El paseante

Por Darío Ruiz Gómez

En sus libretas juveniles ya había expresado el deseo de que el hombre fuera el huerto de pudrición de todas las ideas. Pero Pensamientos de un viejo (1916) es ya esa expectativa y esa temprana certeza que deslumbra: ejercicio donde se comprueba cuán hondo ha calado en su corazón adolescente aquello que al definirlo tempranamente va por lo tanto a señalarle un camino interior: camino que es ahondamiento hacia aquellas nociones esenciales que conlleva toda pregunta propia al extravío y a la perplejidad: «En el universo, sólo en el hombre se encuentra la irregularidad y la tristeza de estar perdido, de la contradicción de sus múltiples deseos».

El camino se hace así noción fija: salimos de él y vamos hacia el hambre y el desamparo como señala Rimbaud —primera paradoja—, pero tenemos que salir para ver el otro lado de la pregunta: aquel que viene después de describir un crepúsculo, de mirar los ojos húmedos de una muchacha, de comprobar que efectivamente el filosofar —y no la filosofía— está en descubrir lo que murmura la hoja, el torrente, el pájaro y la máscara de nuestros semejantes: «Amar y abandonar el camino ha sido toda nuestra vida. ¡Pero siempre hemos vuelto! Cada dos años pedimos perdón a Dios y a los prejuicios». Dios, es decir la suprema energía que sólo se vislumbra en los momentos de plenitud, o sea aquellos donde la certidumbre como ese sol de la mañana, como las caderas de las mujeres nos embriaga hasta hacernos delirar.

La ética, bien se ha dicho, no va de la ignorancia hacia el conocimiento sino de éste hacia la tarea de realizar aquello que como exigencia está implícito en el conocimiento. El joven González es presa de esa desventura: ha caído en las aguas sin fondo de Shopenhauer, pero antes lo ha hecho en la determinación ética de Spinoza, así como su pubertad se inició en el suelo de Heráclito, de Maimónides, de Isidoro de Sevilla: el conocimiento que está antes de los sistemas, de las categorías abstractas y en la ola, ya espuma, del Nietzsche dionisíaco que lo lleva a buscar la palabra que arde y no la palabra que encubre o seduce. La palabra que está ardiendo, bien lo sabemos, aparta en soledad.

Tanto Pensamientos de un viejo, su temprano libro, como Viaje a pie (1929) constituyen una insólita educación sentimental: ser viejo es ya desmitificar no sólo la fatalidad de las cronologías sino aquello que es aún propio de nuestra cultura: el terror a madurar, a estar solo asumiéndose: «Es una gran aristocracia hacer de nuestro espíritu el huerto de todas las corrupciones espirituales…». De este modo no pueden existir antecedentes —¿de dónde vino su precoz madurez?; ¿no seguimos aún en la barbarie?—, y cultivar el espíritu no es institucionalizar una «verdad» sino hacerle una llaga a ese espíritu: «Los hombres vulgares, y vulgares son casi todos los hombres, no saben guardar las distancias». La idea de vulgaridad, parte definitiva en el diagnóstico social de nuestro tiempo, se expresa en aquello que como espectáculo exterior rodea al espíritu que ha sabido hacerse solitario: gazmoñería, patrioterismo, filisteísmo, etc.

La soberbia del joven atesora principios intangibles de vida, secretas normas de conducta, capacidad ilimitada de soledad entendida como un margen que nunca cesa —por eso su pensamiento no cabe en la forma—, loca y desaforada búsqueda de la belleza: el hecho de que no esté representado en las antologías de filosofía, por ejemplo, nos demuestra no que fuera ajeno a la reflexión, a la exigencia del pensamiento, sino que permaneció alejado de los filósofos a sueldo, ajeno al fetiche empolvado de las nuevas escolásticas, a esa comodidad pedagógica de reducir la filosofía al aséptico lenguaje de la información.

De ahí el hecho de que nada es cómodo en su pensamiento y por el contrario supo disponer las cosas de tal manera que ni siquiera en ausencia pudieran tocarlo los helados reconocimientos oficiales. En esto fue fiel hasta el final a los extravíos del conocimiento liberado, ese riesgo que tan tempranamente logró alejarlo de la eterna zarzuela de la cultura oficial.

