Fernando González
en su soledad

Por Manuel Mejía Vallejo

Hace pocos días Fernando González Restrepo, hijo del maestro, me trajo a Ziruma unos arbustos de guayacán —retoños del que en su huerta sembrara el filósofo— y dos cedros y dos palmas de corozo y una matica de espuma-de-mar. Mirándolos crecer siento que algo del espíritu de aquel hombre extraordinario recibirá el viento y el sol y la lluvia en estas parcelas de montaña alta.

Lo veo ahora como en mis primeros veinte años. Cráneo magnífico para que en él resonara la angustia de esta raza humana, ojos claros de profeta capaz de experimentar el asombro; orejas como conchas acostumbradas a que el oído oyera el ritmo del mar y de la yerba que nace, el viento y las voces jamás invocadas; manos escultoras del aire, de la palabra definidora, del mensaje; voz que repetía su pensamiento y volvía a repetirlo para estar más seguro, o para agarrar la duda y sacarle sus esencias, como exprimiéndola. Silencios llenos de sabitud. Es difícil olvidar su figura en las tardes de Envigado, en el ajetreo de la ciudad, en la paz benedictina de Otraparte.

«Entiendo por filósofo el que se rebuja en las cosas de la vida, las revuelve, parece que vaya a tumbar el edificio del universo, y luego se para al pie de los árboles o en los rincones de la casa, como a escuchar…» —escribió este buscador. «¡Cuán feliz me siento porque sé que moriré y que seguirán las cosas bellas apareciendo! Es felicidad de lágrima».

Ante aquellos mínimos vegetales descendientes suyos pido perdón por mi entusiasmo, esa cosa tan de mal gusto y tan necesaria para creer que seguimos vivos. Pido perdón al diccionario por el vocablo amistad y por una frase que dice las cosas en el momento dado: calidez humana. Eso, la temperatura del hombre frente a los días, frente a la desaparición, frente a lo perdurable, aquellas que traen consigo su inminencia de muerte y se aferran a la sobrevivencia con todos los nervios, con toda la gana, con emoción, otra palabra arrojada al cuarto de San Alejo.

Nada sé, absolutamente nada, ni siquiera que miro en Ziruma el aire por nadie mirado y adivino el viento en las ramas y a las nubes en su tarea de quitarle monotonía al cielo. Tal vez sé que en este segundo escribo porque a las alturas o bajuras de mis años debo un homenaje a Fernando González. Homenaje, palabra solemne en académicos de mediopelo y políticos de estantería. Tal vez escribo sobre él por un acto simple de agradecimiento.

Pero entrar en su mundo requiere algunas condiciones: haber nacido, haber vivido en conciencia de vida y estar en permanentes vísperas de muerte. Y aceptar con goce y dolor las contradicciones que ningún catecismo podría resolver, porque la vida jamás cabrá entre los barrotes de ningún catecismo.

Revolcador de existencias planas, amansador de vanidades, pastor de vientos y paisajes, queredor de las cosas, sembrador. El rebelde sin causa común con las pequeñas causas. Cuando le hacíamos grandes preguntas, él nos respondía incertidumbres serenas, seguro de que la verdad es más esquiva que el pez en una mano enjabonada. Como el amor. Me parece maravilloso esto de ser experto en desorientaciones, porque nos obligó a pensar. Y si la vida venía de atrás, él nos hizo creer en los años que pasaban y en los que podrían venir, con una fe desgarrada en esta Colombia todavía por hacer.

Que no es pensador porque se contradice; que no es sabio porque carece de sistema, esa cosa llena de muros que llaman filosofía ordenada. En el supuesto de que no haya entregado una obra en tal dirección, sería suficiente el convencimiento de que nos enseñó a reflexionar con dimensión americana, fue el creador de nuestras primeras dudas, camino éste de la personalidad. La vida siempre ha sabido más que la filosofía. Y si los que cumplimos años nos equivocamos; si Femando González se equivocó, nada importa ya después de tirados los dados. Quiere decir, sencillamente, que la vida sigue siendo otra equivocación.

Aunque también sus equívocos son una lección de vida porque venía de indagaciones por caminos no trillados; porque señalaba de buena fe en busca del hallazgo. Porque nadie como él amó a su pueblo y a estos pueblos dislocados del Continente nuevo.

En aquel entonces éramos discípulos de la falsa retórica, aún seguimos convalescientes de nuestros profesores en historia y literatura, porque vivir no pasaba de ser un avaro paréntesis de las palabras hinchadas. Fernando González nos dió el golpe en el hombro. «El liberar de vocablos, proposiciones y juicios hechos y sin vida, es la tarea más difícil del maestro de sabiduría. Mientras se esté en la conceptualidad muerta, el hombre no vive. Y muere sin haber vivido».

