«Llévense ese cadáver»

Por Alberto Aguirre

Esta sociedad padece de necrofilia: atracción morbosa por los cadáveres. No gusta sino de cadáveres, que son tiesos e inofensivos, o de vivos que están aún más tiesos dentro de sus trajes y hábitos. Vivos que son muertos parados, tan inútiles como los que ya revientan espalda en las bóvedas de los cementerios. Decía Fernando González (Libro de los viajes o de las presencias): «Intuí el cadáver. Isaac, pensé, agoniza. Ya busca al Señor. Cuando uno agoniza (y la agonía y el tufillo de la cadaverina principian muchos años antes del certificado de defunción), ‘busca al Señor’… En la plenitud fisiológica, en las bodas y aun en los bautismos, los machuchos percibimos la cadaverina, los cadáveres, las heridas boquiabiertas y oímos a los demonios».

Pero, en contra partida, esta sociedad sí le teme a los vivos-vivos, a los que huelen a semen, a semilla, porque están constantemente preñados de violencia y desafían el orden de los muertos. Dentro de una sociedad putrefacta la única manera de estar vivo es desafiando. Y cuando un vivo se muere fisiológicamente, ahí brinca la necrofilia para taparlo ligero, para aniquilar su semilla. Adorando al muerto que antes era silenciado se asegura el olvido de su vida.

Pero también hay muertos vivos. Aquellos tan preñados de vitalidad y de violencia que la muerte fisiológica no destruye su vivencia sino que la dispara, la riega.

Fernando González era un vivo. Porque temblaba, porque se revolvía, porque desafiaba a este orden social cadavérico. Y esta estructura social de la cadaverina lo silenció oficialmente, relegándolo a «otra parte»: allí vivió en el exilio, extrañado de su propia patria. Ese librito que yo le hice (1) fue un vía crucis y cuando al fin lo tuvo en sus manos exclamó: «¡Pero qué alegre que estoy! Tal como está era como yo lo quería». Había sido una pequeña victoria contra los funerarios del silencio.

Pero un día se murió el maestro. Recuerdo su entierro. Luego de alzar el ataúd, ya dentro de la iglesia, en la ceremonia fúnebre, padecí un fuerte olor a cadaverina. Atisbé. No era el muerto, porque yo sabía que ese dentro de la caja era un vivo. Ese tufillo venía de los circunstantes.

Muy triste me puse y me reproché: «Vos también estás en esta ceremonia funeraria, vos también querés enterrar a Fernando González. Desgraciado, te hiciste bien adelante cargando el féretro (!) para que te retrataran. Mañana saldrás publicado en El Colombiano». Me salvaron las piernas longilíneas y jocundas de una muchacha que se había arrodillado en la banca de adelante. Tuve otra vez la palpitación de la vida, ese olor a semilla. Esas piernas me devolvieron las ganas de vivir, el temblor, la vehemencia, la ira. Había que resistirse a que enterraran a Fernando González. Presentí entonces que le lloverían losas encomiásticas para taparlo, así como lo habían tapado, con el silencio, mientras vivía. Llévense ese cadáver, grité, y me salí. No alcé más el cajón. Después supe que en el cementerio había hablado Matenuna. Y me puse triste otra vez: ¡ya empezaron!

El sistemita ya ha sido comprobado. Tanto homenaje, tanto busto, tanta mesa redonda, tanto bronce, van endureciendo la imagen de ese que fue un vivo: la encasillan, la enyesan, la meten en un molde, la tornan clásica y académica. Y los que viven, los jóvenes, los rebeldes se resisten ante lo académico. El bronce es frío, está tieso y muerto. Hay una desconfianza instintiva hacia todo aquello que recibe la loa oficial de las academias y de los paraninfos. Desconfianza, digo, en el corazón de los jóvenes, de los inconformes. La mejor manera de matar a un muerto vivo es hacerle un busto. Pero qué risa la que me dio ese busto de Fernando González en la plaza de Envigado. Ahí al frente, en uno de esos cafés de acera ancha, tomábamos tintico por la mañana. No puede ser que le hayan puesto ese muñeco de bronce, tan tieso, en el sitio mismo donde él se burlaba de todas esas ceremonias de la cadaverina.

Todo esto sirve como recado para Martha Gómez Carvajal y Oscar Hernández, que me «programaron» para una mesa redonda sobre Fernando González en el Paraninfo de la Universidad, y me les mamé. También me daba risa pensar en esa ceremonia de disección cadavérica, como de sacerdotes aztecas en la cúspide de la pirámide de Teotihuacán: la ofrenda de un cuerpo adolescente para aplacar las iras de los dioses de la muerte.

El único «homenaje» (habría que destruir esta palabra) posible al maestro Fernando González sería perpetuar su irreverencia, su desafío al orden social de la podredumbre. Y empezar, quizá, por alguna irreverencia hacia él mismo. Como tumbar el busto.

Nota:

(1) Libro de los viajes o de las presencias. Aguirre Editor. Medellín, agosto de 1959.

Fuente:

Archivo Corporación Otraparte. Columna de opinión Cuadro, publicación y edición desconocidas.