Una sed de absoluto

Por Alberto Aguirre

Hay seres que padecen una sed de absoluto. ¿Es éste un privilegio o, por el contrario, un estigma? Porque estos seres viven desasosegados. Lo cierto es que dan testimonio del ser humano y de su dimensión espiritual. Son como faros para indicar la dignidad de la especie que se yergue. María Helena Uribe de Estrada padece esa sed de absoluto. Por eso persigue a Fernando González, un ávido. Y cuando está persiguiendo a Fernando González se está persiguiendo a sí misma. Esa ansia insaciable de conocimiento del otro —que nunca se alcanza— es figuración de la búsqueda dentro del propio ser. Y ésta tampoco se alcanza. Por eso, este texto no es un análisis académico, plagado de conceptos. No es tesis doctoral sobre Fernando González, el cual, bien lo dijo, no puede ser encuadrado en las meras formulaciones y con el solo discurso. Entonces, el único abordaje posible es éste, el que realiza María Helena Uribe. Vibra al unísono con el Viajero de Envigado. ¿Para qué decirle filósofo? ¿Para qué peliar por un mote? Y por ello es tan ajustado el título del libro: «El viajero que iba viendo más y más». De eso se trata: de hacer el viaje, para ver. Lo hace Uribe. Ve las cosas que veía González. A la par que ve otras. Y el lector, si es agudo, también tendrá sus visiones.

Es una biografía filosófica, esto es, una biografía del pensamiento o de las visiones de aquel viajero. Y por el método vital, que él preconizaba. Hay que compenetrarse con el ser humano que vio y viajó. «Compenetrarse». Es como una especie de reencarnación hacia atrás. Hay que encarnar en el otro. Es la única manera de entenderlo. Como ser vivo. No basta buscarlo en los libros. Recuerda Uribe la idea de González de que «libros, personajes, son sólo hermosas posadas en mi viaje, acicates». Y transcribe este aparte de Mi Simón Bolívar:

«Y la vida no se debe escribir sino vivir. A mí no me importa Simón Bolívar sino como un estímulo para sentirme más vivo, para absorber más energía, porque yo soy también una gota de conciencia mística».

Y éste, de Cartas a Estanislao:

«¿Que yo soy un idólatra y que endioso a Bolívar? […] No me importa el Libertador sino como medio para ascender en conciencia».

Eso es González para quien quiera que se aproxime a su obra: estímulo para sentirse más vivo y medio para ascender en conciencia. Y tal es el conato de Uribe en este libro. Se ve que ha sido un intento vital, en ella, de vieja data. Aquí sólo quedan las huellas más visibles de su agonía. Que toda búsqueda es agónica. Pues nunca encontramos. Sólo atisbos. El ascenso en la conciencia no tiene término. Si lo tuviera seríamos gusanos.

Por eso dice MHU: «Para FG, vivir y escribir es una misma cosa: escribe lo que vive por dentro o en la realidad; vive lo que escribe; al escribir, re-vive; las ganas se le transforman en vivencias; el temor y los sueños se le convierten en visiones, y hay que creerle: dudar de él es imposible». Y de ahí que la «biografía» de González no pueda ser el simple relato de su vida ni el análisis de sus textos, sino que tenga que ser una convivencia. No es cosa para profesores universitarios.

Como «vivir y escribir es una misma cosa» MHU se pregunta: «¿Qué particular intuición, o fuerza, lo mueve (a González) desde que en Génova formula un programa de vida, que en casi todos los libros aparece renovándose, avanzando? Va vislumbrando su realidad cada día más descarnada y ágil, a medida que se acerca a la Zarza, a la Presencia, a la Intimidad de su Dios, sin distinción de tiempos ni de nombres». O sea, lo que se propone Fernando González, desde Génova, no es un programa filosófico ni ideológico ni intelectual, sino un programa de vida, y esa vida la va vaciando en los libros. Por eso es que, para algunos, resulta difícil «entender» a Fernando González: es que no se trata de entenderlo, sino de vivirlo. Y para vivir a otro estamos mal entrenados. Ese es el conato de Uribe en este libro: un intento de con-vivencia. Que es lacerante. Dice ella: «Y es que asomarse a la intimidad de un hombre, vivo o muerto, escritor o analfabeto, sea cual sea el motivo, me sabe a profanación. Por más que se piense y se pretenda comprender, aunque hurguemos en la conciencia propia y en la ajena, ni él ni nosotros encontraremos las primeras razones ni las últimas de nuestros actos». Ajusta bien, tras estas palabras, lo que dijo el envigadeño:

«¿Para dónde volarás? ¿Quién es el juez? ¿Quién conoce sus méritos y sus culpas?».