Esto lo dijo alguien que amó y por tanto padeció la vida en todos sus recovecos. Y padeció la palabra, de allí la hermosa desnudez de su estilo. Ese viento arrasador de los años —para decirlo en frase que él detestaría— siempre se lleva la hojarasca, y en el maestro casi todo continúa vigente porque supo dar trascendencia a lo pasajero y alma a lo anecdótico que tocaba su retina. Por eso como escritor continúa siendo una lección para todos nosotros.

Con él aprendimos a ver el gallo, el gato, el perro, el árbol, un niño, un crepúsculo, con ojos recién inaugurados. Él nos enseñó esta honrada tarea de mirar cómo el mundo se crea cada día y renace en la pupila clara. Él insinuó que el amor no era una palabra: era un impulso sostenido, un nombre propio, una altura, una caída; nos mostró la posibilidad de un camino cuando todos los caminos parecían errados. Él nos dijo la precaria y agobiada verdad del hombre.

En él sigue gustándome esa frescura de su estilo, esa poesía sin ostentación, la vida que fluye en cada frase. «Y no comentaré más, pues la palabra no puede ni siquiera ayudar a la comunicación de la desnudez del hecho trágico que es la vida del hombre en la Tierra. Al contrario, la palabra sirve para esconderse…». Sin embargo de él salían palabras bautismales que bregaban por apabullar la solemnidad. Yo las veía brincar nuevas y briosas, con olor de musgo y yerba recién cortada, con sabor de monte y de muchacha en el camino: pantaletica nueva en el amor de estreno, luz sin estridencia. Y la salud en los ojos, la pelusa en la nuca de quince años, la buena respiración, el amor de boca ardida o boca desengañada. La buena fe, la esperanza inútil, el despojo. La rabia que nos asedia, la ternura derrotada. El no saber, todavía.

Yo lo vi sufrir; lo vi pesar en sus manos anunciadoras todo el peso de la vida municipal, sus enemistades de búsqueda, su permanecer a la enemiga, sus preguntas nuevas a un país envejecido prematuramente, cuando él era la juventud. Todo en él fue joven y joven murió a los setenta años. «Mis pensamientos son inquietos como los niños mamones».

Porque seguía siendo un místico sensual. «¡Ven, Dios, en cuanto eres solitario! Ven a mí y dame tu pecho, pues sin tu leche me siento morir. Ven y confórtame. Apártame de ajuntamientos, dame la lechita de la soledad». «Venid, jóvenes ideas, retozonas como muchachas de falda corta».

Los demás tenían ganas pero no eran sensuales, la sensualidad necesita otras profundidades además de la escasa profundidad del sexo. Y él vio la poesía del vientre en los mármoles, de las axilas, de los senos, de los pubis cálidos para el pensamiento amoroso, del paisaje enardecido. Él escuchaba en las formas los ritmos estelares.

II

Fue el profesor J. Willis Robb, humanista sagaz e inteligente frente a lo hispanoamericano, el promotor y vigilante de El ser moral en las obras de Fernando González, del boliviano Jorge Órdenes. Pero el discípulo realizó algo más que una propuesta universitaria o que una solución fácil tendiente a un diploma en filosofía: seis, ocho años de estudio y reflexión, de notas documentales, de lecturas y relecturas, de comprobaciones, fueron ganando en extensión lo que se proponían y obtuvieron en seriedad.

Claro que Fernando González no era un desconocido; para mencionar sólo El remordimiento, su publicación mereció altos elogios de Francis de Miomandre, Max Daireaux, Jean Cassou, Azorín, Valery Larbaud, Miguel de Unamuno, Horacio Quiroga, Marcel Brion, Gabriela Mistral, Ricardo Rojas, Sanín Cano, Gabriel Miró, Thornton Wilder, Rafael Maya y lo mejor de la inteligencia americana en su momento, porque lo vieron sin ojos parroquianos.

Jorge Órdenes entendió cómo ya era tiempo de hacer aclaraciones en la vida y la obra del más debatido escritor en la historia de la literatura colombiana, y uno de los pocos que pasarán por ágil en sus ideas y en su manera de escribir. Este libro dilucida muchos rasgos porque ha sido hecho con amor: así deben hacerse las cosas, o pasar de largo.

Amar no es una virtud sino una entrañable obligación del ser humano. Como esa contraparte, la del reniego. «En el amor se es todo sexo y en la ira se es todo puñal», dijo el maestro, siempre tuvo una frase en qué apoyarnos. Con fervor sólo puede odiarse aquello que se ama; o establecer la pelea con aquello capaz de herirnos mortalmente, si de nuestra herida depende su salvación. «La bondad; ‘la verdad’, ‘la honradez’, etc. son de libros, invenciones de los estatutos; en la tierra de Adán y Eva no hay sino causalidad, que es fría, inexorable». Y siempre estuvo atento, al sentarse por mirar, al pararse, al caminar con sus tres pasos: dos pies y un bastón sin pulimento aferrados a la tierra, con la mirada al cielo perdido. La esperanza era un crepúsculo tardío, hay un instante en el crepúsculo / en que las cosas brillan más —afirmaba Guillermo Valencia. Toda la tarde se concentra / para el olvido de la luz. Y el cerebro de Fernando González se concentró para mostrar un mundo corroído, y la posible redención en un más allá cada vez menos cercano. La esperanza…

