Cartas a Simón

Autorretrato de
Fernando González

Por José María Baldoví *

Escritas en bata y en pantuflas, con un Pielroja en el cenicero y una taza de café-tinto al lado. En un lenguaje coloquial, doméstico, de entrecasa, incluso con ríspido olor a boñiga, aunque también perfumadas por el penetrante aroma del pasto fresco o las ocasionales fragancias de flores silvestres, entre decorativas y medicinales. Muchas de ellas acariciadas por cierto vuelo poético procedente de las invocaciones al cucarachero y del habla de las praderas, los salones, las cocinas y los patios paisas. Sin aparente ambición artística y salpicadas de recurrentes ecuaciones financieras, de quebraderos de cabeza económicos, de inminente cercanía al hundimiento del patrimonio, que a veces da la impresión de ser un libro de cuentas, de debe y haber.

No pocas veces surcadas por un listado de enfermedades (a veces hepáticas, a veces anímicas, a veces del pavor ante la nada) e infiernitos familiares. Las cartas de Fernando González, el sabio de Otraparte, dirigidas a su hijo Simón, bautizado así en memoria del primer Simón de esta historia nuestra dizque republicana, son mucho más que un recuento o crónica de un patriarca antioqueño que ora et labora para que el milagro de la educación de su prole y la manutención de la carne del clan González Restrepo se haga realidad y verdad según la voluntad y caridad del dios de sus mayores.

Son estas cartas un retrato psicológico del autor y una especie de manual para el buen vivir (sin por ello llegar a ser un recetario de costumbres y comportamientos para no desencajar en la vida social), de corte similar al que conocimos de manos de un André Maurois o de un Lin Yutang. Y ese buen vivir se traduce, por ejemplo, al decir de González, en saberse arrimar a un amigo, porque “el único maestro, el único que puede modificarnos y conducirnos al Reino de la Beatitud es un amigo. Yo no los he encontrado sino en los libros y en las obras que dejaron: Spinoza; Kant, Bolívar, Dostoyewski, Schopenhauer… Dice el filósofo yanqui, Emerson: que hay que pegarse al grande hombre, cuando se lo encuentra, porque es el único maestro; el maestro por antonomasia […] fue Cristo; y los otros grandes hombres participan algo de Dios. Son verdaderos padres; nos vuelven a engendrar. Lo que pasa es que como por aquí no hay maestros, los colombianos no sabemos qué cosa sea un maestro”.

Cuenta la “Nota preliminar a la primera edición” que esta correspondencia fernandina o gonzalezca no tuvo la intención de ser publicada. Y en las líneas “Al lector de la presente edición” (septiembre de 2017), se dice que a las treintainueve ya publicadas en 1997 se suman veinte cartas inéditas (en realidad son diecinueve). El asunto es que nada de lo que escribe un escritor es para que quede inédito o termine en el bote de la basura o hecho cenizas. Todo lo que escribe un autor entraña la velada o manifiesta intención de salir a la luz, de llegar al prójimo, que los portugueses llaman próximo, y con toda la razón.

Que me desmienta Flaubert, que escribió no sé cuántas cartas a su amante Louise Colet, cartas que van más allá del chismorreo, las intrigas menores, las parrandas, los entusiasmos, los amores y los desengaños. Son textos que constituyen, según Dumesnil, “la fuente de información biográfica, psicológica y crítica más preciosa que poseemos sobre el maestro de Croisset”.

Algo similar se podría predicar de estas otras del viejo de Viaje a pie. Ya sé que antes están Las cartas de Ripol y Cartas a Estanislao, perfectamente confeccionadas para darlas a la imprenta, pero estas que acabo de leer no son menos sabrosas, reveladoras, profundas y criticonas. Son, además, y a diferencia de los otros epistolarios, más íntimas, más personales, diríamos que más prosaicas por los temas, no por su tratamiento, que inevitablemente adquiere la estatura estética y conceptual que todos le conocemos a González.

Dice Fernando en una carta fechada en Medellín el 5 de diciembre de 1951: “Has de saber que yo nací con vocación de artista escritor y que la vida nos coge en sus engranajes y nos hace ser lo que se puede. El régimen económico capitalista, de iniciativa particular, de libre competencia entre todos, nos muele en cuanto individuos, y el régimen de dictadura socialista también nos muele como individuos. Estamos entre la espada y la pared; el individuo, el hijo de Dios, responsable de su alma, ya no tiene cabida en esta tierra: somos ya como ladrillos de catedral: nos colocan y nos pegan”.

Como se ve, el mago de Envigado, con su nadaíto de perro literario, no cede ni en su estilo ni en sus ideas ni en sus formas de expresión. Es siempre Fernando González. “En resumen (le escribe a su hijo adorado, no sé si predilecto), vuélvete un hombre. Aprovecha, ya que te fuiste de este país patojo, uncinario, mestizo, patizambo e h. de p. Cada día me convenzo más y más de que esto es inhabitable: aquí los extranjeros que hay, viven aquí sólo porque tienen miedo de las guerras, pero sus corazones siguen por allá”. Que por allá vivía mentalmente a ratos Fernando, que mucho se preciaba de su segundo apellido vasco Ochoa y de la personalidad intelectual que había logrado forjarse en esta tierra de “animales primitivos”.

“Esto tiene mala cara y mejor es irse a la tierra de donde vino mi pariente Lucas Ochoa: viejo carajo, que se vino para este moridero con los genes que somos nosotros”, le escribe el padre a su hijo.

