre es lógica como un serrucho. Hay orden lógico entre la esencia de Abrahán: conseguir una fortuna abusando de la rata, y su letra, letra de usurero, letra ratera, rastrera.

Así le decía yo a mi mujer. ¿Crees que un autor puede cambiarle el padre a su personaje? No te enojes. Es absolutamente necesario que Manuel sea hijo de don Mirócletes y sobrino de Abrahán. Pero es más, hija mía, amor mío: ni siquiera puedo cambiarle la letra a Abrahán.

Advertiré que yo era juez en Medellín, juez de Abrahán, y de Juan Pablo, y de Marceliano y de Ramón, juez de Antioquia. Han dicho que los antioqueños son judíos; pero yo he averiguado que los judíos son antioqueños degenerados…, pues en Judea no se vio nunca tan elevada la rata.

Cuando comencé a estudiar a Abrahán, pocos días antes de salir con Manuel para Venezuela, me dije: Indudablemente que Manuel es una resultante de fuerzas psíquicas; cuando penetremos bien en don Mirócletes, Abrahán y todos los otros parientes, sonreiremos y diremos: La vida es un serrucho en cuanto a la lógica.

Abrahán da treinta pesos a un funcionario y le hace firmar tres letras de cambio por treinta pesos cada una, a diez, veinte y treinta días fecha. Un peso con cincuenta centavos por cada diez días de mora. Eso es como el doscientos por ciento mensual. Ahí está la prueba de que no somos judíos, sino que los judíos son antioqueños degenerados.

En 1928, durante el gobierno del señor Abadía Méndez, época en que se tomó prestado a los yanquis hasta ciento cincuenta millones de dólares, se pagaba puntualmente a los empleados y nada perdió Abrahán. Se enriqueció.

Todo el que toma dinero a interés cuando está ganando un sueldo es imprevisivo. Claro está que los deudores de Abrahán no iban a tener la fuerza de voluntad para someterse a la disciplina de pagar cuotas en determinados días. Si la tuvieran, no harían esos negocios. No ven. ¡Todo es lógico! Pues Abrahán ejecuta a sus deudores y los aprieta. Ningún arreglo, nada; que se demore el juicio; mejor que haya demora; más intereses. Si alguien lo insulta, él sigue tranquilo, silbando un aire vulgar. Esa es su reacción. Jamás se enoja en forma de palabras, sino que reacciona silbando y demorando los juicios, pues los empleados se desesperan con los sueldos retenidos.

2

Seguiré copiando de mis notas de observaciones tal y como fui haciéndolas. Así el lector comerá pedazos de carne humana cruda: esa es la literatura de esta humanidad ansiosa de hoy. Somos antropófagos.

Ayer vi a Abrahán que entraba en la iglesia y saludaba a Dios con respeto, pero con cierta familiaridad, como si fuera su amigo íntimo o su deudor moroso, con solemnidad de ministro español, o como si fuera Dios su acreedor, y fuera a pedirle reducción de intereses, reducción del purgatorio. Después subió al tranvía para «La América» y se sentó regiamente, el cayado del bastón entre sus dos manos, y la vara entre las dos piernas abiertas, contra el ombligo propincuo… Resolví biografiarlo, cumplir lo sugerido por Manuel Fernández; prometí que el jueves venidero lo seguiría; iré al frente de su casa y apenas salga lo espiaré desde la mañana al anochecer, para estudiar su hábitat. Este es el verdadero método biográfico con hombres vivos. De la vida formal ascender a la esencia. Con muertos ya, hay que hacer algo semejante, reconstruir su habituación. ¿Qué tiene que ver Abrahán con Dios? ¿Qué relaciones puede haber entre Dios y Abrahán, el tormento de familias y de viudas inermes? ¿Qué dirá Abrahán al Dios de Jacob y de Moisés? ¿Qué relaciones hay entre el anatocismo y el Dios de Abrahán, de Jacob y de los Macabeos? ¿No quisiera el lector saber qué dice Abrahán a Dios? ¿No daría el lector la tercera parte de su sueldo, renta o emolumento por meterse en la conciencia de Abrahán? Si yo lo descubriera, ¿no sería justo que me invitasen de los Estados Unidos, así como invitaron a Einstein?

3

No pensaré sino en él. La atención crea el interés, y viceversa. El método científico consiste en observar, observar el fenómeno. Y es muy importante el asunto observado, porque así comprenderemos el alma de Manuel Fernández y eso nos iluminará lo que va a pensar de Venezuela. Así, pues, importa el estudio de sus parientes.

Primero que todo diré que Abrahán vive ya en una casa de La Playa, el barrio de los ricos, cerca del puente que hay en la carrera «El Palo»; que sus hijas son dos bellas entre las bellas, y sus hijos son hermosos; bellezas carnalmente abundosas. Cuando pasan por mi lado pienso que así debía oler el paraíso cuando Dios estaba haciendo las nalgas y el vientre de Eva. Ese día el mundo olía a carne, a mariscos. Esta familia es la florescencia de la carne. En ella hay un secreto fisiológico. ¿Cuales glándulas son ahí supranormales? ¿Cuáles producen esa belleza del cutis, esa frescura de los tejidos muscular, adiposo y conjuntivo? ¿De dónde ese florecer de nalgas y vientres? Porque esta familia es belleza fisiológica. Impresiona sólo la mente instintiva. Vienen a las narices, tacto y gusto, complejos de coito sano, parto fácil, defecar agradable, tranquilo, y abundante y clara orina…

Pues bien, me haré su amigo. Venceré la repugnancia que siento de que me vean con él. Dirá la gente que voy a empeñarle las joyas de mi mujer o a venderle mi sueldo.

Pero algún sacrificio ha de costar esto de suministrarle al mundo una biografía de Abrahán.

4

Me interrumpo para hablar de Rosalía, parienta de Manuel. Esta se ha entregado a varios. No puedo equivocarme. Tiene un modo de hablar, de mirar, de sentarse, en fin, en toda su habituación se ve que ha traspasado muchas barreras. Es una experimentada. Es como un filósofo viejo, un viejo químico, etc., que, como han experimentado mucho, se parecen a las mujeres como Rosalía. Rosalía y los sabios han perdido la inocencia. Cada célula de su cuerpo es sabia y no se admira, no se sobresalta. Nada más parecido que una ramera vieja y el conde Kayserling cuando habla de América… ¡Cómo el conde conoce toda América! ¡Parece que hubiera dormido muchas veces con toda, toda América!…

Pero en Rosalía hay tesoro de amor, como en toda mujer (1). Voy a hacer ejercicios de intuición con esta prima de Manuel. Parece que no le importa el espíritu. Tiene un mirar desenfrenado y un modo de llevar la blusa desenfrenado. No quiere al marido, o al menos no le quiere psíquicamente. Esta mujer no ha sufrido. En la familia de Manuel hay mucha carne y mucho espíritu. Rosalía carece de la profundidad que da el dolor. El placer físico superficializa, al contrario del dolor.

Abrahán, ¿tendrá profundidad? ¿Será profunda su pasión por la rata del interés?

Tengo los pies húmedos y fríos. Yo creo que no permanece joven y profundo sino el hombre frío, casto por naturaleza. Entonces, ¿por qué es profundo Manuel, que siente como un golpe ante toda mujer bella, o sea joven? ¿Será porque le duele la mordedura de la carne? ¿Será porque al gran misticismo heredado de Mirócletes le pesa el florecer de nalgas que hay en la familia Urquijo? Voy a tener que profundizar en biología.

———
(1) En esto se diferencia del conde.

5

Ayer seguí a don Abrahán. Desde la una y media estuve esperando a don Benjamín, mi secretario, en la plaza Bolívar. Fuimos a buscar a Abrahán a «La Cruz» y a la catedral. Debe estar saludando a su amigo, pensé. Telefoneamos a su casa con nombre supuesto. Estaba durmiendo. Nos instalamos al frente de su casa, en una banca rota. Salió una niña bellísima, bella flor de carne… A las tres y media salió él retorciéndose los bigotes, con el chaleco desabrochado. Le seguimos. Comenzó a abotonarse. No entró en la iglesia; saludó a Dios dos veces desde la puerta. Nos montamos tras él en el tranvía que va para Robledo. Pretendí conversarle, pero no adelantaba, contestaba con monosílabos. «Sí, la situación está muy mala…». Se despidió, como para no ir con nosotros.

6

Vi a Abrahán Urquijo de perfil, con la nariz contraída. Me dio la impresión del desesperado en pos del dinero. Tiene una gran ansia. Es un principiante el que le da importancia a los deseos terrenos, oro, fama, etc. La vida del más rico y del más influyente en los destinos de un pueblo es apenas una línea en una historia de la humanidad en veinte tomos. Lo importante es gozar del instante, en el cual está todo. Todo el tiempo, el espacio y el goce. Atento al instante y hundirse en él y estarse ahogando en el infinito. Abrahán entra diariamente a la iglesia. Dios es su acreedor. ¿Lo perdonará o lo tratará como él ha tratado a sus deudores morosos? No sé. Coexisten en Abrahán un ansia desesperada por riquezas y un gran tormento místico. Ayer, al sacar el pañuelo, se le cayó un rosario y lo recogió con solemnidad. Hay un lado noble en este barrigón. Por un lado está sin alinderar con el predio común que llamamos Dios, la fuente de la vida. ¡Pobre barrigón del chaleco, cómo sufres y gozas! Igual a mí. Deseo desprenderme de lo que no es mío, botar el lastre y no lo hago.

7

Respecto de Abrahán (esto es tomado de un diario), diré que hace días que no lo observo. Otras preocupaciones me han tenido agarrado. Le recomendé a don Benjamín que le preguntase adónde se había ido el domingo que lo dejamos en la plaza de Robledo. No lo seguimos, porque cogió un sendero, y comprendería que lo espiábamos. Dizque se fue a unas tres cuadras de la plaza a ver un solar que tiene allí, en donde piensa construir una casa campestre. Sueña en riquezas, en cosas bellas, en piedras bellas, en oro bello, en sus chalecos, sus bigotes, su importancia, y entra a la iglesia a ver a Dios. ¿Cuánto daría el lector por saber qué relaciones hay entre Dios y don Abrahán?

Me dijo don Benjamín que uno de estos días de fiesta yo me había perdido un gran suceso. Me había ido a pie por el camino para Robledo a recordar a Marco Aurelio, el paje que tenían en casa cuando mi niñez, y que se orinaba en la cama como yo.

Usted perdió una gran cosa, doctor: Abrahán, en la procesión del Santísimo, en la catedral; la procesión daba la vuelta por las naves y Abrahán se iba volteando de rodillas, a medida que el Santísimo adelantaba. Así como el girasol sigue el curso de Febo.

¡Hombre, Abrahán es atraído por Dios así como el girasol por Febo! Pero lo grave es no podernos meter en su interioridad y saber qué dice a Dios, qué experimenta en su presencia. ¡Debe ser un gran pánico! Dígame, ¿es amigo de los sacerdotes?

Sí, los palmotea en el hombro con mucho cariño y solemnidad. Son como primos hermanos.

Una cosa que admiro en Abrahán es que no se enoja. Dizque le dicen hijo de puta los empleados a quienes ejecuta, furiosos, y él tararea un aire…

Me cuentan que riñe mucho en su casa. Una de las dactilógrafas de los Juzgados me lo contó. Vivió vecina de él y oía diariamente que el viejo gritaba y maldecía. Sus bravatas provienen de que gastan más de lo que él dijo. «¡Orden!». «¡Yo mando!». «Ya dije cuánto era el presupuesto y no se pasen». «¡Me quieren arruinar estas malditas mujeres!».

Anteayer fui al embargo y depósito de una casa. Se encontró que ya es de propiedad de Abrahán. Dizque tiene como setenta propiedades compradas en estos días. Está jugando al alza. Como en Colombia hipotecaron en los bancos casi todo a precios altísimos, en esta crisis no alcanzan a pagarse los acreedores. Abrahán va y dice al deudor amenazado: «Su casa vale apenas lo que debe, y esto quién sabe. Tome diez pesos y otórgueme escritura de venta. Yo pagaré la hipoteca y usted se librará de los pereques y gastos del juicio». Y Abrahán demora los pleitos, como rábula, y se gana los arrendamientos y al mismo tiempo especula al alza. Dice: «Si Olayita (así llama a nuestro Presidente) logra vender los petróleos y negociar el monopolio de fósforos y conseguir dinero barato en casa de su amigo míster Hoover, yo seré un millonario».

Tiene un hijo, alto, buen mozo, imponente, que es dentista en el Sinú, en Montería. Allá le envía dineros Abrahán y él compra becerros y alquila potreros para echarlos a pacer. «Como el ganado está muy barato… Los terneros crecerán y engordarán con el alza de valores, apenas Olayita haga de las suyas. A tres pesos el becerro, y dentro de dos años venderemos novillos a sesenta pesos. Es como el cien mil por ciento. ¡Dígame si este doscientos por ciento que les cobro a los empleados es rata altísima!».

8

Un gran descubrimiento: unos Rodríguez, hijos de uno que hacía cigarrillos, altos también y buenos mozos, están enamorando a las hijas de Abrahán, altas y fértiles. ¡Cuán perfectas son las obras de Dios! Así como los átomos del agua se atraen (son afines), así mismo estos testiculones se atraen con estas ovarionas… ¿Qué matrimonio o ajuntamiento de los que conocemos no es perfecto en sí, no con relación a ideales, pues estos son tonterías?

9

A la una vi a Abrahán. Venía a mi encuentro. Es muy ancho de busto. En el bolsillo de sobre el corazón traía, en vez de pañuelo de seda, una hoja de papel sellado, doblada en tres a lo largo. ¡Qué bello adorno en este hombre esa hoja contractual en el bolsillo del pañuelo! Debe ser un contrato leonino. Lleva sobre el corazón un contrato leonino…

Observé que es patizambo. Desde las rodillas se separan las piernas, formando allí un ángulo agudo. Parece que no tuviera rótulas, pues las rodillas, al apoyarse en el suelo las piernas, se echan para atrás. De las rodillas hasta las nalgas, las piernas están muy juntas.

Desde cincuenta metros antes de llegar a él, le vi la cadena del reloj y pensé: voy a fijarme muy bien para describirla. Pero, por atender al caminado, no observé bien. ¡Qué lástima! Al llegar me cedió la acera y me saludó con frase llena:

—¡Adiós, doctor!

¡Pero no penetro, no penetro en sus secretos! ¿Qué le dice a Dios Abrahán cuando entra en la iglesia? Poco a poco, no nos atropellemos. Los hombres van soltando los secretos muy lentamente. Por los actos de Abrahán iremos familiarizándonos con sus ideas. Hay que darle tiempo al madurar. Todo va naciendo y creciendo, creciendo, madurando, hasta que la fruta cae. Llega la muerte y también llega el conocimiento que buscamos. Mucho tiempo, todo el tiempo que gastemos será poco, ¿pues no es Abrahán tío materno de Manuel Fernández?

Un padre rábula, voluntarioso, dominante y débil para el alcohol y las mujeres; una madre mística y firme; un tío prestamista, Abrahán. Una familia abundante en carne y espíritu. El Seminario y sus zapatos… Necesitamos observar unos treinta sacerdotes y estudiar costumbres de seminarista. Yo fui ocho días al Peñol a vivir con el padre Díaz en su finca. He observado al arzobispo. Viajes a las iglesias. Los padres Ramírez Urrea, el padre Lubín, las beatas Jesusa y Teresa, etc., etc. Todo es poco para alinderar a Manuel Fernández.

10

Pienso que en Abrahán encontraré a Dios. Dios es el drama humano que se representa todo en el más humilde. Ayer fue don Marceliano, tan pequeño, tan rubio, tan vivo, y tan inteligente, a preguntarme qué hace con su hija, que desea estudiar contabilidad. ¿Cómo? ¿Esos niños que ayer nada más jugaban en mi ventana piensan ya en contabilidad? ¿Cuántos años tienen? Julio tiene diez y seis, y la niña, quince. Julio desea ganar dinero. Dice que desea ganar ya dinero y que en una carrera profesional gastaría diez años… ¿Cómo es eso? ¿Ya apareciste tú, don Marceliano, en esos niños inocentes? ¿Ya desean comprar nóminas de funcionarios?… ¡Venga a mí el que se esconde detrás de la zarza del tiempo y del espacio! ¡Venga en un pensamiento profundo! Lo único que puede librarnos de esta tragedia del envejecer es penetrar en el drama, adentrarnos en las formas. ¿Por qué los ángulos de la chaqueta de Abrahán caen veinte centímetros más que el resto en la parte de las nalgas? La idea materializada que es Abrahán explica este fenómeno. Ese detalle es la esencia del drama humano. No es más importante una guerra que esos ángulos caídos. Si no cayeran así, tampoco serían como son las relaciones de Abrahán con el Dios de los Macabeos. Caen, es patizambo, porque al vivir en lucha con la sociedad, en su negocio leonino con los funcionarios, sus complejos psíquicos de luchador y despreciador, le sacaron el busto, le echaron los hombros para atrás y le engordaron la espalda… En fin, yo veo la necesidad suprema, la unidad lógica de la vida, en la forma del cuerpo de Abrahán. Ese complejo de ideas y de emociones que es Abrahán tenía que emerger en un busto así, en un bigote así, en unas piernas así. ¡Qué bella es la vida! ¡Cuán bello es todo ser para el que lo va comprendiendo! ¡Todos somos perfectos! ¡Siento ansia de ir a abrazar a Manuel, a Jerónimo, el portero cegatón del Juzgado, a Juan Pablo, a Marceliano y a don Abrahán! Le estoy agradecido a Dios porque creó los hombres y cosas para que yo me deleitara estudiándolos y para que lo conociera y amara a Él en ellos. Manuel, al enseñarme sus métodos, me hizo feliz. ¿Por qué me decían cuando niño que el libro era lo más bello? Lo bello es la humanidad. Fernando González, matriculado en la Universidad de la creación. El séptimo día descansó y vio que su obra era bella. Para Dios es bella su obra. ¡Pero hay burros que reniegan de esta tierra tan esferoide, tan virginal y conmovida cuando el sol la acaricia, tan dormida y susurrante bajo el beso estelar, por donde deambulan Abrahán, con un contrato leonino en el bolsillo de sobre el corazón; don Marceliano, con su cuerpecito inteligente como un relámpago, en busca de contabilidad para sus hijos, y Juan Pablo, ¡en busca de qué sé yo!

Juan Pablo es pequeño y menudo y camina caído para adelante, rápidamente, con un bastón en balanza y está costeando un pabellón en el hospital «La María», para tuberculosos. Yo le abrazo siempre que nos vemos, y me dice: «¿Ya se va a almorzar? ¡Camine, bébase un traguito!..». Gracias, Juan Pablo; yo no uso tu dinero, ni tu generosidad. Busco a Dios en ti, pues oye: tú también eres Dios, Dios que presta dinero al diez por ciento mensual y que goza contando su oro…

Dice un político ladrón que Juan Pablo costea el pabellón para restituir. Se confesó y restituye… Todos restituimos. ¿Qué es nuestro sino nuestra alma desnuda y bella como una rosa? La confesión es una necesidad y la restitución es otra necesidad de la rosa mañanera que somos…

11

¡Abrahán ama la música! Oigan este diálogo en el juzgado, entre don Benjamín y don Abrahán:

—A ver, don Abrahán, ¿en qué puedo servirle?

—Oye, Benjamín: ¿Puedo llevarme ya aquella platica que hay retenida en el pleito de la viuda de García?

—Dice el señor juez que no se puede hasta que se notifique el auto en que se aprueba la liquidación del juicio. ¿Qué hizo usted el domingo, don Abrahán?

—Pues hombre, Benjamín, dormir, y por ahí a las cuatro me fui a matinée. Daban El Dúo de la Africana. ¿No lo conoces? ¡Eh, hombre, es viejo; pero la música no envejece! (Y tarareó muy bien un trozo de música).

Separó las piernas, tarareando, y se agarró los testículos… ¿Lo hizo por obscenidad? No, no sé. Quizá era que, como es barrigón, se los estaba machacando contra el taburete.

Resulta, pues, que Abrahán saluda a Dios y ama la música.

Le preguntó don Benjamín si en esta crisis económica había perdido mucho dinero.

—Hombre, Benjamín no me hables de eso; no me hagas recordar el número de funcionarios que han quedado cesantes y que me deben, porque me enloquezco…

A poco entró un hombre de Amagá y se entabló este diálogo:

—¿Qué tal, Juan?

—¿Qué hay, don Abrahán?

—¿Hay mucha pobreza por allá, por Amagá?

—Por allá, no; por allá todos tienen plata.

—¡Qué bueno para ustedes, hombre!…

Se me ocurre un problema: ¿por qué Abrahán tutea a don Benjamín? ¿Será porque éste es funcionario? A los jueces les dice doctores, pero a los secretarios les dice Montoyita, Toño, Pacho, y a los escribientes les dice hombre Benjamín, hombre Jerónimo. A los funcionarios los trata con dulzura verbal, pero con tiranía en sus préstamos. Estoy por creer ya que está convencido de su inocencia, y que, por consiguiente, es inocente. ¡Vean, pues! ¡No sé si Abrahán, que se lleva la mitad de los sueldos de los funcionarios de Antioquia, es inocente o culpable! ¿Por qué existen jueces, si no sabemos nada de la conciencia de los semejantes? ¿Qué le dice Abrahán a Jehová cuando entra en la Metropolitana a saludarlo? Quizá tenga más vida espiritual que yo, su juez literario…, puesto que ama la música, voltea como el girasol a medida que el Santísimo da la vuelta a la iglesia y tararea El Dúo de la Africana bellamente repantigado en el taburete de la Secretaría, cogiéndose los testículos para librarlos de la presión del abdomen… Pregunta si puede llevarse el dinero del motorista de tranvía, hijo de una viuda, tararea después el dúo y echa mano a sus glándulas.

¡Oh, Dios mío!, ¿quién estará a tu derecha? ¿Abrahán o yo? Comencé el estudio de Abrahán hace veinte días, convencido de mi superioridad, y ya voy dudando. Yo me emociono con el vuelo de los gallinazos y me restrego puñados de arena en el vientre para asimilar energía cósmica. Canto al ver a los gallinazos: «Estos gallinazos son símbolo para mi alma que madura…». Abrahán se repantiga en el taburete, agarra beatamente las glándulas y tararea con los ojos entornados El Dúo de la Africana… Ambos somos girasoles que nos vemos atraídos por la belleza. ¿No seremos todos los hombres iguales, pobres pavesas que irán a consumirse en el fuego de amor cuando terminen los eones? ¿Daría el lector la mitad de su sueldo, renta o emolumento para saber qué le dice Abrahán a Dios cuando penetra en la Metropolitana, pasa al frente del Santo de los Santos y se inclina reposada y noblemente, como ante un acreedor tolerante, benévolo? Lo malo, querido lector barrigón, es que no me pagas por averiguarlo. Pero, ¡qué diablos! Antes de irme con Manuel Fernández, lo bregaremos. Me acercaré a él y le propondré que me preste dinero en mutuo a interés, a la rata del doscientos por ciento mensual, y me haré su íntimo, su sombra. Quizá don Benjamín se gane su confianza. Entonces, entonces fallaremos nuestro pleito. Diremos quién es el que va a estar a la derecha de Jesús…

12

Abrahán se confiesa y comulga. Yo también lo hago. Él gana el doscientos por ciento mensual y silba El Dúo de la Africana cuando los empleados le dicen hijo de puta, porque no rebaja los intereses. ¡Cuán bellamente reacciona! Por la música está en proindivisión con el reino espiritual. Yo, al confesarme y decir que durante diez minutos o dos horas tuve resuelto quedarme con un dinero ajeno, digo apropiarme en vez de robar. Reacciono inventando sofismas, consistentes en equívocos, términos equívocos.

13

Encontré a Abrahán en el Juzgado, esperando los cincuenta pesos de la viuda. Le hablé con cariño. Se levantó para contestarme. No me gano su confianza…

Observé que su cara es mímica. Por ejemplo, durante la emoción le tiemblan los bigotes; no los retuerce, sino que son crespos y anchos, algo echados para adelante, como en los tigres. Los ojos tienen cierta belleza infantil; para subrayar las ideas, da miradas hacia arriba, abriéndolos más, rápidamente. Echa una pierna para adelante, apoya el cuerpo en la otra y en el bastón que pone detrás, contra la nalga. Así es como trata sus negocios. Francamente que ningún ministro español es así, tan ministro.

Me suplicó el secretario que intercediera con Abrahán para que le diera prestados diez y siete pesos. Lo llamé y le dije: «Présteselos, que yo respondo del pago el primero de julio». Accedió y dijo que los llevaría. ¡Quién sabe si cumplirá y qué documento me llevará para firmar!

