Cuadro

(Muerte de doña Margarita)

Por Alberto Aguirre

Ortega dice que las mujeres de los grandes hombres son como el gálibo que nos permite conocerlos más íntimamente. Son ellas especie de plantilla que los señala en el detalle esencial, ése que no es aparente. Trazar la biografía del grande hombre por esa mujer, que no es sombra ni duplicado ni reflejo, sino quintaesencia, detalle purificado de esa grandeza.

Hace algunos días, con la misma discreción con que vivió, murió Margarita Restrepo, la mujer de Fernando González. Y se viene al alma, de nuevo, súbitamente, como duro acicate, la figura de este hombre genial. A Colombia no le ha pasado nada tan grande como Fernando González. Y eso es la grandeza: acicate para seguir vivos. Estar vivo es tener ganas: de pelear, de penetrar en el mundo, de buscar el conocimiento, de asediar placenteramente a esa presa furtiva que es la verdad.

Qué bueno que haya existido Fernando González. Ahí está. Puede ser existencia para otros. ¿Lo es ya? Quizás. De todos modos, aunque la moda no lo lleve hoy en la cresta de la popularidad, ahí está como un tesoro, como acopio de armas y vituallas para el combate que algún día librará Latinoamérica por su libertad y su destino. Es un signo para la vida.

Doña Margarita era la pasión suave y contenida. Una presencia impalpable, que reforzaba la grandeza. No era imagen agachada o sumisa, sino la comprensión pura, limpia de toda vanidad y de toda escoria. De esa presencia arrancaban la fuerza y la pasión de Fernando González. Y allí volvían.

No ha de definirse a doña Berenguela como intelecto sino como intuición, algo que abarca la plenitud del espíritu. Se lee en el Libro de los viajes o de las presencias: «Hacía veintisiete años que no veía a la señora Berenguela, y era la misma que conocí, pues las mujeres que padecen a un hombre de estos desarrollan tal capacidad de sufrir y de intuición, que no envejecen; son como ángeles que saben que ‘esos locos’ son niños grandes».

Qué suavidad la suya allá en esa banca del corredor de Otraparte, cuando Lucas de Ochoa —burlón y alegre y sarcástico y triste y placentero— iba nombrando las cosas y la vida. Doña Berenguela era la firmeza impalpable: qué presencia tan aguda la suya. Nos envolvía, y parecía que no estaba con nosotros.

Por Margarita Restrepo se ve la grandeza de Fernando González.

16 de julio de 1979

Fuente:

Aguirre, Alberto. Cuadro. Medellín, Editorial Letras, septiembre de 1984.