Si algo desea Fernando de Simón es, justamente, que tenga personalidad; que se fije un destino y trate de cumplirlo; que encauce sus esfuerzos y se sobreponga al medio; que crezca en espíritu aunque padezca rigores y estrecheces. Pero en el momento menos pensado el pater-mentor envigadeño se contradice para recordarle al vástago que tiene que hacer dinero, acumular una notable fortuna para que responda por su madre y sus hermanos el día en que él, Fernando, se haya extinguido.

Son esos elevados principios, no de antioqueño, de todo hombre con sentido común (y si se trata de un padre amantísimo con mayor razón), que llevan a creer que el deber de un hombre es producir para mantener a los suyos en posición desahogada. Como él muy bien sabía, me refiero a Fernando, la opción por el arte y el pensamiento es un albur que hay que anclar en algún puerto seguro. Sé loco, Simón, pero no tanto, sería el pensamiento de su progenitor a la hora de recomendarle a su retoño un poco de sensatez en metálico. Es la razonable atracción del camino trillado en medio del delirio de la creación. Perdonemos al maestro dislate tan ramplón.

Por otro lado, predica el perdón y la comprensión Fernando, dice vivir en la armonía del Señor, para a continuación declarar su admiración por la China de Mao, pues “si por mí fuera, allá estaría, asistiendo al esfuerzo sangriento de establecer un orden humano más humanitario. Dicen que ellos son crueles…, pero creo que sea porque están bregando con los imposibles. No cuentes estas ideas porque te vuelan”.

Le recomienda Fernando a Simón que goce la vida a todo dar, que no se frene porque mañana no tenga un céntimo en el bolsillo, que consiga novias allá, que se compre un auto para ir a Nueva York, que no se prive de nada que mañana o pasado llegará la nueva mesada. Que no ahorre, para qué, si te estás convirtiendo en un hombrón, en un señor, en un observador del mundo. Y al tiempo se queja Fernando de los negocios que no prosperan, del pleito que mantiene con los Tamayitos, del auto de otro de sus hijos que le cuesta un ojo de la cara, del viaje de Pilar a España, en donde el Estado franquista le asegura dormida y estudio, pero nada más. En fin, “gasta todo lo que necesites”, recomienda padre para después lamentarse de que “todo el dinero se volvió papeles, pues no resuelven los asuntos ya”. Que don Fernando es un eterno insatisfecho. Como lo es el verdadero escritor. Y contradictorio como él solo. Porque no hay artista de ley que no lo sea.

De manera que insatisfacción y contradicción son parte del encanto de este juego de cartas, de este golpe de dados de rebelde aristócrata, de terrateniente ilustrado, de profeta antioqueño que no cree que la vida deba ser como uno quiere porque la vida es múltiple. Hombre, don Fernando, qué difícil ser consecuente por más de un par de cartas o tres renglones. Se reflejan también en esta colección epistolar algunas de las obsesiones del father de Saimon: la ausencia de gente en América Latina; la incapacidad de estos paisitos de habla hispana para alcanzar la civilización; la desadaptación del autor con relación al medio colombiano; la necesidad de concentrar todas las fuerzas psíquicas y emocionales para defender el mundo interior; y “no tolerar el que conviertan a uno en columna para mear, como hacen los perros”. Porque los escritores, si son serios, giran en torno de unas cuantas manías que despliegan a lo largo de toda su obra. Por eso siempre están escribiendo el mismo libro.

Leyendo, desde otro punto de vista, este inventario de luchas contra el demonio del trópico, de la inercia y del estatismo y en procura de la luz, que siempre está en otros ámbitos, descubrimos que en esos pastizales, huertos, abrevaderos, aljibes, caballerizas, gallineros y árboles frutales de la tierra prometida antioqueña está el nido, la cuna, el reino mítico, la Yoknapatawpha o el Comala de Fernando González. Este rumiadero de ideas es la fuente telúrica del pensamiento de uno de los autores más originales que ha tenido Colombia. Prosa tan temperamental fue tomando forma a medida que el vaquero Fernando respiraba a pleno pulmón el aire más transparente del Valle de Aburrá y bregaba con vacas, mulas y sembrados. Bregaba con el elemento humano, tan pobre, tan pusilánime. Bregaba con la moral ambiente. Bregaba con el lenguaje para desnudarlo y decir la verdad, su verdad, la verdad del artista. Bregar fue lo que hizo Fernando. Bregar con la vida a ver qué materia lograba parir en sus libros.

Hay de todo, pues, en estas cartas genuinas, comestibles, terrenales, con pinceladas aéreas. Como en la vida. Como en toda literatura. Escritas sin alarde y con jovialidad y de la misma materia de la que está hecha su prosa mayor. Sin enredos ni trampas. Al vaivén de la existencia. Al calor de la bilis o al calor del humor. Caben en ellas el reporte casero, el apunte político, la reflexión filosófica, el consejo paternal, la crítica social y la observación transgresora: estudia para vivir, lee sin afán, ejecuta lo que amas como si no hubiera nada más en el mundo.

Por encima de todo, lo que uno encuentra en estas misivas que le llegaron a Simón cuando estudiaba en los Estados Unidos y luego trabajaba en Barranquilla y Cali es la preocupación de su padre por inculcarle la libertad conquistada mediante el entendimiento. Solo es libre aquel que entiende. Y entender significa vivir y obrar no como un peón, como un obrero, sino como un artista, al menos como un artesano: con espíritu e inteligencia. Genio en la vida y talento en la obra. En las Cartas a Simón está Fernando de cuerpo entero.

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* José María Baldoví es escritor y docente de la Pontificia Universidad Javeriana. Autor de la novela Alcánzame las gafas.

Fuente:

Baldoví, José María. “Cartas a Simón: autorretrato de Fernando González”. El Diario del Otún, Pereira, domingo 21 de enero de 2018.