Los Panidas de Medellín

Crónica sobre el grupo
literario y su revista de 1915

Por Miguel Escobar Calle

Cuentan los cronistas que en 1915, desde el 2 de febrero, «Caruso», el más popular y pintoresco de los voceadores de prensa de la Villa de La Candelaria, a grito herido anunciaba la próxima aparición de «¡Panida, Panida, Panidaaaa…! ¡La gran revista de literatura y arte!».

El día 15 del mismo mes circuló el número uno y el efecto inmediato fue triple: los Panidas celebraron con tremendo alboroto en la sede principal (el Café El Globo) y en las subsedes (el Chantecler y La Bastilla); los lectores escandalizados echaron pestes contra los versos raros de corte modernista de un tal Leo Le Gris, que cantaban a la Luna lela y a los búhos «que decían la trova paralela»; y La Familia Cristiana, órgano oficial de la curia, se dejó venir con el consabido veto, censurando la revista y prohibiendo su lectura a los adolescentes «por sus efectos perniciosos».

La revista era la culminación de un proceso de aglutinamiento de ideas y actitudes y posturas y personalidades. Proceso cuyo primer fruto tangible había sido Del Pesebre, un breve álbum de versos escrito en octubre de 1912 por Pepe Mexía, Jesús Restrepo Olarte, León de Greiff, Jorge Villa Carrasquilla (Jovica), Quico Villa y Gonzalo Restrepo Jaramillo, donde a la manera del Tuerto López, «daban lora» poética, según declara el mismo Restrepo Olarte:

Este libro es… un cuaderno, o mejor, una cartera de versos. Decir moderno de López o de Cervera.

Incoherencias, bobada de algún chillido a deshora; en resumen: todo… o nada que, belleza y carajada, todo se llama… «dar lora»…

Un segundo suceso que contribuyó a la conformación del grupo fue la tremenda pelea a trompadas que ocurrió el 11 de mayo de 1913 en la Plazuela de San Ignacio, llamada entonces de San Francisco, entre rojos y godos. Aquellos encabezados por León de Greiff y Gabriel Uribe Márquez, colaboradores de La Fragua, un periódico liberal y anticlerical que ese mismo año había sido excomulgado por el arzobispo Cayzedo; y estos, las huestes ignacianas, comandadas por el sacerdote español (y carlista) Cayetano Sarmiento y por José Manuel Mora Vásquez. A la barra de los rojos se unieron los internos de la Universidad de Antioquia y del Liceo Antioqueño, entre los cuales se reseñó a Femando González, Quico Villa López, Aquileo Calle, Jovica, etc. Cuenta León de Greiff:

La batalla campal duró tres horas. Intervino una hora después de iniciarse el «evento», la policía. Luego, a las dos horas, una compañía del batallón Girardot (Atanasio). Total, ¡oh! historiógrafos beneméritos: analizada (sin difuntos) la guazábara o baraúnda o riza, fuimos hechos prisioneros 40 de los nuestros y… uno del bando contrario que resultó ser (¡Oh Eironeia!) liberal: el poeta Carlos Mazo.

La pelea, que fue reseñada por la prensa, llevada al púlpito por el clero y consagrada por una caricatura de Luis E. Vieco, sirvió para definir posiciones, ideológicamente hablando, de los futuros Panidas y para enrolar en el grupo a Mora Vásquez, sin que éste modificara nunca su talante conservador, talante que se le acendraría con los años, pues llegó a ser reconocido laureanista.

Un tercer hecho que sirvió para reunirlos fue la expulsión masiva de la Escuela de Minas: en 1913 salieron Pepe Mexía, Jovica, León de Greiff, Restrepo Olarte y Gabriel Uribe Márquez «por subversivos y disociadores».

En cuanto a los panidas artistas, las afinidades goethianas se facilitaron al encontrarse en el recién fundado Instituto de Bellas Artes (1910-1911). Allí se conocieron e iniciaron su camaradería Ricardo Rendón (que llegaba como alumno aventajado del Taller del maestro Francisco A. Cano), Pepe Mexía y Teodomiro Isaza (Tisaza) y el panida músico, Bernardo Martínez Toro, gran pianista y melómano consumado, pero frustrado en sus estudios instrumentales que no pudo culminar porque sus manos demasiado pequeñas le impedían alcanzar la octava en el teclado.