Porque en un hombre contradictorio —o que llega a ser él mismo todas las contradicciones— como Fernando González, lo que llamaríamos de manera simplista su discurso —la necesidad del lugar común, siempre— llega a ser tan vasto tal como puede ser vasta la geografía de una gran pasión. Pero la medida de la pasión está dada en su intensidad por la intensidad misma del conocimiento, y el conocer —aquello que suele olvidar la inmaculada legión de los catedráticos— supone un obstáculo: no es «el haber leído a Heidegger» y repetirlo como un perico hasta reducirlo a una vacía información académica, sino el llegar a descubrir que en los enunciados heideggerianos está implícito aquello que nos lleva a descubrir bajo nuestro propio manto de estrellas, bajo nuestro propio bosque y, claro, bajo la fatalidad del nativo lenguaje, aquello que es presencia y ausencia, ser o el ser siendo, etc.

O sea el llegar a las mismas comprobaciones no ya con las asépticas palabras de los filósofos de oficio, de la filosofía de academia, sino con las palabras que están en la vida misma que ya es un enunciado. Actitud de desvelo que suele confundir a quienes creen aún que la filosofía no es un desgarramiento sino una abstracta información.

Las hablas de Fernando González se superponen y hasta podríamos decir que establecen secretas jerarquías de sus pensamientos: pero sabemos entonces que aquel lector que es capaz de enfrentar este reto, esta vorágine —la vida no tiene pausas—, apenas está naciendo ya que la lectura está hoy dictada por el prejuicio o por esa forma suprema de extrema ceguera que es el falso amor que quiere, no abrirse al fulgor de la verdad que nos propone esta vertiginosa lectura, sino tratar de hacernos creer que ese discurso es uno y no varios; y por lo tanto es parte del prejuicio que quiere asimilarlo para sí, negando las posibilidades de liberación que supone esta vorágine donde nos desprendemos de nuestro viejo pellejo.

Lo importante, aun cuando resulte paradójico, reside en la manera con que esta actitud, rigurosamente, debe poner en claro la estructura académica de González —aquello por cuya supuesta ausencia algunos le niegan el calificativo de filósofo—, Ontología, Lógica, etc. Estructura que el habla de González en el vivir siendo difumina bajo la fuerza avasallante de su lenguaje otro, bajo la intensidad de su imprecación, de los límites que crea haciendo que la palabra nativa —el ignorado eco de nuestra genealogía— sea trasunto de una experiencia particular de vida, sí, pero a la vez logrando que en ella habite aquel universal que es noción de agonía, de la vida como un contenido, noción de presencia y ausencia, constatados sin embargo bajo las sombras del árbol familiar, de las aguas nativas.

El joven tiene los ojos llenos de claridad, de su corazón brotan todas las palabras de la magnanimidad, el implacable celo moral de los ángeles. Desmontar las falsas apariencias que la mentira ha levantado delante de los ojos supone un vértigo ante el vacío: por eso la crítica es ante todo crítica de sí mismo, compasión secreta de sí mismo. Por eso la crítica del mundo establecido es a la vez la exaltación de aquello que la palabra falsa desconoció, la risa de los jovenzuelos, el canto irrefrenable de lo dionisíaco: o sea alegrías sin jerarquías, que es plenitud.

Provisto de estas armas, instalado en el fresco albor de la vida el joven se ha hecho filósofo desde la vida y con la vida y esto es lo que lo hará insobornable y radical, apasionado y magnánimo, contradictorio y humano en la piedad. Dos libros, Pensamientos de un viejo y Viaje a pie, señalan en la cultura colombiana un proceso personal que ahondará con los años el territorio de las pesquisas acerca del ser, responderá con el arma del sarcasmo a la procacidades políticas de un país provinciano hasta lo indecible, para indicarnos hoy más que nunca una tarea de despojamiento interior, de firme responsabilidad ética ante el escarceo de nuestra inefable «República de las Letras». Palabra viva que nos rescata en el hecho puro de la vida que no admite rótulos ni definiciones, y por eso cuando lo demás se ha cerrado melancólicamente, él sigue abierto hacia el imperativo de la luz.

Fuente:

Ruiz Gómez, Darío. «El paseante». Periódico El Mundo, Lecturas Dominicales, 11 de febrero de 1989, p: 9.