A poco de retirarme a mi despacho, entró don Benjamín con noticias, así:

—Oiga, doctor: Abrahán se me paró al frente, abrió las piernas, estiró los brazos, juntó las manos, alargó los pulgares sobre los otros dedos recogidos, con uñas largas y redondeadas, y me dijo: «Hombre, Benjamín, ¡qué bien hizo Colombia en no aceptar la propuesta chilena para el no pago de las deudas a Estados Unidos! ¡Oiga! Con hambre y eructando pavo! ¡Qué bien! ¡Lo que sí es humanitario, bello, es el plan Jover! (Así pronuncia.) Así estamos todos los acreedores, los yanquis, Marceliano, Juan Pablo y yo, a nadie le pagan. Si resulta el plan Jover y si Olayita logra vender los petróleos y negociar con los suecos el monopolio de los fósforos, subirán las casas, subirán las fincas, los becerros… Hombre, Benja, ¡qué buenos son Olayita y Jover!».

—Bueno, don Benjamín; eso de las uñas, ¿cómo fue? Vuelva a repetir la acción.

—Estiró los brazos, abrió las piernas, juntó las manos con los dedos doblados, alargó los dos pulgares con uñas redondeadas y largas, y dijo…

¿No ha observado la lectora que todo el que tiene buen tejido adiposo, florecientes nalgas y vientre, tiene uñas redondeadas? Tiene pequeños, además, los órganos genitales. ¿En dónde está el secreto orgánico?

Jover y Olayita son las casas hipotecadas, las cien fincas hipotecadas que se hizo escriturar para jugar al alza.

14

Después de buscar mucho a Abrahán, pues habíamos prometido convidarlo a paseo largo, lo vimos en el atrio de la Metropolitana, conversando con un funcionario menudo, cara de vieja, con dientes muy blancos. Los dos interlocutores nos quedaban de perfil. El funcionario accionaba quitándole a Abrahán pavesas y pajuelas de la solapa. Abrahán accionaba muy noblemente. Una vez cerró los dedos de la mano derecha, excepto el índice, y con éste hizo como el que martillea, por tres veces, a la altura de las mamilas. Luego hizo una vez como el que chuza y después movió la mano tres veces negativamente. Los primeros movimientos eran premisas; el chuzón era una conclusión aguda, evidente, y los movimientos negativos eran el acabar con el adversario, como decir: «¡No me crea tan carajo!». Esa combinación de los tres movimientos es musical y muy expresiva. Es mejor que el dúo.

—¿Nos acercamos, don Benjamín?

—Cuando terminen es mejor.

—Sí, observaremos su apariencia…

Observé que casi no tiene nalgas. Estaba equivocado yo. Su gordura es del busto, nada más. Es un nuevo gordo. Lleva muchos papeles en los bolsillos interiores de la chaqueta, y eso contribuye a la caída de los ángulos de ésta.

—Ya se despidieron. Va para misa, a «La Cruz». Apresure el paso.

Lo alcanzamos.

—¿Va para misa, don Abrahán?

—¡Hola! ¿Qué tal, doctor? ¿Qué tal, hombre Benjamín? Ya oí misa, doctor.

Se detuvo al frente de un café en donde tiene su tertulia dominguera. Nos puso las manos en los hombros y nos despidió.

Nos fuimos para misa. El padre Henao dijo un bello sermón, después de leer algo del padre Astete sobre los mandamientos:

«En todo el mundo hay muchos desocupados hoy, y eso se debe a las máquinas, a las grandes y rápidas máquinas que reemplazan a miles de obreros. Nosotros estábamos separados de los países de la vieja Europa y de los Estados Unidos por nuestras grandes montañas; pero las carreteras y ferrocarriles nos han unido. Es innumerable la cantidad de pordioseros que hay en las calles, y no podemos culparlos.

Debemos producir muchas cosas que nos envían, y así habrá trabajo. Eso que llaman rancho y que son animalitos conservados en latas, no debemos pedirlo al exterior, porque esos animalitos abundan en nuestro país. Los peces forman camas en nuestros ríos y mares. Y lo mejor es que esos animales de Dios no hay que cuidarlos ni engordarlos como a los novillos. Debemos, pues, incitar el arte de la pesca.

También se gastan aquí millones en cera para cirios y en miel para la farmacia. Cada campesino podría tener veinte o treinta enjambres de abejas, las cuales se buscan su alimento por ahí en los bosques y jardines. Así, nuestra tierra sería como la prometida por Dios a Israel, productora de leche y de miel. Miel de piedra dicen las Escrituras, porque en la prometida las abejas anidaban entre guijarros.

Hace cuatrocientos años que se inventó la miel de caña, pero todavía tiene muchos usos la miel de abejas, y sobre todo la cera para los cirios. Esos animalitos van por los altos árboles y por las plantas bajitas recogiendo su miel, llevados por las leyes del instinto.

Fui a visitar esta semana la fábrica de jabones, velas y cirios de los señores Gavirias. El joven que dirige eso fue a Europa, y en vez de ir a óperas, cafés, muchachas, etc., visitó fábricas. ¡Si así hicieran todos! Ese es el modo de aprovechar un viaje a Europa. País que gaste jabón es país civilizado. Se mide su civilización por el consumo del jabón. Protejan la industria nacional, etc., etc…».

Salí muy contento y en el café encontramos a Abrahán, con las piernas abiertas en defensa de sus testículos. Nos entramos con disculpa de comprar café y cigarrillos.

—¿Qué tal, don Abrahán? El padre Henao habló de industria nacional.

—¡Ah, sí! Es muy gracioso ese padre…

—¡Hombre! ¿Mejorará esta situación económica? ¿Qué opina usted de Hoover?

—Hombre, doctor, ¡qué cosa admirable el plan Jover! Es la salvación del mundo. ¿Y qué opina usted de la propuesta chilena y de la no aceptación de nosotros? Aguantando hambre y eructando pavo… Eso nos abrirá el crédito.

—Me han dicho que usted compra casas hipotecadas; que juega al alza. Creo que usted es el único que en medio de este pánico está dando en el clavo.

—Yo así lo creo. Libro a los deudores de esos pereques de las ejecuciones y yo me entiendo con los bancos. Les pago los intereses y espero a que Olayita y Jover sigan su obra de salvación.

Llegados aquí, don Abrahán cogió el taburete, abandonó a sus compañeros y se vino a mi lado. ¡Ya fue mío! Me abrió su alma, quiero decir su barriga. Le hablé de su negocio con los funcionarios.

—¡Eso ya no sirve para nada!

Me dijo que era moral ese negocio, que jamás hacía negocios sin consultarlos con sacerdotes.

—¡Sí, doctor; la Iglesia aprueba eso!

—Yo también me confieso.

—Muy bien, doctor, que sea religioso. Tres son las cosas que hacen la vida feliz: primera, la conciencia tranquila; segunda, no deber; y tercera, tener dinero para comer y vestirse bien, oír música y pasear en tranvía.

Sostiene Abrahán que el crédito es el gran mal, que es una víbora. Dijo que en 1931 él usó del crédito y perdió lo que tenía, doce mil pesos. «Entonces resolví que yo no usaría nunca del crédito y que siendo una víbora y no pudiendo desaparecer porque el hombre es en general muy bruto yo abriría crédito…». Esto es igual a la teoría de Moisés: «Dad prestado y no toméis en préstamo».

Me dijo que no fumaba. «Yo no hago nunca lo que me hace daño».

—En 1918 sentí irritación en la garganta. Era entonces notario en Titiribí. El doctor Miguel María Calle me dijo: «Abrahán, deje de fumar o disminuya el tabaco». Me acuerdo como si fuera ahora del chisporroteo del cigarrillo que lancé contra el suelo, diciendo: «¡No fumaré nunca más!». Después, muchas veces, he soñado que estoy fumando, y durante el sueño me lo reprocho así: «¡Qué desgracia! Eres un impotente, Abrahán». Y cuando despierto y veo que no he fumado, ¡qué felicidad! ¡Pero si huele muy sabroso un cigarro bueno! (Su voz se hizo lenta…).

—También era yo gran jugador de billar. Pero una vez, jugando un chico con Roso López, tumbé las fichas. Dijo Roso: «Abrahán, no has ganado». «Hombre, Roso, mira que sí gané». «Pues apelo a la barra». Esta falló en mi favor. Yo dije: «Roso, no te cobro los cigarrillos apostados, no te cobro el tiempo; pero Abrahán no jugará al billar nunca más». Y tiré el taco y lo rompí contra el muro. Y nunca he vuelto a jugar.

—¿Y los gallos? Todos los del río Aburrá son galleros…

—Nada hay más apasionador que una riña de gallos. Se casa uno con su pollo. Se le quiere como a la mujer o los hijos. Pues, en 1916, mi pollo iba por encima. El otro estaba moribundo. Para acabar la riña, grité: «Cien a cinco». (Si no aceptaban, el juez declaraba terminada la riña). Uno me contestó: «Se los acepto, don Abrahán, para ver otro revuelito de su pollo». Repetí: «Cien a cinco», y otro aceptó, y el pollo continuaba tirado en el suelo. Pero repentinamente a mi gallo le entró pánico como si viera la chucha (rabipelado, marsupial), y huyó. Sacaron el gallo del careo y el mío no picó. Dije: «Tome usted sus cien pesos; tome usted los suyos y Abrahán no jugará gallos más nunca».

Me dijo: «Antes de abandonar el cigarrillo, yo era delgado como usted. En eso he perdido». Y miró con nostalgia hacia los testículos ocultos bajo el vientre.

15

Tiene diez hijos. El negocio de su hijo dentista en el Sinú lo deleita.

«Llegó y a poco me escribió: Papá: aquí corre leche y miel; aquí le cuesta a usted un kilo de pescado dos centavos, si usted no quiere estirar el brazo y cogerlo en los ríos. Papá: aquí un racimo de unos plátanos de a vara, le cuesta a usted un centavo. Papá: fui a ver haciendas, y me dije: aquí no hay ganado; me entraron a un potrero cuya yerba me cubría, y a poco vi millares de novillos como elefantes, tapados por la yerba. Papá: mándeme dos mil pesos, y en dos años tendremos seis mil, comprando becerros…

«A los cinco meses me escribió: Papá: mándeme dos mil pesos y compro muchas vacas y dentro de cuatro años tendremos muchos cuernos. Papá: viene un negro de éstos y me dice: “Hombre, doctor: póngame un diente de oro; yo no tengo dinero, pero aquí le traigo una vaca y un becerro”. Papá: este es el paraíso…». Y Abrahán se recoge los testículos beatamente, lo cual es indicio necesario de que sus emociones son fisiológicas.

16

«Yo soy religioso desde que hice ejercicios espirituales con el padre Milicua, jesuita, en Titiribí. Le conté mis negocios de préstamo y me dijo: «Está bien; hoy hablaré de eso en la plática, Abrahán». Y dijo así: «Un banco hace préstamos al doce por ciento anual, a comerciantes ricos; un empleado pobre no puede recibir préstamos sino al treinta, cuarenta o más por ciento mensual, según las circunstancias del riesgo. La rata, hijos míos, es función del riesgo. Estad tranquilos, queridos antioqueños. Vean, mis hijos, aquí, en Colombia, el dinero es barato a diez por uno…».

17

Hoy convidé a Abrahán para ir al entierro del padre Urrea. «Iré. ¿Cómo no? Estuvo suspendido y excomulgado». Quedamos en encontrarnos a la una y media para irnos a «La América». Me dijo: «Eso le conviene a usted para eso de sus novelas». Por esta frase me enteré de que no iría, de que ya estaba sospechando de mí. Efectivamente, no fue y no pude volver a conversarle. Me huía.

— o o o —

VII

Un comentario psicológico
de Manuel Fernández

No está mal tu estudio acerca de mi tío —comentó Manuel Fernández—. De esta familia materna heredé mi anhelo ansioso de unidad anímica. Tú ves cómo Abrahán tiene gran impulso volitivo. En él, como en toda mi familia materna, un deseo y una idea perduran hasta realizarse. Les ocupa todo el campo mental y no hay lugar para la tentación. Y si lo hay, es mínimo, como en el caso del cigarrillo y de los sueños acerca de que estaba fumando. Pero observa cómo la idea obsesión permanece aún durante el sueño, y critica, reprueba, con fuerza irresistible. En tales individuos, la idea mística se presenta de un modo realista. Para ellos Dios es un socio comanditario, una ayuda para la realización de su ideal. Abrahán cree firmemente que Dios, si encarnara, daría dinero a mutuo, como él. Abrahán, como el que tiene unidad psíquica, carece de remordimiento. Este no es posible sino en el hombre que se desdobla, y que por eso mismo se critica. Por eso Abrahán es tan bello fisiológicamente y por eso camina así, como ministro, y por eso tiene nalgas tan impertinentes, y bigotes así, etc., etc.

Así, pues, de mi madre heredé la convicción celular de que soy yo, de que nada debe resistirme, de que soy el mejor de los hombres.

Pero viene la tragedia. De don Mirócletes no heredé su brillante personalidad, sino el principio de degeneración de su familia, que en él actuaba en debilidad por mujeres y por el alcohol. Y, como mi padre era un gran voluntarioso, su debilidad impresionó grandemente cada una de sus células, y yo nací sin unidad psicológica. Con una gran potencia volitiva y con un convencimiento subconsciente de mi impotencia. Ahí tienes explicados mis momentos en que los amigos creen en mí y los días de aterradora debilidad. Ahí tienes explicado cómo los amigos me llaman el filósofo y al mismo tiempo los criados no me oyen, no me obedecen, llamo por teléfono y no me entienden. Entro a comprar algo a un café y no me ven. Un día me invitaron a una fiesta en mi honor. Me fui con mi hermano. Lo dejaron pasar a él, y a mí me atajó el portero. Otros días, al salir del cinematógrafo, mujeres y hombres quieren entregárseme. Se me quiere entregar la fortuna y la filosofía. Yo me parezco a ratos a Abrahán, un Abrahán literato y filósofo, con el vientre prognata hacia el futuro, y otras veces soy el pobre don Mirócletes y siento sobresaltos a la vista de la más fea de las sirvientas. Es una embolia. Estoy persuadido entonces de que nada se me entrega, ni la idea más común, ni la cocinera o ramera más fea. Y así sucede, y yo creo que es porque leen en mi cara la depravación, el sentimiento de la depravación. ¡Cuán raro que yo no haya heredado de mi padre ninguna de sus bellas cualidades! Creo que mi padre era el final de una familia: en él comenzó a actuar la degeneración de la voluntad.

El hombre sano es unidad psíquica. El alcohol, la sífilis y las enfermedades que trabajan el sistema nervioso rompen esa unidad y en los hijos aparecen combinaciones de complejos muy curiosos. Por eso se ha dicho con razón que los filósofos y literatos son heredosifilíticos. Sin el treponema, no puede hervir un cerebro. Sin él, no hay literatura. Y no me refiero exclusivamente al treponema. Basta que un hijo sea engendrado por un hombre de cerebro dañado por venenos, cerebro herido ya, para que aparezca la pérdida de la unidad anímica en una familia.

Yo creo que soy heredosifilítico. Me han examinado el líquido cefalorraquídeo y la sangre, y nada han encontrado; pero yo me alivio de mis depresiones con arsenicales. Indudablemente, mi padre, la voluntad más fuerte que he conocido y la unidad psicológica más potente en casi todos los aspectos, tuvo alguna infección sifilítica, que en él no tuvo tiempo de trabajarle la personalidad sino en cuanto a manifestarse en dos grandes formas: las mujeres y el alcohol.

En todo caso, describe ahora la muerte de mi padre, que tú observaste. Salgamos pronto para Venezuela. Tengo urgente necesidad, antes de morir, pues presiento la muerte, de estudiar a Juan Vicente Gómez, a quien sospecho como unidad psíquica. Pero no te alargues. Tu gran defecto es la literatura. Careces del impulso científico. Enumera proposiciones. No te dilapides.

— o o o —

VIII

Ponce de León.
La muerte de Tobías.
La muerte de don Mirócletes.
El Arzobispo, etc.

Como ustedes ven, señores, Manuel Fernández estaba muy bruto cuando leyó mis apuntes acerca de su tío Abrahán. Ese modo dogmático y rápido de comentar mi estudio es netamente de seminario, abrahánico. En ese comentario se mostró la parte de Abrahán que hay en Manuel Fernández. La barriga hacia adelante, una nalga en flexión, el bastón contra esa nalga y su retahila: «Yo soy heredosifilítico, etc., etc.».

Echemos un velo sobre estas debilidades y sigamos adelante con la historia de la familia de Manuel Fernández. Está en una de mis libretas, y voy a darla tal como se halla. Si prescindiera de algunos puntos, se perdería la unidad emotiva.

Don Mirócletes murió por los días en que yo estudiaba a Abrahán. Este no era amigo de su cuñado, por aquello de «perro no come perro».

Mi libreta es muy importante para conocer a Manuel Fernández, pues si bien yo no tengo con él ningún parentesco, él es mi hijo o algo más. Manuel Fernández es Fernando González, pero éste no es Manuel Fernández. Mejor dicho: en mí vive, frustrado, reprimido, borrado por otras tendencias más fuertes, el amigo Fernández. Que es mi hijo se comprueba con el hecho de que siento deseos de llorar cuando, en virtud de la necesidad lógica de su carácter, pretende suicidarse o se va babeando detrás de una mujer cualquiera.

Por ejemplo, ayer, cuando llegué a Macuto, al hotel Miramar, en compañía de Fernández, que venía a dictarme este libro, percibí que él había sentido el martillazo de la degeneración al ver a la gobernanta, una suiza… Se sentó en una mesita y escribió algo. Logré mirar y decía: «Aquí, oyendo este romperse de olas, a la orilla de todos los ideales altos, escribiré el libro castigado, casto, frío; crearé la noción definitiva del libro».

A los diez minutos encontré a Fernández en un corredor, con las manos de la gobernanta entre las suyas, y le decía: «Yo soy solo en el mundo y tú también. Nos iremos juntos». La alemana sonrió burlonamente y vi a Fernández que se volvió con su cuerpo fláccido, vacío como un saco vacío. Tropezó contra un camarero y balbuceó detestablemente: «Perdone, señor…». El camarero no le oyó y lo miró estúpidamente.

Todo se está perdiendo, pensaba yo, sentado en la terraza. Aquí no hay cinematógrafo, ni hombres o mujeres que gesticulen con energía y que le sirvan de estimulante a este pedazo de gran hombre. Me entré a la pieza de Fernández. Estaba acostado y me contestó: «¡No me joda, maldita sea; no me joda! ¡Qué cuento de libros! ¡Yo soy un loco, yo soy una bola!». Joder es un verbo muy vulgar que significa molestar. Ser una bola es ser una nulidad. Son términos muy expresivos y muy vulgares.

Al anochecer encontré a Fernández borracho en la cantina. Estaba sentado en un rincón y tenía una mano sobre los ojos para que no le vieran la dirección en que los dirigía. Era una actitud muy cobarde, de hombre que se siente, se sabe inferior a los criados. Pues se trataba de que con esa mano, con los dedos de esa mano, estaba haciendo señas a las camareras, a unas mulatas feísimas… Los camareros, sentados en grupos aquí y allá, se burlaban de él con sonrisas respetuosas, cobardes.

¿Dónde está la grandeza humana? Me fui a dormir y lloré a causa de Manuel Fernández. ¿Podría yo hacer noble siempre a Manuel Fernández? No, porque la vida es lógica como un serrucho.

Aquí me tenéis, pues, con Manuel Fernández, cuya vida se va desarrollando en mi «Underwood» fatalmente, produciéndome admiración a ratos y casi siempre amargas lágrimas. ¡Si yo pudiera cambiar su vida, su carácter! ¿Cuál irá a ser su fin, Dios mío?

Pero continuemos.

Ponce de León

Esta mañana me encontré, tirado en el suelo, al pie de la cama de mis hijos, la hoja portada de un folleto en que anuncian remedios. Es un dibujo bello, puesto que repercute en mi alma.

Un claro de bosque de palmeras. Pasa por allí una fuente. Al lado, con una rodilla en tierra, está un hombre de unos sesenta años, pero juvenil, figura de conquistador, de hombre que camina, abre caminos y que por eso es tan hermoso cuando bebe agua en las fuentes, cuando duerme, cuando se sienta. Nada es más intrínsecamente bello que el aura de los músculos de un conquistador cuando reposan.

Figura de conquistador fornido. Tiene la rodilla izquierda en tierra y la pierna derecha en flexión. La posición del que va a beber agua en una fuente. El brazo izquierdo cae en descanso, pero verdadero descanso, sin embolias o tensiones, y el derecho lo tiene doblado, un vaso de agua en la mano, cerca a la boca, y los ojos fijos en el agua, como bebiendo con ellos. Es el hombre que tiene mucha sed, que tiene mucha fuerza y que goza de las circunstancias antecedentes del cumplimiento de un deseo.

Cerca de él están un indio desnudo, con arco y flechas en una mano, y un soldado español, apoyado contra una piedra, con lanza en la mano izquierda. Ambos contemplan al viejo juvenil que va a beber agua. Todo es conquistador, salvaje, en este cuadro. Tiene esta leyenda al pie: «PONCE DE LEÓN BUSCANDO EN LA FLORIDA LA FUENTE DE LA JUVENTUD PERPETUA».

Yo me había levantado triste. Yo no me he aclimatado en la tierra, no he preparado mi mesa de los papeles para irme, para morir. No tengo relaciones íntimas con Dios, así como Abrahán. Había leído al despertar que Tobías Ramírez, el amigo de Manuel Fernández, mi colega judicial también, iba ayer para su casa, a las diez y ocho, y se dobló y cayó muerto en el costado de la Metropolitana. Dizque no hizo un solo gesto.

Ver a Ponce de León y retumbar mi vida interior en ecos, y ecos y ecos fue como es rápido un relámpago. En ese momento tuve una vislumbre del paraíso.

¿Qué me dice a mí Ponce de León, que está ahí, al pie de la fuente buscando la juventud perpetua? Reví los boscajes que huelen a musgo; reví los paraísos que he visto en mis andanzas a pie; olí todo lo bueno que he olido. En un relámpago pasaron goces, nacimientos y muertes, ansias y sueños. Se unificaron mi existencia pasada y mis anhelos de futuro en un segundo, más allá del espacio y del tiempo.

Le dije a Berenguela que yo debía irme con Manuel Fernández: «¿No ves? Esta vida de juez es mortal. Yo debía irme a Venezuela a buscar las fuentes y los bosques en donde se esconde la belleza juvenil perpetua. Hace años que amenazo con irme en busca de un gran hombre, de una fuente de energía. Aquí no hay sino cabos de hombres. Aquí no me comprenden».

A todo hombre le ocurren grandes aventuras, a pesar de que esté encerrado en un cuarto de diez metros, pues el tamaño de los sucesos individuales se mide por la repercusión en el alma. Encerrado estaba cuando maté una rata a golpes de zapato hace cinco meses, y ese hecho fue grande en consecuencias. Modificó mi moral, mi conducta con mis hijos, mujer y amigos. He visto grandes obras de arte, según los críticos, y se me olvidaron. Mi alma no agarró allí. Y ahora, este cuadro que sirve de anuncio para propagar unas píldoras purgantes que fabrica el doctor Palmera, en el barrio de Guayaquil, me eleva a las regiones de la mente, fuera del tiempo y del espacio.

Yendo para la oficina, pensaba: Analiza, analiza a ver qué es este goce con Ponce de León, en qué consiste el secreto, la esencia de este goce tan puro. ¿Será que te recuerda, te hace presente los ratos cuando creías intuir a Dios durante tu viaje a pie por Colombia, cuando ibas por montes y bebías agua como las mulas? Es eso, y es mi historia de América enseñada por el padre Mairena:

«Vasco Nuñez de Balboa llegó entre una pipa a las costas de América. Tenía muchos acreedores y resolvió partir. Era pobre y entonces se metió en un tonel vacío, y ya en alta mar salió y sus desconocidos compañeros se admiraron. Tenía una presencia tan resuelta para las cosas difíciles y bellas, que los marineros se alegraron. Este deudor moroso, perseguido por algún Abrahán, era el joven Balboa que iba en busca de la juventud perpetua y que la encontraría en el tibio Océano Pacífico».

