El brujo Fernando González

Por Alberto Aguirre

Si uno lee el Santander de Fernando González, y en plena república liberal —que no cesa, aunque cambie el signo—, padece un sacudimiento. En medio de tanto paramento y de tanta hipocresía, y de tal unanimismo, uno se da cuenta de dos cosas: que es posible pensar y que, por fuerza, aquí, pensar es pensar en contra. No es sólo lo que se aprende sobre la raposería jurídica con la que ese hombre (de las leyes) estigmatizó a este país, sino que sabe de súbito que la palabra puede ser subversiva. Era ese magma que se venía agitando en la intimidad, y que este libro descubre. O sea, que González te destapa, te impulsa a la desnudez. No es maestro, ni cartabón, ni guía de perplejos: no te suministra un dechado de principios morales o filosóficos o ceremoniales, para vivir la vida. No es pauta, ni plantilla. Si se sabe leerlo, te da una patada-de-mula. Tampoco es un camino, pues no se puede andar el camino trepado en los hombros de otro. Ni el camino de otro me sirve. Dice (1): “¡Pero qué difícil, Maestro, comunicar, enseñar estas cosas! Tan difícil, que es imposible. El Maestro es apenas guía, estímulo, inductor. Sócrates se llamaba a sí mismo, irónicamente, partero, y la ironía estaba en que su madre lo fue”.

Sucede que la gente, despistada, anda buscando su maestro que los lleve de la mano, y eso, desde la más tierna infancia. Primero, el papito, luego, el tutor, y por último, el profesor. Y ya acartonados, se pegan de un Herr Doktor, sobre cuyas huellas transitan. Tanto el párvulo como el Ph.D. necesitan un lazarillo. Siempre, el alma enajenada. Dice González (2): “¿Comprenderéis por qué es un error imitar, por qué vosotros no debéis hacer este viaje nuestro, usar nuestros bordones y ser castos como nosotros, jesuitas mundanos? Porque lo único hermoso es la manifestación que brota de la esencia vital de cada uno”.

No se puede ir tras las huellas de otro… Ni se puede transitar el camino que otro ha transitado, aunque lo haya conducido a las estrellas. Mi camino es el mío, el que yo pueda construir. Aunque me lleve al agujero. Y si no puedo construir ninguno, quedaré perdido como un ciego en un bosque. La torpeza es pensar que hay un maestro o un guía o un gran hombre o un pensador que te puede llevar, con su doctrina, a buen término. Vale decir, a la salvación. La gente vive descentrada, como veleta que rompen todos los vientos. Muchos se contentan con la vida inane, y algunos creen orientarse trepándose en los hombros de otro, sea Heidegger o el Bolillo: siguen la pauta que les traza su director técnico o espiritual, sea profesor de filosofía o maestro de futbolistas. Así creen andar un camino. Pisando paso a paso la huella que otro implantó, en realidad agonizan, estériles como estacones de finca con vacas. Ni siquiera perdidos: estancados.

No hay tabla de salvación sino en la intimidad. Y la intimidad es esa cosa que no se puede compartir con nadie (ni siquiera en el amor), y que nadie conoce. Y que a uno mismo le cuesta inmenso trabajo asomarse a ella. Conocerse a sí mismo es tarea más difícil que conocer a otro. Y son muy poquitos los que se han asomado a su propia intimidad. González fue uno de ellos. Ese es su misterio.

Entonces, ¿qué objeto tiene “estudiar” a Fernando González?

Dice, en Viaje a pie, que “la humanidad se agarra desesperadamente a sus grandes hombres, les compone sus vidas con leyendas, corrige sus actos, pues los grandes hombres fueron vulgares el noventa y ocho por ciento de sus vidas; apenas muere uno que haya logrado pensar, sentir y obrar, lo coge la humanidad desesperadamente y perfecciona su imagen”. Eso es lo que da pavor. Que se esté perfeccionando la imagen de Fernando González, pues fue uno que pensó, sintió y obró. En Libro de los viajes o de las presencias: “Cuando triunfe la síntesis nos llamarán ‘precursores’ y nos harán bustos”. Lo grave es que el busto paraliza y pone distancia. ¿Cómo se hace para hablar de Fernando González sin alzarle busto y sin dar pulimento a su imagen? Tal vez negándolo.