Y luego de clamar Uribe que a González «¡Los libros lo agobian! ¡Hay exceso de libros, lo esencial es vivir!», transcribe estos textos del vividor de Envigado:

«¿Para qué comprar otro (libro) si no he realizado en mí el que ahora tengo? Hay que realizar los libros, realizar en uno todo el universo. […] Lo que me importa es la conciencia. Entonces, ¿por qué cada mes llevo a mi casa veinte libros por doce o quince pesos y ni los leo sino que los hojeo? […] Quiero estar solo, sin libros, aislado, para que mi alma tenga que manifestarse. Aprender a ocuparse en algo que no sea leer, moverse, soñar y pensar… ¿Qué es ello?».

Vivir. Será eso lo que dice el Maestro (no hay otro, aquí, que haya sido ejemplar) de «realizar» los libros: hacerlos reales, esto es, vivos en uno. ¿Cómo se logra? No es que se dude del intelecto, pero sí se adivina que no basta para «realizar» la vida manifiesta en esos libros. Es muy difícil, porque las palabras remiten ineluctablemente al concepto, y el concepto es como una oclusión de la vida. O su ocultamiento. González vivió de modo tan intenso, que escribió del mismo modo intenso. A él (a sus libros que es como decir su vida) hay que abordarlo por el lado de la vida. Pero, ¿de qué se trata la vida? Uribe realiza esa palpitación vital para abordar a González y dejárnoslo ver. Pero a nosotros no nos basta verlo. Aunque verlo es el camino para atisbarlo en vivencia. En fin, todo esto es muy complicado. Lo mejor sería dejarlo ahí y zambullirse en el texto de María Helena Uribe en busca de las palpitaciones.

Gracias a ese ardor en la búsqueda a través de la vivencia y con-vivencia, por esa angustia o agonía, María Helena Uribe no mitifica a Fernando González. Esta no es una hagiografía. Tampoco hace de sus textos un cernido para la fácil deglución. Tampoco lo emascula. Ni es exposición razonada, como tampoco es un delirio. Es lo dicho, aunque difícil de aprehender: se trata de una convivencia. Para lo cual no se hace precisa una exposición exhaustiva de los textos del filósofo envigadeño. Antes bien sería dañina y tal vez tediosa. Digámoslo de una vez, aunque suene esperpéntico: para entender a Fernando González no basta leerlo. Sí, leerlo, pero abriéndose. Como lo hace María Helena Uribe. Ella no nos entrega, cernido a FG, sino que nos enseña el camino para que nosotros lo busquemos. Y eso es lo que importa en la vida (y en la literatura y en la filosofía y en el canto): el camino.

Anclada en el texto de González, éste, el de Uribe, no es paráfrasis. Es la meditación suya en simbiosis con la meditación del Maestro. Es como una meditación sobre el perplejo. Que eso fue González: un azorado.

Transcribe este texto:

«Solo; a nadie le importa mi bien y mi mal. No hay en el mundo un hombre tan solo… Pero tengo a Jacinto. Me he desdoblado para defenderme y nuestros diálogos serán eternos y benefactores».

Y agrega María Helena Uribe: «Ansias de amar, de ser amado y comprendido. ¿Las realizará? Desde las primeras páginas de su vida, o de sus libros —que es lo mismo— siente y presiente la necesidad de compañía».

Y dice Fernando González:

«Pues bien. Una de las divinas maneras del amor es ésta de tener otro ser a quien definirnos, a quién contarle cómo somos… Es ésta de saber que hay alguien que nos conoce, que sabe los motivos de nuestras acciones, y que nos perdona todo, porque todo lo comprende».

María Helena Uribe lo comprende todo de Fernando González.

Lo sigue a través de su vida (de sus libros), conociendo los motivos de sus acciones y perdonándolo todo. Y afirma: «Al final, está tranquilo; ya nadie puede sacarlo de Ningunaparte, su residencia de años, a la que varias veces cambia el nombre por esa costumbre que tiene de no estacionarse en un definitivo estado de alma, ni en un concepto, ni siquiera en una verdad suya, propia, que intuye pasajera. No quiere huir —¿hacia dónde huye uno?». Y remata con esta frase de Pensamientos de un viejo: «¡Nunca puedo separarme del perro de mi yo!».