También entre los ecos despertados en mí por la pintura del doctor Palmera estaba el otro doctor, Steinach, que bebía jugos de testículos, en busca de la juventud perpetua; estaban Pasteur, Mechnicoff y Voronoff. Estaban los cuerpos de niños y niñas sanos, frutos duros para el que tiene dientes blancos. ¿Por qué cada día voy odiando más lo blando? No es lo duro, sino lo elástico, lo que recupera rápidamente su forma bajo la presión de la mano. Siente uno que la vida está bajo la palma de la mano cuando comprime un pecho, por ejemplo. No es lo duro, sino lo elástico, lo que me va gustando más a medida que envejezco.

Metí la hojita en el bolsillo de los pantalones, cerca de los testículos, y me fui para la oficina de juez. Tres veces la saqué en el camino para mirarla. Esta Universidad no la dejaré hasta que me entregue todo lo que pueda. Método emocional. Estoy matriculado en la Universidad de Ponce de León pintado por el doctor Palmera para anunciar unas píldoras purgantes. En esta hojita hay para mí mucha teología.

Acabo de ver que allá, entre el bosque, borrosos, hay otros dos personajes que miran a Ponce de León. ¡Dame de tu agua, Ponce! ¡Si yo pudiera irme por el mundo y conservar mis músculos delgados y firmes, mis intestinos con ágiles movimientos vermiformes; mi piel, quemada y seca; mis sentidos, agudos y firmes!…

Llegué a la oficina y me avisó don Benjamín que don Mirócletes estaba agonizando.

—¿Cómo? ¡Búsqueme noticias! ¡Tráigame, consígame datos!

Vuelve don Benjamín a decirme que ayer, estando en su oficina, repentinamente se puso don Mirócletes a hablar disparates. Lo llevaron en coche y apenas lo acostaron comenzó la agonía. Uremia, ataque cerebral…

Me lo imagino agonizante, con los brazos separados, porque los gordos que tiene en los costados, alrededor de las axilas, le impiden juntarlos al cuerpo. La cara aplastada más aún que de costumbre, a causa de la posición supina, y el aire gorgoteando en los bronquios.

Concentréme y dije: Vosotros, santos que moráis allá, venid y cread ambiente, ayuda mental para el viaje de Mirócletes Fernández. Amó a sus mujeres e hijos de la segunda, como nadie. En Manuel se odió a sí mismo en cuanto era impuro; amó el lujo y las conversaciones bellas en que la gente se trata con habilidad; sabía adular, que es el arte más difícil y profesión muy necesaria, pues alegra, estimula. No me refiero a la vil adulación, sino al arte de estimularnos unos a otros. Pequeños relámpagos de admiración en los ojos para el que está con nosotros; pequeños signos en nuestros modales que inciten a los que nos rodean…, en fin, es el sobrio arte de deleitar. Cuando yo diga arte entiéndase sobriedad de formas esenciales. En fin, don Mirócletes celebraba con su dinero la fiesta de San Antonio, el que daba conferencias a los peces y los peces sacaban las cabezas de la mar. Era en la mañana, en Macuto. Comenzaban a llegar uno a uno los veintiséis pescadores que salieron a la medianoche. Sobre la rubia mar Caribe revoloteaban ocho tijeretas que, como rayos, bajaban y agarraban los pececillos que hacía visible el paso de la canoa pescadora. Muchos alcatraces anidados en la mar. Son esencialmente pescadores, pico es su esencia. Toda esta ave ha sido hecha para pescar en la mar. San Antonio comenzó su conferencia a las siete y la mar Caribe se pobló de cabecitas de pargos, cojinudos, zorros, etc., etc. Hablaba San Antonio de amor divino. Las tijeretas y los pelícanos se comían a los peces atraídos afuera por los razonamientos de San Antonio. En fin, ya se dañó esto con los pelícanos y tijeretas; pero, en todo caso, don Mirócletes pagaba la fiesta anual del santo de su segunda mujer, Antonia Barrientos.

Mientras oraba, pensé: ¿Y por qué no han de oírme los seres grandes de la vida espiritual? ¿Por qué no va Dios a oír a Abrahán Urquijo, por ejemplo, puesto que él entra a visitarlo? ¿Qué importan el estupro y el robo, si ningún humano busca sino la belleza, pero todos caemos en el fango, y siempre nos disgustamos al vernos sucios? Nos llama la voz de San Antonio, o sea nos extrae el alma el sol que entibia, el aire que nos acaricia y rellena los pulmones, y percibimos la belleza. San Antonio predicando aquí en el malecón de La Guaira o de Macuto, y sacamos las cabezas, y nos cogen las que vienen por el canal de Panamá. Ellas son los alcatraces, esencialmente putas, y las otras son tijeretas, dan la impresión de que también fueron hechas para otras cosas.

Todos hacemos muecas después de cohabitar, robar o maldecir, iguales a las del que pisa excrementos. Pasa lo siguiente con el hombre: que el pelícano fue hecho todo él para pescar. Es la materialización de la idea pescar. No se ve para qué fue materializado, formado el hombre. ¿Para adorar a Dios? Se va elevando, elevando y se lo comen los pelícanos. ¿Para conocer a Dios? Hay instantes en que creemos que se ve a Dios en todas partes; pero Dios es muy esquivo. Es como coger un pez entre el agua con la mano. ¿Para trabajar? No, porque trabajamos para descansar. ¿Para beber, fumar, teatro, cohabitaciones, todo eso que encierra el término divertirse? Queda uno haciendo muecas. Conclusión: el hombre apareció para nada, o sea para hacerlo todo a medias, pues no sabe nadar bien, ni orinar bien, ni nada bien. Estoy dañando el libro con esto que se me ocurre en Macuto. Mi oración terminó así: ¡Venid, pues, oh santos, a recibir a don Mirócletes, que ya se va de su gordo y autoritario cuerpo!

Vuelvo a contemplar el cuadro. Dije que Ponce tiene sesenta años juveniles, porque el cabello y las barbas son de blancura de esa edad, pero la posición y el aura son de hombre contenido, de hombre de treinta y seis años, como yo. Lo más conmovedor es que el vaso de agua lo tiene detenido a pocos centímetros de la boca, y concentra en él todas sus miradas, deseos y pensamientos. Muchas veces he hecho lo mismo que Ponce. Todo buen bebedor suspende a esa distancia el vaso y se recoge. Es la sagrada actitud del bebedor. Hay que ser sacerdotes en todo, hacerlo todo como si creáramos el mundo. Lo que más hermosea a Ponce es esa sagrada locura de buscar la juventud por aquí en América. Quien ama la juventud es porque amó la niñez, porque paladeó las caricias de la madre, porque, en una palabra, gozó religiosamente de la vida. El que busca la juventud es Dios en potencia.

También me conmueve mucho que el pintor ruso puso una piedra en mitad de la fuente. Eso sí que no sé por qué me conmueve. ¿Será por la inocencia? No sé; pero está mejor así, con una piedra inverosímil que con muchas y naturales.

Al lado de la pierna derecha, que está doblada, pintaron un gran sombrero mexicano, borroso. Parece una charca, pues para pintar el vacío de la copa del sombrero hicieron un círculo azul, como agua. Con un sombrero de esos quisiera irme yo. Es bello ese detalle, porque así es como uno tira el sombrero para agacharse a beber en los ríos y quebradas.

En estas iba, cuando entró el abogado Sierra y me dijo:

—¿Ya usted se preparó?

—¿Para qué?

—Pues chico, ¡para morir! ¿No te asusta eso de Tobías? ¿Vas al entierro?

—Pues chico, hace como seis años que pienso diariamente en morir y cada día me parece más fastidioso; pero también más irremediable. ¡Qué carajo! ¿No ves cuántas carajadas dice uno siempre que se muere alguien?

Entierro de Tobías

Estaba muy mojado el suelo, el cielo y el aire. ¡Un día horrible para enterrar a Tobías!

¡Ya todos lo queremos! ¡Ya comienzan sus virtudes! Apenas morimos, principiamos a ser ejemplares. Almorcé a prisa y salí. Me asomé a la iglesia y estaba únicamente el árbol trunco, con la cruz de cinta negra. Subí por la calle fangosa y encontré el cortejo cuando salía de la casa. Perdí el filosófico espectáculo de la viuda, porque la mujer no quiere al marido sino el día del regalo de boda y apenas lo sacan de la casa con los pies para adelante. El resto son menesteres domésticos que irritan los nervios.

Caras inexpresivas, almas insípidas. Lo único interesante era el doctor Tobar, con su pelo rubio y tieso cortado en cepillo. ¡Qué rubio tan feo y tan parecido al Código de Minas de Antioquia! Fue mi maestro y nos hacía aprender el índice de ese mamotreto, el número de artículos; después, el número de títulos, los capítulos y sus nombres. Por eso destaca en este entierro porque tiene un método, un capricho-método y lo encarna. Parece un índice. Se corta el pelo del mismo modo desde que es abogado; es decir, desde que echó pelo, y se parece en el saco, los ojos y el arrugado de la frente a un interdicto posesorio del Código de Minas. Tobar es un hombre, y los demás asistentes al entierro, no. Es un hombre parado en sus dos pies, firme en su capricho, o sea en su alma íntima. Tuve ganas de abrazar a mi maestro. Los demás íbamos arrepentidos de haber obrado como obramos. No somos inocentes, no manifestamos el alma íntima, y por eso tememos caer fulminados como Tobías.

De pronto, en la iglesia, me pareció que todos éramos cadáveres, menos Tobar. Todos éramos cadáveres barrigoncitos. ¿Dónde está la vida mental que pueda quedarnos después de caer fulminados? ¡Nada! El único que hay aquí vivo, la única supervivencia que hay aquí es el maestro Tobar, porque representa un método, un modo propio de manifestarse. Él no plagia, no va a caer como Tobías. Él fue el inventor del método para aprender el Código de Minas.

¿Quién es el primer actor en este entierro? ¡Cuán curioso! Es Tobar. Mi mente no agarra a Tobías, no puedo concentrarme en él sino en Francisco Eladio Tobar, que se corta el pelo como un cepillo de los dientes y que vive un método. Por eso he sostenido que cuando hay un gran hombre en un país no debe haber elecciones. Ya la Naturaleza eligió. Y si las hay y no eligen al gran hombre, siempre será él quien manda.

Uno, a quien no determiné, me dijo que acababa de morir D. Mirócletes. Allá debe estar, con la cara aplastada por la ausencia de fluido nervioso, con los brazos separados por los gordos de los sobacos que impiden que se junten al busto. Debe estar boca arriba. Es como un ave que va a volar verticalmente. ¿Para dónde volarás? ¿Quién es el juez? ¿Quién conoce sus méritos y sus culpas? ¿Quién le oyó en la fiesta del santo de su mujer? Nadie sabe las cosas que le decía a Dios en sus momentos de íntima convivencia con Él en soledad. Aquí están todos estos calvos y barrigones que ya huelen, juzgándolo; pero le cedían la acera, lo buscaban. ¿Quién es malo? ¡Si nadie oye lo que otro dice a Dios cuando entra a saludarlo! En todo caso, yo admiro desde mi niñez a don Mirócletes, y lo considero la persona más interesante, más llena, de Medellín. Era la idea de amor a los hijos y esposa. La idea de preguntar por los pleitos en las secretarías, con egoencia. La idea de caminar con autoridad. Fue un varonil y todo él fue don Mirócletes. Era un hombre deslindado. No se parecía en nada a nadie. Todos sus actos salían de su propiedad. Pienso que aquí en el entierro de Tobías no hay sino dos mentes: Francisco Eladio Tobar y don Mirócletes. ¡No ven! Se trata del entierro de Tobías, y, sin embargo, Tobías no ocupa el centro del cuadro. Carece de egoencia. Asimismo, cuando hay un gran hombre en un país o ciudad y se casa alguien y va aquél a la fiesta, el papel principal es el suyo: parece que él fuera el novio. Nadie que no sea digno puede representar la figura principal en ninguna escena. Por eso, las elecciones son irracionales. Pues aquí Tobías casi no figura. Están Francisco Eladio Tobar y don Mirócletes. Los demás somos bienes comunales, elementos amorfos de la creación. ¡Pobre Tobías! ¡Hasta el entierro se lo quitan a uno los hombres de personalidad!

Un amigo, nuevo rico, casado con rica, me llevó en su automóvil. Colocaron el ataúd cerca de una bóveda a ras del suelo, nueva. Pensé que me gustarían más las altas. ¡Esto de no poder realizar, actualizar que el cadáver no siente! Destaparon. Todo Tobías estaba envuelto en una sábana que ya estaba mojada y manchada en la parte del vientre, por ahí en los hipocondrios. Le echaron cal. Vi los pies muy apretados con la sábana. Taparon y empujaron. Sonó el ataúd muy fastidiosamente contra la arenilla del suelo, pues ahí habían preparado el cemento. Tuvieron que empujar dos, pues Tobías era gordo. Pusieron una media esfera de ladrillos, hecha ad hoc y que se adaptaba a la boca de la bóveda, y la pegaron con cemento. Como quedaba chica, la acuñaron con tejos antes de embadurnarla con el cemento. Duró como cinco minutos la labor del artista del cemento, alisando, puliendo, para que no se saliera nada de Tobías. Un su hermano se acercó y escribió con un lápiz ordinario: «T. Ramírez.» El cemento, muy arenoso, se comió el lápiz y quedó muy ilegible. Así de ilegible quedó el rastro, la firma que Tobías dejó en la vida. Al terminar, miró la punta del lápiz, tembló un poco y volvió a acercarlo al pie de la T para poner de nuevo el punto.

El enterrador era muy feo, un mulato horrible. No era el hijo de Urquijo, el gran artista que entierra en dos minutos y que se mueve tan elástica y noblemente, que consuela a los asistentes. Me pareció que se había salido un enterrado a enterrar a Tobías. Se me olvidaba que Rendón, el de la Agencia Mortuoria de moda, el que trajo un automóvil con rieles, muy confortable para los cadáveres, se dejó las barbas y tiene una figura fúnebre. ¡Qué barbas tan feas, tan consonantes con la muerte!

Se acabó y me voy a la casa de don Mirócletes. Berenguela está furiosa porque no le cambio el papá a Manuel, como si ello estuviera en mi mano. Apenas soy un copista de lo que me dicta Dios. Escribí este verso: Oiré la voz y obedeceré.

Agonía de Mirócletes

Salí el miércoles y fui a buscar la casa de don Mirócletes. Es por la calle de Boyacá. Llegamos hasta San Benito detrás de un sacerdote, maestro de ceremonias en la Metropolitana. Como siempre, me parecieron muy grandes los zapatos. El uniforme mata al espíritu, mata la gracia pura de la espontaneidad. ¡Cuán difícil conservar la espontaneidad en una iglesia! Estos sacerdotes, así como tienen el mismo zapato deformado y deformante, tienen el mismo habitat. Son cascarones, formas ambulantes. Le dije a don Benjamín: Me parece que siguiendo a este sacerdote, daremos con la casa de don Mirócletes. Llegamos hasta San Benito y nos volvimos. La intuición había fallado. Se me ocurrió eso, porque quizá iría el sacerdote a bregar por confesarlo. Al volver, me dijo repentinamente don Benjamín:

—Espere, mire; ahí vi a Ernesto con Samuel Castrillón y con Gerardo Serna y Casas, los rábulas.

Entramos. Ernesto salió conmovido. Le temblaban las quijadas fuertes que heredó de su padre. Manuel dizque estaba encerrado.

—Mire, don Benjamín, ¡cómo lo amaba Ernesto!

Me dijo que desde el martes estaba luchando por salvar a su padre, sin comer ni dormir. Sus ojos parecían dos pedazos de carne recién cortada. Sentí y dije que don Mirócletes era un ejemplar de padre y de marido. Alcancé a ver en un cuarto penumbroso una cama llena de mujeres vestidas de negro. Las mujeres se acuestan en las camas desde que alguien comienza a agonizar. Hay siempre siete u ocho en cada cama y se manosean. Juro que por ahí debía estar Manuel, hundido en la podredumbre, en uno de sus días negros. ¡Cómo les gusta la cama a las mujeres! Ahí suceden todos sus actos esenciales: ahí paren, ahí están cuando aman y ahí están cuando alguien muere en la casa. Es imposible encontrar el alma de las mujeres sino es en la cama. A los bailes, visitas e iglesias van sus cuerpos bellos o feos, y dejan el alma, parece que la dejan en casa, en las camas. Me impresionó alcanzar a percibir ese cuarto penumbroso con una cama en que se removían mujeres llorosas. He aquí aquella escena: un patio cubierto. En el centro, don Benjamín y yo; y enfrente, Ernesto, con las quijadas temblorosas. A distancia, recostados contra el muro, Samuel, gordo y bajito, con ojos buscones e infantiles, pero maliciosos, y Serna y Casas, magrito, con ojos cuyas escleróticas son sanguinolentas y pigmentadas de negro. Serna es discípulo, paje discípulo del moribundo. A mi derecha, un cuarto con una cama en que rebullían mujeres doloridas.

¿Dónde está el agonizante? Lo imaginaba allá, boca arriba. Los brazos separados por los gordos y con el gorgoteo de una difícil agonía.

Salimos. ¿Quién va a reemplazarlo en Medellín? Yo no veo una vitalidad como la suya, tanta, que sus virtudes eran grandes y grandes sus vicios. Los médicos tienen a Rincón, ¿pero qué va a ser de los abogados? ¡Mire cómo lo querían su mujer, sus hijos, y cómo era Universidad! Tenía sus discípulos: Valentín Restrepo, Gerardo Serna y Casas, etc. Sucede que los maestros no están en las escuelas. La política comete muchos errores. Mirócletes tuvo más discípulos que Paláu, que fue profesor oficial durante treinta años. Los estudiantes de éste aprendían, después del estudio universitario, con don Mirócletes.

Un abogado de Antioquia, don Julio Ferrer, pasaba por Sopetrán hace sesenta años y oyó que en una trastienda se quejaba alguien. Entró y encontró con fríos y fiebres a un muchacho buen mozo, mulato, nacido en el vecino pueblecito llamado Sucre. Se lo llevó a la entonces aún importante ciudad de Antioquia, y allí, en una venta de víveres que le puso, consiguió dinero y se hizo comerciante en telas, las cuales amaba desde la más tierna infancia, lo mismo que los sombreros de copa y los hermosos vestidos. Se enamoró de una señorita distinguida, perteneciente a las viejas familias de la ciudad. El suegro se opuso con frases insultantes. Un día fue asesinado en la calle, al frente de la vivienda del joven enamorado y comerciante, a quien acusaron del asesinato, de haber comprado al asesino. Estuvo preso y fue absuelto. Se graduó de abogado en la cárcel, que es el mejor colegio para esto, en lucha contra la sociedad toda. Ese es don Mirócletes, el que agoniza ahora boca arriba, los brazos separados, como ave que va a volar verticalmente. ¡Qué viril y bello! Por eso caminaba así. La frente alta, el rostro imponente, los brazos separados. Por eso hablaba así, con voz afirmativa, llena, y de modulaciones imperiosas, pero amables. Por eso amaba hasta la locura lo que lograba conquistar de amistad, compañerismo o amor. En vivir a la enemiga se le refinó el amor por lo que no era su enemigo. ¿Se comprende ahora por qué era el mejor amigo, marido y padre? Manuel fue el hijo de la señorita de Antioquia…

¿Cuáles sus delitos? Pero también, ¿cuáles sus virtudes? Ambos eran como él: amplios. Si pecó, también amó. Los que llama buenos la sociedad son los incoloros cuyas acciones no aparecen.

Así íbamos, convencido de que don Mirócletes era mejor que yo, más hombre. Yo quizá le ganaría para un análisis seudofilosófico, con un lápiz entre los dedos; pero si vieran mis acciones, dirían que yo estaré debajo de él en el mundo mental.

Me cité con don Benjamín para ir mañana al entierro.

Procesión del Corpus Cristi

Jueves de Corpus Cristi. Murió don Mirócletes ayer, a las siete de la noche. Hay procesión y misa solemne en la catedral. Tengo deseo de ver al arzobispo. Es hombre excepcional. Quiero refrescar mis ideas de humanismo viendo actuar a Cayzedo. También quiero ver a los canónigos Uribe y Garcés que se empujan en lucha por atender mejor a su amo. A éste le gustan las ceremonias y las formas aristocráticas. Uribe introdujo de Italia la costumbre de saludar al arzobispo arrodillándose, aunque sea en la calle fangosa, besándole el anillo. Hay varios sistemas de ascender. Todos ellos consisten en apoyarse. Se diferencian en el modo de apoyarse y en el objeto en que uno se apoye. El más fastidioso y difícil para ascender es apoyarse en la lengua, porque es un músculo sin hueso.

Cuando entramos, ya terminaban la misa y se retiraba Cayzedo con su corte, a desayunar en la sacristía, para comenzar la procesión. Lo vi de espaldas. Todos sus movimientos son autoritarios, con naturalidad. ¡Es un hombre!

Allí estaban el gobernador, los secretarios de gobierno e instrucción pública y varios militares, muy por debajo del arzobispo. Son unos mechudos que no encarnan ningún poder. Sus cuerpos me dieron la impresión de que anoche y anteanoche desearon ardientemente cohabitar con muchas. Tienen, al lado del arzobispo, caras débiles, marcadas por arrugas viles. Caras de incontinentes. Se ve que la autoridad que les confirió la urna eleccionaria se les sale por las vergas. Nosotros, los castos, adquirimos la facultad de intuir quién tiene su ejercicio en los órganos genitales. El arzobispo es y ha sido un casto. Sus ojos son de contenido. Su piel seca de ochenta años es de hombre muy poseído y que no ha derramado su energía en las dulzonas caricias, manipuleos que llaman amor. ¡Amor! ¡Consistes, oh amor del mundo, en tener las manos sudorosas, la piel grasosa, los ojos inquietos y medrosos, la voz irregular y un aura detestable! ¡Al cielo no irán los acariciadores! No me refiero al coito, al coito varonil, sin deleitantismo. ¡El coito verdadero es aquel del marinero en el puerto, después de largas semanas de mar, pronto, porque se va el vapor!

Demoraron mucho en el desayuno. Eso me gustó, porque comprueba que el arzobispo no corre, sino que sabe que más vale el hombre que sus actos, porque estos salen de aquél. Valen en cuanto valga el actor. Por eso demoraron desayunando, mientras el gobernador, secretarios, militares y nosotros esperábamos. Verdaderamente se nos sale la personalidad por las vergas.

Se formó el Seminario. Un seminarista de doce años, muy hermoso, varonil, ocupó toda mi atención. Todo lo miraba. Se veía que pensaba de seguido en lo que estaba sucediendo, sin inhibiciones, sueltamente, como si estuviera solo, por ejemplo, en el excusado, que es en donde uno está más a sus anchas. Este, me dije, sabe tratarnos; es decir, no nos tiene en la cuenta. Era un niño que tenía su negocio dentro de sí mismo. Obligó al minorista que tenía un alto candelero a que le encendiera su vela, y la llama partió de él y a poco todos los cirios lucían. Esto es simbólico. La luz en este Seminario partirá de este jovencito que ya se hace obedecer de los minoristas. El que tiene su negocio por dentro es el mayor en el Seminario y en la República. Si yo fuera obispo o rector, me detendría en este jovencito.

Salieron. El arzobispo llevaba la custodia y reñía a canónigos y porteros del palio. Al pasar me dirigió una mirada seca y desafiadora, rápida. ¡Qué bella mirada! ¡No sabe él que ninguno lo quiere como yo! Siempre que nos encontramos me mira así, francamente, pero con violencia. ¿Qué será? ¡Cuán buenos amigos seríamos!, pues eso es lo que vengo buscando desde niño; un hombre seco, varonil, capaz de no traicionar su ideal, aunque tenga que sacrificar a todos los hombres; uno que encarne un ideal bello y todo lo supedite a ese ideal, tal como dicen los escolásticos en el tratado de la ordenación de fines y de bienes y males. En ese tratado está la fortaleza de alma. Dios nos da el ejemplo: sacrifica peces, aves, continentes, hombres, mujeres y niños para que se cumpla el ideal ignoto de la evolución. La gente sin carácter llora cuando muere un niño, cuando una máquina tritura a un hombre, cuando hay un terremoto en Italia; pero el filósofo aficionado piensa que allí está la prueba de que Dios es un gran carácter, el prototipo del hombre duro y organizado del porvenir: sacrificarlo todo al ideal. Pero el arzobispo está engañado respecto de mí y me mira a la enemiga. Yo gozo, porque es bueno tener un gran enemigo, un león, no esos piojos que no dejan dormir y que son inasibles

Los canónigos Uribe y Garcés se codeaban para ser cada uno el que más ayudaba. Se estorban mutuamente. Uribe, más retórico, buen mozo y con unción meliflua, y Garcés, vulgarón campesino de las montañas de Envigado, memorista, engreído en teología formal. Ambos tienen deformaciones femeninas en la cintura. Uribe, en las nalgas. Garcés, en el abdomen.