Otra de las causas del origen del grupo es de orden «geográfico»: malos estudiantes (o por lo menos muy desaplicados), en vacancia temporal o permanente, y precoces bohemios metidos en la picaresca local, coinciden en frecuentar los mismos lugares en busca de copas, tertulia, canciones, billares y muchachas… de alguna reputación ligera (tanto los lugares como las muchachas). La lista incluye el Monserrate, «un centro anexo a la Universidad»; el Vesubio, junto a la Escuela de Minas, donde ejercía virtuosísima la «Guapa»; el Jordán, aún vivisobrante; las sancocherías con músicos de Guanteros y los primeros burdelitos de Lovaina.

Algún cronista insinúa que fue en estos sitios de aprendizaje picaresco, y no en las aulas universitarias, donde se comenzó a formar el grupo. Y que, además, fue en esos mismos cafetines donde trabaron amistad o cruzaron fuertes disputas con los literatos y artistas de la «Vieja Guardia».

Que haya sido en unos sitios o en los otros, o en ambos a la vez, el caso es que afinidades electivas los fueron congregando: anarquistoides y rojos la mayoría, y todos voraces lectores y ganosos discutidores, inconformes y rebeldes, con ansias de renovación e ínfulas de francotiradores, impregnados del individualismo radical de Nietzsche y afiebrados admiradores del simbolismo y apoyados por Abel Fariña y Tomás Carrasquilla, su surgimiento obedeció, más que a un fenómeno de simple agrupamiento, a una imperiosa necesidad de expresión generacional. En otras palabras, los Panidas, más que un grupo, fueron la primera y lúcida manifestación de una real e histórica generación colombiana que luego se conocería con el nombre de Los Nuevos.

Pero volvamos a la crónica. En 1914 Medellín no es aún Medellín. Es la Villa de La Candelaria, «un villorrio de los Andes, con pujos de pueblo grande y veleidades de emporio». Pero ya los afanes financieros y los menjurjes bursátiles, los chismes políticos y el fanatismo religioso, el tráfico de la plaza y la creciente proletarización de la mano de obra, hacen del lugar una atmósfera irrespirable para la locura y el ensueño: «¡Y tanta tierra inútil por escasez de músculos! / ¡Tanta industria novísima! ¡Tanto almacén enorme! / Pero es tan bello ver fugarse los crepúsculos… ».

Y aunque los espectáculos en la Villa se reducen a funciones de cine mudo y de maromeros en el Circo España y a zarzuelas y dramones lacrimógenos en el Teatro Bolívar, la actividad literaria es de cierta resonancia e intensidad. El mismo León de Greiff hace un inventario de «los literatos actuantes en la Villa de La Candelaria en esos años lontanos»: «Tomás Carrasquilla, Efe Gómez, Pacho Rendón, Gabriel Latorre, Alfonso Castro, Abel Fariña, los tres Canos (el Negro y los dos futuros Canos, Luis y Gabriel, compañeros de Antonio Merizalde, Restrepo Rivera, Tomás Márquez, V. de Lussich y Jaramillo Medina); Abel Isaías Marín, Ciro y Gustavo, pulsaban la lira ya también ora en la Aldea de María, ora en La Valeria, ora en Yarumal (con el viejo Jorge de Greiff). Arenales andaba metido en Honduras, Guatemalas o Méxicos, quizás».

Si a la bastante generosa lista de literatos se une la de los artistas (pintores, escultores, dibujantes), donde se destacan los nombres de F.A. Cano, Tobón Mejía, José Restrepo Rivera, Humberto Chaves, los Vieco, los Carvajal, y se suma la de los músicos con Gonzalo e Indalecio Vidal, las Villamizar, y los Vieco y Marín por el lado de la música culta, y por el lado popular Pelón Santamaría y Marín y Nano Pasos y Germán Benítez y Blumen y los bambuqueros del Camellón de Guanteros, bien puede decirse que la Villa tenía una «vida artística» bastante movida.

En ese ambiente y esos años surgen los Panidas. En sus inicios, el grupo es apenas la reunión de unos cuantos estudiantes desaplicados y pobres, todos entre los 18 y 19 años de edad. Revoltosos y buscapleitos, rebeldes y soñadores, inconformes y excomulgados… y expulsados a cada rato y de todas partes: primero del Liceo Antioqueño y del Colegio de los jesuitas y luego de Bellas Artes y la Escuela de Minas y la Universidad de Antioquia. Más interesados por la alquimia que por la química; por la caricatura y la pintura que por el dibujo topográfico o el diseño de construcciones; por la lectura de Nietzsche y Schopenhauer que por la escolástica tomista; por los poetas malditos que por la gramática y el latín; por el anisado que por los textos de Ginebra…

