Fernando González

Irreverencia y análisis

Por René Uribe Ferrer

Nació Fernando González (1895-1964) en Envigado. En Medellín cursó la carrera de derecho y ejerció la judicatura durante varios años de su juventud. A partir de 1930 residió algunos en Europa como empleado de la diplomacia —virtud o defecto del que totalmente carecía—. Habiendo regresado a su tierra natal, todo el resto de su vida transcurre en Envigado y Medellín (1).

Pero su historia no es la de su vida privada ni la de su vida pública. Es la de sus libros, aureolados con la peligrosa popularidad del escándalo, que nos entregan íntegra su compleja personalidad, con una integridad que pocas obras literarias han logrado.

Ya en su adolescencia escribe Pensamientos de un viejo (1916), libro comenzado a los quince años. “¿Pensamientos de un viejo? Sí: es preciso fijarse en que el movimiento del espíritu sirve de medida al tiempo. Nerón, por ejemplo, murió a la edad de mil años”. Es claro que una obra así tiene que ser el resultado, ante todo, de la conmoción que en el alma de un adolescente producen algunas lecturas especialmente traumatizantes. En este caso Shopenhauer y Nietzsche. Es visible la imitación del último en la misma estructura del libro, mezcla de parábolas y aforismos, y en su exaltación de la vida. Pero la visión de ésta no se resume en el optimismo trágico de Zarathustra, sino en el pesimismo radical de Schopenhauer. Y una y otra tendencia convienen, sin armonizarse, con su radical fe católica, conformada a la manera peculiar de los jesuitas españoles con los que cursó el bachillerato en Medellín.

Este primer libro tenía que sacudir la conciencia timorata de la Colombia de entonces, aunque en él apenas apunten algunas audacias de la obra posterior de Fernando. El escándalo se acrecentaría con su tesis de grado (1919), que enfrentaba el problema del derecho a no obedecer, tema vitando. Y será más agudo con su primer gran libro, Viaje a pie (1929), cuya lectura será inmediatamente prohibida por la autoridad eclesiástica de Medellín. En los doce años siguientes aparecen otros nueve libros: Mi Simón Bolívar, primera parte (1930), Don Mirócletes (1932), El Hermafrodita dormido (1933), Mi Compadre (Juan Vicente Gómez) (1934), Cartas a Estanislao (Estanislao Zuleta Ferrer) (1935), El remordimiento (1935), Los negroides (1936), Santander, primera parte (1940) y El maestro de escuela (1941). Nunca escribió las segundas partes de las obras dedicadas a Bolívar y Santander.

El Viaje a pie sigue siendo por muchos aspectos su obra fundamental. No puede clasificarse —como tampoco ninguno de los otros libros de Fernando— dentro de los géneros literarios tradicionales. Pretende ser la narración de un viaje del autor, acompañado de un amigo, desde Medellín y por algunos pueblos de Antioquia y Caldas, hasta Cali y Buenaventura. Pero es lo más distinto posible de un clásico relato de viajes. Lo que interesa es el viaje por la mente del autor, que él mismo va desnudando sin orden ni método, pero con una sabia insistencia en sus vivencias fundamentales. Con sinceridad increíble en ese momento y en su país. A veces deformada por el ansia de parecer sincero, como ocurre con otros escritores de la misma tendencia introspectiva, como Gide y Baroja. Y también por cierto prurito de escandalizar al lector: de épater les bourgeois. Prurito que, desde luego, era inevitable en un hombre que había resuelto romper con un ambiente social como el de entonces.

Fernando, queda anotado, se educó con los jesuitas. Esta influencia durante seis años de su adolescencia tenía que dejar en su espíritu una impronta imborrable, la que seguirá marcándose sobre su obra escrita. Su caso es semejante al de dos grandes escritores europeos, casi contemporáneos suyos: Joyce y Pérez de Ayala. Pero estos rompen más o menos violentamente con la formación recibida y se enfrentarán a sus maestros: irónicamente el primero y con cólera y odio el segundo. El caso de González es más complejo porque quiere y no quiere romper; choca y sigue amando y admirando; odia la estrechez de la manera de ser católico que la educación familiar, los jesuitas y el medio social de entonces le impusieron, pero nunca riñe totalmente con el catolicismo, ni menos con la fe cristiana. Los jesuitas, sus jesuitas, serán para él objeto de admiración y de temor a la vez: nunca de odio ni desprecio.

