De cómo conocí a
Fernando González

Por Javier Henao Hidrón

Fue en las vacaciones de diciembre de 1957 —había terminado el segundo año correspondiente a la carrera de derecho—, cuando por primera vez leí un libro de Fernando González.

En Don Mirócletes admiré la vitalidad que emanaba del personaje, la forma de expresión de los conceptos de energía y de belleza, la capacidad de descripción de las agonías y las conferencias, originales y profundas, por pueblos de Colombia.

Me forjé entonces el propósito de adquirir sus obras. A mis manos fueron llegando, en medio de un inocultable regocijo interior, Viaje a pie, El remordimiento, Los negroides, Mi Simón Bolívar, El Hermafrodita dormido

Convertido en mi escritor predilecto, decidí conocerlo personalmente. A mediados de 1958 tuve esa experiencia. El maestro había regresado de Europa el año inmediatamente anterior, tras desempeñarse como cónsul en Bilbao. Refugiado en su casa campestre de Envigado, el recorrido desde Medellín se hacía en bus de escalera y tardaba unos treinta minutos. La finca, con casa encerrada por plácidos jardines, en la que se destacaba un bello balcón colonial, llamaba (en recuerdo de un silencioso y enigmático ciudadano germano que, hasta cuatro lustros atrás, había sido el propietario de esos terrenos) La Huerta del Alemán. Pero a partir del año siguiente sería conocida con el nombre de Otraparte, una forma directa de expresar el vivo contraste entre los intereses de la sociedad y “el mundo” de un viajero del espíritu.

Autor de libros dirigidos fundamentalmente a la juventud, en los que pretende liberarla de prejuicios, mostrarle un método de conducta individual y hacer que se autoexprese, me resultó fácil entrar en comunicación con el maestro, debido sin duda a ese comportamiento vital suyo. Poco a poco fui descubriendo al personaje: de mediana estatura, flácido, lento caminar filosófico, apoyado en su bordón; ojos grandes y escrutadores —ojos de asombro—; cabello blanco debajo de boina vasca, remembranza ésta de sus años de consulado en Bilbao y del ancestro español de su apellido materno: Ochoa. Tenía 63 años de edad y por causa de su sordera, solía colocar la mano abierta detrás de la oreja grande y saliente, para escuchar. Hablaba con fluidez y gracia, paladeando las palabras. Poseía una especie de halo de grandeza similar al que debió emanar de los sabios pensadores de la filosofía griega.

En aquella época era notorio su optimismo. Palpitaba con la realización de un nuevo y estimulante proyecto, el de escribir un libro concebido así: “…duro, límpido, vivido, que fuera para después de que pase el jaleo, para los que vendrán…”.

Estaba tomada una decisión trascendental: retornar a la literatura. De ella se había alejado el prolífico escritor desde el lejano año de 1941 cuando anunciara con perfiles dramáticos, e influenciado por los fenómenos de descomposición del yo y grande hombre incomprendido, la muerte del maestro de escuela Manjarrés.

Prolongado silencio que quedaría interrumpido en 1959 con la publicación del Libro de los viajes o de las presencias.

Una circunstancia adicional estimuló mis visitas a Otraparte: el haber fundado precisamente en aquel año, una revista universitaria. El maestro nos honró con su colaboración y así fue formándose una amistad que sólo lograría ser interrumpida —o quizá mejor, transformada un poco— por su muerte acaecida un lustro después.

La motivación para escribir este esbozo biográfico reside ahí: en razones de experiencia vital y la devoción por la obra filosófica y literaria de Fernando González.

Por haber tenido la osadía de “vivir a la enemiga” y desnudar vicios de comportamiento —intuyó con perspicacia que sus compatriotas no podrán encontrarse sino en “vientres vírgenes aún…”—, fue rudamente controvertido, desdeñado, silenciado. Pero es lo cierto que al descubrir fascinantes mundos interiores y expresar su verdad en un estilo diáfano, directo, denso y cautivante, dejó atrás una manera alambicada, metafórica y artificial de hacer literatura.

Por ese camino nos introdujo en formas y métodos nuevos, originales y llenos de vitalidad, que van mostrando un camino individual, el de cada uno de nosotros, irrigado de sinceridad y perspectivas de futuro.

Es, pues, un pensador de singulares características, no solamente en las letras colombianas sino también en las hispanoamericanas, en donde está llamado a ejercer una creciente influencia sobre las nuevas generaciones.

Sobre todo, porque el conjunto de su obra contiene un admirable mensaje de autenticidad.

Fuente:

Henao Hidrón, Javier. Fernando González, Filósofo de la Autenticidad. L. Vieco e Hijas Ltda., quinta edición (ampliada), Medellín, enero de 2008, pp. 31 – 33.