Confesiones de dos viejos niños

Fernando González y Ciro Mendía

Un ángel con malas palabras
y un demonio con arrugas.

Por Juan Roca Lemus (Rubayata)

«Diablos Cojuelos» creo que ha habido muchos. El de la novela de Luis Vélez de Guevara se llamaba el diablo Asmodeo. Ocurrió que el estudiante don Cleofás libró de su prisión a dicho demonio y éste, en agradecimiento, se dio a pasearlo por todo Madrid durante la noche, levantando los techos de las casas para que contemplara cuanto en ellas ocurría. Y digamos que el suscrito —Rubayata— tuvo oportunidad de disfrutar de algo parecido a lo anotado.

Ocurrió ello por los lados de 1948 y apenas ahora es revelado. Rubayata —autor de estas líneas— siempre disfrutó, por largos años, de la maravillosa amistad de Fernando González, su filósofo de cabecera, y a quien, ya bien cadáver en el cementerio de Envigado, le cercenaron la cabeza, a media noche sin que haya sido posible su devolución. Lo dejaron acéfalo. Y también ha tenido el disfrute de la amistad de Ciro Mendía, quien últimamente ha estado debatiendo, bizarramente, contra la Muerte rondadora.

En la data anotada —vale decir 30 años exactos— los dos personajes mencionados ocuparon sendas oficinas en un agotado edificio que aún existe, en la carrera Bolívar, entre Boyacá y Calibío, claro que en Medellín. En la puerta del local de Mendía —primer piso— se leía: «Tipografía Foto-Club». Y encima, en el segundo, había esta indicación: «Fernando González, Abogado». Allí, el maestro recibía a viudas pobres, policías y clientes gravados injustamente con el impuesto de valorización.

Ciro echa a la calle sus papeles impresos y lee todo el día versos y prosas del mundo entero. Podría decirse que eran dos desocupados con oficinas propias. Fernando era el abogado sin honorarios de Ciro. Ciro, el tipógrafo ad-honorem de Fernando. Muy bien: Ciro sube donde Fernando, Fernando baja donde Ciro. Toman café retinto, fuman y hablan de literatura, de política, de negocios, de religión y de los hombres. Si se ven cinco veces en el día, esas mismas veces se estrechan las manos, porque Fernando siempre da la diestra al saludar. Son más abundantes las canas del filósofo envigadeño que las de Ciro, por mayoría de edad de aquél. A este respecto, Ciro alega en su favor lo que dijo Dostoiewsky: «No se envejece por la cantidad de los años sino por la calidad de los mismos». «Tú —le dice Ciro a Fernando— has vivido en la casa y en el día y yo he vivido en la calle y en la noche; tú eres un campesino, yo un ciudadano; el campo restaura, la ciudad destroza; tú eres casto, yo soy anticasto; tú eres sobrio, yo semisobrio. Tú vas a misa, yo no voy a misa». (Rubayata «está en la onda» y percibe frecuentemente esos diálogos).

Fernando: —¿Y por qué no vas a misa?

Ciro: —Porque no me han invitado especialmente.

Fernando: —¿Por qué tomas whisky?

Ciro: —Porque me gusta, porque me aprovecha. Y tú, ¿por qué vas a misa?

Fernando: —Porque me lo ordena Margarita.

Ciro: —¿Y por qué no bebes licores?

Fernando: —Porque me hacen daño. Y tú, ¿por qué no practicas la castidad?

Ciro: —Porque me lo prohibieron los médicos.

Así parlamentaban entonces esos dos varones de Antioquia y de las letras, esos dos polos, esos dos cielo y tierra. ¿Fernando? Un ángel con malas palabras. ¿Ciro? Un demonio con arrugas. El filósofo, preocupado por el alma de Ciro. El poeta, preocupado por la clientela del filósofo. La risa de Fernando era como de niño. La de Ciro como la de un fauno. Y ambos ríen estando solos. A Fernando le gustaba la poesía y cometió varios versos. A Ciro no le ha atraído la filosofía, porque ha dicho que la filosofía ni es poesía ni es filosofía. Y ha gritado con alguien: «¡Física: líbranos de la Metafísica!».

Fernando: —Está muy bella la tarde. Lástima que la disfruten estos ladrones.

Ciro: —Este cielo va a terminar prestando dinero a interés.

Fernando: —El sol también tiene hace días su monte de piedad…

Ciro: —Yo no sé con qué objeto sale el sol en Medellín.

Fernando: —Sale a contar cuántos avaros se han muerto.

Ciro: —¿Te gusta esta ciudad?

Fernando: —Medellín es una fábrica.

Ciro: —En diciembre me gusta esta ciudad porque queda solitaria.

Fernando: —Peor… Da la impresión de una jaula cuando se ha ido el pájaro: queda oliendo a naranja podrida y a estiércol.

Ciro: —Pero tú eres de esta jaula.

Fernando: —Jamás… ¡Eso no! Soy de Envigado, pueblo de ruana y guarniel. Pueblo macho, berriondo. La cepa de la varonilidad, de la fuerza toda de Antioquia. Tú sí eres de aquí…

Ciro: —Tampoco, nunca. Mis abuelos, como tú, eran envigadeños. Yo nací en Caldas, Antioquia, a unos pocos pasos del pueblo, entre ruedas «Pelton» y molinos californianos.