Teme y admira a los jesuitas. Pero él no quiere ser un jesuita. Él tiene que enfrentarse a todas las estrecheces y mojigaterías del catolicismo, tal como entonces se vivía y entendía —hoy comprendemos muy bien que esas estrecheces y mojigaterías eran una deformación del catolicismo auténtico—, y a todas las timideces y prejuicios sociales y políticos de la Antioquia y la Colombia en que se sentía inmerso. Antioquia y Colombia que amaba intensamente, pero con un amor vehemente y lúcido que lo obligaba a protestar.

En este complejo de amor y de protesta radica el sentido fundamental de Viaje a pie y de los nueve (sic) libros que le siguieron. Lo más notorio es la protesta, pero lo profundo es el amor.

“A los colombianos, a este pobre pueblo sacerdotal, lo enloquece y lo mata el desnudo, pues nada que se quiera tanto como aquello que se teme. El clero ha pastoreado estos almácigos de zambos y patizambos y ha creado cuerpos horribles, hipócritas”. “El Diablo, el cura, el bachiller, el míster, el arriero y el mendigo. Ahí está nuestro país”.

Pero

“Sólo nosotros, los colombianos, podemos hablar mal de Colombia, y sólo nosotros, los católicos, podemos renegar de los curas”,

dice a un míster al que encuentra en una fonda murmurando del país y del clero, y al que da dos golpes con las riendas de un freno, según cuenta.

Se trata evidentemente de una actitud contradictoria. Pero de una contradicción vital, muy humana y muy real en muchos, aunque pocos como Fernando se hayan atrevido a expresarla. Y detrás de tales contradicciones se encuentra un constante pensar sobre las fundamentales realidades humanas, que conserva plena validez para el lector de hoy, cuando esas estructuras semifeudales tradicionales están en gran parte rotas, aunque no superadas sino sustituidas por otras más temibles y negativas. Lo más notorio de ese pensamiento es una constante afirmación vital:

“Aquí nos tienes, vida, diosa de los ojos maliciosos, tranquilos, sentados sobre esta dura piedra, seguros de tu amor; los celos no desbaratan nuestros corazones. Tú eres la infiel entre las infieles, a pesar de que no retrocedes ni abandonas al amante. Aquí nos tienes, sentados sobre la dura piedra, oliendo la grama olorosa a inocencia, llena de vitalidad, esperando tus dones”.

Y esa vida hay que aceptarla con todo su dolor y todas sus alegrías:

“¿De qué huimos? ¿Para qué escondernos? ¿Por qué lamentarnos? ¿Para qué remordernos la conciencia? Con recogimiento recibamos lo nuestro; nadie nos pide cuenta y a nadie se la pedimos. Somos el que puede afirmar: el hombre tiene lo que merece; no tendrá lo que no merece. Venga, pues, a cada uno lo suyo. Hemos perseguido la alegría y a pesar de que parecíamos alcanzarla, no pudimos. Lo nuestro es lo único que llegará a nosotros. ¿Y qué será lo nuestro? Parece que nada sorprendente nos está reservado en esta pelota terrestre”.

Tal actitud tiene que mirar hacia la muerte como el misterio angustiante:

“La muerte sería agradable como el sueño si uno supiera que estaba muerto y si no fuera para siempre”. “Ese entierro de Aguadas nos hizo experimentar el terror de la muerte porque allí no había sino el cadáver y el sepulturero. El cadáver tiene la inexpresibilidad absoluta; no se le puede aplicar ningún adjetivo; no está serio, ni triste, ni aburrido, ni inconforme; todas las cosas tienen un significado, menos los cadáveres. Un hombre muerto queda tan vacío que es un indicio aterrador de que su parte esencial se fue no se sabe para dónde. Este indicio es el que nos hace entrar a las iglesias, a las pagodas o a las mezquitas, adonde quiera que dicen estar el Dios escondido que tiene en su poder los destinos de eso que nos abandona con el último suspiro”.

Para intentar escapar de la muerte el hombre se aferra a las concupiscencias del mundo:

“Todo es para nosotros un medio de conseguir dinero; se persigue la ciencia, para ello; se desea la moralidad, la honorabilidad social, porque producen dinero; nuestro amor es frívolo y mercenario; por eso es tan agradable; la cónyuge —vocablo del lenguaje de los antiguos— se consigue porque tiene dinero. Deseamos tener carácter, porque es cualidad para conseguir dinero. Para eso cultivamos la literatura. Todos los segundos de nuestra vida están empapados de la necesidad de conseguir dinero. Este es nuestro último fin, indudablemente”. “Nos miramos por dentro y vimos allí confusos sueños, formas de amor, ansias de riqueza y miedo a la muerte… ¿Qué vimos en nuestras almas? Que son tres los motivos de esta inmensa obra; que en nosotros hay hambre, amor y miedo”.