Y como lo sigue, lo entiende. Entiende su contradicción, la oposición íntima —y desgarradora— de sus contrarios. No asumió González, ni en vida ni en texto, una fachada monolítica. Dice Uribe que a cada rato «encontramos el significado y la necesidad que tiene de contrarios», para subrayar lo cual transcribe este texto:

«Ochoa se hunde en la inmundicia y luego sale enfurecido, lanzado para arriba como pelota de caucho y renegando de todo… para terminar mirando al cielo, como los gallinazos que se asolean en los tejados de las casas de Medellín».

A eso, que algunos críticos (mejor, opinadores) cegatos, llaman incertidumbre o falta de convicciones o condición de veleta o superficialidad, María Helena Uribe le sabe dar la dimensión honda del hombre que piensa desde el proceso de la vida. Y como nadie se baña dos veces en el mismo río…

Relieva dicha característica de su discurso (texto y vida): «Expresiones opuestas; ideas distintas de un día para otro, de épocas varias, en momentos diversos. Son legión». Y para ilustrarlo, transcribe:

«¿Que nos contradecimos? Lo que pasa es que nuestro interior es un hervidero de contradicciones. […] Yo no soy uno, y de allí los remordimientos de conciencia. El 20% de mi ser es místico; el 10%, peón; el 30%, enamorado de la belleza, y el resto bobo».

Porque era un ser, no un profesor.

No es fácil que aquí entiendan a Fernando González, porque los sudamericanos son planos y viven vidas entre rieles. Se forman las ideas más curiosas sobre su vida-obra. Anota Uribe que algún farandulero, presumido de sabio (que son los más tontos), dijo alguna vez que se había casado, pero que ya estaba separado, «porque, como dijo Fernando González, los hombres fieles no tienen porvenir». Si lo leen, lo leen con presbicia. Vea lo que dijo sobre este asunto:

«La infidelidad, tal como la describo, es patrimonio de las almas cuyo destino es la Divinidad. Es gran virtud. Procede del estado de imperfección que nos induce a buscar. Los hombres fieles no tienen porvenir. […] El hombre es un porvenir, porque todos se desprecian en el instante presente. Recorramos las situaciones en que pueda estar un hombre: tiene esta hacienda, y quiere poseer la otra. Sabe una cosa, y no admira sino al que sabe dos. Lo ama una mujer, y sólo le gustan las demás».

Hay que leer a González con los ojos y el alma y el corazón abiertos. Para aprehenderlo se necesita la disposición generosa de todo el ser. Es lo que ha hecho Uribe. Y lo que nos enseña. Por eso dice: «FG es marea baja y alta; sube, cae. Moja, inunda a muchos, los resfría, y acalora. Se sienten regañados. Desenmascara rostros; destapa y alborota conciencias. Se niegan a creer que se trata de una seria y arriesgada invitación a desnudar la propia conciencia, a conocerse a sí mismo, a superarse, a corregirlo todo, como con regadera. A mejorar y embellecer la patria».

Indica que González escribe, al regresar a Colombia luego de su estancia en Italia y en Francia: «Qué difícil para un escritor, un filósofo, sostener una familia». Y agrega el Maestro —lo anota Uribe— con cierta pizca de humor, como para matizar el drama:

«Lo malo estuvo en haberme casado, pues la familia necesita mucho y me hace santista y lopista. El filósofo no debe tener sino una donna di tempo, una dentroderita impetuosa. Lo demás es para ganaderos o para los de almacén, gentes sin cerebro».

Fernando González les remueve sus malas conciencias de ganaderos. No es sólo que no lo entiendan, sino que fustiga sus viditas redondas, sin aristas ni contradicciones. El señor del almacén adora a su mujer y, para acabar de ajustar, tiene la conciencia tranquila.

El capítulo dedicado a la mujer del Maestro, «Margarita, o Berenguela», es muy lindo. Lleno de ternura y de pasmo y de irritación y de infinito amor. Para una incitación a su lectura (que este prólogo no busca otra cosa que incitar a leer este libro), leer la frase de Uribe: «Manjarrés y Josefa se quieren con un amor roto, agonizante». Es el más alto y puro amor.

La vida de González empezó con un fracaso. Lo expulsaron de donde los jesuitas, por la razón que dice el padre rector en carta al papá de ése que quería entender, esto es, que quería filosofar: «Su hijo Fernando era muy bueno hasta que llegó a la Filosofía, pues entonces se dio a leer libros prohibidos, como Schopenhauer, Nietzsche y Voltaire, y le ha dado por poner cátedra en los recreos, repitiendo: “¿Y por qué no prueban el primer principio. Si nos tragamos ése, pues con él nos embuten todo…”. Así es, don Daniel, que nos hace el favor de mandar por el pupitre de su hijo Fernando». Claro que, desde chiquito, era filósofo González; ¿no ve que dudaba? Siguió, siempre y en todo sitio, poniendo cátedra en los recreos. Y siempre había que mandar por el pupitre. Dice en Cartas a Estanislao: «De todos los empleos me quitan; parece que no sirvo».