Después de haber hablado mucho, en cualquier sitio o circunstancia, se sentía como con bascas. Desasosegado. “Soy un publicista, como cualquier suramericano”, decía, y se le veía la angustia en la opacidad de sus ojos, de ordinario tan dulces. Su amor y su mundo eran el silencio. Cuando se habla tanto de Fernando González se empiezan a sentir bascas. Me estoy publicando —es frase suya—, me estoy volviendo hombre público o mujer pública. Qué asco. “Ayer me preguntaba Félix: ‘¿Qué te gusta para trabajar?’ Examiné despacio, y no me gusta ser abogado, ni gobernador, ni periodista, ni comerciante o industrial. Unicamente me gusta pensar, estar pensando por ahí, de pies bajo los árboles, sentado en el excusado o paseando despacio por lugares desiertos” (3). En otro texto: “Filosofemos aquí, en donde hay yarumos blancos” (4).

No es en los libros, o con los libros, dónde, o cómo, se puede filosofar. ¿Toda esta palabrería para qué sirve? Pasear despacio por los lugares desiertos o encontrar, allá en Islitas, el espacio umbroso debajo del yarumo, esperando su blancura. Quedarse como pasmado, y sentir que la intimidad te empieza a hacer brujitos, como el niño tras el tronco de la palma jugando escondidijos. ¿Será eso filosofar?

Dice Rafael Gutiérrez Girardot que la cuestión de si Fernando González fue filósofo o ensayista, “no es una pregunta por si él dejó un ‘sistema’ o una ‘doctrina’, sino por el rigor, la coherencia, la cualidad y la adecuada fundamentación crítica de su pensamiento, y nada de eso se encuentra en su obra” (5). O sea, que no es ni filósofo, ni ensayista. ¿Y eso qué importa? Resérvese el título de Filósofo (avec son grand “F”) para el susodicho profesor emérito de la universidad de Bonn. Escribe Fernando González en Los negroides (6): “Colombia produce hombres estudiosos, lectores, muchachos juiciosos. Ningún país más inducido. Toda teoría es recibida, toda ley y todo libro es plagiado”. De veras que no tiene ninguna importancia ganar esta fofa pelea (no propuesta) y obtener para González el carné de filósofo.

“¡Oh, mi vida interrumpida de brujo! Porque yo propiamente no soy novelista, ni ensayista, ni filósofo (¡qué asco la filosofía conceptual!), ni letrado, sino brujo: brujería, el Dios, el hijo de Dios. ¡Oh felicidad!” (Libro de los viajes o de las presencias).

¡Ay, qué felicidad no ser filósofo, ni profesor de filosofía! Andar por ahí, como alelado, buscando yarumos blancos. Ahí tienen un título, para ellos que no entienden si no clasifican (parecen entomólogos): era brujo. No se sigan preocupando por negarle a González el título o la condición o la fama de filósofo. Que él no lo quiso nunca. Ni lo pretendió. Y a los que aún le tenemos amor, los que aún sentimos esa patada-de-mula que fue su presencia, nos importa un pepino que lo borren del panteón de los filósofos. O que no lo admitan.

Sí, noten que no se habla de su “rigor y coherencia”, ni de su “doctrina”, ni de su “fundamentación crítica”, sino de su presencia. Que se sintió en vida, estando a su lado, y que se sigue palpando (cualquiera puede hacerlo) en sus palabras y memorias. Como era brujo, es su presencia lo que importa.

¿Y qué es la presencia? Ahí sí nos metimos en un lío. Que definan ellos, los profesores de filosofía.

“¡Pero más cómica es esta catedral de cemento, y mucho más aún un sistema filosófico tomado en serio y con arreos militares de conquista, tal como el sistema escolástico! ¿A quién se parecen los filósofos sistemáticos? A rumiantes de cuernos temporales que se resistieran a abandonarlos en primavera. Pues los sistemas filosóficos son también excreciones del compuesto sicofísico. Hay que abandonarlos como excreciones. Los hombres somos agentes del devenir y como tales debemos ser dóciles” (Viaje a pie).