Y para que la vida se afirme frente a la ambición y al terror, sólo hay una virtud:

“En este correr apresurado de los segundos, nosotros, el hombre fiera, tenemos como primer mandamiento la contención… Siempre que el hombre llega a ser incapaz de prescindir de algo, se hace esclavo de ello y disminuye su poder. Es preciso en toda circunstancia, en todo momento, aun ante la mujer más hermosa, poseerse a sí mismo”.

Y así Fernando vuelve a encontrar, en varios textos de su libro, la enseñanza cristiana del dominio de sí mismo.

Su actitud ante la religión es ambivalente. En hermosas páginas nos describe la evolución de la fiera al homínido y de este al hombre. Al alcanzar la actitud bípeda se hace contemplador; luego está listo para sonreír; aparece la mano, y por el tacto descubre el amor; y después, al pensar prelógicamente en el cosmos, ignorando el principio de causalidad,

“creó un monstruo, una divinidad monstruosa que se llamaba el Tótem… Allí estaban el Dios y el Diablo, que aún no se habían especializado en la figura benéfica y venerable del uno y en la atormentada y maligna del otro… Al cabo de muchos años se individualizó el dios en forma de fetiche”.

Pero junto a esta explicación de tono exclusivamente cientifista, aparece una y otra vez su fe cristiana auténtica y siempre agónica —en el sentido unamuniano y radical de esta palabra:

“Hay indicios de que algo supremo, la armonía suprema, nos llama más allá de la tierra. Aquel pobre diablo agradable que se llamó Montaigne murió de rodillas y arrepentido, después de haber vivido bregando por reírse, a causa de estos leves indicios…”. “Aquí llegamos a tener una vislumbre de Dios. Por cualquier punto por donde comencemos a filosofar se llega a donde se perciben luces de una unidad que alumbra como lejano sol: emanaciones de la unidad perfecta”.

Y ese Dios es el de la fe: el de Abraham, Isaac y Jacob. El de Cristo. A pesar de que

“la religión cristiana, esa insuperable religión de Cristo, ¡en qué monstruosidad la han convertido los zambos americanos! La han injertado en la madera seca de las mesas de votación, las mesas eleccionarias… ¿Y qué flor y qué fruto ha producido el injerto? A García Moreno, prototipo del cristiano de Sur América, y a ese otro monstruo, Plutarco Elías Calles, prototipo del irreligioso”.

Ese choque, que durará hasta su vejez, entre la fe heredada, amada y vivida; la falsificación de esa fe por los católicos de nuestro agobiante mundo hispanoamericano; y la incrédula interpretación cientifista, que no resuelve los últimos y únicos problemas humanos, se supera en los mejores momentos de Fernando con la oración. Como ocurre en todo creyente auténtico, cuya fe solo en contados momentos puede llegar a la plena serenidad. Al final del Viaje a pie encontramos esta bella oración de indudable sabor pascaliano y de indudable originalidad entrañable:

“¡No te estrelles, Señor, contra estas débiles cañas! ¡No contiendas ni arguyas con estos pobres animales! Volveremos humildemente a los hombres gordos entre quienes nos pusiste. Eres el Deus absconditus; eres el que está fuera del metro y fuera del litro; eres, Señor, quien trasciende del verbo y del adjetivo, quien es negado cuando afirmado. Volveremos a Medellín a ser jueces; a juzgar lo que tú no has juzgado, para ganar la subsistencia. Confesamos, Señor, que somos el animal que suda y que se hunde en la tierra cuando tu voz le llega, así como la lombriz cuando se levanta el cespedón”.

Esta misma actitud ambivalente, de un inmenso amor y de una airada protesta, es la que asume siempre frente al problema colombiano. Le tocó vivir esa época de tránsito acelerado, descrita atrás, de la tradicional Colombia semifeudal a la Colombia de los cincuenta últimos años, cuando se han remediado algunos de los viejos problemas y han surgido injusticias mayores y más hostigantes. Y fue el testigo y el denunciante lúcido entre sus cóleras, como aquel trágico don Francisco de Quevedo en la España de Felipe IV. A pesar de sus fracasos electorales, fue uno de los hombres de mayor influencia política en nuestro país, ya que hizo tomar conciencia a muchos de esa realidad dolorosa y que sigue necesitando corrección. Paradójicamente se hermana en esta influencia con López de Mesa, pese a la diametral oposición que existe entre una y otra personalidad, y de la mutua antipatía (2) que en vida tuvo que enfrentarlos.