Fernando: —Y allá, en tu pueblo, ¿sí leen tus versos?

Ciro: —Creo que no. Porque un día entré a una de sus cantinas y me dijeron: «¿Cómo está, señor Santamaría?…». Y a ti, en Envigado, ¿sí te admiran?

Fernando: —Tampoco. Las únicas que me saludan son las ceibas de la plaza y eso porque les dediqué uno de mis libros.

Ciro: —¿Cuántos libros llevas publicados?

Fernando: —Diez. ¿Y tú?

Ciro: —Siete, pero tengo diez obras teatrales inéditas. ¿Tienes algo inédito?

Fernando: —No. No he vuelto a escribir, porque la literatura en Antioquia es una úlcera. Escribir aquí es llorar, como diría Larra.

Ciro: —¿Cuál de tus libros te gusta más?

Fernando: —Sigo creyendo en mi Viaje a pie. ¿Y, a ti?

Ciro: —Ímpetu… No…, Naipe nuevo.

Fernando: —No lo conozco.

Ciro: —Está inédito.

Fernando: —Déjalo inédito, para que no lo lean estos bribones. No lo merecen.

Ciro: —Si lo publicara tampoco lo leerían.

* * *

Traen café. Las máquinas de la tipografía están en silencio. Las orejas de Fernando —grandísimas orejas— se levantan hasta la coronilla. También las de Ciro son descomunales y puntudas. Si cayeran al agua servirán de flotadores. Ciro le presta a Fernando el libro de Sinclair Nuestra Señora; Fernando a Ciro el de un judío, Alch, llamado El Nazareno.

Fernando: —Léelo, que es una bella novela sobre Jesús. Jamás leí a un autor más bien enterado sobre Oriente.

Ciro: —El de Sinclair es un prodigio de belleza y de gracia. Figúrate que la Madre de Jesucristo aparece en un partido de béisbol en una ciudad gringa.

Fernando: —Si es profano, no lo leo. ¿Irrespetuoso?

Ciro: —No. Hermoso. Te gustará.

Fernando: —Si esos escritores de Bogotá aprendieran a escribir algún día…

Ciro: —¿Cómo? ¿Y Hernando Téllez y Caballero Calderón?

Fernando: —Escriben cositas. Carajadas al estilo de Ortega y Gasset. Y pontifican y viven pegados a un maldito micrófono, hablando de extensión cultural, de una cultura que no pasa de la carrera séptima…

Ciro: —Acuérdate de León de Greiff, su actual director…

Fernando: —León es un niño. Lo quiero. Y quiero sus versos. Él haría bella labor si lo dejaran esos brutos. Son muy brutos, Ciro…

Ciro: —No tanto, Fernando.

Fernando: —Sí… Muy brutos. Más que los políticos. ¿Te gusta Alfonso López?

Ciro: — Claro. Me parece la primera mentalidad política del país.

Fernando: —No hay tal. Las tres mediocridades más grandes del país son: Mariano, Alfonso y Eduardo… Ellos fueron los que dieron al traste con esta «república de vagabundos». ¿Te gusta Gaitán?

Ciro: —Como penalista.

Fernando: —¿Y Gabriel Turbay?

Ciro: —Como amigo.

En la calle gritan los voceadores de prensa y los loteros.

Fernando: —¡Cómo despilfarran papel en Colombia! Y pensar que en París, en Roma, en Londres, las ediciones son de ocho páginas, porque no tienen papel. Y aquí echan hasta 24 páginas en tonterías, avisos y noticias trasnochadas. Y yo los leo por Benitín y Eneas.

Ciro: —Y no obstante, no tenemos una revista literaria que valga la pena.

Fernando: —Aquí no hay más que gacetilleros… Ciro: ¿Por qué no fundamos tú y yo una buena revista, sin avisos, con la única colaboración de nosotros dos?

Ciro: —Porque no la compran ni la leen. Porque tus prosas y mis versos no son para esta clase de gente. Y eso que tú vendías tus libros…

Fernando: —Vendí aquellos en donde insultaba a mis conciudadanos. Aquí compran la diatriba, el panfleto. Los libros serios, sencillos, como mi Remordimiento, no tienen cotización en el mercado.

Ciro: —La pornografía, la calumnia, eso sí les encanta.

Fernando: —Todo está oscuro. Vámonos, Ciro.

Ciro: —Pero, ¿hacia dónde, Fernando?

Fernando: —Vámonos a París. Vendamos lo que tenemos y ponemos allá una casa de huéspedes… Yo me entiendo con estos y tú con las huéspedas. Vámonos a morir en París, Ciro, vámonos…

Ciro: — «Me moriré en París con aguacero»…, como dijo Vallejo.

Fernando: —¿Te da miedo la muerte?

Ciro: —¡Miedo no! Pero te digo que para enterrarme me van a tener que matar…

Fernando: —¿Y el infierno?

