«Había nacido para
genio solitario»

Por Benjamín Correa

Fernando González y este pobre diablo se conocieron en Carolina, en plena juventud. A gente del municipio de Medellín, González compraba terrenos para establecer la planta de Guadalupe y saneaba los títulos de adquisición. Prometió llevarme a trabajar con él en la rama judicial, tan pronto como lo eligiesen juez. Y cumplió su palabra. Enseñaba en Copacabana, cuando me nombró escribiente de su juzgado. Pronto aprendí a recibir declaraciones, hacer notificaciones y sustanciar juicios.

Recuerdo que en las primeras vacaciones decembrinas, él y yo, radiantes de entusiasmo, preparamos un viaje a pie hasta Buenaventura. Todo él fue esculpido en un libro bautizado Viaje a pie, que se eternizará mientras dure el amor por el habla castellana. No fue del agrado del arzobispo Caicedo, quien lo prohibió. A raíz de esto, González me mandó a oír cómo comentaba el padre Domingo A. Henao en la parroquia de la Veracruz esa prohibición. Subió Henao al púlpito y dijo entre otras cosas: «Un tal Fernando González escribió una asquerosidad de libro… No lo lean que pecan». No obstante, un jesuita manifestó a González que tal libro no contenía herejía, ni rebelión contra ninguna creencia ni autoridad de la Iglesia, ni afrenta a la moral cristiana. Más o menos me dijo el presbítero Nicolás Ochoa, mi condiscípulo y párroco de la América años después. Viaje a pie fue laureado en España, como el mejor libro de aquella época, escrito en idioma castellano. Nada dijeron, en aquel tiempo, de ese libro los obispos españoles.

Sentado el precedente de aquella censura, recién editado Don Mirócletes, otro libro de Fernando, me hice encontradizo con el padre Enrique Uribe, conocido mío y brazo derecho del arzobispo, y le pregunté: «¿También van a prohibir a Don Mirócletes?». «Ese no se prohibirá», fue la respuesta.

Seguí trabajando con Fernando en el Juzgado 2do. Civil del Circuito. Aprestábase el Tribunal Superior a elegir jueces. Fernando recibió una nota en el sentido de que debía prescindir del secretario para poderlo reelegir. De tanto beber café tinto y no comer mayor cosa, el secretario don Antonio se fue poniendo turulato, y con tanta amnesia que botaba los expedientes o los olvidaba en el excusado. De ahí los disgustos con los abogados. El juez González no quiso destituirlo y prefirió la no reelección.

Viviendo el solterón don Antonio con su hermano, en El Poblado, Fernando y yo fuimos a visitarlo. Ya había perdido el habla y se portaba como verdadero animal, vestido de bata blanca, y cada rato se trepaba a las camas de la casa. Nos recibió con gritos y aullidos, y fue la última vez.

Poco después Fernando viajó a Venezuela atraído quizá por la historia del dictador Juan Vicente Gómez. Pronto se dio cuenta de lo que en realidad había; y simultáneamente iba escribiendo dos libros: uno que dejaba a la vista en su pieza de estudio, por si acaso entraban esbirros del gobierno a requisar sus papeles; y otro que mantenía secreto donde iba anotando lo que a sus ojos se ofrecía. El dictador lo trató con distinción; y en tanto grado se ganó su confianza que Fernando lo hizo padrino de bautismo del último hijo; nacido cuando su gira, hoy el distinguido joven Simón. Fernando hacía parte del séquito presidencial, y así se hizo a detalles. Vuelto a Colombia, publicó un libro titulado Mi Compadre. No puede negarse que el dictador Gómez, a sangre y fuego, puso a comer a su gente y dio algún bienestar a su patria, cosa que no han imitado en otros países con gobiernos libres y falsamente democráticos en el verdadero sentido del vocablo, a pesar de lo que en contrario digan los del interés lambón. Allá no había hambre en aquel entonces, y todo mundo tenía que trabajar por cuenta propia o del gobierno.