Los lectores habrán observado que tras esta actitud totalmente vital, sigue obrando Nietzsche, ese Nietzsche que vimos más expresamente en los pensamientos de la adolescencia de González. Ahora no es una influencia libresca, sino el magisterio de un pensador genial que no permite discípulos incondicionales, pero que sí ha inquietado, sin excepción, a todos los auténticos pensadores del siglo XX. Un pensador que no merma la originalidad de su discípulo, sino que, al contrario, impulsa a que ella se exprese sin cortapisas.

Como Nietzsche, y como otros pensadores más vitales que racionalistas, González incurre a cada momento, de una página a otra, en contradicciones notorias. Contradicciones que no se deben a volubilidad ni a superficialidad de ideas, sino a que sus vivencias profundas buscan aferrarse a una y a otra construcción conceptual, sin encontrar reposo en ninguna. Pero tras esas contradicciones, en González, como en otros, encontramos siempre sus convicciones fundamentales: la fe en la vida, en la fuerza del espíritu, en la dignidad del hombre, en los valores religiosos supremos.

Ese choque doloroso contra la realidad estrecha y tradicional que lo constriñe, no siempre se manifiesta en esa desafiante exposición de sus ideas y sentires. A veces González busca salida más superficial y escandalosa por líneas de menor resistencia. Son ellas el exceso de vocabulario procaz, de “palabras inmundas”, y el cruel ataque injurioso contra personas concretas, designadas por su nombre propio o con transparentes seudónimos. Lo del vocabulario procaz no sería mayor defecto —pues consagrado está por algunos máximos escritores—, si no fuera porque Fernando insiste demasiado en él, e insiste a sabiendas de que es un recurso para asustar, lo que le quita eficacia externa y significación interior.

Dice en uno de sus libros de vejez:

“… voy a asustar a los ‘señoritos’ y ‘señoritas’, a los ‘puros, puros, puros’. Quiero libertarme. ¡La cara que pondrán las ‘señoras’ que vienen de visita y que ponen las piernas así, la una apretada contra la otra!”.

Defecto más grave es el de la injuria personal. Porque siempre es más o menos injusta y, sobre todo, porque inevitablemente resta seriedad a la crítica social honda que el autor hace otras veces, simplificando equivocadamente la exégesis de un mal público al concretarlo en un solo sujeto. El mismo Fernando lo reconoció así en sus últimos años:

“Mis juicios son la baba que dejan esos animalitos que caminan por las hojas de los naranjos: suciedad que se juzga; es como los negros esclavos que, cuando riñen, se insultan llamándose negros”.

Estos dos defectos van acentuándose en los nueve (sic) libros que siguen a Viaje a pie. Por eso ninguno iguala a esta primera y extraordinaria obra.

Todos ellos, cuál más, cuál menos, están llenos de interesantes páginas y a veces nos dan valiosas intuiciones de la realidad humana y total, y de la colombiana en particular. Intuiciones de sorprendente sentido crítico. Pero nos deja insatisfechos esa tendencia frecuente del autor a malgastar su talento.

En El Hermafrodita dormido hace una certera anatomía del fascismo y de Mussolini, seis años antes que estallara la segunda guerra. Lo increíble es que lo compare con Juan Vicente Gómez para elogiar al dictador venezolano en contraste con el italiano. En el libro siguiente pintará una silueta de Gómez en Mi Compadre, que es una apología de este. Claro que apología a la manera de Fernando, que traerá como consecuencia la prohibición de la circulación del libro en Venezuela, pues Juan Vicente no toleraba elogios de ese estilo.

Crudos enfoques de la realidad colombiana e hispanoamericana son sus obras sobre Bolívar y Santander, aunque esta última se convierte en panfleto de notoria injusticia, por lo excesiva. Incurre lamentablemente en la tradicional táctica de nuestros escritores políticos de elogiar a Bolívar a costa de Santander, o viceversa. Por lo demás su diagnóstico pesimista de nuestra realidad actual, con su miseria y sus injusticias sociales, su mezcla de caudillismo y seudodemocracia y su esperanza en un futuro mejor inspirado en el ideario bolivariano, conservan plena vigencia. Esos temas son tratados también en sus restantes libros, en especial en Los negroides.

Radiografía más concreta de la vida antioqueña encontramos en Don Mirócletes y El maestro de escuela. También cruel pero acertada dentro de sus desfiguraciones caricaturescas. Es una nueva perspectiva de nuestro pueblo que continúa y completa las que trazaron Gutiérrez González, Emiro Kastos, Carrasquilla y Efe Gómez. Cada una con la inevitable parcialidad del punto de vista de su autor, y todas integrándose en el retrato completo que sólo el conjunto de una literatura puede darnos.