Debemos ser dóciles, pero el susodicho profesor echa de menos el rigor y la fundamentación. Parece construyendo la catedral de Manizales.

Dice D’Hondt, de Hegel: “Protesta incansablemente contra los pensamientos fijos, cristalizados, rígidos, endurecidos. ¡Y no sólo contra estos pensamientos! La estabilización, la osificación, la petrificación y la esclerosis no son más convenientes para los individuos que para las naciones o las doctrinas” (7).

Ahora, el problema de las definiciones preocupa es a los profesores de filosofía. Que se amarguen ellos. “Padezco pero medito. Los filósofos que pretenden dar a sus discípulos los frutos cosechados por ellos, conceptualmente, ¿no cometen el pecado de formar códigos, joyas muertas con que se adornan en las bibliotecas los estudiantes?” (Libro de los viajes o de las presencias).

Buscaba, por el contrario, la “obra agradable y efímera” (Viaje a pie), pues se definía como “un hervidero de contradicciones”. “¡No me hablen de contradicciones! Al segundo, ya era diferente del que parió mi madre, quien me hizo cabezón e infiel como la vida. ¿Soy acaso estacón de comino de alambrada de púas? ¿Soy acaso habitación de ideólogos o de espíritus ciegos? Soy de carne y hueso; sufro pasiones; padezco y reacciono; hoy río y mañana lloro. Estacón, no, cagajón río abajo, sí” (8).

¡Qué pereza ser estacón! Puede que sea más seguro, pero es aburrido. Todo esto quiere decir que uno no se puede sentar a estudiar los libros de Fernando González. Mejor dicho, no es posible dedicar vida o minutos a aprenderse los libros suyos. No se lo imagina uno —y a Dios gracias, pues ahí sí lo volverían estacón— como materia de currículo en el octavo semestre de la Facultad de Filosofía. Un pensamiento vivo no se puede cuadricular.

Es ese prurito de estar en contra de lo que se esconde en la palabra suya. Y el prurito de ser y de ser vivo. Y que el pensamiento no brota de los libros sino de la vida (aunque vuelva a los libros). Y que, en este país arrebañado, es una delicia pensar. Porque pensar es siempre pensar en contra. Pero eso no se puede enseñar. Ni esto te sirve para conseguirte un sabático en una universidad alemana. A González no lo pueden clasificar, ni encajonar, ni estancar. Por eso los desazona.

“Gris, amigo mío, es la teoría, pero eternamente verde el árbol de la vida”, decía Goethe. El pensamiento de González es, primero, en su raíz, una vivencia: su idea brota de la vida y no de los libros, ni de otras ideas. Palpitante, por eso, su presencia, la presencia de su idea. “Recuerdo muy bien que fue al pasar una vaca cuando comprendí a Manjarrés”. La vida le hace brujitos, y le enseña: le dispara el pensamiento.

“Había un escriba en el Tribunal, treinta pesos de sueldo, casado hacía quince años y su mujer dizque era horra. Al fin aprendió y se dedicó a lambón: le ascendieron a sueldo de ochenta pesos y al año parió la vieja. Y así, una vez que vino una señora de Bogotá, horra también, dizque a beber agua de La Ayurá, que dicen que hace empreñar a las más duras, y a hacerle novena al Señor Caído de La Candelaria, que también dicen que preña, el escriba del Tribunal dijo: ¡La novena que se la hagan al Señor Parado! Quiere decir que todo lo que llaman milagros proviene de la energía vital, y que ésta es la adaptabilidad: salud, dinero y poder” (El maestro de escuela).

Y en Viaje a pie: “Estaban secos nuestros espíritus como cañas de azúcar exprimidas entre los cilindros. Esperemos que el espíritu recoja, como las glándulas mamarias. Nuestras ideas son de la tierra, así como la miel de los panales es elaborada de sus frutos. Nihil in intellectu quod prius fuerit in sensu”.