«González fue honesto hasta la médula» —dice el autor—. Fue honesto con los demás y lo fue consigo mismo por sobre todas las cosas. De su honesta angustia sobre el misterio de la existencia, y de su propia experiencia vital, elaboró su obra escrita de la cual La tragicomedia es feliz resumen y corolario. Él mismo lo dijo: «No mentir, es toda la sabiduría». Y el deber de conocer. Porque era un hombre culto, demasiado taI vez para su originalidad. Y tenía humor, única seña de identidad ante la angustia. Corrosivo en ocasiones, urticante y bien intencionado.

Sería difícil, para quienes intenten estudiar y gozar a Fernando González, hacerlo sin el conocimiento de este libro; y difícil superar la visión panorámica dada por Órdenes con respecto de aquella obra múltiple. Estudios notables como los efectuados sobre Mi Simón Bolívar, El remordimiento, El maestro de escuela, muestran un criterio que sobrepasa la simple obligación de glosar un texto, así sea de aquel hombre tan fuera de serie. Porque no es la tarea protocolaria, de las que se hacen para llenar requisitos académicos, sino un trabajo de conocimiento y entrega.

Por medio de ese captar en Femando González la vida «como un ejercicio de conciencia», lo hace aparecer de cuerpo entero en su visión americana, en su visión cósmica, en su debatirse y agonizar, siempre y cuando la agonía siga entendiéndose por lucha jadeante, cercana del insulto y del arrepentimiento y del sollozo rebelde. Jorge Órdenes demuestra cómo nuestro pensador estuvo atento a la temperatura de su América, cómo le dolía su destino y cómo se impuso la tarea de mejorarla y señalarle posibilidades.

¿Quién ha escrito del Fernando González novelista? ¿Quién ha dicho su capacidad de poeta fuera de tiempo? ¿Quién ha dado un ensayo sobre la honrada necesidad de las contradicciones? ¿Quién ha tocado verdaderamente ese tema de lo que llaman seguridad en un hombre y un momento dados? Solamente los bobos y los fanáticos tienen verdades definitivas, y de ellas se aferran como de una ubre porque los amamanta su carencia de imaginación. «Lo único que sé es que la filosofía es un camino, una amistad y no un matrimonio con la verdad. Esta no se ha casado, es virgen, una virgen juguetona».

Según Órdenes, Pensamientos de un viejo se adelantó once años a El ser y el tiempo, de Heidegger. No importa si uno va rezagado o adelante, hay un futuro hacia atrás que nadie ha captado, cierta esperanza con retroactividad, tan parecida al recuerdo: recuerdo, esa forma de la estética que algunos llaman nostalgia pueril y que es sencillamente la afirmación de quienes continuamos viviendo tan llenos de dudas e imprecaciones. Tan niños inermes. Tan cero bajo cero.

Así aparezca inoportuno, aquí rebajo a quienes desean enjaularlo de acuerdo con mendicantes visiones personales; a quienes siguen viendo en él un rezandero arrepentido; a sus viudos, que viven de los restos para fuegos fatuos; a quienes al juzgar su obra critican no esa obra sino lo que en su debilidad hubieran hecho, de ser él, limitadamente; a quienes tienen interés personal en su existencia. A mí mismo, por amarlo tanto. «No tendré admiradores, porque creo solitarios» —escribió un poco a lo Nietzsche—; «no tendré discípulos, porque creo solitarios; no me tendré sino a mí mismo; yo no atraigo; arrojo a cada lector y persona que me habla en brazos de sí mismo. No puedo ser pastor, amado, jefe, maestro. Soy el cantor de la soberbia y de la sinceridad». Y sobre sus contradicciones: «¿Qué me importan la moral y la ley a mí, el predicador de la personalidad, de la autoexpresión, a mí, que amo a Jesús y al diablo, a Bolívar y a Gómez?».

Pasará la anécdota que en él creó tantos enemigos; pasarán los seres más o menos subrepticios a quienes se refirió como pretexto de sus indagaciones; pasarán los años de una historia boba, pero quedarán sus ideas saltadoras y nuevas, por sufridas y paridas en las más claras y oscuras desolaciones del hombre. El que siempre estuvo interrogándose cuando la pregunta parecía inusitada y la respuesta equivalía al cuchillo sin capacidad de perdón, y él lo entregó para que se lo clavaran. Y se lo clavaron quienes nunca lo entendieron y hoy claman por su valor civil y literario. Por su tranquila grandeza.

Medellín, abril de 1983

Fuente:

Prólogo en: Órdenes, Jorge. El ser moral en las obras de Fernando González. Medellín, Universidad de Antioquia, Extensión Cultural, 1983.