En la plaza de Berrío había muchos estandartes desplegados. Cada congregación llevaba el suyo. Unos mil quinientos metros en fila de a siete en fondo, fuera de nosotros. Innumerables curiosos en montón amorfo. Esa era la procesión del Corpus Cristi. No pudimos seguir al arzobispo, porque lo rodeaba una gran multitud apretada y contenida por policías y por soldados a caballo.

En un puente vimos pasar la procesión. La congregación llamada Juventud Católica me admiró como siempre. Caras de varios animales, y en todos ademanes desafiantes. León XIII, con su acción social católica, con su socialismo católico, acabó con la pinta cristiana que tenía el catolicisimo. Estos jóvenes son soldados, tienen actitudes de ataque. Lo mismo es la prensa católica, hiriente. Lo mismo las congregaciones de obreros, ofensivas. Es una lucha militar, pasional, contra lo que llaman ellos el mal y los malos. Se lucha con amor contra el mal. El mal hay que tragarlo y asimilárselo, digerirlo. Jesucristo no habría tolerado la Acción Francesa ni al padre Duque, con su barriguita que parece un cañón preñado de balas, y su ojo bizco que parece una herida inquieta. Estos jóvenes católicos son como los fascistas: gritan vivas a Cristo Rey, incitando a la guerra y la matanza. Entre los sacerdotes no vi sino al padre Lizarraga, jesuita, que tuviera ojos cristianos, ojos sonreídos y apacibles.

Los jóvenes de las escuelas y colegios tenían todos mentones barrosos y ojos abyectos. Miraban a los balcones, con sus ojos cobardes, en busca de piernas y de secretos. ¡Uf! ¡Es mejor un perro juguetón que un joven a los diez y ocho años!

Las yanquis y alemanas que se asomaban a los balcones del Hotel Junín tenían el impudor de las axilas rubias, pálidas y lavadas. Con el materialismo europeo no se adquiere la inocencia, sino la impertinencia del sexo. Me disgusta esa carne tan limpia, tan falta de espíritu, tan mostrada. Carne mostrada. Eso es el occidente cristiano.

Llegada la una de la tarde, nos fuimos al entierro de don Mirócletes.

Entierro de don Mirócletes

Ese jueves del Corpus Cristi, a la una, estaba yo muy nervioso lavándome los dientes y pensando que ya era hora y que no vería salir el entierro. Corrí como el que va donde la novia. Llegamos después de ver a Abrahán en la esquina de «La Cruz» y de sentir deseos de seguirlo. ¡Cuántas ocupaciones!, pensé.

En la casa había gente de esa que está en la penumbra de la moral. Gente de calvicie cetrina, mal vestida, y que fuma demasiado. Comisionistas, abogados rábulas y abogados graduados, hijos o nietos de cagatintas. Entré y me hice contra una puerta. Allí estaba don Mirócletes guardado en un ataúd, que sacudía, con su pañuelo de seda negro, Rendón, el empresario mortuorio; lo sacudía con el pañuelo y lo acariciaba. En verdad, el ataúd era hermoso y era su obra, era de los modernos de escupidera. Los llaman así porque imitan una escupidera antigua. ¡Qué vulgar ese nombre! Me dijo Rendón que un ataúd común valía veinte pesos, y que uno de escupidera valía setenta pesos.

—Los de escupidera, como usted puede verlo —me dijo Rendón—, se componen de dos valvas largas y muy abiertas, iguales, que se juntan. No hay tapa propiamente. Las dos valvas son iguales. Las tablas no se unen formando ángulos rectos, como en los comunes, sino ángulos obtusos. Ahí está la esencia de los de escupidera. Los ataúdes antiguos eran más confortables para el muerto; pero los de escupidera son más elegantes. La familia, y sobre todo la viuda y los hijos, se consuelan algo.

Rendón es hombre rechoncho y sudoroso, moreno, y se dejó unas barbas que consuenan con los ataúdes de escupidera. En ese instante, cuando yo detallaba las barbas de Rendón, recordé que hace años fui a ver la momia de una ramera. El hijo de Urquijo, el enterrador, amigo mío, me telefoneó que había una momia de una puta que él había poseído. Que fuera a ver la carne deliciosa. Tenía las cicatrices de dos bubones y me emocionó mucho el pelo del pubis. Las barbas del empresario mortuorio son de ese color, algo así como el del cabello en vísperas de ponerse cano. Un color ceniciento. Me pareció que la cara de Rendón, el que inventó esa porquería de los ataúdes de escupidera, era el pubis de la momia de la ramera.

—Carajo —le dije yo a Urquijo ese día—, me cuesta trabajo creer que estas cosas fueran una vez animadas.

La pieza olía a cadaverina. El olor que hay en las iglesias cuando se reúnen las madres católicas. Hedor que hay en las reuniones todas, podredumbre de alientos, hálitos mortecinos mezclados con olores de lirios, rosas, perfumes franceses, etc. Es que las mujeres no se bañan cuando alguien agoniza en la casa y el muerto también evapora en esos ataúdes de escupidera. Por eso «los antiguos son más confortables para el muerto». Evaporan así, porque si son barrigones, las dos valvas no ajustan bien.

Alcancé a ver a la viuda, que recibía besos de las otras señoras, por allá en una puerta.

Entraron los tres sacerdotes. Tenían ojos curiosos y habituados. Los padres Henao, Valencia y Posada. Valencia es mulato, alto y delgado, desgarbado, no sabe qué hacer con las extremidades muy largas, como los monos. Parece un ave herida en las alas. Hay almas que no rellenan el cuerpo. Posada ejecuta todo movimiento de un modo loco. Todo lo suyo destempla el sistema nervioso. Parece que estuviera siempre atisbando el camino que se le perdió. Y el padre Henao es el hombre del sentido común, rastrero, pero exacto. Todo lo rebaja a su nivel. Es muy fuerte y todo lo hunde, lo obliga a descender.

Salí y en la puerta de la calle me sorprendí al ver al padre Eladio Jaramillo, viejo que parece santo. Estaba con el abogado de la curia, Francisco Eladio Tobar, cuchicheando. Me sorprendí porque don Mirócletes demandó en juicio, en mi Juzgado, al padre Eladio. Sostenía que a éste le dio a guardar un cofre de alhajas, y que quería devolverle uno lleno de guijarros. Le pidió posiciones al respecto. Hice citar al padre y desobedeció porque el arzobispo le había prohibido ir al Juzgado; que fuera yo a su casa, o mejor, que le enviara las preguntas. Alegaba que era vicario de monjas y que por eso no estaba obligado; pero no presentó la prueba. Lo declaré confeso. Apeló y revocaron mi decisión. Francisco Eladio fue su abogado.

¿A qué viene aquí este santo? ¿Por qué se vino con el abogado? ¿Qué significa esto? ¡Casi se trae el expediente! ¡Carajo! Aquí están las partes, don Mirócletes y el padre Eladio. Aquí están el juez y el abogado. No falta sino el expediente.

Sacaron al muerto. Vi que los dos cargueros temblaban por el peso. Quedó en medio de la calle lluviosa. Cuando traspasó la puerta me hirió un pequeño grito muy triste, de la señora Antonia Barrientos. Quedó ahí en mitad de la calle y nadie cogía los cordones del ataúd, según costumbre. Salió bellamente desesperada la señora y cogió un cordón y después la hija y otras mujeres. No más que mujeres. ¡Él las amaba tanto! Comenzó a infundirme un respeto pánico la señora con ese dolor del alma que se le veía. ¡Cómo amaba a esa gran vitalidad! Iba con los ojos entornados, tan bellamente vieja y triste y tan abstraída en su oración, que se fue haciendo el personaje céntrico del entierro, el que le daba significado. Vi que una vez elevó los ojos a alguien en el cielo. Fue como si viera a alguien.

Íbamos así por la calle lloviznada. Íbamos el cadáver, el ataúd de escupidera, la señora, el padre Eladio Jaramillo y Francisco Eladio Tobar… Iban unos cincuenta otros, indeterminados, humanidad amorfa. Manuel Fernández iba en mí. Le prometí representarlo. Casi todos son humanidad amorfa, que para determinarlos hay que detenerse a observar y no tengo tiempo.

En la plazoleta de «La Cruz» había muchos automóviles y para entrar el ataúd vi que iban a darle la vuelta a uno para dejar paso. Me adelanté hasta la puerta para observar al padre Eladio y vi que el padre Valencia me hizo una señal fastidiosa, como ordenándome que me retirara de allí. Mire hacia atrás y era que al ataúd de escupidera estaba casi sobre mí, apurándome, pues el automóvil se había retirado con una maniobra distinta a la que yo sospechaba. Entonces el padre Eladio cogió el hisopo y dijo un responso. Una gota del hisopo me cayó en la comisura de los labios. Restregándome con el pañuelo, aterrado, pensaba: ¿Por qué no trajo el expediente? Por aquí está ya el que puede fallar ese pleito. Me di a pensar en el cofre de joyas, para ahuyentar mi sensación de que el padre Eladio me había dirigido el hisopo, como si yo fuera evaporación salida del ataúd.

¿Para qué inventar don Mirócletes ese cuento si el padre Eladio no tiene un peso? Eso no lo inventó. También juraría que este santo no se robó nada. Casi todos los que están aquí piensan que don Mirócletes está en el infierno por esta historia y porque no tuvo tiempo de confesarse. El cofre lo llevó Ernesto. Era joven. ¿No pudo ser que el cofre iba con alhajas y que el hijo las sacó y echó guijarros?; pero, ¿cómo es que este santo recibió eso sin abrirlo, como dice? Los santos son muy bobos para maliciar. Pero lo más probable fue que en su casa se robó alguien las joyas. Sería bueno averiguar si tiene parientes sospechosos. Yo me debí haber dedicado a detective, indudablemente. No soy filósofo propiamente, sino detective. Es mejor.

Todos están pensando: ¡Pero este santo no debió venir al entierro de un enemigo que lo calumnió! ¡Cuán bueno es, que vino! Están pensando que es santo porque vino a rezar por don Mirócletes y jamás se debe hacer nada que incite a la gente a pensar que somos buenos con detrimento de otro. No debió venir. Le roba el entierro a don Mirócletes. Y si venía, ¿por qué venir con Francisco Eladio Tobar? ¡Casi trae el expediente! La gente, estos esbozos de hombres, están pensando así: «Ese que está en el ataúd de escupidera era malo; y ese su enemigo que vino a rezarle es santo». No debió venir Eladio Jaramillo porque aquí se ha santificado a costa de don Mirócletes. ¡Esto es evidente!

Y comenzaron a rezar. El ataúd de escupidera estaba en el centro, más alto que todos. Los tres sacerdotes, en el altar, cantaban sus latines, todos terminados en eeeeé. Una e larga y apretada contra el paladar. El padre Eladio estaba en un lado del presbiterio y rezaba en un cuaderno negro. La señora, arrodillada al lado del catafalco, con los ojos cerrados y las manos palma contra palma a la altura de la cara, encendida ésta, era la imagen del dolor religioso. Me infundía demasiado respeto. Ella era el abogado de don Mirócletes en este trance, mientras que el de Eladio Jaramillo era el feo Francisco Tobar. Si Jesucristo resucitó a Lázaro porque se lo pidieron Marta y María, ¿cómo no va a llevarse para la Vida a don Mirócletes, a quien esta mujer amaba de este modo?

Vicente, el discípulo de don Mirócletes, me colocó en un automóvil. Allí, un magistrado se disculpó de ir al entierro, diciendo que su padre era amigo del muerto. ¿Por qué se disculpa este ratero? ¿En qué virtud o vicio iguala al del cajón de escupidera?

En el cementerio la señora estalló en pequeños lamentos convulsivos. Alguien quiso que se destapara el ataúd para cortar cabello al muerto. Me parece que fue el hijo. Rendón opinó:

—Si lo destapan, no lo volverán a tapar. El vientre estallará. Estos de escupidera son difíciles para el muerto.

Entonces lo subieron a la bóveda por medio de un andamiaje. La señora, con toda su alma en sus manos, le echó dos bendiciones al ataúd y gritó:

—¡Ya no volverás a tu casa de la calle de Boyacá!

Después comenzó el hijo de Urquijo a tapar la bóveda con una gracia exquisita.

Quizá ninguno estará más alto que don Mirócletes en la vida mental. De los que fuimos al entierro, yo he cometido pequeños actos sin vitalidad, y los demás son humanidad amorfa.

¿Qué sería eso del cofre de joyas?

Entierro del padre Urrea

Fui con Manuel Fernández, amigo del padre Urrea desde que a éste lo excomulgaron. «Mi alma es un terreno en descomposición, y por eso me gustan los sacerdotes suspensos, los excomulgados, las formas religiosas en descomposición también. Ahí siento más el misticismo».

Había mucha gente en la plazoleta de «La América». Campesinos. La casa estaba llena de mujeres feas y de sacerdotes. Las escuelas y comunidades estaban enfiladas. Se oían gritos de mujeres: «¡Aaay, ay, aaaay, tííío!… ¡Aay, ay, aaaay, tío!».

Un campesino nos contó que había muerto a las once y media, de uremia. Que el canónigo Uribe fue a levantarle la suspensión y excomunión. Comentaba que era un mártir, un santo que se vio obligado a vivir encerrado durante veinticinco años con tres mujeres devotas. Y agregó:

—Pero ya han recibido su castigo muchos de los calumniadores.

—¿Qué fueron las calumnias?

—Cosas tan feas que no las puedo repetir.

Los sacerdotes llegaban en cada tranvía, afanosos. Se olía, se gustaba un hálito de muerte de excomulgado. La muerte de un excomulgado asusta. Hay un aura azarosa en la casa del muerto. El aura de la muerte de Urrea era mixta de santidad y de excomunión. «¡Ay, aaay, tíío!».

Las mujeres beatas, las que viven en los alrededores del presbiterio, son escandalosas. Son como las putas de los arrabales. Hay tres clases de seres muy escandalosos: los invertidos, cuyas iras e insultos son terribles y rápidos, efervescentes; las putas viejas y las beatas.

Respecto de Abrahán, ya no me falta para completar su biografía, en cuanto es humanamente posible, sino asistir a su entierro. ¿Las mujeres y los funcionarios gritarán: ¡ay, aaaay?

El complejo mental en este entierro tenía por núcleo un algo indefinible, algo mixto de santidad y excomunión.

El cura, presbítero Ochoa, mi pariente, hizo formar calle por las comunidades. Me empinaba para ver. Sonaron los ayes más rápidos y fuertes, y fue apareciendo, destapado, el ataúd. Yo veía las puntas de unos zapatos negros, puntas dirigidas a las estrellas, y los colores de una casulla que se levantaba en el centro, en la barriga llena de gases. Sobre tal protuberancia vi unas manos como de cera que me conmovieron y entre ellas un cáliz. Fue adelantando y percibí un mentón y luego la frente. Era como el pico abierto de un ave. Luego vi la cara toda, bien afeitada. Era que tenía el mentón prognata y la frente abombada, y así, las mejillas eran lo último que quedaba para ver, a causa de la posición supina dorsal. Adviértase que el cadáver venía en hombros y que nosotros observábamos de lejos, empinados, a medida que el ataúd se acercaba. Era, pues, una cara cóncava. Cuatro cosas veía el que tuviera la altura a que estaba el ataúd, a saber: las puntas de los zapatos, el mentón, la frente y la barriga. Había cuatro salientes. Había estas concavidades: la de la boca y mejillas; la del pecho y la de las piernas. El centro de mi emoción, la saliente más grande en este entierro, eran la concavidad facial y el mentón, que quizá sobrepujaba al abombamiento de la frente…

Me dijo Fernández: «Ahí, en la mandíbula, está el quid de la suspensión y la excomunión. El obispo Cayzedo y este señor eran dos voluntades tenaces, y aun creo que primero cedería el obispo que este señor, puro vasco. ¡Lástima que no hubiera sido jefe político!».

El mentón muy fino, casi limitado por líneas de navaja de barba. La boca finísima y grande como la de Voltaire o de León XIII; pero sin gracia de ligereza, sino de tozudez. Facciones de blanco, pura sangre vasca. Tenía puesto el bonete y en las sienes muy bien arreglado el cabello, cabello ondulado y juvenil. Me gustó el cadáver. Si no fuera por las manos de cera diría que era un hombre atrayente y no un cadáver. Fernández me explicó que eran guantes de color de cera, amarillo desvanecido; pero como soy astigmático, no pude aceptar realmente su observación. Mi complejo quedó el mismo. El ataúd era de escupidera.

La casa está al lado de la capilla, y al frente, a cien metros, están edificando la iglesia. Hacia ésta marchaba el cortejo, y, para poder hacer el número de posas reglamentarias, caminaban lentamente, muy lentamente. Se detenían a cada diez pasos. Querían cumplir en cien metros todas las ceremonias de un entierro de primera clase. Durante las posas, yo observaba al muerto, y, apenas lo alzaban, corría a coger puesto más adelante, guiado por un carnicero

—Caminen, corran, doctores, que allí quedarán bien.

Tres viejas iban al lado de Urrea y lloraban, gemían. Eran de ojos escaldados, pues eran zarcas y las lágrimas… ¡Cuán feo lloran los zarcos! Mejor lloran los mulatos ojinegros. Estas tres mujeres soportaron el encierro de veinticinco años, y apenas él regaló a la pobrecía todas sus riquezas, ellas trabajaron en panadería y lo sostuvieron a cuerpo de rey, con sotanas muy finas, zapatos de hebilla de plata, etc.

Uno de los sacerdotes del entierro era Betancur, condiscípulo de Fernández en el Seminario. Su cara es llorona. El pelo lacio, escaso y largo, cae en paquetes grasientos sobre la frente, desordenadamente. Es sucio y fuma mucho cigarrillo. Yo creí que lloraba, pero Fernández me explicó que el obispo le puso el nombre de Dolorosa en el Seminario. El otro sacerdote era Posada, que canta salmos como si se fuera a desmayar. De pronto se le desmaya la voz en una a y grita: aaaaa, oooooo, iiiiiii… Es como un lapsus del fluido nervioso. El cura Ochoa presidía. Buen mozo, varonil y sencillo, cejas espesas, voz hermosa y mímica sobria. Un hombre, un hombre joven que cumple su deber. Este es verdadero sacerdote. Estaba concentrado en su entierro y no me vio. Es mi pariente.

Nos colocamos de modo de poder observar. Venite, Domine!… Los sacerdotes todos cantaban, y habría unos diez. Un empleado de Rendón, el empresario de entierros, apagó un cirio al meter en él una corona y eso me fastidió. Lo encendió nuevamente con un fósforo.

Yo oía: Et lux perpetua lucea eis!… Pater noster! La misa será el martes a las siete.

Cuando estábamos en los cantos, vimos entrar al abogado Trespalacios, que usa latinajos y pornografías, esto último porque el ron lo volvió impotente. Los impotentes se complacen en la suciedad verbal. ¡Un ebrio! Se nos acercó y dijo tres o cuatro vulgaridades:

—¿Estará en el infierno? Usted, doctor, debía ser sacerdote. ¡Cuán bellos los salmos de David y los fragmentos de Job!

Se retiraron los sacerdotes y entonces el pueblo cogió las flores y sacó medallas y las restregaban contra el cuerpo de Urrea. Vino Ochoa y apartó a la gente. Mezcla de santidad y condenación.

Salió Betancur y Trespalacios se le acercó:

—¿Qué hay, padre? ¿Estará en el infierno?

—Numerus stultorum infinitus est—contestó, señalando al pueblo.

¿Qué sabe él? ¿Es juez acaso?

Me contó Fernández que esa noche del día del entierro soñó con Urrea, que abría los ojos, y que Betancur se halaba las mechas. Fue un delirio. El centro mental del entierro, para Fernández, fue su condiscípulo Betancur. Por eso, todos describen los sucesos a su modo, o sea, debido a la diferencia de centros mentales. Para mí fue la concavidad facial…

¡Tantas muertes!

¿Habrá demasiadas muertes en este libro? ¿Por qué ha resultado con tantas muertes, agonías y entierros? Manuelito es alma en descomposición. Recuerdo que el sabio don Tulio Ospina decía siempre, cuando íbamos a caballo por las montañas de Antioquia:

—Mire una montaña de roca en descomposición.

No sé por qué recuerdo esto. Don Tulio decía esa frase de un modo muy sabroso.

Cada hombre va en pos de algo, oculto a veces, pero que está siempre detrás de sus aventuras y pensamientos, como una determinación orgánica, como hilo que le da unidad a la apariencia de su vida, por contradictoria que aparezca para el mal observador. Manuelito se defendía de la descomposición buscando grandes hombres y cosas bellas, pero en resumidas cuentas no podía entender y no veía sino muertes. Era hábil para comprender en todos sus detalles a un agonizante. Hablaba de unidad psicológica, quería ir a conocer a ese montañero simpático y curioso que es el general Gómez; deseaba irse para Venezuela, tierra de almas primitivas, crudas; pero era a causa de que se estaba pudriendo como las rocas de don Tulio Ospina. Manuelito se moría definitivamente. Ya veremos adelante qué deleitación puso en la prolongada agonía de Epaminondas, un pariente que agonizó de cáncer durante dos meses. ¡Qué diablos de Venezuela y de sus generales sombrerones! Esa gente cruda, que hunde un cuchillo en la barriga del hermano enemigo, o sea, amigo de otro general, era lo contrario de Manuelito, tipo colombiano, complicado. Pero con cuánta buena fe hablaba de ese pueblo, calificándolo de violento, juvenil, heroico; hablaba de ese general Gómez, sombrerón, con manos peludas, y decía: «¡En los testículos de este viejo voy a encontrar la unidad psíquica!».

¿Por qué lo atraían la juventud, la unidad anímica y la fortaleza? Porque carecía de ellas. Era combinación absurda de complejos. De esos buchones parientes suyos heredó la inclinación al dominio, supeditada por la debilidad de Mirócletes con las cocineras y el aguardiente. En absoluto el tipo colombiano, carente de unidad racial, mientras que los venezolanos son todos mulatos que no se critican. En Venezuela no hay blancos; todas las razas se mezclaron allí, y el tipo es mulato, con más sangre negra, que sólo tiene unas tres motivaciones. Manuelito —lo llamo así porque a medida que adelanto siento ternura por él— era como águila que no pudiese volar, parada en una piedra de la falda en las altas montañas. Tenía todos los deseos de volar. «¡Ese general Gómez, decía, que es capaz de encerrar a un enemigo durante veinte años en los subterráneos de Puerto Cabello, mientras que yo le perdono a mi manceba a los cinco minutos de jurar que la dejaré para siempre!».

Era un pobre viejo de nacimiento. En un baile a que asistimos me dijo: «En estas reuniones en que hay alegría y juventud, me entristezco; desde la infancia me apareció la conciencia de la vejez. No sé conversar con las mujeres; la conversación adquiere tinte pesimista; no se divierten conmigo. Al ver a las muchachas se me ocurre que aparecerán otras y que ya estaré muerto o envejecido; y si alguna me oye con cariño, deja de interesarme. Me gustan las que no pueden ser mías, que no lo quieren».

También me contó que no sabía enamorar; que le pasaba en esto como en el juego de ajedrez, que se llega a jugarlo hasta cierto punto y de ahí no pasan sino los geniales. Él podía enamorar hasta cierto punto, hasta el momento de hacer que la mujer se acostara. Llegado ahí se enredaba; la mujer se ofendía.

Era muy natural que Venezuela y su general ejercieran atracción sobre Manuelito. «Allá está lo que deseo tener, lo que debí heredar de Abrahán y de Mirócletes: ¡el impulso!». Sostenía que Venezuela y Colombia se complementan. No podía gozar de la mujer presente porque pensaba en las otras que iban a nacer y en remordimientos, mientras que un mulato venezolano tiene el campo mental repleto de la muchacha que está al lado y la acaricia con el machete, naturalmente, y se le arroja encima, como si la fuera a matar, y la muchacha se deja, porque no se da cuenta…

—¡Eso es, Manuelito, te falta naturalidad; pensar sólo en lo que estás haciendo; dedicarte a la muchacha que te pusieron al lado!

— o o o —

IX

Tres días antes del
viaje a Venezuela

Nos iremos el sábado; nos iremos de buhoneros del espíritu, a conferencias en los pueblos de Colombia, para ganar con qué acercarnos a la sinergia glandular del general, en donde Manuelito pretende curarse de su incapacidad para hacer que se le entreguen las cosas: gloria, oro, ideas y muchachas.