Son palabras, ideas, pensamientos, que tiemblan: se ve la palpitación de la vida que los hace brotar. El estacón es seco. Las ideas que repite, como puestas allí con grapas, son mustias y son ajenas, y no tienen virtud palpitante. Para nada me sirven, sino para aumentar la cantidad de mis informaciones. Son como monedas atesoradas en las cavas de un banco. Me vuelvo erudito, estéril.

Por eso, para González, “vivir es ir desnudándose, digiriendo la nada de uno; un viaje, un desnudar indefinido” (Libro de los viajes o de las presencias). Pues sólo la desnudez te permite palpar la vida, para encontrar entonces una visión que la haga transparente.

Fernando González no es para aprendérselo de memoria, a fin de rendir examen y obtener cuatro créditos como peldaños hacia el grado de doctor en filosofía. Es acicate, una presencia que te ayuda a la desnudez, a encontrar tu propio camino de la intimidad (que es la desnudez). Porque sólo allí, en la desnudez, brotará la idea, viva y rozagante.

“Para los colombianos —dice en El remordimiento—, yo soy pornográfico. Pueblo mísero, envilecido por centurias de dominio español, convento de clérigos vestidos hasta las orejas, pueblo cuya capital es Bogotá, ciudad habitada por hombres que piensan, escriben y viven para ‘cubrirse’, porque son pecados andantes. Miguelángel, Goethe, el Libertador y yo no nos tapamos”.

“Por eso me llaman impuro”, agrega. Y por eso lo han ignorado o lo han menospreciado. Ese que está desnudo en medio de clérigos y doctores tapados hasta las orejas, es un réprobo. Y un escándalo. “Prefiero ser hijo de la vida, palpitante, armonioso, y no un santo de palo, como estos suramericanos hijos del pecado y de la miseria”. Es difícil vivir en un país de hopalandas cuando uno quiere —necesita— estar desnudo.

Como brota de la vida su palabra, como es sacudido por la vida —que es cambiante—, no es coherente, y no tiene el rigor de los estacones: aquel rigor mortis del concepto. Vibra y cambia y se contradice y se niega. Y también es víctima del remordimiento.

Vibró en muchas vidas y en muchos espacios. Destapó a Santander, para mostrarlo como “falso héroe nacional”, y señaló el camino para entender a Bolívar, única presencia continental que ha dado Suramérica. En la historia de este país nadie ha sido tan penetrante.

En Los negroides desnudó el alma de Suramérica: “¿No observan todos que a pesar de leer tanto y saber tanto, el suramericano nada crea? Pues muy fácil explicarlo: tienen vergüenza, simulan, leen, etc., porque están obligados por el coloniaje político, racial y literario, a considerarse como hijos de puta. Me enorgullezco de ser el primero que ha estudiado el complejo que he llamado hijo de puta. Aquí han dicho que uso palabras inmundas; lo que sucede es que estudio problemas nuevos, suramericanos”.

El fracaso vital, la tenaza del deseo y del remordimiento, el boato y la farsa políticas, ese hundirse en los abismos de donde apenas logra sacarlo a uno Zaqueo, la indagación por el sueño, el desnudarse en busca de la idea, la torpeza e hipocresía nacionales, la pompa de sus dirigentes y sus artimañas, la falacia democrática. Desnudó el mundo.

Y vivió siempre a la enemiga. En Los negroides: “De ahí que el antioqueño no sirva sino para abrir fincas, para conseguir dinero, y que no se pueda confiar en sus ideas políticas, religiosas, etc.”. Un texto vivo. Parece escrito para los de hoy. “El medellinense tiene su lindero en sus calzones; el medellinense tiene los mojones de su conciencia en su almacén de la calle Colombia, en su mangada de El Poblado, en su cónyuge encerrada en la casa, como vaca lechera”. Sigue vivo. Habla hoy.

Es, de nuevo, acicate: en un mundo pútrido, la desnudez —la pureza— ha de vivirse como negación.