En 1914, «sin previo y minucioso acuerdo comenzaron a reunirse en un cafetín situado cerca al Parque de Berrío y denominado El Globo», apunta Horacio Franco. El Café quedaba situado exactamente frente a la puerta del perdón de La Candelaria, en ese entonces Catedral de Medellín, y se caracterizaba por tener una biblioteca de alquiler, donde al decir de la mala lengua del panida Villalba (Rafael Jaramillo Arango), «empezó sus armas de piratería bibliográfica Leo Legrís». Don Pachito Latorre, propietario del cafetín, promocionaba en la prensa la biblioteca con el siguiente aviso: «Biblioteca El Globo. La mejor de Medellín. Mil ejemplares casi todos nuevos y todos limpios y en buen estado. Obras científicas, viajes, novelas, historia, poesía etc., etc., de los más connotados autores. Tenemos el gusto de ofrecerla al público y muy especialmente a las damas de esta Capital. Boyacá, nros. 208 y 210 (Edificio Central)».

Propiedad del general Pedro Nel Ospina, el Edificio Central era una casona de tres pisos, con muros de tapia encalados y balcones de madera. Allí funcionaban, además de El Globo, las oficinas y talleres de El Espectador y el bufete de abogado de Lázaro Tobón, conocido jurista y columnista de El Correo Liberal. En una buhardilla del tercer piso, identificada con el número 26, que según testimonio de Eduardo Vasco, «Tomás Carrasquilla, tío político de Pepe, nos pagaba el arriendo», establecieron los Panidas su «oficina de redacción». Era un cuartucho de cuatro varas de fondo, con una mesa y algunas sillas maltrechas, que servía de almacén de caricaturas y versos y donde se guardaban unos cuantos libros descuadernados.

En cuanto al cafetín, tomado por asalto, se convirtió en coto vedado y exclusivo de los trece Panidas y de otros pocos «intelectuales de maduro entendimiento»: Carrasquilla, Fariña, Quico Villa, los hermanos Restrepo Rivera, Horacio Franco, Efe Gómez, don Gabriel Cano y… pare de contar. Pues !ay! del pobre burgués o del incauto que se atreviera a meter las narices en El Globo: entre burlas, sarcasmos y cascarazos lo expulsaban de inmediato. El lugar era apenas «una taberna humosa y semipública», con un único salón decorado con caricaturas de los habituales hechas por Rendón, Tisaza y Mexía. Había varias mesas con tableros de ajedrez donde los Panidas y los intelectuales de la «Vieja Guardia» se enfrentaban en «azarosas partidas a lo Philidor», que acompañaban con aguardiente montañero o con el café tinto (del cual aseguraban los Panidas ser inventores).

Allí en la «redacción» y en el cafetín, durante el segundo semestre del año 1914, los Panidas se dedicaron al planeamiento, organización y financiación de su revista. Entre tanto, y para entretenerse, se dedicaron a la manufactura del Álbum de los sonetos El Globo, un cuaderno aún inédito cuya carátula diseñó Pepe Mexía y que contiene veinte poemas de ocho panidas. Y en forma simultánea iniciaron, bajo la batuta de Le Gris, los ensayos de los coros para el estreno de su «famosa» ópera Caupolicán en honor de Heredes. Tartarín Moreira narra con detalle el suceso:

—Tú, Tisaza, acompañado de Morayma y de Jova, sostendrás un bemol amarillo durante cuatro días para suplir los sesenta gatos que han de sostener esta armonía el día del estreno…

—Tú, Nano, con Rendón y con Manteco, darás un Si mayor con reflejos de rebuzno durante cuatro horas. Y tú, Pomo, con Cavatini y con Pepe, verterás 49 sostenidos en gris oscuro con cambiantes de ladrillo durante veinte minutos… A ver, todos a repetir el «Riconto» acatarrado de la partitura final… Y que no se queje el doctor Lázaro Tobón, que nosotros también pagamos la pieza. A ver: a la una… a las dos… y a las… tres… El escandalazo hacía detener sorprendida a toda la gente que pasaba por la calle de Boyacá, alarmando seriamente a la policía y a los inquilinos.

En otras ocasiones la pelotera terminaba en pelea, ya fuera a causa de bromas demasiado pesadas o de críticas igualmente ácidas. En una de ellas, que se convirtió en combate a trompadas, Bernardo Martínez, que era bajito pero macizo, cogió al entonces esbelto Pepe Mexía, lo dobló en cuatro como una regla de carpintería y lo echó a rodar por la escalera que daba al sótano. Como de costumbre y por enésima vez acudió el portero:

—Mañana mismo desocupan.

—¿Por qué?, dijo Tisaza.