¿Qué iba a servir González en un país enano. Cómo le dolía estar aquí. Era otra razón para que no lo quisieran. No era patriota. No le dieron nunca la Cruz de Boyacá. Y su entierro fue una pálida procesión bajo nubes oscuras. Claro que le dolía un medio que no había logrado probar el primer principio. Dice Uribe: «Se puede limpiar una cantina; en cambio, la mediocridad es nube de langostas o mosquitos; o polvo; que devoran o pican; es comején subrepticio. Las mediastintas lo descomponen».

Y cómo gime el alma del Maestro de escuela:

«¿Cómo continuar mi vida solitaria, interior, en esta tierra sin arte y sin personalidad? ¿Dónde encontraré al grande hombre que me sirva de estímulo? […] Anoche leí los números del periódico El Tiempo que me estás enviando. Enfermé al enterarme de la vida colombiana tan triste, tan pequeña, tan baja. Y, sin embargo, eres, Suramérica, mi corazón. […] ¿Qué pasa? Hasta la miseria y los delitos son pequeños allá; los actuales habitantes carecen hasta de la belleza del sufrimiento».

Para salir del erial busca a María. Y bien lo anota MHU: «Otra amistad: Mater ejus, anda con él desde la cuna. Ella lo conduce, él lo sabe, y no la suelta. […] Más de medio siglo vivido y aún sigue oprimiéndolo el peso del ostracismo material-mental-espiritual-geográfico, que le salta encima, como piedras, a cada acto suyo, omisión o escrito».

Es necesario, no ya para entender a FG, sino para meterse en él, para compenetrarse, tener en cuenta esta nota de MHU:

«Volvamos al origen, allá donde arrancan las vivencias conscientes e inconscientes, porque al Hombre de Otraparte no podemos observarlo a pedazos; si lo des-trozamos se nos esconde el hilo. Vida unitotal». Es que, agrega Uribe, a González «le fastidia la insensibilidad (o ineptitud) de algunos que deberían amarla más (a María): ¿más qué quién?». Y transcribe:

«Hoy entré a la Catedral a oír al nuevo Canónigo en su sermón de la tarde sobre María y sobre la madre. Todo lo dice con unción artificial, sin cambios en la voz casi melancólica. […] Oigo que ahora los padres y expertos del Concilio van a tratar de ella, y que están viendo si le dedican un capítulo, o si la tratan en el esquema de la Iglesia, etc.… […] Pues, ¡con la Madre no se meta nadie! Es la Puerta sin Alas, la Madre de Dios-Hombre y la Madre de todos los humanos; en los Evangelios se dijo todo y todo…».

Es el ansia de absoluto. Es el Dios que busca. Y dice Uribe:

«De ahí, tal vez, que insista en buscar, sentir, encontrar a Dios, sin causas ni efectos, ni pruebas; sin olor ni sabor a disección del espíritu». Qué bello esto. Lo resalto: Sin disección del espíritu. Ese es el camino de González. Y esto escoge entre las vidas/textos del que anduvo perdido:

«A costa de lágrimas es como se intuye a Dios. […] ¡No progreso! ¡No sé afirmar!; sólo interrogo lo mismo que en mi niñez. Creer es lo que me ofrecen, y yo quiero sentir. […] La conciencia es todo en el hombre y el secreto de la sabiduría consiste en vivir con todas las cosas. Para entender al niño hay que tener la emoción infantil. Para entender los astros hay que vivir con ellos…».

Es que tiembla y solloza, es que el Perplejo de Envigado ha vivido desde niño con esa ansia de absoluto:

«Todo el día ha llovido. Ahora es el crepúsculo, un crepúsculo de melancolía. Todo es blanco, de blancura turbia. El agua ríe, o llora, o canta, según el querer de las almas. Pero mi corazón dice que la lluvia solloza…».

María Helena Uribe ha descubierto al hombre lacerado. Que descubrir es alzar la losa que nos cubre. Y al descubrirlo nos lo vuelve palpitante y prójimo en estas palabras en las que sigue viviendo.

Medellín, agosto de 1997

Fuente:

Aguirre, Alberto. “Una sed de absoluto”. Prólogo en: Uribe de Estrada, María Helena. El viajero que iba viendo más y más. Medellín, Editorial Molino de Papel, 1999, p.p.: i – p.