Anoche lo llevé al cinematógrafo, a una película en que figura un bandido yanqui con una mandíbula inferior que parece hecha con tres pedazos de riel, y a la salida me dijo:

—Conferencia viene de conferre, comunicar, juntar. Mi voz es baja, llena, confidencial, propia para contarles lo que he visto y sentido, a saber: muertes, anhelos. ¡Buhoneros del espíritu! Les diré cosas de la vida colombiana, pedazos sangrientos de su vida. No diré una serie de afirmaciones para ilustrar a los oyentes; mis conferencias no serán sobre las causas de la crisis, sino que venderé trozos de mis años juveniles; porque he vivido y sentido tanto que al anochecer me duele el cerebro de tanto ver, gustar, sentir, oler… Diré: Yo soy, señores bogotanos, un glotón, y vengo a contaros, conferre, mis emociones, las que me levantan o me bajan respecto de Dios, así como el viento se lleva la pavesa. Mi finalidad es contagiaros las emociones para mejoraros. Yo soy un jesuita soltado por estos pueblos de Colombia para mejorar a mis conciudadanos. Pero está lejos de ese jesuita nuevo la palabra verdad; no existe, ni tampoco el error, en los hechos: todo es manifestación de Dios. ¡Existir! Ex, fuera; stare, estar; todo existe, o sea, todo es manifestación divina. El latín, el griego y los otros idiomas padres gustan mucho a los jesuitas, porque ayudan a digerir los vocablos, así como las especias la carne cruda. Tales especias son las que trae el buhonero de Bello, que fue discípulo de don Januario Henao, que tenía cabeza grande, boca grande y labios gruesos, os rotunda, y que decía con los gestos de quien saborea un chicharrón: «Conferencia viene de con y de ferro, fers, tuli, latum…».

Conferencia en Bello

Aquí en Bello, cuna de los seminaristas más grandes de Colombia, a saber, Marco Fidel Suárez y yo, hablaré por la primera vez; y advertid que en Colombia todos somos seminaristas. ¡Qué bello es en realidad este pueblo! En ninguna parte hay tanta luz y ninguna montaña es tan solemne como ésta de occidente que parece el esqueleto de un animal prehistórico; ningún río tiene las sombras del Aburrá a cuyas juguetonas aguas se inclinan los carboneros somníferos; ¿y cuáles quebradas igualan a estas dos que descienden de la montaña?

A orillas de una, en mediodía soñoliento, bajo la pobre sombra de un guayabo y al amparo de unos pedruscos, deleitadamente, el señor Barrientos, fornido y alto, depositó en bella lavandera el espermatozoo que había de ser Marco Fidel Suárez, y aquí también, pero a la oscura y triste sombra de la legalidad, y borracho para mi mal, me engendró el gran Mirócletes. Mi alma tiene la luz de este pueblo, el misticismo de sus árboles y la confusión del aguardiente de caña.

¡Bello! ¡Puebluco de luz abrumadora, propicia para los inmensos y confusos deseos y para las grandes impotencias! Te llamarán tierra de los místicos colombianos.

Esas palabras son el exordio. El tema será la vitalidad, o sea, contaros los sentimientos e ideas que me llevan a Venezuela en busca del gran sombrerón. El problema de la vitalidad. Las verdaderas universidades son los grandes hombres; viendo orinar a un hombre grande se tienen más estímulos y se agranda uno mucho más que leyendo tratados de fisiología.

Hace cinco años y tres meses que toda mi actividad gira alrededor de este problema. Al estudiar a mis conciudadanos, al estudiar a mis parientes me guía el ansia de resolverlo. Todo en mí, caminado, vestido, modales, hasta la manera de abrir las puertas, es de persona que estudia el problema de la vitalidad. Resuelto, lo quedarán también el problema de América y sus Gobiernos, el problema biológico. Pero en realidad no me preocupa el problema social, pues soy egoísta como buen enfermo; busco parecerme a Abrahán Urquijo y a Mirócletes; que cuando yo toque la puerta sepan que llegó Manuel. No quiero ser el que soy, todo y nada. Soy un comienzo de todo.

A propósito y como ejemplo de vitalidad, dicen que mi padre se robó la casa donde nací, aquí cerca. Mirócletes nunca robó; en virtud de su energía vital, le perteneció todo lo que apareció como suyo; a título de vitalidad poderosa fue dueño de esa casa; el único título justo de propiedad es la fortaleza. Hay muchos Napoleones en el presidio, porque no tuvieron la fuerza de alma para respaldar sus acometidas. El triunfo santifica y la derrota prostituye. Respecto de la casa, os diré que sólo roba el que hereda, el débil que tiene cosas de que no puede gozar; los enclenques nada poseen en justicia; todo es robado, hasta el aire que respiran. Los clientes de Mirócletes le pertenecían, se le entregaban gozosamente. Mi padre no podía robar aunque lo quisiera. Basta recordar cómo caminaba por estas calles. Mientras que yo… ¡casi toda mi vida es un robo! Sólo por instantes soy dueño; en estos momentos soy dueño de vosotros, pueblo peludo.

Creo que vais comprendiendo qué cosa sea la vitalidad. Por ejemplo esta mañana pensaba: Voy a hablar de grandes hombres, de estimuladores, de libertadores. ¿Quién me libertará del hastío que me producen mi cuerpo, mis pasiones e ideas; el hastío de existir dentro de mis huesos craneanos; el hastío de estar enfundado en estos haces de nervios y músculos viciosos, en esta bóveda craneana y en estos vestidos viejos de mi hermano? Indudablemente que nos aborrecemos, que odiamos nuestros propios hábitos, y por eso somos el animal que tiende, el animal descontento.

Os diré que don Mirócletes lo único que se robó fue mi unidad psicológica. ¡En mí hasta mis vestidos son los de mi hermano!

Sí, ¿quién me libertará? Por eso antes de venir me fui a la sastrería de los Posadas: «¡Háganme un vestido nuevo!». Un vestido nuevo y ligero de conferenciante, que no huela a lo que pienso y hago todos los días. En cierta ocasión invitaron a Verlaine para que disertara en un círculo literario; compró una camisa para ese día, y después del acto, en la comida que le ofrecieron, estuvo cuidando y acariciando su camisa nueva, repitiendo: «¡Mi camisa de conferenciante!». La sobaba con unción.

Antes de hablar en público debo libertarme de estos vestidos de mi hermano, que me dominan; en un vestido no pueden estar dos, y aquí estamos mi hermano y yo; mi hermano que me aconseja que no beba, que sea metódico, etc. ¿Quién me libertará de mi hermano, engendrado por don Mirócletes en momento en que su cuerpo parecía la funda de un paraguas cuando el paraguas está dentro?

Busco la vitalidad y lo que me agrande y me acerque a Abrahán, porque me puedo definir por mis limitaciones, que son mis malas costumbres: beber, fumar, cohabitar y hasta soñar con hombres grandes. Salgo a la calle y no tengo aura, eso que hipnotiza a los transeúntes, que les anonada el sentido crítico y los deja boquiabiertos de admiración; todo me es enemigo y me expresa voluntad limitadora. Ahora iré a Venezuela a ver si me estimula la sombra de Bolívar y la cercanía del general sombrerón. Yo espero que entre esos mulatos se me pegará naturalmente la facilidad para tumbar mujeres y enemigos. ¡Imagínense cuando yo vaya por los llanos montado en mula orejona, al lado del general, oliendo ambos a zamarros y a ijares sudados! Entonces creo que volveré y diré: «¡O se me entregan o quemo esto!».

Lo malo es que llegaré a Venezuela y dirán: «¿Es éste?». Quisiera que a mi llegada hubiese un clamor así: «¡Este es!».

Es tiempo ya de lanzaros la tesis, como una pedrada; así lanzaban la tesis en el Seminario. Ahí va: La belleza es la vitalidad. Por ejemplo, un amigo mío, Ramoncito, escribió una tesis para graduarse de abogado y dejó correr en ella su personalidad, porque había oído que la sinceridad hacía bellas las cosas. Cometió un error; Ramoncito es nada y su tesis era nada; el secreto está en la fuerza interna que derrama al exterior sin que lo sepamos. Lo que sucede es que los grandes hombres son sinceros porque no pueden contenerse, y de ahí que se haya creído que el secreto de las bellas acciones esté en la sinceridad. La belleza de los actos no consiste en los modos, sino en que estén rellenos de vida, que sean como fundas de paraguas… con el paraguas dentro. ¡Esta imagen me gusta! Así es el hombre sano y grande a los treinta años; así era Bolívar en Boyacá. La idea de erección, de rellenamiento, funda en que estaba América.

La vitalidad embellece todo, hasta los vestidos rotos y los vicios. Por ejemplo, la boquilla de ámbar de mi amigo José Mora. Por ahí emana vitalidad. Es una boquilla prognata, que indica el futuro, impertinente. Con ella dominó al salvaje y gordo general Berrío.

Ahora voy a ilustrar esta conferencia con pequeñas historias vividas; ellas son mejores para esto de la vitalidad que los razonamientos cerrados. Sólo al padre Garcés se le puede ocurrir que los oyentes soporten sin dormirse una retahíla de pueses en sus sermones teológicos.

El poeta ebrio y los místeres

Un inconveniente nuestro, que proviene de la colonia, del tiempo en que nos dominaron, y de los empréstitos y técnicos yanquis de ahora, o sea del dominio que ejercieron y ejercen los extranjeros sobre nosotros, consiste en el sentimiento que nos empapa de que no somos capaces.

Y mientras estaba viviendo estas ideas, anoche, se me presentó un individuo nuevo en Medellín. El encuentro fue así:

Llegaba yo por la carrera de Boyacá al crucero con la calle Junín, cuando apareció por la esquina un individuo pequeño, delgado, con narizota en arco perfecto, nariz de hombre tres veces más grande; apareció caminando despacio y mecido, los brazos algo separados del tronco, como alas de gallinazo que se quiere volar; llevaba el sombrero en una mano y con la otra tiraba besos a las muchachas; sus labios balbuceaban una poesía. ¡Ebrio de amor y desfachatez!

¡Cuánto estímulo encontré en este poeta de Jericó! ¡Ya lo veremos! A poco tropecé con un anglosajón. Este tipo está poseído de su importancia desde que inventaron tantos aparatos, dominaron el mar y asesinaron a Napoleón. Son así estos jóvenes ingleses, dominadores, pechisacados, despreciadores, porque su país vence y está venciendo. Están naturalmente empapados en orgullo, pues hace tiempo que viven en el triunfo. Nosotros somos bajos de cuerpo, fofos, endebles y nos da vergüenza de la ruana, porque no hemos acabado de ser colonia; nos engendraron los españoles a la carrera y con remordimiento. Ahí tenéis a mi pariente Pedro, desde que se enriqueció, es realmente el más buen mozo y el más inteligente de la familia. Desde que los ingleses asesinaron oscura y lentamente a Napoléon, se volvieron descarados y hasta emitan teorías artísticas y sistemas filosóficos.

Acababa de encontrarme, pues, con el poeta de Jericó; me sentía ebrio de vitalidad y soñaba con la grandeza de mi país, cuando me encontré con el inglesito. Iba sin sombrero y en mangas de camisa, fumando pipa descaradamente como un dueño del mundo. Me quité el sombrero, levanté algo los brazos como el poeta de Jericó; me le metí por la derecha de la acera, y dándole con el codo exclamé:

—¡Uf! ¡Cómo fuman estos verracos!

No predico odio al extranjero, sino que debemos estimularnos hasta que nos nazca el orgullo nacional, la emoción de la tierra, costumbres e ideales; en una palabra, hasta que tengamos egoencia. El odio perjudica moral y económicamente al que lo ejerce y al que lo sufre, mientras que la egoencia de un hombre, y más la de un pueblo, beneficia a la humanidad. Debemos pensar que como el hermano cristiano que viene de Francia y que camina desenfadadamente, revoloteando las faldas de su vestido, nosotros también somos formas del impulso vital, hijos de Dios. Indudablemente que la explicación de la grandeza judía en todas las actividades está en la creencia milenaria de que es el pueblo escogido por Dios.

Las reacciones mías ante el míster de los empréstitos, ¿no me explican las reacciones de Bolívar ante la impertinencia española de 1800? Un viaje mío a Yanquilandia, ¿no me explicaría lo que sintió y vivió Simón Bolívar en España? El inglés que iba fumando pipa, y que hace bajar el precio de los papeles colombianos porque no lo saludaron, ¿no es el mismo gendarme español que detuvo al indiano Bolívar porque usaba joyas? Muy actual la historia de Bolívar, porque aún no hemos salido de la colonia y necesitamos averiguar la manera de obligar a nuestra juventud a reaccionar como el Libertador.

El sabio, el artista y la mujer bella

Diré, pues, a la juventud, que en todas las manifestaciones humanas, filosofía, arte, ciencias, pasiones, triunfa la energía. Es la vida manifestada la que domina. Estando persuadido de esto, el objeto de mis estudios no puede ser otro que la vitalidad. ¿Cómo obra? ¿Cómo se adquiere? Sus manifestaciones; métodos para adquirirla.

Por ejemplo, el sabio pastorea los elementos, a causa de su vitalidad que se manifiesta en el dominio que ejerce sobre ellos, agrupándolos según leyes; los posee, los hace parte de su patrimonio consciente. ¿Qué otra cosa es un gran pintor sino el que se apropia la manifestación formal de la vida, las apariencias? ¿Qué fue la Paulova sino la energía vital consciente del movimiento vivo, el baile? ¿Qué pudo ser Bolívar sino el que tiene como patrimonio la conciencia de la vida manifestada en pueblos?

Yo vi a la mujer que se llevaba las miradas y los deseos en las calles de la ciudad; la vida abundante es un vórtice que atrae las energías menores y se las absorbe.

El reino es, por consiguiente, de la vida, del torbellino de Descartes, del impulso vital de Bergson, del it yanqui; una estrella de cinematógrafo tiene it.

Pero me comprenderéis mejor contando el modo como he llegado a estas vislumbres de la vitalidad y describiéndolas una a una. El modo ha sido vagando por las calles, observando a mis amigos y parientes, asistiendo a tumultos, sermones, ejercicios espirituales, mesas eleccionarias, teatros. He sido socrático y nada le debo a libros, que son imágenes apenas de la vida. ¿Cómo abandonarla por su imagen? Un retrato de río o de mujer puede ser bello únicamente en cuanto captó algo de la vitalidad de la fuente. Es necesario ver ríos y mujeres, los modelos; asistir a la vida y no leer novelas; viajar en vez de leer.

No creo que esa cualidad misteriosa en virtud de la cual algunos privilegiados ejercen soberanía, a pesar de las instituciones democráticas, en virtud de la cual son un mito la libertad y la igualdad, provenga únicamente de las glándulas intersticiales. Por ejemplo, Uribe Ramírez, que tiene algo de it, es al mismo tiempo hermafrodita. Gonzalo Maya tiene un poco de vitalidad, y es barrigón fofo, atrofiado testicular. Vosotros sabéis que Gonzalo Maya arruinó a Antioquia. Netamente atrofiado testicular. Más bien creo que tal cualidad proviene de esa armonía orgánica hacia la cual tendemos como al ideal. El tipo perfecto del dominador sería el que tuviese todos los tejidos especializados muy potentes y en armonía. En la realidad siempre hay hipertrofias.

El doctor Arango y Simón Bolívar

En el tribunal de Manizales estaba el doctor Arango, que nos dominaba a todos un poco; mientras estuvo allí era difícil percibir a los otros magistrados; apenas murió aparecieron tiranoides: Urrea, el indio Becerra.

Ese mismo fenómeno sucedió con Bolívar en 1826. Volvió agotado del Perú y por eso levantaron la cabeza los tiranoides. ¡Eso fue así! Así debe explicarse el viaje a Venezuela para arreglar la cuestión Páez, el Congreso del año 27, la convención de Ocaña y el resto de la tragedia. Me causan risa los que afirman que si Bolívar hubiera obrado de tal o cual modo, como se les antoja al escribir sus memorias, hubiera continuado el brillo de la gran República y del Libertador. No. Su gloria era efecto de su torbellino vital, y, si lo hubiera tenido aún en 1826, y hubiese hecho matar a Páez, se diría que hizo muy bien. ¿Fusilado a Santander? ¡Muy bien! El significado moral de los hechos lo determina la vitalidad del actor. Pero ya para entonces el Libertador no tenía eso y se le acercaban irrespetuosamente todos los capitanes, mayores y generales para aconsejarlo; no era capaz ya de crear; dudaba; con la enfermedad le vino el sentido crítico; apareció el dudoso, el escéptico. Proponía unas veces separar a Colombia de Venezuela; ya quería obrar con energía, ya castigar o perdonar. El día más triste de su historia fue el 26 de septiembre de 1827, en que adoptó tantas resoluciones como generales había en Bogotá.

Crear es indicar un camino con un dedo prognata que chorree vida, con voz penetrante en el caos de la posibilidad y con neta imagen mental.

¿Por qué es tan desagradable convivir con intelectuales? ¿Por qué son tan impropios un marido intelectual y el presidente Caro? ¿Por qué los intelectuales raras veces están en puestos de mando? Porque son meros críticos, carentes de egoencia.

Yo soy la persona que más quiere esas virtudes vitales y que carece más en absoluto de ellas. Por eso estudio la vida del Libertador y por eso me voy para Venezuela, en donde están los generales que no sienten remordimientos al hundir un cuchillo en el vientre de los enemigos… O mejor dicho, de los que les hacen competencia en el robo de ganado; porque ése es el enemigo en Venezuela: el que también roba.

Con esas cualidades de la vitalidad se nace; ellas nos explican todas las cosas de la vida, pero no se adquieren. Llego a casa algunas veces entusiasmado, chispeantes los ojos, pecho sacado y digo algo de mando y mis parientes me contradicen sonriendo.

El doctor Escobar

Mi primera experiencia fue con el doctor Escobar, el hombre en cuya presencia he sentido mayor seguridad; es el único excepcional que he conocido. Lo he visto en reuniones políticas y de negocios y he apuntado sus palabras para analizarlas después; en casa, leyéndolas, me parecían discutibles sus razones; yo había dicho eso mismo algunas veces y ni siquiera me habían oído. Pero en tales reuniones él tenía razón, era evidente para nosotros que tenía razón. ¡Y después hablan de la fuerza de esta facultad! Lo que pasa con el doctor Escobar es que pocos tienen tanta alma, vis (fuerza).

Varias veces he estado con él en la casa de campo a la orilla del Cauca; es metódico; una vida ordenada: cuando trabaja, todo está trabajando; cuando lee, todo está leyendo; cuando duerme, se duerme todo, ningún sentido queda despierto, y cuando va de vacaciones al Cauca, es la juventud en libertad.

Un fenómeno que me interesó mucho es que no tiene remordimientos. Cuando fuimos al Cauca por la primera vez, pensaba yo al amanecer: veamos si mi gran amigo baja de su cuarto con remordimiento por haber conversado y vivido ayer como niño juguetón. Y no; estaba en vacaciones; todo él estaba de vacaciones; no era el gran hombre sino la juventud alegre. Cada cosa a su tiempo. Jamás ningún espíritu ha tenido mayor seguridad que el suyo. ¿Por qué a mí me remuerde la conciencia por el minuto anterior? Un día le pregunté por las hipótesis acerca de la otra vida y me contestó que ahora vivíamos en la tierra y que ése era nuestro deber. Sentí que tenía razón. ¡Vida noble, segura, amistad segura, primero pasarán cielo y tierra que su amistad! Es la única persona a quien amo intelectualmente.

Hace catorce años que busco el secreto de todo esto para aplicármelo, y no encuentro sino vislumbres. ¡Sería preciso descubrir por qué nace un fríjol! Un día, desesperado por esta mi persona coja, grité en la noche: «¡Grandes hombres seguros, mostradme las cápsulas suprarrenales, las glándulas intersticiales, la pineal, los glóbulos blancos!… ¡Mostradme el secreto que os impulsa como fatalidades a ir delante abriendo el camino!».

Pero la experiencia mejor con el doctor Escobar fue la siguiente: desde seis meses maduraba yo el proyecto de un gran negocio; estaba evidentemente seguro del resultado. Se lo expuse a mi amigo, y me dijo:

No me parece; es aventura que muchos intentaron y en la cual fracasaron como le pasará a usted.

Al subir esa noche al sabroso balcón amplio, lleno de silencio acariciado por el correr de las aguas del vecino Cauca, comprendí que toda mi convicción había desaparecido.

Al amanecer me fui, preocupado porque no encontraba mi convicción, y sin decirle a mi amigo el siguiente discurso que tenía preparado:

—Me voy porque usted me vacía. Con tres palabras rompió mi psiquismo, me derramó y me dejó vacío como un saco de arroz al que hicieran una cortada. Quitarme una convicción es tan doloroso como quitarme la manceba, pues casi nunca he estado convencido. ¡Adiós! Por hoy tengo que abandonarlo, a pesar de que lo amo, envidio y admiro. Usted es la escuela en donde se aprende que nadie tiene razón sino la energía secreta que llamamos vitalidad; que algunos hombres son fatalmente creadores de futuro. Usted es una prueba contra la democracia. Aquí han dictado leyes que consagran la igualdad y suprimen la esclavitud, y usted, contra su voluntad aún, es amo con ocho millones de súbditos.

Una mujer

Hubo una a quien todos miraron con ansia en los mil metros que recorrió hasta su casa; a todos se les salía el alma por los ojos y poros como si un imán se las extrajera. Llegó con ocho viajeros en pos. Yo era uno de ellos, orgulloso porque iba en busca del secreto y no como esclavo de tan bella apariencia. ¡Ay, eso me ha servido quizá como disculpa para seguir a todas las muchachas!

A propósito de seguir a las mujeres. Cierto día fui a votar por los liberales y al llegar me encontré con una, bellísima, y me fui yendo detrás, bregando por intuir el secreto que persigo y pensando: «¡Tú, frágil y bella! ¡Nada es verdadero sino lo bello! ¡Tú haces sencilla la complicación, fácil la dificultad y alegre la tristeza! ¡Maldito sea el que te haga sufrir y te vuelva seria, matrona y politiquera como la vieja que me incitó a votar! Y no voté y ganaron los conservadores; no estuvo mal porque soy apenas aficionado a la política. No tengo la barriga prognata de Abrahán; nací indudablemente para irme yendo detrás de las mujeres y para Venezuela a conocer al gran sombrerón. Cuando vayamos por los llanos, oliendo a ijares de mula, puede suceder que el secreto se me entregue…

Una carta

Esta conferencia produjo con qué llegar hasta Salamina.

Allí le escribió Manuelito esta carta a uno de Bogotá:

«Señor Gaitán: Le contesto acerca de lo que me dice de la Universidad popular. Tengo algunas ideas; por ejemplo, que esta gente híbrida debe ser disciplinada duramente. ¿Para qué sirve enseñarle literariamente? Eso no modifica. El mulato tiene buena memoria y aprende los discursos, sermones y versos, pero eso no modifica. Deseo escuelas donde se les discipline con métodos. Que no fumen; que no hablen tanto; que no corran, no me atropellen, no me atropellen, señores, y la gran disciplina del reloj, pues ahí está la gran regla, mejor que los ejercicios de San Ignacio. Aquí no usamos el reloj para su gran fin, que es darle método a la vida, medir nuestro progreso. En fin, tengo algunas ideas. La Universidad que usted intenta fundar será gran cosa si es un acicate. Pero si García Ortiz, cuyo retrato está entre los que usted me envía de los profesores, pretende hacer liberales, conservadores meníngeos, no puedo alabar. No me gustó un profesor que se hizo retratar fumando tabaco en pipa, ni otro parecido a Dempsey, con la cabeza agachada como para embestir.

¿Sabe qué pienso sinceramente? Que Suramérica no tiene remedio. Son habladores, imitadores y sentimentales. Aquí tengo los retratos de Sánchez Cerro, Uriburu y Getulio Vargas y son tan bizcos y feos como los tiranos que cayeron; es lo mismo estar bizco del ojo derecho que del izquierdo.

Quiero mucho a Bogotá y pretendo visitarla al volver de Venezuela, a donde voy por un retrato del sombrerón, para ver si también es bizco. ¡En fin, someta usted a sus discípulos a un método, cualquier método, aunque sea rezar el padrenuestro al revés! Pero si les enseña idiomas, discursos, a comparar las constituciones del 86 y del 63, ¡tendrá congresistas, ay, congresistas!».

— o o o —

X

Conferencia en Salamina

Todos los males de Suramérica proceden del vicio solitario. Os hablaré de esto, a 0,50 la entrada.

Entiendo por vicio solitario toda manera de efectuarse la descarga nerviosa sin que sea excitada por la realidad.