Para mí y para muchos es axioma que libertad con hambre no sirve. Sí sirve, pero sólo para fomentar el libertinaje entre el grupo privilegiado y para entronizar la ilógica injusticia social. Acuérdese que buen gobierno es aquél que pone en práctica cuanto medio hay para hacer terrenalmente felices a sus súbditos, ahuyentando hambre, epidemias e ignorancia. En Colombia hablan y más hablan, escriben y más escriben, sobre cuestiones económicas, y el pueblo siempre hambriento y sin trabajo. No está el secreto en saber escribir bien y pronunciar mejor lo que se escribe, sino en administrar bien, cueste lo que cueste y aunque la política perezca.

Fernando partió como diplomático a Italia. Mussolini, mandón allá, no congenió con el cónsul colombiano.

Este a todas partes lo seguía, no para inflingirle daño sino para cerciorarse del papel musolinesco ante la ítala gente. De esta manera concibió el libro El Hermafrodita dormido. El dictador exigió su retiro, y Fernando fue trasladado al consulado francés, bien custodiado por esbirros musolinescos. Entonces, el gobierno colombiano se la puso a Fernando, de abrir y cerrar: o no publica el libro contra el dictador italiano, y permanece en el puesto diplomático; o lo publica, y en ese caso pierde su puesto. Fernando escogió lo último y autorizó la publicación. Regresó a Colombia.

Tiempo después viajó a España, llevando consigo los restos de su hijo Ramiro, fallecido de leucemia, sin coronar todavía medicina con la brillantez de siempre. Fernando quiso mucho a sus hijos.

De España me escribió sabrosas cartas que aún conservo.

A su regreso, el ilustre padre Roberto Jaramillo y este pobre diablo fueron a casa de su hijo Álvaro, a saludarlo. Luego se radicó en La Huerta del Alemán, bella quinta de campo en las afueras de Envigado, bautizada después «Otraparte» y «Ningunaparte». Allá se recluyó y casi por milagro se le veía en la ciudad. Por temporadas partía para El Retiro a finca de campo de su hijo Álvaro, y allí descansaba y desahogaba su espíritu. Publicó sus dos postreros libros.

Francamente, para nada lo tuvieron en cuenta ni gobiernos ni prensa de su patria. Más bien daban la sensación de aborrecerlo e ingrata les era su presencia. Parece que tal inquina tenía sus raíces en que Fernando les hacía sombra. Estoy seguro de que si él hubiera acomodado su ingenio a cortejarlos y adularlos, y plegándose a tanta bajeza, revestida de oropel moderno, lo habrían llevado en hombros. Había nacido para genio solitario. Hasta de loco fue motejado por quienes están enseñados a nutrirse de todo manjar, así sea de manzanas lindas por fuera y putrefactas por dentro. ¡Críticos infelices! Son ellos los verdaderos locos, como que lanzan sus espumarajos ignorando dónde es la morada de los genios.

Frisando ese genio en los 69 o 70 años de edad, sobrevino su tránsito a la vida inmortal. Roberto Jaramillo, renombrado sacerdote que lo estimaba mucho, y este pobre diablo, su amigo de juventud, fueron a la fúnebre quinta a llevarle el pésame a su señora viuda, doña Margarita, hija del presidente Dr. Carlos E. Restrepo. La afligida señora nos contó que Fernando había prohibido todo boato en su entierro, y mandó que su ataúd fuera de pobre, cuya voluntad cumplieron. Dizque pensaba en ir construyendo su sepulcro con guaduas que tenía plantadas en su huerta. Ejercitó la caridad en diversas formas, hasta asear con sus propias manos, y al frente de su quinta, a pobres contraídos de llagas, sin importarle las críticas. Voló su espíritu a la eternidad feliz, porque supo tener misericordia del desvalido, según sentencia del Supremo Juez. Conservo un retrato de Fernando que me mandó desde España, y lo tengo frente a mi cama para soñar con él y orar por su descanso eterno.

Tomado de su libro inédito «Rasgos biográficos de un pobre diablo y algunos de sus modos de pensar».

Fuente:

Correa, Benjamín. «Había nacido para genio solitario». IMAGO, Revista de la Casa de la Cultura de Copacabana, n.º 5, agosto de 1989, pp. 43 – 46.