Lo que no vi
hace treinta años

Por María Helena Uribe de Estrada

¿Cómo seguir pensando en Fernando González, el hombre de tan amplia tesitura literaria, pasional, espiritual? ¿Cómo explicar qué veo en él, sin insistir en lo escrito hace más de diez, veinte, treinta años? Difícil intento.

Busco a Fernando desde mi presente, que es ya otro de cuando él murió. Ni la quebrada Ayurá —Circe— ni la carretera a Envigado, ni su Pisquín, ni sus hijos, ni él, ni nosotros, somos los mismos.

Dejé de pensar en quien consideré amigo, maestro, padre a veces, porque tuve que seguir caminando. Ser fiel a Fernando González era olvidar sus libros, aunque no su recuerdo.

Muchos de los estudios que se han hecho de él los fui guardando en mi archivo, sin detallar. Hace pocos días los abrí. En ellos encontré una constante: casi nadie considera la posibilidad de estudiarlo, aprehenderlo, definirlo. Se le acercan con terror de perturbar su imagen, o de trastornar la propia, como si quisieran dejarlo detenido dentro de su tiempo.

Resulta extraño: los escritos sobre él no nos lo acercan más; al contrario. Hay, en todos, un cierto respetuoso o agresivo deseo de posesión. Cada uno habla de su amigo, su maestro, su enemigo o su autor. No quieren verlo alterado. Y tienen razón, en parte. Leerlo, es seguir siendo un “sí mismo”, un “yo” incitado, regañado, deslumbrado entre sus contradicciones, tendencias, alegrías y contrariedades.

Para resolver la unicidad de Fernando, podríamos repetir sus palabras acerca de Ricardo Rendón: “No se puede decir que el secreto está en tal rasgo o línea. Está en todo y se ignora en qué consiste”.

Fernando es vitalidad; respiración meditativa. Lo suyo sucede instante a instante, riendo, llorando, discurriendo. Así podemos recordarlo, re-vivirlo, para aligerar la apatía o la rutina. Si lo congelamos, se nos muere. Es un almario; un punto de referencia en el diario transcurrir. Maestro de gallardía, de autenticidad, de búsqueda; o báculo.

A veces me sorprendo, repitiendo: ¡Como decía Fernando………………………!

Ojear, hojear, leer sus libros, es liberar nuevos chorros de agua fresca y cristalina, con terrones de existencia que nos golpean cada vez en forma diferente porque vamos cambiando. Sus palabras impresas evolucionan ante el devenir mental, intelectual, espiritual del interlocutor.

No es puerto de llegada: es un viajero que nos abre su cuaderno de bitácora, desde donde señala su Norte, el que va vislumbrando por etapas; el que persigue desde siempre, y hasta siempre:

1934 — Busco a Dios, como mi mamá buscaba las agujas, en Envigado… y todos los seres, los pescadores, los ojos de las muchachas, las piedras y mi gatica “Salomé” me están diciendo ya que por aquí humea; pero si encuentro, si es verdad, quiero que sea para todos nosotros… Hay también una estrella, también para mí apareció una estrella que me lleva para no sé qué pesebre en donde no sé qué niño está naciendo a cada momento: ¡Un niño que nunca ha nacido un niño así! (Cartas a Estanislao).

Lo conocí en mitad del camino de mi vida, cuando iba por mi propia selva. Decir, entonces, ¡qué dura cosa, esa selva oscura!, es un lugar común. Pero no es común el Virgilio de Envigado, porque este guía peculiar tiene muchas caras, muchos nombres, muchas moradas dentro de su espíritu, que irradian, entusiasman y contagian a cualquier edad, en cualquier sitio, en cualquier fecha.

Febrero de 1994

Fuente:

Fernando González: El viajero que iba viendo más y más. Medellín, Editorial Molino de Papel, 1999.