El padre Torres nos enseñaba mineralogía en el Seminario, así: «El cuarzo es blanco, de sabor tal, inodoro y abunda en…». No lo veíamos por ninguna parte. ¡El cuarzo! ¿Comprendéis? Cuando salí del Seminario y me di cuenta de que toda mi niñez había sido vicio solitario, me fui por ríos y quebradas en busca del cuarzo, y lo traje a casa y lo olía y acariciaba, exclamando: ¡Que no venga a mi mente la especie cuarzo en la soledad, sino al tocarte, a causa tuya, hermosa piedra!

Eso mismo pasó con Adán. Estaba solo y todos sus actos eran pecado. Se le entrenó la imaginación hasta el punto de que estaba creando un mundo soñado que casi cubría la obra de Dios. Este resolvió que no era buena la soledad de Adán, y creó a Eva. Es la misma historia del cuarzo.

A propósito, también para mí la mujer fue semejante al cuarzo. Recuerdo muy bien que fue en Bello, sentados en la acera de una esquina, en donde el mono Marceliano me repitió, refiriéndose a la mujer, la lección del cuarzo: «La mujer es…, para el tacto…, etc.».

Cuando crecí un poco pensé que no era buena mi soledad y me fui en busca de Eva… Eva fue la coja Matea, cabe un muro del cementerio de Bello, el muro donde está enterrada la madre Dionisia, autoritaria y gorda, superiora de las Hermanas de la Caridad. Y es verdad, salamineños, es verdad muy grande, gritan mis huesos, carne y sangre, lo que afirma Montaigne de que nadie sabe del amor hasta que yazga con una coja.

La coja mía, mi buena coja, mi Eva coja, perdonó mis desarreglos imaginativos, mis apresuramientos, y así espero que la humanidad perdonará a los ardientes mulatos de Suramérica su falta de realizaciones. Esta falta de realizaciones proviene del hibridismo y de la ensoñación a que invita el trópico con sus bellos ríos y las sombras maternales de sus árboles.

Suramérica es como el muchacho de los jesuitas, capaz de sugestionarse hasta sentir el olor de las trenzas, hasta sentir que se electrizan en agradable cosquilleo las terminaciones nerviosas. El suramericano se habituó a que la masa nerviosa reaccionara con la imaginación y no con la realidad; no puede poseer ya la realidad. Es como mi amiga Ángela, que soñó que había parido mellizos. ¿De dónde pudo parirlos, si es virgen y soltera?

Las mujeres no se entregan a los imaginativos. Los buenos amantes tienen alma y mucosas de paquidermo. Voy a describiros el tipo del buen amante: abundoso de carne, aunque no en demasía, lento. Se mete una mano en la pretina de los calzones y entonces es más fácil hacer apurar una mula maliciosa y cansada; se demora mucho. Es don Ciro Carranza, aficionado a la estadística, el gran estadístico de Medellín; se detiene mucho rato con las muchachas, los dedos pulgares metidos en las sisas del chaleco, o bien, una mano entre la pretina de los calzones, y las oye y mira sonreído paternalmente durante horas y horas. Del mismo modo trata los problemas estadísticos: cariñosamente y despacio. ¡No me atropellen! Así es como conquista muchachas y deduce e induce de un censo cuántos hijos naturales por cabeza hubo en Cali durante un año. ¡Igual es don Clodomiro!

¡Cuánta gracia, cuán terrenales, cuán olorosos a carne cruda son estos hombres realistas cuya energía no se descarga sino frotada, sobada contra la realidad!

Querida oyente: ahí tenéis el tipo del amante bueno: ese hombre que huele a carne, a humus, que como el cerdo se revuelca en la madre tierra.

Los hombres del porvenir de la patria son los parecidos a Carranza, los que dictan leyes después de manosear a la gente que ha de obedecerlas; que para decretar la apertura de un camino, van y huelen el terreno, recorren la región, apuntan las cargas de maíz que por ahí han de pasar, en una palabra, los hombres que se vuelven el camino

¡Somos viciosos solitarios! Grandes viciosos lo fueron los señores Caro, Suárez, Ospina. Intemperante imaginativo era Caro, que sabía mucho latín y gramática y que por eso fue Presidente. ¡Y el señor Marco Fidel, y todos! Tenéis la cara del estudiante de los jesuitas: ojos apagados, opacas las escleróticas, barrosos, grasosos y húmedas las manos. ¡Viva el gran partido tal! ¡Viva Cristo Rey!

Aparece una ley en Francia; a nuestros congresistas se les excita la imaginación, y tenéis… una ley suramericana, o sea, un vicio solitario. Nuestros Congresos son vicios solitarios.

Por ese vicio Suramérica es la tierra del Derecho constitucional y de las leyes; en cada uno de nuestros países hemos tenido en cien años treinta o más Constituciones, contradictorias, y unas doscientas leyes anuales.

En general no nacimos para pensar, sino para la acción. La meditación sin el acto es dañina en todas sus formas.

Estos suramericanos tienen generalmente un ojo más apagado que el otro. Ayer vi a una amiga que comía al frente. Tenía un ojo, el derecho, más dilatado, menos vivo, que no se fijaba bien en los objetos. Esto lo he observado en muchos. ¿Será la falta de armónica irrigación nerviosa?

Un amigo mío tiene un ojo desquiciado desde que estuvo en las lecciones de cuarzo; mira siempre para adelante, mientras que el otro ojo es ágil, agarra tenazmente las imágenes. ¡Qué horrible ese ojo sin voluntad! Los ojos cobardes absorben la vida de quien los mira y lo enferman. Me he consolado recordando y guardando el retrato de M. Laval: esa línea de sien a sien, tan larga como la de frente a barba; ese espacio entre los ojos tan amplio como ojo y medio; eso no lo tienen sino en Francia. Únicamente un pueblo dedicado al sistema nervioso durante miles de años puede tener un Laval.

Los ojos de este señor son separados y los rayos luminosos que en ellos entran tienen su ángulo a distancia y al frente, perpendicularmente a la línea que une las cejas. De tal manera que cuando se dirigen a nosotros quedamos cogidos en su campo visual, firme, franca y noblemente.

Pero estos malditos bizcos de Suramérica, a quienes les baila un ojo y cuyo ángulo visual no se determina, queda torcido, incierto, ponen a uno en guardia, como si le fueran a robar o engañar. ¿A qué miras tú, terrible bizco que gritas en el Congreso? ¿Cuál ideal agarran esos ojos y esas frases?

En política, en ciencias físicas, en amor y en derecho, existe ese ojo suramericano que no puede asir el objeto, el ojo desquiciado de mi pobre amigo.

Por eso resulta que los suramericanos son perezosos para moverse a sus quehaceres y para hablar no. Hablan alrededor; los embarga la imagen del presente. Por eso prometen y no cumplen. Su imaginación no es buena, a pesar de lo que se diga; lo que tienen es irritabilidad semejante a la de los sifilíticos nerviosos.

Conocí, por ejemplo, al doctor Muñoz, el sabio, el que sabía las alturas todas de los Andes y la geología toda de Suramérica. Pues no había subido ni a la próxima colina ni había cavado un hoyo; todo estaba en su cuarto lleno de libros europeos. Todos son grandes historiadores y describen las batallas sin irlas a estudiar sobre el terreno.

Esta intemperancia imaginativa me ha atormentado mucho y voy a haceros partícipes de un método, de algunas imágenes que tengo para curarme; método extraído de la figura de Ciro Carranza, el estadístico, y de un vendedor de helados, a saber: cuando uno tiene mucho qué hacer y en qué pensar; cuando está excitado por la belleza y el terror; cuando la imaginación corre, en una palabra, debemos contenernos y deliberadamente trabajar más despacio. Practicar lo contrario de aquello a que somos excitados, para vencer el dominio de las excitaciones presentes. Porque si nos dejamos poseer por este complejo psíquico: ¡Mucho qué hacer! ¡Apure, apure!; o por este otro: ¡Qué ley tan bella; dictémosla nosotros en Colombia!, nos debilitamos, enredamos y no hacemos sino tonterías. En tales circunstancias, yo acostumbro imitar a un envigadeño vendedor de helados que gritaba en la calle cuando no tenía ni un cliente: «¡Al sabroso helado español! ¡A todos los despacho! ¡Por orden, señores, no me atropellen!

¡Conforta, chupa y aprieta,
engorda la pantorrilla
y ayuda a la digestión!

¡Como el gallo a la gallina,
como la vieja al cacao,
como la muchacha bonita
para el hombre enamorado!

¡Por orden! ¡No me atropellen!».

Vencía el hecho de no tener clientela, creando bellamente la idea de un atropello de sedientos compradores. Yo hago lo mismo para vencer mi tendencia a derramarme: me reconcentro, pienso despacio, por orden, y así despacho a toda mi clientela de problemas, cartas, ideas y deseos. ¡Por orden!, le grito al deseo que apura mucho.

En el Congreso colombiano hay ahora como doscientos bizcos, que, si aplicaran este método, no legislarían sobre petróleo, por ejemplo; saben mucho de petróleos, saben los artículos de las cuatro últimas revistas que leyeron, pero no han visto otro petróleo que el que sudan cuando legislan…

Conclusiones:

El vicio solitario explica las siguientes características de Suramérica:

Primera. En ninguna parte hay tantas leyes. Consagran todo impulso generoso que aparece en Europa y, al mismo tiempo, en ninguna parte existen tanta anarquía y desenfreno.

Segunda. Se adopta toda moda, todo vicio, toda escuela filosófica o artística. Se está al corriente de la vida europea. Pero todo es superficial, no sale del alma así como la planta nace en la tierra. En Suramérica hay Verlaines y Baudelaires, y pintores peludos, y, al mismo tiempo, Colombia, por ejemplo, sólo tiene poblada, malamente, la parte montañosa del centro y tiene más de setecientos mil kilómetros de llanuras solitarias. ¡En verdad, bizcos solitarios, cuán dignos sois de admiración!

Tercera. Nada que principie a crecer más prometedoramente que un mulato de tercera generación; parece que su piel fuera de oro, y en las mujeres parece que sus pechos fueran de caucho crudo. Apenas llegan a la pubertad, se vacían y quedan como sacos.

Cuarta. Abundan los poetas y periodistas. En Colombia hay un pueblo, Sonsón, en donde todos, de generación en generación, han escrito versos malos. Los discursos y discusiones en los Congresos son ardientes y alrededor.

Quinta. Las revoluciones y los generales…

Sexta. Esta no la digo, porque me da tristeza…

Todo esto se resume en deciros que me voy para Venezuela a montar a caballo con los generales; a vivir, a abandonar los sueños. Iré por los llanos al lado del general Gómez y del general Pérez Soto, sombrerones los tres y olientes a ijares de mula sudada, y conversaremos así: «Cuando la pelea en el Guárico, cogimos al general Fulano y al hundirle el machete en la barriga…». Oh, salamineños, cuando retorne, diré: «¡Me entregan el gobierno o quemo esto!».

— o o o —

XI

Conferencia en Aguadas

Queridos compatriotas: trataré de Job y de sus amigos Elifaz de Teman, Baldad de Subá y Sofar de Naamat.

Los amigos tenían razón al sostener que Job estaba leproso y sin hijos, hijas, asnos, camellos, etc., porque había obrado mal.

Efectivamente, no puede resultar una mula, por ejemplo, del coito de dos libélulas. Se opone la ley de causalidad que rige al mundo.

Los amigos de Job eran grandes sabios; pero el supuesto de la historia es infantil, a saber: que Job era bueno y que Dios permitió al diablo que lo hiriera en sus bienes y en su cuerpo. Es niñería, porque en el universo rige la ley inmutable. No hay caprichos.

Tal supuesto es amoral, porque el lector es llevado a despreciar a los amigos sabios, pues sabe que Job no pecó, como ellos lo sostienen.

Pero advertid que es una novela. No existe, aguadeños, un leproso que no haya hecho lo preciso para serlo. La ley, o sea, que cada cosa aparecida exista latente en otra que se llama causa, no tiene excepción. No me explico cómo se haya podido tomar en serio la historia de Job. Si este señor de Hus estaba en el estercolero, cubierto de llagas, pobre y sin hijos, fue descuidado en sus negocios y cometió el acto que lo contaminó. De lo contrario, viviríamos en un mundo caprichoso y no sabríamos si por donde hay la huella de un pie pasó un hombre; si donde hay ceniza y carbones hubo un incendio; si donde hay dinero hubo alcancía y donde hay felicidad hubo amor por los semejantes y vida conforme a la higiene y la moral.

Por supuesto que estos ejemplos son limitativos y no tienen valor absoluto. No ignoro que el estudio de las causas es cuestión muy delicada y en que se cometen errores. Pero estos no desvirtúan la ley consistente en que toda apariencia estaba potencialmente en otra que la precedió en el tiempo, o mejor, en otras, porque todo, todo viene del coito de seres o acontecimientos. No quiero sostener que la enfermedad de Job compruebe que ejecutó determinados hechos pecaminosos, pues carecemos de noticias acerca de ella; no podemos sostener que proviniera de cohabitaciones sospechosas, pues no aparece que tal enfermedad fuera específica. En resumen, aguadeños, se trata de una novela.

Pero el enunciado de los amigos de Job ha quedado y quedará en pie: «Si estás así, debiste obrar de modo propio para estarlo; no vengas a sostenernos que has vivido sabiamente».

En la escuela de Derecho de la Universidad de Antioquia, Salvador Ossa, profesor de pruebas judiciales, repetía, saboreándose la lengua mientras pronunciaba las palabras, manoseando el textico con sus dedos glotones y gesticulando de aquel modo que lo hizo el amo del gesto inteligente, que no había sino un indicio necesario, a saber: Nudus cum nuda, solus cum sola et in eodem lecto. No sabía latín, pero se había posesionado tanto de estas palabras, que al decir nuda le relampagueaban los ojos; sola, temblaban sus maxilares, y eodem lecto, etcétera…

Se me ocurrió hablaros de Job porque hoy, a causa del verano, sacasteis en procesión a vuestros santos para que lloviera.

No es que comparta en absoluto la idea que oí expresar al descreído de la botica. A propósito, todo pueblo tiene un descreído de la botica, y decía el vuestro que esa rogativa era por ignorancia de la ley de causalidad. Yo le objeté que vuestra fe y vuestro deseo de que llueva también forman parte de la causalidad. Lo único que sostengo es que la historia de Job es novela.

La admiración por ella proviene de que sirve de consuelo y de instrumento de dominio a la mayoría, o sea, a los patojos. Dicen: «Mi pobreza no comprueba que sea perezoso; mi fealdad y mi bizquera no comprueban que haya tenido malas pasiones; mi cojera y asimetría no es porque haya alcoholismo o sífilis en mi familia. ¡Ahí está el libro de Job! Es que los designios de Dios son misteriosos y generalmente atormenta a los buenos. Nosotros, los patojos, somos los buenos, los amigos de Dios y ganamos las elecciones».

Creo, aguadeños, que en los pueblos mayormente dominados por los conceptos judíos, o sea, en España y Suramérica, es también donde el pordiosero ejerce con aires de rey. Es preciso iniciar una campaña contra la historia de Job. Así recuperaremos la grandeza que tuvo nuestra raza. Mientras aquí no se convenzan de que eso de Job es novela de tesis, la naturaleza no será para nosotros escuela en donde hace de maestro la ley de causalidad, y la mayoría se compondrá de patitorcidos, o sea, ganarán las elecciones los conservadores.

Hay que proclamar que cada uno lleva en su estado actual toda su historia. Los individuos y los pueblos llevan en su felicidad o su desgracia los indicios de su pasado. Por eso decía Jesucristo que lo hecho a oscuras se publicaría a la luz del sol y lo cometido encerrados aparecería abierto. Así, la mujer que yace al escondido, se abulta delante de los padres; el que piensa y obra bajamente, se hace semblante procaz.

Nosotros los iberos hemos inventado una serie de mitos para disculparnos: las malas, la desgracia.

Refiriéndome a los males que ha causado a la economía humana la historia de Job, diré que no sólo ha consolado a los desgraciados e inútiles, sino que los ha convencido de que son los hijos predilectos de Dios; y ha llegado el mal hasta el punto de que las minorías han aceptado esa creencia. Se ha perdido así el fruto que debía sacarse de la enseñanza del dolor; éste ha dejado de ser estímulo para mejoramiento, para la ascensión, como es el cuerpo duro para la pelota de caucho que rebota.

Fue venganza del pueblo judío, pueblo de patojos astutos, prestamistas, etc. Se vengaron, pues era el pueblo más feo y con la historia de Job hicieron aceptar a la humanidad que el ser feliz y sano era estar abandonado de Dios.

Esa academia de estercolero, cuyos personajes fueron Job, Elifaz, Baldad y Sofar, y como personaje de tercer orden el joven Eliú, es, en mi concepto, la primera novela de tesis en el tiempo y en mérito literario; las de Pablo Bourget son apenas pequeños incestos.

Prediquemos con Baldad que el hombre es promesa y que el maestro es el dolor, el castigo; que vivir es experimentar para purificarse; que el sufrimiento corresponde al necio y la felicidad al sabio; hay sabios desgraciados, pero en cuanto tienen de necios. El dolor corresponde al que se equivoca y la dicha al que acierta.

Creo haberos comprobado, yo, católico, que los males de España y de los iberoamericanos provienen en mucho del cristianismo mal entendido y peor aplicado.

Sólo esa malhadada historia de Job, atormentado por capricho del diablo y porque era perfecto en bondad, puede haber propagado la doctrina de que el hombre debe complacerse en la mugre y el dolor. Cada uno tiene su merecido y cada campo produce lo que en él sembraron. Dios es la ley y no ha existido ningún Job. Son los pueblos débiles, aguadeños, los que esperan milagros, resultados ilógicos.

Acaban de pasar las elecciones y ganaron los conservadores. Eso lo atribuyo a la historia de Job.

— o o o —

XII

Conferencia en Aranzazu

Para comprender a Suramérica y a Colombia, estudiemos al magistrado Madariaga. Por ejemplo, Goethe comprobó que el cráneo de los vertebrados es una vértebra hipertrofiada y que las espinas del rosal son hojas trasformadas. Esto quiere decir que el mañana está en el hoy; que en Madariaga está Colombia; esto es la evolución. En Adán y Eva, desnudos y maliciosos, estábamos nosotros. ¡Qué solidaridad!

A este magistrado lo conocí en Medellín. Delgado y alto; un hombre caído. La color así: como si en pequeñas manchas esfumadas pretendiera salir un blanco remoto a través de un negro remoto. (Hace cuatro años que brego por describir el color de los mulatos suramericanos, y para lograrlo he mirado toda clase de cueros viejos y de maderas abandonadas, y no he podido…). Las conjuntivas irritadas; varicosa y muy amarilla la esclerótica. Es el hígado hipertrofiado del híbrido. Los ojos pequeños y huyen cobardemente buscando de qué asirse, como en vibración de alas de mariposa. Las pupilas forman el ángulo visual cerca de la nariz. ¡Cómo huyen!

¿A qué raza pertenece? Un hijo de blanco y de negra se casó con una casi negra, y el hijo de estos se casó con otra mulata, etc., etc. ¡Cuatrocientos años!

Madariaga es juez. Tiene un hermano, bizco también, que incita a las turbas con una masa amorfa de catolicismo, socialismo y sentimientos africanos.

Nuestro hombre no quiere mirar a las mujeres, por inhibición religiosa. Las uñas son violadas en cuanto están adheridas a la carne y hermosamente ovaladas.

Estudia y escribe en los pleitos, aun en los días festivos, y sus sentencias son largas; se enreda y no agarra el problema; se alarga y no decide la cuestión.

Habla siempre así: «Tengo treinta y cuatro argumentos, ja, ja, para comprobar que las excepciones del juicio ejecutivo son aplicables en el juicio ordinario, ja, ja…». «Le dije al reverendo padre Máximo de San José que no importaba el triunfo liberal, porque la minoría conservadora del Congreso formaría coaliciones e impediría la expedición de leyes radicales, ja, ja…». Pues este tipo del mulato desquiciado es el que puebla y gobierna hoy a Suramérica, señores aranzazus.

Me preguntaréis: ¿es una promesa el mulato?

Os contestaré que abandonados al cruce entre ellos, al acaso, sin inmigración, tienden al anonadamiento. Pero que efectuando el cruce de modo que presida la ciencia, inyectando sangre negra y blanca en dosis determinadas, indudablemente aparecerá la raza definitivamente humana, el gran mulato. Suramérica es el campo experimental de las razas. Entiendo por gran mulato el producto definitivo que se obtendrá de la mezcla científica de las razas hasta unificar el tipo del hombre. La ciencia debe preocuparse de estos problemas, porque los medios de comunicación están en proceso constante, diariamente aumenta el intercambio y hay que llegar a la unidad racial. ¡Cómo no! ¡La creación del hombre! Por ahora no tenemos sino los ingredientes para fabricar el gran mulato, consistentes en las varias razas, sub-razas y variedades.

Pero es evidente que el producto suramericano se reseca, se va resecando…

Durante muchos meses efectué metódicamente mis observaciones, pues a un sabio de anteojos le oí que uno no debía concluir apresuradamente, por respeto a sí mismo. Yo he concluido después de experimentar mucho. Pero lástima que mi laboratorio haya consistido en pararme en un pie en el puente de Junín de la ciudad del Aburrá, a ver y oír. Lástima que la pobreza me haya impedido examinar todos los departamentos de Colombia y todas las naciones de América; pararme en sus puentes y plazas, asistir a los sermones y seguir a las mujeres. Allá en el puente que os dije, me paré durante varios años atisbando el alma mulata, esperando a que pasara alguno interesante para dejármele ir detrás y estudiarle su habituación: caminado, escupida y mirada; manera de hablar y modos de fumar y beber. Me faltan muchas observaciones. En Antioquia no hay ya sino blancos y mulatos viejos; los negros y mulatos nuevos están en los departamentos de Bolívar, Magdalena y Cauca. En Boyacá, Santanderes y Nariño hay indios y zambos. En Venezuela, país de llanura, hay un solo tipo; las sangres se mezclaron rápidamente con las guerras; por eso es el país que tiene unidad nacional en el continente. Colombia tiene catorce departamentos, cuatro intendencias y seis comisarías; cada una de estas divisiones es una seudonación dirigida por un vicario o prefecto apostólico corazonista, lazarista, capuchino, jesuita, dominico… Creo, señores, que llegará la hibridez apostólica. En el Ecuador y en Bolivia es donde debe estudiarse al zambo y al indio. El Perú siempre ha sido una mina trabajada por esclavos.

Considerando todo esto me preguntaba cómo diablos conseguiría con qué irme a observar a otros puentes, y resolví venir a hablaros de estas cosas, a 0.50 la entrada. ¡Y francamente, aranzazus, la vida corre mucho en este siglo para que dejemos al acaso la formación del hombre suramericano! Si ponemos cuidado, será bello; será ojinegro, como la caraqueña; ardiente, delgado y duro como riel, así fue Bolívar; la color, de sol poniente y las piernas y órganos genitales así de conmovedores y prietos como los del galo que se suicida en el Museo Nacional de Roma. ¡Esto no puede dejarse al acaso, queridos aranzazus!

El día antes de salir para acá, seguí a un individuo que tenía un desarreglo muy interesante del fluido nervioso. Su caminar y todo él eran vicio solitario. Al dar los pasos, imprimía a sus músculos, en todos sus órganos, un movimiento que denotaba típicamente el afán, así: al terminar cada paso hacía espasmódicamente con la cabeza un rápido movimiento como de arrear, como gritando: «¡Siga!», y lo mismo efectuaba con brazos y nalgas. Era un tic que reproducía en miniatura el paso que dio o que iba a dar. Lo perseguí durante una hora, hasta que penetró en un café y se expresó así: «Esto de las elecciones no se arregla sino con un dictador!». Al decir esto efectuaba el movimiento del tic y por la atmósfera se regaba el sentimiento de que este nervioso mataría a quien contradijera…

Por Dios, ¿cómo vamos a dejar al mulato enfermo entregado a sí mismo en el asunto de la generación? Nuestra patria se acabará. Es la mayor promesa humana, pero hoy por hoy es hijo de puta, astuto y falso. Lo primero se comprueba así: el conquistador español no tenía inconveniente en cohabitar con indias y negras. Los ingleses no lo hicieron y de ahí que en los Estados Unidos haya ese problema de blancos y negros netos, odiándose a muerte.

Pero resulta que el español despreciaba a la moza negra y a la manceba india, al mismo tiempo que las atacaba en la oscuridad de la noche; las atacaba con remordimientos; no contraía matrimonio con ellas; el fruto era hijo del pecado. Dondequiera que nacía un mulato o un mestizo había un pecado, una cohabitación pecaminosa, vergonzosa. Así fue como negras y mulatos y mestizos nacieron, vivieron y murieron en los sentimientos de deshonra, pecado y vergüenza.