Ciro: —Qué va… El entierro… ¿Y a ti?

Fernando: —El purgatorio y el infierno son mi preocupación.

Ciro: —¿Y el cielo se lo dejamos al «Tuso» Navarro?

Fernando: —Si yo estuviera seguro de ir al cielo, le dejaría mi casa de campo de Envigado a estos usureros de Medellín. ¡El cielo debe ser muy bello, Ciro, muy bello!

Ciro: —Y además no hay que pagar arrendamientos, como dijo el Padre Mojica.

Fernando: —No te burles, Ciro, de mis creencias.

Ciro: —No me burlo de tus creencias, Fernando. Cree todo lo que tú quieras.

Fernando: —Cuando te mueras te voy a mandar a decir una misa bajo las ceibas de Envigado.

Ciro: —Te anticipo mis agradecimientos. Y cuando tú mueras te pondré este epitafio: «¡¡¡No me frieguen!!!».

Fernando: —Me gusta. La cuestión está en que estas industrias de Antioquia no vayan a invitar a mi entierro, con el ánimo de anunciar sus productos.

Ciro: —Tampoco invitarán a mis funerales. Porque ni tú ni yo pertenecemos a la Andi. (Aquí la estrofa de Bartrina):

El último alquimista
cuando hubo ya agotado su tesoro,
consiguió otra manera de hacer oro:
inventó al accionista
.

Se ríen, vociferan. Tienen momentos infantiles. Hablan de dinero, porque ninguno de los dos lo tiene. Son terratenientes pobres, propietarios arruinados. A veces, Ciro es el filósofo y Fernando el poeta. Hablan de sus hijos. Fernando tiene un dolor. Ciro tiene otro. A Fernando se le murió su hijo Ramiro y a Ciro su hija Adelaida. Son dos corazones sangrando y dos risas de similor. No viven, mueren. Mueren lentamente en la ciudad que no los mira. Ellos mismos dicen que la ciudad no los merece. Y lloran y ríen y trabajan y gozan y sufren. Son dos errores en un amplio libro de contabilidad. Son dos saldos rojos.

Fernando: —¿A ti, Ciro, no te resultó ningún hijo literato?

Ciro: —¡No! Los dos son perfectos burgueses. ¿Y a ti?

Fernando: —¡A mí, sí! Tengo un poeta en la casa. Se llama Simón y ya entró este año a la Escuela de Minas. Me gustaría que se decidiera por la poesía: es más lucrativa que la ingeniería… ¡Los versos no se caen y los puentes sí!

Ciro: —También los versos se caen.

Fernando: —Se caen los de todos esos de nuevas promociones que los hacen con dagas y con orines.

Ciro: —¿No te gustan los poetas jóvenes?

Fernando: —No hay poetas jóvenes, hay poetas.

Ciro: —La poesía es experiencia, consagración, devoción, trabajo.

Fernando: —Las grandes obras de la Humanidad se han hecho después de los 60 años.

Ciro: —Y sin embargo, estos niños prodigios, sin haber leído un libro todavía, quieren pasar por literatos, metiéndose por debajo de la puerta…

Fernando: —Todos escriben igual y a la manera de…

Ciro: —Y se las echan de críticos en los micrófonos y en los periódicos, a tanto el minuto o el lingote.

* * *

Vuelven a hablar sobre la ciudad, la ciudad que los detesta, según ellos. Desfilan por su charla personajes de la industria, de la banca, de la literatura. Pero Medellín es el punto neurálgico de ambos.

Fernando: —Medellín es la Marsella industrial de Colombia. Hay muchas gentes prostibularias y los pícaros.

Ciro: —Y señoritas de ambos sexos…, o sean los del «vicio inglés».

Fernando: —Ninguna ciudad más inmoral que ésta y, sin embargo…

Ciro: —Rezan y pecan, pero no empatan.

Fernando: —¡Verracos!

Suena el teléfono y Ciro contesta. Un amigo le pregunta a cuál salón de cine va esa tarde. Fernando confiesa que no va al cine. Ciro dice que él va a 20 películas mensuales. Es este su último vicio. Fernando afirma que el espectáculo que más le subyuga es la Santa Misa. Y se levanta. Son las cinco y treinta de la tarde. Fernando toma un bus y parte para Envigado. Ciro se va al cine. A las ocho de la noche está en su casa escuchando música o leyendo versos. Es el primer lector de versos que tiene el universo-mundo.

Fernando, a esa misma hora, está en su residencia campestre rezando el Rosario con su mujer y sus hijos. Y Ciro y él vuelven mañana al trabajo, a hacer que trabajan, a pensar en la filosofía, en la poesía y en el dinero. Fieles son la primera y la segunda, pero el último no se acuerda de ellos, a pesar de los chivaletes, prensas y códigos civiles. Y del gran aviso luminoso que dice, pareciendo una mentira: «Poesía y algo de foro»…

Medellín, diciembre de 1978, 30 años después de lo relatado y que está netamente inédito.

Fuente:

Boletín Histórico, Órgano del Centro de Historia de Envigado, n.º 7, marzo de 1979, p.p.: 88 – 95.