—Porque no dejan trabajar al doctor Tobón; todos los días pone la queja; dice que las Musas de ustedes no tienen alas sino patas. Que…

—Vea, Quiroga: dígale usted al doctor Tobón que no desocupamos este caballete por ningún motivo. Que vale más una estrofa mía que cien alegatos suyos y que si es tan abogado, que se faje un memorial capaz de hacemos evacuar este sitio. He dicho…

Por fin, pues, en febrero de 1915 apareció la «famosa» revista. La aventura duró apenas cinco meses (febrero a junio), durante los cuales se editaron diez números, los tres primeros bajo la dirección de León de Greiff y los restantes con Pepe Mexía al frente. Rendón hizo las carátulas, viñetas, orlas decorativas, avisos y cuatro caricaturas de los escritores mayores, todo en clisés grabados a mano. En ella publicaron versos y prosas los del grupo, incluido Rendón y excluido Bernardo Martínez que nunca quiso figurar en letras de molde. Y todos, salvo Fernando González, firmaban sus textos con seudónimos rebuscados y extravagantes. Para promover las ventas se anunciaba la rifa entre los avisadores y suscriptores de «un hermoso cuadro al óleo»: se trataba de un paisaje auténtico del pintor español Rusiñol, ¡hecho por Tisaza!

En Panida, además de la ya señalada influencia de Baudelaire y sus seguidores y de la evidente presencia del Tuerto López, afirma Horacio Botero Isaza en un añejo artículo que «hubo decadentismo rubendariaco, simbolismo mallarmeano, bradomineano, filosofar nietzscheano, pesimismo schopenhauereano, sonoridad juanramonesca, y aun el fervoroso panteísmo y la mansedumbre sin igual del Santo de Asís alcanzaban a vislumbrarse». Ello sin contar con el estilo de Francis Jammes que se percibe tras los textos de más de un panida.

¿Que pretendían los Panidas? La respuesta la dio Le Gris: «Nos animaba, ante todo, un propósito de renovación. Por aquellos tiempos la poesía (y el arte, añade el cronista actual) se había hecho demasiado académica. Nos parecía una cosa adocenada, contra la cual debíamos luchar. Fue esencialmente ese criterio de generación lo que nosotros tratamos de imponer». Y sin duda que lo lograron con la maravillosa poesía del mismo De Greiff, y con la obra filosófica y ensayística de Fernando González, y con la vanguardia clandestina que significa la obra artística de Rendón, y de Mexía cuyos monigotes de un subido modernismo formulan una propuesta «emparentada con el Dadaísmo», según juicio del crítico Álvaro Medina. No cabe duda que fue el ímpetu de los Panidas el que comenzó a insuflar aires de modernidad en el arte y en la literatura colombiana. Fueron ellos quienes iniciaron la contemporaneidad. Con ellos aparece la modernidad, al buscar las nuevas ideas y las nuevas formas en antecedentes inmediatos (Nietzsche, Simbolismo, Art Deco, Bahaus, Cubismo, etc.). Pero es una «modernidad» donde aclimatan lo exótico, lo foráneo, lo adaptan, lo vuelven criollo, les sirve de «utensilio de trabajo» y no de modelo calcable. Asimismo, a partir de los Panidas esas dos vertientes que señala Luis Vidales como constantes en la literatura y en el arte colombiano, la oficial y la subterránea, no sólo ahondan y amplían sus diferencias sino que la segunda se hace evidente, palmaria, abierta, trasgresora.

Y cerremos esta descabalada crónica contando qué pasó con Panida y los panidas. Editado el último número en junio de 1915, casi de inmediato comenzó la diáspora: en el mes de julio marchó León a Bogotá y más tarde le siguieron Jaramillo Arango y Rendón y Jovica y Restrepo Olarte y Bernardo Martínez; Tisaza y José Gaviria Toro optaron por la «liquidación total de la existencia», en 1918 y 1929, respectivamente, camino que luego seguiría Rendón en 1931. En cuanto a Mora Vásquez y Eduardo Vasco, rápidamente abandonaron sus iniciales inclinaciones literarias y bohemias para dedicarse, el primero al derecho y la política y el segundo a la medicina. Total que como panidas en Medellín sólo quedaron el maestro Femando González, Pepe Mexía, que devino arquitecto, y Tartarín Moreira, que con el tiempo se consagró como compositor y letrista.

Nota bibliográfica:

Este artículo, con el título «Crónica sobre los Panidas», hace parte de la obra Historia de Medellín, dirigida por Jorge Orlando Melo, que publicará próximamente Suramericana, en dos tomos. Tomado de: Revista Credencial Historia. Bogotá, Colombia, Edición 70, octubre de 1995.

Fuente:

Banrepcultural.org