Valoren los sociólogos el siguiente hecho, si quieren comprender a Suramérica: todo primer mulato fue hijo de un padre que se avergonzaba de él, que lo desconocía y que despreciaba a la mujer en quien lo tuvo.

Queda probado el primer calificativo; queda mostrada la llave que abre la puerta de la sociología americana.

En la segunda generación de mulatos ya existe el matrimonio. Y como Caín fue hijo del diablo, todos los hombres son hijos de puta y por eso el mundo es algo triste.

Aquí nadie sabe de sociología. Por ejemplo, vosotros tenéis establecida la endogamia en este pueblo tan reducido; no hay sino las familias Ángel y Ocampo. ¡Es un error! No amamos sino lo desconocido; con la endogamia en una aldea… no se engendra con gana. Hay que traer gente nueva a Suramérica; falta sangre para fabricar el hombre del futuro.

¡A Venezuela!

Estos sermones produjeron doscientos cincuenta pesos. El primero de septiembre de 1931 salió Manuelito de Medellín, con un gran sombrero alón y con rumbo a Venezuela. Llevaba un cuchillo de carnicero y un lápiz. Debíamos encontrarnos en Puerto Berrío. Medellín fue el último teatro de sus conferencias y no las transcribo por vulgares. Por ejemplo, la última vez, energizado en el odio que dice tenerse a sí mismo en cuanto es alcohólico, paseándose por el tablado, los ojos como llamas y las orejas muy paradas y grandes, cometió la impertinencia de gritar, señalando a un rincón, como si se viera a sí mismo:

«Materializo, objetivo mi persona odiosa, la saco; la veo ahí; ¿no la veis vosotros? Y le gritó con odio: ¡Personalidad que me atormentas y me soplas bajezas, maldita seas! ¡Hija de puta! ¡Hija de puta!».

Si Manuelito hubiera seguido, estaría ya enterrado. Y no lo está porque lo cuidé mucho; está sano, en Europa, puliendo, retocando, acariciando la biografía de Juan Vicente Gómez. ¿La publicaremos?

— o o o —

Agonía de Epaminondas

Ensayo de patología descriptiva

por

Manuelito Fernández

Introducción

Un hecho que me conmueve es que todos los que efectúan grandes cosas ponen el pensamiento, el alma toda, en la obra; pero, sobre todo, método. Llevan contabilidad de sus hazañas y las metodiza el reloj. Han adquirido reflejos. ¡Son habituados! El crimen es un hábito y otro es la virtud, y aun el desorden es mil esbozos de hábitos, ninguno predominante para dar colorido a la vida del hombre. Landru, cuya historia acabo de leer, era un habituado. Su cuaderno de contabilidad me conmueve; las matemáticas y el orden al servicio del asesinato y del robo de pobres viudas enamoradas en esa edad de los cuarenta, tan frágil y tan romántica. Esa edad en que les parece que se van a desnudar por la última vez. Se esmeran como el moribundo al confesarse. Una coja y una cuarentona son como higos. Cuando yo amaba las mujeres, me parecía a Landru; pero prefería las cojas.

A través del hábito se manifiesta la energía. Landru no bebía ni fumaba; tampoco se excitaba; se dominaba perfectamente en orden a sus viudas. Era una gran energía que se manifestaba en el hábito amoroso asesino-ladrón. Bonaparte era energía manifestada en el hábito guerrero-dominador. El hombre se clasifica por sus hábitos. Por ejemplo, si hablo de una coja, me disgrego, me pierdo. Es mi hábito.

Como ahora estoy rodeado de muertes en la familia, voy a metodizarme completamente en orden a sentir, vivir y comprender la agonía de mi tío Epaminondas, que está boca arriba en casa de mi abuela.

— o o o —

I

El perro de Jorge

20 de febrero de 192…

Me aterró la muerte dolorosa de Caín. El perro de Jorge murió hoy y Jorge debe llegar ahora de Manizales. Murió de los pulmones; estuvo cinco días ahogándose, corriendo desesperado en busca de aire. Los sufrimientos de este animal han desparramado mis ideas sobre la significación de la vida. Estoy con los ojos muy abiertos, llenos de angustia. ¿Por qué sufrió ese animal? Al morir se le reventaron los vasos pulmonares y la cocina amaneció convertida en charca de sangre.

Cuando murió el niño de Rosa, en grandes tormentos, estuve veinte días agobiado, admirado.

La tranquilidad del hombre en el mundo no es intelectual, sino habitual; es habituación. Cualquier muerte nos desquicia. ¿Y quién puede tener un sistema filosófico que le explique estas cosas?

El susto, lo extraño de morir y sufrir, es la espuela de los jesuitas en sus ejercicios y es la musa filosófica. ¡Qué bobos y abandonados somos!

Esta muerte de Caín me destruyó la tranquilidad habitual en que vivo. Siempre que ocurre la muerte de un ser familiar, me desequilibro; lo que prueba que mi vivir no está acorde con la muerte; ésta no forma parte orgánica de mis deseos, ideas y creencias.

* * *

Hace diez meses iba a pasar los sábados donde Juan Ramón, en Bello, ebrio de ideas que entonces me conmovían. Vivía entonces heroicamente.

— o o o —

II

La agonía

11 de marzo

Anoche soñé que un ser (¿Carlos Uribe?) llegó a mi cama y me estrujó el hígado contra las otras vísceras fuertemente. Desperté con el corazón débil y con ardor en el lado derecho del ombligo, hacia abajo un poco.

Por la noche estuve en casa y les conversé a mis padres de la enfermedad de Epaminondas y acerca de la muerte. Les dije que Diocleciano se hizo poner en pie para morir. Augusto se hizo hacer la barba y que Rabelais dijo a su criado: «Engrásame bien las botas, que el viaje va a ser largo». Lo malo es que durante la agonía todos diagnostican, el cura, las tías, sobrinos, etc. El diagnóstico lo hacen en cuchicheos. Lo que pasa es que ver morir es peor que morir, ver sacar un diente es peor que sufrirlo. No debían ser teatrales los asistentes a la muerte. Las mujeres se ponen hediondas porque no se bañan por el trajín de la agonía. El cura entra con mucha superioridad porque tiene la llave; parece que pensara, si se trata de un ateo o de un parrandista: «¡Este es mi tiro!». Conmigo irá a ser igual a Patricio, el Secretario del Juzgado: me va a humillar. Su actitud dirá: «¿Conque éste es aquel de Mirócletes? Aquí lo tienen, señores, contrito, untándose mi sotana olorosa». ¡Cuán terrible es la muerte del cristiano suramericano! Lo entran al cielo a puntapiés, de un modo muy feo y humillado.

Mi padre, a quien le viene por herencia un pánico mortuorio, está todo inhibido con la enfermedad de Epaminondas. Vive ahora como si tuviera también un cáncer. Para consolarlo, le argumenté: en la Naturaleza no hay nada brusco; uno muere así como nace; se va preparando por el envenenamiento y muriéndose, muriéndose…; de suerte que no hay un instante en que se pueda decir: murió. Morir es acto largo, por orden, lento, preparado. Epaminondas se está llenando todos los tejidos con los licores de su cáncer, y ya va en la mitad del camino. Oye menos, ve menos y comprende menos cada vez. Los gestos últimos son inconscientes. ¿Usted sabe cuándo se duerme? Pues así es morir. Y cuando el físico dice: murió, tampoco es cierto; todavía sigue la cosa progresando, descomponiéndose, etc. La vida es un hilo continuo cuyo principio y fin son ignotos.

Después comentamos de la abuela, tías y demás parientes que asisten a Epaminondas. Mamerta, la flaca, va de puntillas, ligero, ligero, como vive siempre; entra en puntillas, presto, y sale y se le planta a uno y con su aguda nariz y todo su rápido cuerpo dice: «¡Está muy grave!». Y sigue, corriendo como sombra vital por la casa vetusta.

La abuela tiene ochenta años y es una pasita. Entra a preguntar cómo está y se va a esperar la muerte suya; a ella sí la va a coger la muerte con una rapidez dulce. La perfecta ignorancia; será así como echarle un manto a un pajarito caído. Ciro, el tío letrado, egoísta irritado, diagnostica y echa pestes contra los que él cree que tienen la culpa.

—¡Es que se van para Chiriguaná y no se cuidan!; se meten a los ríos crecidos, beben aguardiente, trasnochan.

Está acostado, sin saco, en una camita larga y desde allí diagnostica. Ya quiere mucho a Epaminondas, porque se va a morir; cuando era el hombre sano y bueno, renegaba de él.

Estrella María tiene los crespos canosos de los temporales alborotados como avisperos, y habla y diagnostica de un modo que no admite réplica. Se siente que matará al que contradiga; es como los jesuitas: su tesis es la tesis, y lo demás, sofismas.

Fernanda Eugenia, la mujer del enfermo, no se aparta de él. Así, nunca se le apartó al hombre y siempre le hizo sentir un amor egoísta; es la mujer dueña del marido; es una especie de amor-odio, ese odio-amor que se tiene por las cosas propias. Los ojos salientes y brillantes. ¡Qué horrible es este amor y el remordimiento del amor! ¡No haber querido más al ser que se fue o que va a morir!

¡Pobre mujer!

12 de marzo

Trajo Jorge la noticia de que Epaminondas duerme con una mano apretándose el bazo y descobijado. Antenoche trasnocharon Jorge y Elías con él. Este, el hijo, dizque lloró al oír que se quejaba así: «¡Ay, ay, Dios mío!». Era la primera vez que se le oía una frase que no fuera terrena al hombre bueno y sano y risueño. Es que el hombre está muy solo al morir y se convierte en niño. Somos átomos conscientes, y tristes como huérfanos.

Estrella María resolvió comprar un tubo para darle los alimentos. Durante la noche, ni Jorge ni Elías se atrevían a ofrecérselo. Al fin se decidieron y él, al llamarlo, se sentó. Dijo Elías:

—Vea, papá. Tome la leche con este tubo. Es muy fácil.

El viejo respondió:

—Maldita sea, en los últimos días me van a poner a tocar flauta.

Hubo carcajadas de los tres. Quizá la última carcajada del moribundo.

Con Pedro Justo, el médico joven, charla de caballos. Los dos se han comprendido. Ambos son buenos y aman a los animales. Desde que Pedro Justo llegó y lo examinó, dijo Epaminondas:

—Este sí sabe qué tengo.

Lo supo: que el bazo está en forma de calabaza; que entre aquél y el hígado tiene un gran cáncer y que no dura un mes.

Pedro Justo es muy comprensivo; se unifica con dolores y miserias; vive entre el pueblo triste y moribundo y lo comprende; ama a los animales; jamás se irrita. No cobra. ¡Tenían que entenderse!

* * *

Acaba de entrar mi secretario a contarme que un tal doctor Callejas, viejo vago, hablador, sucio y pedigüeño, que recorría la ciudad diciendo chistes y maldiciones, estaba ayer bebiendo chocolate en el barrio de Guayaquil y divirtiendo a unas rameras tristes, y repentinamente cayó al suelo muerto.

Así no es gracia morir; no es dramático y no ofrece ninguna lección moral ni de arte.

Mañana iré a Bello a ver la casa del moribundo y a coleccionar emociones. Hay que aprender de todo, especialmente a morir. Yo estudio para cónsul; pueden no nombrarme; es lo más probable; pero mi papel de muerto es fijo, seguro.

Las ideas y sentimientos religiosos, las formaciones religiosas son fenómeno natural en el moribundo; son crisis fisiológica, así como la pubertad, las formaciones sexuales, etc.

Respecto de Fernanda Eugenia, no dizque se aparta del enfermo. Ese es otro fenómeno de la vida. Sentimos no haber querido más y más al que se muere. Fernanda Eugenia tiene remordimientos. Así le dije a mi madre:

—¡Atienda! No riña con mi padre, porque después, en la agonía de él, se arrepentirá. ¿Para qué hacer cosas de que nos arrepentiremos o para qué arrepentirnos?

Lo cierto es que el hombre vive y actúa en la tierra como quien no es de ella completamente, y jamás se aclimata a ella. ¡Es muy curioso! Raquelita, la hija del moribundo, dizque escribe cartas al novio en el cuarto del zaguán. Tiene diez y siete años. Ahí me tienen ustedes una fuerza tan fatal como el pánico mortuorio, y es la impulsión sexual. Son dos fuerzas irresistibles y ciegas. Son fuerzas elementales, simples. Una mujer de diez y siete años que esté bajo tal fuerza, busca los besos de su amor en la pieza del moribundo. ¡Cuán fastidiosas y faltas de la gracia de la inteligencia son las fuerzas elementales! Nos doblegan. El hombre no es libre sino cuando huye de esas fuerzas y alcanza la cúspide de la razón.

Los dos períodos más animales, más esclavos y fatales que tiene el ser humano son: la agonía y la pubertad. Ahí falta por completo el control de la inteligencia.

13 de marzo

Le conté a un amigo que Epaminondas estaba muriendo. No lo conoce y apenas dijo, sin atender:

—¡Sí, hombre!

Resulta que no atendemos y no vivimos sino con lo familiar. Mi padre está aterrado y mi amigo indiferente, como si no estuviera agonizando Epaminondas. Respecto de esto pensé que si el hombre sintiera todas las agonías, alegrías, tragedias y comedias… No le alcanzan sentidos y fluido nervioso sino para un punto de la escena que se representa en la tierra.

Hoy, a las diez y media, fui a mis padres a preguntar por Epaminondas. Mi padre estaba comiendo pescado frito, a pesar de su cáncer imaginario y de que convinimos ayer en que no se debían comer grasas animales, para librarnos del cáncer. Estaba aterrado, lo mismo que Jorge, quien trasnochó, y no me adelantaron la conversación.

—Está muy malo. Se queja mucho.

No quisieron entrar en detalles. Me ofrecieron pescado y ya lo iba a morder y resolví vencerme; me dije: el vencimiento propio es mi única salvación.. No comí. Ayer bebí whisky, comí sandwiches y bebí café. Hoy también.

Resulta que donde mi amigo están de fiesta por la venida de unos parientes, y en casa, de duelo por Epaminondas, y yo participo, según el lugar que ocupe, de estas dos circunstancias, con sus respectivas emociones. Se me ocurre que esto es lo más grave, no tener un lugar desde donde objetivar la existencia. No puedo prescindir de ser actor. Somos, aun el más filósofo, unos carajos, víctimas de la reactividad. Cuando me enojo o alegro y creo que está bien hacerlo, soy víctima de la reactividad. Con un pariente me enojé y escribí tres páginas en mi diario para comprobarme que debía aborrecerlo, y después de verlo nuevamente y conversar con él, pensar en sus características, medio en que ha vivido, educación, etc., su acto me ha parecido bueno y he tenido deseos de irle a pedir perdón y abrazarlo. A poco de llegar a casa llamó Jorge a informar que Epaminondas está gravísimo.

Así, Fernanda Eugenia, consternada y creyéndose el ser más abandonado y que cesarán la luz y la vida; los parientes, con la boca seca y cada uno sintiendo las mordeduras de un cáncer; Pedro Claver Aguirre, durmiendo y pensando en la gloria que le espera en la Asamblea de Antioquia.

¡Me da risa! La vida es adjetiva, completamente experimental, dramática. El estado de ánimo consistente en comprender que todo es irritabilidad nerviosa se parece algo a un punto extravida desde el cual se puede objetivar la existencia. ¡Dadme un punto fuera de la vida y os la explico!

Quizá vaya esta noche a ver a Epaminondas. Tengo urgencia por aprender a morir. ¿Se aprende? ¿Es posible aprender a morir? ¿Si todos son reactividades y si el papel ése lo representaremos conforme a esas reactividades? ¡Hay muchos problemas! Tengo treinta y seis años y soy muy ignorante; aún todo me sorprende. En mi cuaderno de cosas sabidas evidentemente, no he apuntado nada aún. Ayer caí en la cuenta de que no conozco mi oficina, pues tiene cuatro lámparas y no las había percibido; no sé de qué color son los muros, baldosas, techo, etc.

* * *

Según dice Jorge, que trasnochó ayer, Epaminondas se consume; está pequeño, pequeño como un niño. Los ojos grandes y muy hondos. Parece un átomo de miedo. Está aterrado. Epaminondas no es ya Epaminondas. Si continúan sacando cosas de él, ¿qué es lo que va a quedar? ¿Un átomo de conciencia?

Le tengo tanto horror a la muerte que hasta estoy intoxicado con esto de Epaminondas y hasta se me está quitando el miedo. Cuando pequeño me dolían los dientes y apenas llegaba el dolor a la cima, era tanto que no lo percibía ya. Toda sensación tiene un punto de intensidad en que se transforma. Asimismo, en las desgracias, en las preocupaciones y en las miserias se llega al supremo desespero que se llama SERENIDAD. Es el soldado que dice y piensa, caído:

—Acábenme de matar, pues.

¡Iré donde el agonizante Epaminondas! Me voy a dedicar a ver agonías. ¡Hasta deseos de morir tengo!

Iré y describiré su agonía como si lanzara a este papel pedazos de hígado y de bazo. ¿Qué va a quedar de Epaminondas, el hombre sano, bueno, festivo, siempre bondadoso, que ahora se queja, ¡ay!, ¡ay, Dios mío!, si siguen sacando cosas de él?

Lo peor es la esclavitud en que vivimos. Me dormí con ternura para con mis parientes, amigos, hasta para con mis enemigos políticos, y desperté odiando todo. Esta mañana me gritaba en el baño: ¡Hombre, Manuel, hombre! ¡Qué despreciable eres, amigo Manuel!

No hay por donde agarrar esto, pues cualquier apreciación que haga es un fenómeno reactivo, determinado por el miedo y la fisiología. ¿Quién es, pues, libre? ¿Quién objetiva la vida?

14 de marzo

Ayer dije a mi padre: no me haga caso; pero voy a escribir la biografía de Caín, el perro de Jorge, de modo que usted sienta y vea el perro y la muerte del perro, así como una kodak copia un objeto. ¡Pero que sea como pedazos de hígado y de bazo que arroje contra el papel y que formen ahí mapas de aguasangre! Pero no me haga caso; la vida tiene aspectos agradables, pero no sé sino captar lo que huela a muerte. Voy a escribir sobre el pánico mortuorio. Ja, ja, tengo cáncer en el duodeno y voy a escribir las biografías de Caín, el perro de Jorge, y de Epaminondas, mi pariente.

¿Será bueno dejar mi cadáver a los estudiantes de anatomía? Son muchachos juguetones que tienen la inteligencia cruda. Mejor es disponer que me hagan la autopsia y dejar trescientos pesos para ello y que les dejen a mis hijos los datos para efectos de sus enfermedades hereditarias. El corazón no lo puedo legar, a pesar de mi amor por los colombianos, porque quizá será engorroso para la gente, para la sirvientica que tenga que sacudirle el polvo al frasco; y si éste cae y se rompe, es fastidioso.

Informes suministrados por Jorge, anoche: que Epaminondas no permite que Fernanda Eugenia se le aparte. Le dijo:

—Si no quiere estarse conmigo, consiga una negra que se esté aquí hasta que yo muera.

Esta frase revela un gran pánico en este hombre que era el valor, y revela también el amor que se hace sensible en el peligro de la ausencia. Además, el hombre es sociable y no quiere morir solo. Si la materia tiene horror al vacío (?), el hombre lo tiene a la soledad. Ser sociable, y tener miedo es lo mismo. También le dijo al cura:

—¿Por qué no viene todos los días? Usted me hace mucha falta, padre.

Este es el ataque, el pánico mortuorio. Hasta ahora Epaminondas se ha portado con moderación y decencia. Si el pánico aumenta, será una escena terrible.

* * *

Yo pienso renunciar al Juzgado en julio, porque aborrezco al ochenta y nueve por ciento de mis conciudadanos, y además porque rebajaron el sueldo a ciento ochenta pesos. Después de estudio detenido concluyo que el treinta y tres por ciento de los hombres es el único tanto por ciento que se le permite odiar a un hombre común, normal. Lo que exceda de ahí es misantropía. Yo soy misántropo, en consecuencia. Visto eso y considerando que debo defenderme de mis enemigos, que no me han comprendido, abriré una Agencia de negocios: «Doctor X y Abrahán Urquijo. Se atiende a viudas, especialmente. Se reciben como garantía prendaria piedras diamantes y esmeraldas. No se reciben calzones».

Cuatro mil pesos al diez por ciento mensual producen cuatrocientos pesos.

Cien para gastos, y quedan trescientos, excluidas las ganancias por joyas abandonadas.

Un hombre como yo, que odia el ochenta y nueve por ciento de los procedimientos humanos en boga y de las opiniones en boga, pues al hombre en sí lo desprecio y a veces lloro por él (el pobre está sujeto a la muerte), no puede vivir sino a la enemiga, o sea, del anatocismo.

Ahora bien, lo único que a mí me reconcilia con lo humano es el triunfo; el día en que esté rico, querré todo, estaré salvado. Lo que no soporto es que los necios estén mandando y ricos.

Una peña (2) es salvación del filósofo
que ve triunfar las necedades.
El que no ocupa su puesto, lo aborrece todo.
¡El triunfo es un gran brebaje!

Amigos: necesito dinero para curarme;
para regalarlo y mostrar que soy bueno…
No soporto a los treinta y cuatro dementes
que me denigran en la Asamblea.

Por ejemplo, hoy a las once y media me atajaron cuatro dementes que antes no me saludaban para convidarme a una comida que dan en honor del amigo que se hospeda en casa y que no hizo caso cuando le conté que Epaminondas agoniza. Me convidan porque el gran hombre se hospeda en casa. ¡No sean marranos! Yo pertenezco a esa clase de gente, uno por cada cien millones, que no recibe, sino que da. Acaparamos verdades para darlas; somos antenas receptoras de cosas celestes para trasmitir a los amigos. Pertenezco a aquellos que cuando están pobres, huyen, y cuando ricos, vienen. Nacimos príncipes y no sabemos actuar en la miseria; entonces nos hundimos en la negra tristeza y morimos.

Por eso, venga una peña
para el pobre filósofo,
en donde no se preste
sino en bellas piedras.
El filósofo no recibe calzones raídos,
ni tampoco sin raer, femeninos…

Ahí estaré, soñando en riquezas,
manoseando piedras,
bellas piedras de mujeres viudas,
y meditando
en los puñados de oro
que arrojaré a los hombres
sacados de las cajas
de mi gran experiencia.

No he sido capaz de ir a ver a Epaminondas. Prometí ir ayer, ir hoy. No soy capaz de ir a ver que sus hermosas y velludas manos se han empequeñecido tanto que son manojos de vellos; son ya manitas. No soportaré el quejido orgánico: «¡Ay!». «¿Qué le duele?». «Nada». Eso no es dolor, sino algo sui generis que no se ha estudiado, porque el que lo siente no se preocupa por estudiarlo. ¡El lento y sordo dolor del cáncer! Es, consiste en vivir la convicción de que no tenemos padre, ni madre, ni amigos, ni nadie, porque ninguno puede acompañarnos; que somos meteoros conscientes que nos acercamos al campo de atracción de un gran sol que no se ve aún, ni se toca, ni se oye, ni sabe. «¡Padre, padre!, ¿por qué me abandonaste?». No soy capaz de ir a ver a Epaminondas, esa angustia de no tener enemigos, de no sentirse atraído por la tierra. Me contentaré con los datos que traiga Jorge…

A mi gran amigo le siguen las visitas de curas, genios y señoras; todos diagnostican; todos tienen un gran plan para salvar el país. Todos son irritados meníngeos. ¡Aquí en Colombia hay mucha sífilis nerviosa!

¡Oh, marranos; oh marranos políticos!
vuestro filósofo está triste
por la angustia de Epaminondas,
el que ya no tiene plan financiero,
ni partido político;
el pobre canceroso
que se aleja de las leyes físicas…

Una dactilógrafa de la oficina de arriba viene diariamente a contarme sus amores; es fea; yo nada le he hecho para que me atormente. Indudablemente me confunde con un cura de almas, pues dice que viene por consejos. ¿O será que tengo ya cara de muerto, de hombre que posee secretos?

Mi mente se está disolviendo. Dentro de poco, el odio a mis enemigos estéticos y políticos (¿tendré enemigos políticos?) acabará con mi organización. ¿Cuál irá a ser mi locura?

———
(2) Tienda de pignoración.