Y ese viaje a la intimidad, en el desnudarse. Que se inicia con Viaje a pie: un pensamiento que va surgiendo del camino y de las excitaciones del camino. Como en las medidas que se hacían en las viejas minas antioqueñas, el pensamiento de González va brotando de las sinuosidades del suelo (de la vida), como quien dice, se va formando a cabuya pisada.

Viaje a pie limpio hacia la intimidad, que culmina en Libro de los viajes o de las presencias. Qué mundo tan íntimo y tan intenso y tan complejo y tan alucinante el que brota de este texto. Es un mareo penetrar en ese mundo, como si fuéramos impotentes para tanta desnudez. Tal vez estamos aún biches para “entender” a Fernando González: para entender que no es concepto sino presencia. Y que, por tanto, no lo podemos leer como concepto, sino vivirlo a través de las palabras. Faena tenaz. Y no estamos entrenados para ello, pues toda nuestra sabiduría se concentra en el concepto. Aprehendemos por la lógica, y en todo tejido de palabras vemos una coherencia conceptual, buscamos una nitidez dicha por la palabra. ¿Cómo percibir, detrás, en el subtexto, la vida, la presencia? Habría que abrirse con la pureza de un niño. Pero entonces, quizá, sería mayor el pavor.

No hay otra receta que leer a Fernando González: no tolera exegetas ni evangelistas. No se puede explicar su pensamiento. Hay que vivirlo, porque es pensamiento vivo, es presencia. Se trata de ponerse en presencia de ese ser vivo que fue Fernando González: sí, vivo, porque nunca fue estacón, porque vivió siempre alerta, sacudido por la desnudez suya y del mundo. Ponerse en presencia de sus palabras, que son trasunto de vida. Es otro el tipo de lectura que exige, o tolera. No la mayestática requerida por el texto conceptual, riguroso y sistemático, sino ésta que señala en el preludio a Libro de los viajes o de las presencias: “Todo libro debería caber en el bolsillo; hay que llevarlo, tiene que ser manual, para leerlo al pie de los árboles, al lado de las fuentes, en donde nos coja el deseo. Un libro bueno tiene que ser manoseado, vivir con uno, pasear con uno”.

Es difícil hacer esos viajes y ser admitido a tales presencias. Tal vez nuestro espíritu sigue preso en el cepo del concepto. En ese libro (y de ese libro):

“¡Pero qué bueno publicar un librito duro, límpido, vivido! Un librito que fuera como después de que pase el jaleo, para los que vendrán; que no se venda hoy; que no sea de ayer, ni de hoy, sino de un lejano mañana, y que lo encuentren de pronto los semejantes al ser oculto que lo escribió, y vayan a buscarlo y a buscar su tumba, y no hallen nada, porque está ‘allá’, más lejos de donde habitó antes de nacer en Envigado… De 160 a 200 páginas, en octavo, forma francesa de bolsillo, de pasta roja oscura, que si lo abren los de hoy, crean que se les olvidó leer, que eso no dice nada”.

Notas:

(1) Libro de los viajes o de las presencias, Aguirre Editor. Medellín, 1959.
(2) Viaje a pie. 2a ed., Ediciones Tercer Mundo. Bogotá, 1967.
(3) El remordimiento. 3a ed. Bedout, Medellín, 1972.
(4) Viaje a pie.
(5) Rafael Gutiérrez Girardot. Devoto filósofo de Envigado, reseña del libro Fernando González, filósofo de la autenticidad, de Javier Henao Hidrón, en Boletín Cultural y Bibliográfico de la Biblioteca Luis Ángel Arango, vol. 27. Bogotá, 1990.
(6) Los negroides, 3a ed. Bedout. Medellín, 1972.
(7) Jacques D’Hondt. Hegel, filósofo de la historia viviente. Amorrortu Editores. Buenos Aires, 1971.
(8) El maestro de escuela. Editorial ABC, 1941.

Fuente:

Aguirre, Alberto. “El brujo Fernando González”. Bogotá, Magazín Dominical de El Espectador, nº 565, febrero 27 de 1994.