A partir de 1941 González entra en un brusco y desconcertante silencio. El sentido de éste puede explicarse a medias por las últimas páginas de El maestro de escuela:

“Termino avisando que ha muerto definitivamente el maestro de escuela de Envigado. Todo lo que hace la gente colombiana lo hará el don Tinoso que soy; lo que hicieron don Bernardo y el de la Colombiana de Tabaco, lo haré mejor; todo, toda acción inmunda, menos… una que no diré porque me perjudicará y es hora de principiar el fácil camino.

Perdonad, señores. Sí la haré: cada vez son más apagadas las protestas que salen del hoyo donde yace el loco. ¿No pertenezco, por ventura, al pueblo más vil, al antioqueño? Si mi pueblo todo lo vende; si el oro le convierte en palacios las letrinas que habita, ¿por qué no podré…?”.

Detrás del aparente cinismo hay, tal vez, el desengaño de no haber tenido éxito en su violenta lucha contra todo lo injusto y mezquino de la tradición y del ambiente de su pueblo, en el fondo entrañablemente amado. Algo semejante y más en pequeño había ocurrido en Gregorio casi un siglo atrás cuando, a causa de una frustrada aspiración matrimonial, escribe ácidas coplas contra los antioqueños. Lo cierto es que durante diez y ocho años Fernando no volverá a publicar (3) y vivirá dedicado a opacas actividades económicas que le permiten sobrevivir.

En su vejez volverá a alborotar el cotarro con dos nuevas obras: el Libro de los viajes o de las presencias (1959) y La Tragicomedia del Padre Elías y Martina la Velera (1962). Resulta claro que después de diez y ocho años tenían que aparecer algunos cambios en el pensamiento del autor. Pero, a pesar de estos, su temperamento violento, injusto en detalles y justo en lo esencial, rebelde pero ansioso de normas permanentes, sigue siendo el mismo.

El primero recoge papeles de apuntes de sus últimos años, pues en realidad el autor no dejó nunca de escribir —era incapaz de no expresarse—, sino de publicar. El tema esencial de tales apuntes es la búsqueda de Dios. Su fe cristiana se va haciendo cada día más profunda y obsesionante. La lectura repetida y meditada de Heideger y de Sartre le sirve de estimulante. Y el ateísmo sartriano visto por el envés le muestra la afirmación teísta suprema. Le Néant de Sartre es el Dios de González, el Dios cristiano.

“El Señor es… la nada positiva del que cae, del que es caída. El hombre es ñudo, pleito enredado, un sucediendose, y al comenzar la agonía se hace consciente de ello, pero sin saber nada, y por eso la agonía es el horror inefable… ¿Será por eso por lo que lo único vacío es un cadáver?”.

En estas palabras se ve cómo vuelve a un tema de Viaje a pie, pero con una visión fervorosa de fe cristiana.

A pesar de esta nueva vivencia enriquecedora, sus dos últimos libros son tan desiguales y parcialmente frustrados como los anteriores. En cierto sentido más caóticos. Intenta fundir el lenguaje reciente existencialista con el tradicional de los místicos, y lo alcanza algunas veces. Pero otras da la impresión de tanteo, en medio de excesivas repeticiones que no siempre logran redondear la expresión del pensar y del sentir que lucha por transmitir. Hay en ellos algunas páginas difícilmente superables, pero no el conjunto total. Permanecen, sobre todo en el Libro de los viajes, el exceso de lenguaje escatológico y los vulgares ataques injustos contra personajes grandes y pequeños.

Hasta el fin de sus días Fernando sigue siendo objeto de admiración o de rechazo: nunca de desprecio ni de olvido.

Así tenía que ser, y sin duda así lo quiso él. Pero ya es tiempo de que su obra se lea con distancia crítica, que no se opone a la inmediatez del amor. Su importancia, sus graves defectos y sus grandes valores lo reclaman.

Notas de Otraparte.org:

(1) En la década del cincuenta vivió una segunda temporada en Europa. Ver “Vivencia cronológica” por Javier Henao Hidrón.
(2) Ver “Filósofos”.
(3) Con excepción del Estatuto de Valorización (1942) y algunas entregas de la revista Antioquia.

Fuente:

Uribe Ferrer, René. “Irreverencia y análisis: Fernando González”. En: Antioquia en la literatura y el folclor. Biblioteca Pro Antioquia, Vol II, 1979, p.p.: 107 – 116.