16 de marzo

Estoy convencido de que todo es vanidad; casi todo lo van sacando de nosotros cuando la agonía, y por eso Epaminondas está que parece un manojito de miedo. Era grueso, lento, caminaba como el que se pasea por donde lo están admirando, hablaba lentamente. Pero este convencimiento me ha costado mucho. Despreciar a mis amigos; despreciar a todo hombre actuante; reconcentrarme en mí, herido en el amor propio, y rumiar, rumiar los acontecimientos humanos.

No quise ir al banquete. Me quedé con un amigo que habla todo el día de sí mismo. Tiene tirado a su alrededor un círculo mágico y todo el universo se concentra en él. Ignora perfectamente que otros sufren; que otros necesitan desocuparse hablando de sus propias cosas a oídos que sepan escuchar; que Epaminondas agoniza y que hay pobres. Estas cosas no existen para él sino como temas para hablar de sí mismo.

Yo estuve herido, sufriendo en mi amor propio; pues, ¿no soy también un alma con sus deseos y miserias? ¿Cómo soportar que me traten como una nota para producir la música del egoísmo? ¡Yo no soy cortesano! ¡Más bien me hago prendero o carnicero!

¡Fui a ver a Epaminondas! Entré y me buscaba con sus ojos. Todo lo terreno lo busca con los ojos, difícilmente, como si estuviera ya muy lejos. Le estreché la mano; aún está caliente y aprieta. Va a durar algunos días. Ya hicieron construir la bóveda y tienen el hábito del Carmen para enterrarlo. Las otras enfermedades son diferentes al cáncer; se puede aliviar el enfermo, por milagro o por un remedio apropiado; en el cáncer se trata de esperar nada más.

Acepté que le hicieran remedios, pues hay que hacerlo vivir todo lo que se pueda y conscientemente, para que efectúe la experiencia hasta lo último. Por eso no se le debe dar morfina. En esta filosofía estuvimos acordes Pedro Justo y yo.

Me impresionó hasta las náuseas este hombre fuerte que ahora está humillado, compadecido y cuchicheado por las cuñadas.

A la ida para donde Epaminondas me encontré con Bacalao, un bobo que va diariamente a pasear a Bello en tranvía. Pasear, vivir vida orgánica es muy agradable. Yo acabé con mis intestinos al llevar vida mental. Esta no está aún preparada para funcionar sino muy someramente. Acaba con intestinos y vísceras. ¡Gocé mucho con las ideas de Bacalao! Yo necesito ahora de su filosofía. Ser un animal que pasea y que se cuida. Yo también, como Bacalao, estoy observando que las mujeres no me atienden, por eso, porque acabé con los intestinos, porque no vivo orgánicamente.

Donde Epaminondas había uno que estaba con el niño que mima; es algo insoportable el amor irracional por un niño. Otro asistente a la agonía estaba acostado en la camita larga, dogmatizando. Hablaba acerca de cómo se debía gobernar, a bala; hacía señales de apuntar con un fusil al pueblo hambriento, así: «¿Que se van a levantar en armas? ¡Levántense! ¡Pum! ¡Pum!».

No tuve emoción intensa. Mi padre sigue aterrado. La diferencia entre él y yo consiste en que él no ha objetivado la muerte.

A las ocho de la noche fue el banquete de mi amigo. Desde allá dizque me llamaron; con eso gocé, porque me llamaron. Ja, ja, ja…

A las nueve encontré en casa a un maestro de escuela haciendo visita. Me habló de mis libros y gocé. Digo que gocé, porque estuve amable y hablé mucho; hasta olvidé que Epaminondas agoniza.

Irremediablemente es que a todo hombre lo pesquen con alabanzas. El santo goza con ellas y sufre por ese goce. Esa es la diferencia que hay entre los santos y los otros respecto de alabanzas.

17 de marzo

Epaminondas pasó el día 16 quejándose. Su dolor no cesará sino con la muerte. La sensibilidad de los allegados está obtusa, cada día más.

Siguen las visitas donde mi amigo. Todos le hacen la corte, porque los puede emplear. ¡Sabroso para él que tiene gente que le respeta!

Las trece. ¡Mis amigos son detestables! El sordo Salazar quiere desde hace días que vaya a beber café con él, para comentar política. ¿Y Dios? Pueda ser que de este mirar las cosas con asco me apegue a Dios. ¿No podrá conversarse de Dios? Dios no falta, no ofende, no tiene vanidad y no agoniza. Es la fuente de las fuentes. ¡Que no me importe que me abandonen, que me renieguen! ¡Que no me apegue!

* * *

¡Vida detestable! Anoche viví en el infierno. Sufro igual a Epaminondas, con la agravante de que soy débil, y él, fuerte; perverso, y él, inocente. Dizque se lamenta continuamente, pero si le preguntan qué le duele, responde que nada. He renunciado a escribir sobre Caín. He renunciado a escribir la agonía de Epaminondas, porque no se puede pensar impunemente en el mal, en la muerte, en la agonía. Acaban esas cosas por formarle a uno un círculo férreo que lo va apretando, apretando hasta reventar.

Ahora voy a virar. Contemplaré la grandeza del hombre y las cosas bellas. Jorge dice que sacará los restos de Caín; lo enterró al pie del ciruelo y le puso una cruz; pero no quiero pensar en estas cosas. Son profundas, pero voy a virar; tratemos pues de la sangre.

La sangre

De ella procede todo, y ella procede de los alimentos, de la tierra. Buenos alimentos, suficientes y sanos, producen buena sangre. Que no haya acideces ni congestiones intestinales. Hay que huir de los venenos: alcohol, acideces por el mucho comer, pensamientos que inhiban las funciones fisiológicas; pensar en agonías es perverso. La Edad Media era perversa. Comiendo bien (masticar, reprimirse) y con un régimen imaginativo agradable, se llega suavemente a la agonía. Bue-na co-mi-da. Mas-ti-car, mas-ti-car, re-pri-mir la i-ma-gi-na-ción.

El espíritu

El es-pí-ri-tu está mezclado con la sangre y es imposible separarlos; algunos dicen que el espíritu es la sangre. Toda separación es arbitraria. El carácter y obras, la agonía, son resultante de espíritu y sangre. Esa mezcla se llama hombre.

La muerte de Epaminondas me excita. Debo huir. Es un error cultivar la miseria. Me está asesinando este asunto de Epaminondas.

¡Or-den! Estar ocho días sin imágenes.

23 de marzo

Seis días hace que sufro y gozo sin escribir. Respecto de Epaminondas, se queja y vomita constantemente: «¡Ay, ay!». El cloral no le produce efecto. Juan Ramón, el otro médico, le puso inyección de sedol. Pedro Justo no quiso. Cree en la purificación por el sufrimiento. ¿Debían, entonces, operar a sangre fría? Dice Jorge que Epaminondas tiene un taco de excrementos atajados por el tumor, y que no le sirven de nada lavados ni purgantes. Pedro Justo dizque introdujo el dedo y piensa sacarlos así.

Con el sedol durmió diez horas y dormido botó el taco. Su mujer fue a lavarlo y él decía:

—No; ¡van a saberlo! ¡No me dejo!

Hubo que amenazarlo con llamar a otra persona a ayudar. ¡Carajo! ¡Un hombre tan noble y limpio verse en éstas!

Mi amigo se fue para Bogotá. Es grande su alma; pero solo no podrá salvar a Colombia. Se aproxima una gran revolución en Suramérica. Cada día hay mayor miseria y los Getulio Vargas son unos bizcos incapaces. Los gobernantes viven del crédito que les abrió el pueblo. Todos van a caer muy fea, muy fastidiosamente.

Yo sigo enfermo, a pesar de que no como ni bebo nada perjudicial. Moriré de incomprensión; mis enfermedades no las cura sino la alegría del triunfo.

De los amigos tengo un gran fastidio; no tienen absolutamente nada de humanidad. Piensa mal y te hieres. Me estoy enloqueciendo o muriendo.

24 de marzo

Tengo en el lado derecho del ombligo, un poco abajo, allá adentro, en los intestinos, algo como un cuerpo extraño, del tamaño de mi mano cerrada. Es duro y cuerpo extraño. Allí se detienen los excrementos y allí se forma una gran acidez y me arde por las noches. Me duele. Epaminondas me está matando. Si pongo en esa región la mano abierta y aprieto, siento que entre la mano y las entrañas hay un cuerpo comprimido; si lo aprieto con las puntas de los dedos, se corre. Por cuerpo extraño entiendo que eso carece de sensibilidad, que al comprimirlo no me doy cuenta de su existencia sino por la sensibilidad de las manos y de las entrañas. Eso carece de inervación.

Últimamente, desde que Epaminondas agoniza, viene creciendo y perturbando la digestión y el pensamiento de un modo insoportable. Pedro Justo y otro médico, el marido de Amalia, me examinaron y el primero opinó que era el colon dilatado; el segundo, que me hiciera radiografiar.

Mi idea es que se trata de un tumor. Respecto de Epaminondas, sigue muriendo, y como va largo, a todos los espectadores se les ha quitado el sentimentalismo. Inconscientemente piensan que esa representación va muy larga. El hombre no puede compadecer los dolores que duran mucho: son como el de dientes, que de puro intenso, ni se percibe.

25 de marzo

Mi barragana no me quiere ni me ha querido nunca. Ella vive contenta mientras no estoy en casa.

Epaminondas está mejor, duerme mucho.

Es necesario analizar el problema de esta mujer. Que no me quiere de verdad lo induzco de los siguientes hechos:

Primero, que no se preocupa por mis asuntos; segundo, que no le importan mis enfermedades; y tercero, que no me atiende.

A sus parientes los atiende, mira qué les falta y los aprecia, sobre todo los aprecia. Me desprecia, pues no comparte mis odios y nunca encuentro comidas escogidas por ella para mí, ni toallas nuevas en el baño y la ropa tengo que pedirla.

No comparte mis aficiones, opiniones, pasiones y odios políticos (porque todos mis aborrecidos me parecen enemigos políticos; ¿será porque en Suramérica el enemigo político está pesado de matar?). En casa de Elisa (la casa de mis padres es mi casa y esta otra es la casa de Elisa), no imperan nunca mis ideas. Me tiene como a un ser inferior y loco. Recuerdo muy bien que no le importó nada cuando le dije que tenía un cáncer.

Cualquiera diría que me ama porque no soporta que me ausente o que mire a otras mujeres; pero eso es amor propio.

La conducta que debo observar es abandonarla, pues en realidad yo la atormento y muchas veces creo que la estoy matando y entonces me arrodillo y le pido perdón; con mi presencia y actitudes cariñosas no conseguiré sino atormentarla. ¿Cómo va a compartir mis odios si yo me arrepiento de ellos?

26 de marzo

Ayer un hombre se llevó de la plaza de mercado a una niña de cuatro años, engañándola, y en los prados de Belén la violó, la descuartizó. Quedó moribunda. La abandonó allí y ella, arrastrada, llegó hasta una casa. El hombre está preso, o sea alimentado seguramente, sin trabajar, y la niña agoniza. Cualquier juez sentiría no poderlo castigar más allá de la muerte, y yo pienso que no debe ser así, que deben enseñarle, pulirle la conciencia hasta que se desprecie tanto como estuprador, que las lágrimas lo consuman como llamas que lamen la carne. Todos tenemos parte en este estupro, porque el universo es solidario. Castigo no sirve; educación, disciplina, hacer objetivar el pecado para que vaya como sombra detrás del pecador, o sea detrás de la sociedad. ¿Quién lo duda? Todos, porque todos son masa informe. Castigo sirve en cuanto se confunde con cultura, educación.

Yo también persigo a las mujeres, así:

Corrí locamente detrás de su sonrisa
y la encontré seria como una señora…
¡Qué tristes son las señoras serias
que desconciertan nuestra loca juventud!

Tras de Dios es que corremos,
huyendo de negra soledad…

¿Qué busco sino el calor humano?
Voy huyendo del estuprador…

27 de marzo

Anoche sentí mayor ardor en el hipocondrio derecho. He resuelto estar a leche durante dos días, jueves y viernes. Con hambre tiene que curarse este envenenamiento. El sábado me iré para las orillas del ardiente río Cauca.

28 de marzo

Comienzo a sentirme lleno de amor y apego y tendencia a la tierra, y por eso, desgraciadamente, ya no puedo entender a Epaminondas. Además, Jorge no ha vuelto a casa, está con Epaminondas desde hace días. Parece que la enfermedad se alargará. Todos desean que muera pronto, pero no lo dicen. La muerte tiene que ser rápida, y si no, le cogen fastidio al moribundo.

Sobre todo las mujeres quieren que se muera pronto; ellas miran al amor como al único asunto de la vida; le ponen ceremonias, lentitud. Por eso yo he fracasado en el amor. Exijo que se acuesten ligero; no soporto su conversación y ellas no cierran la boca sino en premio de haberlas escuchado.

¡Adiós! Mañana me iré. Esta obsesión de Epaminondas la dejaré en el Cauca. Desde las seis de la mañana la tranquilidad será mi compañera hasta las otras seis de la otra mañana.

Libro de mis sueños es éste. Todo lo que pasa por mí aquí está. Me hice examinar de un médico y dijo que era dilatación del ciego.

28 de marzo

Dejé el viaje para el lunes, porque no enviaron las bestias. Hoy se levantó atormentada mi manceba. ¿Qué vio en la noche? Quedó allá atormentada y yo también lo estoy. ¿Qué giro tomará esta vida tan curiosa? Estoy asustado. No quisiera atormentar a nadie. Yo no la conozco; ignoro en absoluto qué piensa y qué siente. No sé si me amará; es completamente desconocida para mí. Estoy sufriendo. Me atormenta. ¡Qué grande error cometimos al amancebarnos, desde el punto de vista de la felicidad!

Epaminondas ha tenido dos crisis de ahogo; se ve ahogado; le falta aire: ¡ciento cuarenta pulsaciones por minuto! El médico dice que en un ataque de esos quedará muerto.

Sigue varonil en su agonía. Recibe bien a los sacerdotes, pero con seriedad viril. A Fernanda Eugenia, que le preguntaba femeninamente: «¿Cuál de los dos padres que vinieron hoy le gustó más?», contestó: «¿No sabe que a mí no me gustan los curas?».

No habla de su muerte sino lo natural y no comenta sus emociones o no las tiene.

Lo que está ahora enredado es la casa de Elisa. ¡Si yo pudiera olvidarla! ¡Si Elisa se fuera tranquila y feliz, o se quedara tranquila y feliz! Pero estamos acostumbrados a atormentarnos; somos uno para el otro mártires necesarios. Esta vida mía se enreda y acabará mal si no tengo carácter.

Desde aquí siento que Elisa está allá, en casa, sufriendo indudablemente y odiándome, porque ella recibe todo el odio que tengo por la humanidad y sufre y me desprecia y me ama (?). Siento su odio; me pesa como un fardo. Sería terrible que ella muriera odiándome. Yo siento desde aquí su odio. Me cree, me tiene por ser odioso. ¡Qué terrible! ¡No sé qué hacer!

Ayer me encontré con un pariente de Epaminondas. Está viejo y no es capaz de ver a Epaminondas. Es sensual como yo, egoísta como yo, sin carácter, como yo, y airado también. También su manceba murió a causa de él.

Invoco aquí a María, la madre de Jesucristo, que me ha salvado en todos mis tormentos, para que me saque de este mundo bajo en que estoy enredado. ¡Señora! Arréglame estos negocios para que Elisa no sufra por mi causa. ¡Arréglame este asunto! Tú eres el centro del mundo emotivo más puro que existe para mí; vente al mío y así tu infinito bien borrará mi mal. Haz llegar alguna emoción a Elisa, que le desbarate su complejo psíquico actual, porque yo la estoy matando a sufrimientos. ¡Necesito que me salves!

Señora María, madre de don Jesucristo,
Tú me salvaste de la trepanación
diagnosticada por el doctor Abundio.

Sálvame ahora de esta complicación
en que me hallo con doña Elisa,
pues el remordimiento me muerde de verdad,
y bien examinado, la quiero con pasión…

Todos mis actos son puras debilidades,
pues son los mismos actos de mi tío Jesús;
son los abuelos que actúan en mí…
¡Perdona, Señora, mi parte personal!

No tengo otro culto si no es el tuyo;
todo lo demás me es aborrecible;
yo te llamo en mis instantes graves
y sólo de ti espero mi salvación.

En resumidas cuentas, no se debe amancebar sino el hombre muy bien educado. Nosotros, débiles esbozos de hombres, sin propósitos dominantes y firmes, no merecemos sino una prendería y una soledad. ¡Aun el amancebamiento nos está vedado!

Libro de mi vida es éste. Leyéndolo bien, se ve que cuando yo muera voy a perder todo lo que tengo, pues todo es del cuerpo; no hay adquisiciones del espíritu. Creo que perduran los que tienen adquisiciones que no se gastan en la agonía. «¡Todo lo perdimos!». Eso diremos nosotros después de morir, al otro lado.

Los conocimientos espirituales no se pueden enseñar o comprobar. La verdad es el estado en que se vive. En el atrio de la catedral percibí esto muy claramente y no me acuerdo cómo fue. Por eso no puedo comprobar que en la agonía se consume todo en los que no tienen adquisiciones del espíritu, pero así es.

Nadie me abra el cajón y lea este cuaderno. Lo tengo con señales para saber si lo están leyendo.

Hace dos años le aconsejé a Epaminondas que no les pagara a unos parientes un dinero que le prestaron. Hablaban horrores de él —del pobre, que perdió todo en un negocio—, porque no pagaba pronto. Pues a pesar de todo les pagó y se fue pobre como un lazarino para un pantano a que su cáncer creciera… ¡Cómo tuvo razón! ¡Se va sin dolor, sin dejar enredos terrestres! Durante dos años estuve creyendo que yo tenía razón en mi consejo.

* * *

Hace días que Jorge no trae noticias.

Las dos de la tarde. —La vida es una serie de actos ejecutados por aburrición, para estar ocupados.

Siempre he tenido el deseo, ahora muy intenso, de pasarme a otra casa y comenzar ahí una vida nueva, completamente noble y buena. También me consuela mucho pensar que mañana principiaré a ser otro diferente, bueno en todo.

¡Vamos a ver! Desde ya comienza mi descanso. Sólo me preocuparé por esa palabra. Ocho días.

Descanso

Cesación de la actividad; pausa de la tensión nerviosa que resulta de la actividad. De modo que consiste en cesar de la tensión nerviosa. Como cada actividad se ejerce por determinados músculos, puede haber descanso cambiando de trabajo.

Descanso: pausa en una actividad. Lo mismo sucede en el descanso de la tierra, cambiando de cultivos. Y me propongo descansar de mis actividades de escritor de la agonía de Epaminondas.

Primera regla: No recordar a Epaminondas.

Segunda: Pensar seguidamente en descansar.

Tercera: Conseguir un objeto que me apasione.

Tampoco permitiré que mi cerebro se caliente en el entusiasmo. Allá, en las orillas del Cauca manso y traicionero, cultivaré mis funciones fisiológicas.

Arte del descanso: conjunto de reglas o modos para obtener la pausa en una actividad:

Primer modo: Alejarse de los lugares en donde se ejerció la actividad, pues la asociación es causa de que se reanude.

Segundo: Alejarse de las circunstancias en que se ejerció la actividad.

Tercero: Cambiar de vestidos, modos de caminar y de hablar. Por ejemplo, yo, el escritor de la agonía, soy el que camina así, el que habla de tal modo, el que se viste de… etc. Casi podría decirse que el arte de descansar es un renacimiento voluntario.

Observación: No hacer nada es un método pésimo, pues al desocupado lo cercan las imágenes de su ocupación anterior. El mejor descanso para mí será enamorarme de la vida, o sea de una negrita caucana que huela a río Cauca. El cerebro tiene repugnancia por la monotonía, pero no por la continuidad en el trabajo. La misma idea cansa. Las mujeres, que tienen débil el cerebro, cambian de seguido, en defensa del agotamiento. La vaguedad de las mujeres es una defensa inconsciente.

Respecto de Epaminondas, parece que se quedará muerto en uno de esos síncopes. Pasa ahogándose y pide que le quiten el pijama y que le abran las puertas.

6 de abril

Durante ocho días (Semana Santa) estuve en el río Cauca, sin papel, lápiz ni libros, aprendiendo a nadar, montando a caballo y molestando a las negras. Observé que soy impropio para conversar, divertir y hacerme querer de la gente del pueblo. Siento en medio de ella que soy un ser extraño, que no se establece el contacto. Tampoco me familiarizo con prados, montes y ríos. ¡Son consecuencias del pensamiento!

¡Qué terrible estado! Aburrido de escritor de agonías, sin propósitos, vago en todo.

Ahora estoy un poco libre. Pienso en el placer de sentarme en los cafés de las aldeas remotas a ver novedades. «El indio de Urabá se reconcentra y se comunica con Ságuila (Dios)». Esta frase se pasea por mi cerebro y me causa una especie de agrado, como apaciguamiento. Epaminondas sigue en el mismo estado. ¡Sedol y sedol! Pide el sedol apenas despierta.

En casa agoniza un gallo y yo lo estudio.

El gran placer es la libertad. Que existan deseos, pero que no absorban.

8 de abril

Mi vida se divide en períodos. Períodos como los solares, tormentosos, pasionales, místicos. Otras veces no soy nadie. ¡Llámame a ti, Señor Dios de los ejércitos!

Las tres de la tarde. —Va mi vida por senda oscura de pasión. Me tiene atraído una negra, como el imán al hierro. La sangre quema las arterias. No he vuelto a pensar. ¿Qué valgo yo sino es por el pensamiento? Murió el gallo. Yo valgo por el pensamiento nada más. De vez en vez me acuerdo de la tierra tal como la vi en un librito de geografía elemental para niños. Era un globo que tenía unos animalitos como pulgones de rosal que representaban a los hombres. Siento sobre mí el sol inmenso y el inmenso espacio. Sobre mí, ¡tan pequeño y bajo en mis propósitos, tan carnal! ¡Cómo alumbras y entibias dentro de mí y alrededor, sol inmenso!

9 de abril

Dice Jorge que Epaminondas está poniéndose hediondo ya. El cáncer se le percibe como un sombrero debajo de una sábana. Se vició a la morfina; cuando llega la hora, grita en solicitud de la morfina. Lo malo está en que nadie puede detener el curso de la duración, o sea el tiempo. El tiempo es el uso de la energía. ¿Estará bien esta definición?

18 de abril

Epaminondas dizque está tieso y no ve ni oye. Saben que vive porque funciona aún la caja torácica y por el ronquido que sale de su garganta.

23 de abril

El sábado 18 de abril, a las siete y cinco minutos de la noche, murió Epaminondas. Yo tengo náuseas. Un verdadero asco por la vida. Llegué a las cinco de la tarde y permanecí con el moribundo hasta un poco después de que cesó la respiración. Estuve concentrado invocando a los seres de mundos superiores para que apartaran de Epaminondas todo susto y tormento. Creo que su espíritu no fue conturbado. Porque no puedo dejar de creer que haya espíritu.

Cuando llegué, estaba de espaldas sobre la cama y la caja torácica subía y bajaba en una brega terrible con el aire. Desde muy lejos se oía el ruido y era angustiosa la brega de ese organismo. Era un cuerpo de angustia en todas sus fibras y por consiguiente el espíritu debía estar conturbado. Pero no lo quiero creer. Es preciso que yo sostenga que su espíritu era ajeno a esa brega agónica…

Respiraba por la boca seca y los ojos estaban fijos, no se concentraban, dilatados, secos. Tenían un movimiento constante, lateral. Había estertores y toses.

Cinco minutos antes del fin, comenzó a respirar con menos esfuerzo. Por último, hizo dos respiraciones espaciadas y dos gestos con la mejilla derecha y con la boca. Cerró la boca, contrajo la mejilla derecha… ¡Pero no fue así! No fue él quien cerró la boca y contrajo la mejilla. Queda mejor así: la boca se cerró apretada y volvió a abrirse, y la mejilla se contrajo… Porque parecía que él no fuera el sujeto de sus actos; él ya debía estar a la altura de cien metros por sobre su cuerpo. Yo miraba para arriba, buscándolo. Después de los gestos quedó todo en silencio y quieto por un minuto; lo último fue que el cáncer se movió y movió la sábana, como si debajo de ella estuviera un niño. El cáncer seguía viviendo.

Epílogo

Todo eso me causó náuseas y una gran frialdad erótica que me dura aún. Desde entonces no puedo cohabitar, y ya han pasado años. Me parece que el útero de la mujer se va a conmover como el cáncer de Epaminondas. Desde entonces tengo náuseas. Ni siquiera las cojas…

Fernando González

Fuente:

Don Mirócletes. Medellín, Bedout, 1973.

— o o o —

Don Mirócletes - 1932

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Última revisión: 5 de marzo de 2024.