Vincent van Gogh

La desesperación
de un iluminado

Febrero 9 de 2006

Vincent van Gogh - Autorretrato - 1887

Vincent van Gogh
Autorretrato (1887)

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Con la participación de Gabriel Jaime López Calle, médico y psiquiatra de la Universidad de Antioquia, psiquiatra forense del Instituto de Medicina Legal, profesor del departamento de psiquiatría de la facultad de medicina de la Universidad de Antioquia y psiquiatra de la Clínica Sameín. “Gomoso” de la historia, particularmente la de Colombia y Antioquia, así como la historia del arte. Este trabajo es una aproximación a la vida y al comportamiento de Vincent van Gogh, nacido a partir de una inquietud por las condiciones de la enfermedad mental que rodearon su muerte. Es una mirada a través de la historia de la época y de los movimientos pictóricos impresionista y postimpresionista, que recrea los aspectos personales del artista por medio de las cartas a Théo y de la evolución de su pintura. No es una mirada médica sino la visión desprevenida de un psiquiatra interesado en la historia.

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Prólogo de Últimas
cartas desde la locura

Por Claudia Schvartz

El caso Van Gogh, que en vida sólo logró vender una única pieza, y que se transformó después en uno de los artistas de más alta cotización en el mercado de arte internacional, es uno de los más trágicos de la historia de la pintura. Por eso, cuando Antonin Artaud lo ilumina en su texto VAN GOGH EL SUICIDADO POR LA SOCIEDAD, hace algo más que identificarse con él. Lo está reconociendo, porque si Artaud es el poeta de la profundidad, Van Gogh, que trabaja las superficies, es el pintor de lo invisible.

Van Gogh es un artista amenazado, la singularidad de su expresión lo vuelve inadmisible para la época. Está obstinado en que su violencia se vuelva luz, materia pictórica. Absolutamente frágil, cercado por la pobreza, el aislamiento y la locura, trata de rescatar su ser profundo, constituido “por pequeñas emociones y por el instinto del pobre, tratando de probar la existencia verdadera del recuerdo, aún cuando todos los días olvidemos”.

Viniendo de las oscuras tonalidades de su patria, Holanda, cuando finalmente llega al sur de Francia, a Arlés, pinta los verdaderos colores del Mediodía bajo ese sol que quema incluso la razón. Porque allí están “todos un poco tocados”, sobre todo los que firman un petitorio para que se le impida salir del hospicio para pintar. Recorriendo las calles con su caballete y sus pinturas a cuestas, Van Gogh pone en cuestión a la sociedad. En sus pinturas plantea el problema de la verosimilitud.

En esos días de crisis y encierro, su único bálsamo es mantenerse ocupado. Tener qué leer y material para pintar. Pinta todo lo que ve, produce incansablemente. En las largas y profusas cartas a Théo, confiesa su pasión por la literatura. Escindido, Vincent se completa en Théo, el hermano marchand que lo sostiene económicamente desde París y que se encarga de los negocios con el mundo tratando de permanecer lo más leal posible a las directivas del mayor.

Pintor, Vincent se transfigura cuando expresa la necesidad de una ética del artista, a quien sueña abandonando la mundanidad estéril del París para entregarse místicamente a la búsqueda del color, la verdadera luz, lo que el ojo no puede ver. Quiere crear un atelier comunitario en Arlés y con bastante sensatez sueña utopías como transformar las desoladas salas del hospicio en un taller con comida barata para pintores.

Excepto la pintura, ningún gesto lógico hacia el mundo. Y cuando el crítico Issacson publica un comentario alabando su trabajo, hay en él un movimiento de rechazo y abstención. Pretende eludir el presente, se proyecta al futuro y para ello se escuda tras Théo. Pretende que éste no venda su obra, que la guarde “para más adelante”. Y en el abismo entre la certeza de su tarea y la duda que le genera no ser reconocido, se suceden las crisis de la enfermedad, cada vez más frecuentes y demoledoras. Su obra le consume todas las fuerzas: en las cartas describe cuadro por cuadro, los hallazgos de color, sugiere tipos de marcos y ordena los trabajos por complementarios, pensando en el momento en que serán expuestos. Nada escapa a su vigilancia, desde Arlés.

Sólo los libros lo distraen de su obsesión. Y las cartas. Por lo demás todo es soledad y aprender a aceptar su enfermedad. La locura lo desgasta, lo fatiga. Sus momentos de lucidez son de extrema cautela, necesita alimentarse, pintar, materiales con qué hacerlo. El dramático contraste con Théo se acentúa desde la miseria del hospicio, que él describe con patético realismo.

En todas sus pinturas, ya sean los retratos o los paisajes, un jarrón con flores o el ciprés nocturno, aparece siempre el doble carácter de Vincent: materialidad y metafísica, una singularidad signada por el desarraigo.

E incluso sus naturalezas muertas son apasionadas y coléricas, llenas de compasión. Simultáneamente violencia y ternura, en un tejido que excede la norma de cualquier escuela, cualquier encasillamiento.

Vincent acepta lentamente su enfermedad. Las crisis se suceden, agotándolo, desde aquella Nochebuena del 88, cuando ataca a Gauguin, que había fijado residencia en Arlés desde hacía un tiempo. Ambos pintores compartían la casa y el atelier, poniendo en marcha el proyecto de Vincent de una comunidad pictórica en el sur de Francia. Desde hacía ya un tiempo, Vincent se había vuelto brusco y ruidoso, acercándose en mitad de la noche a la cama de Gauguin, volviéndose a dormir profundamente cuando éste lo interrogaba. Esa Nochebuena, habían estado juntos en un bar, bebiendo ajenjo. Bruscamente Vincent arrojó el vaso contra su amigo. Después cayó en un estado de sopor y durmió profundamente hasta la mañana siguiente. Entonces recordó vagamente haberlo ofendido. Gauguin ya había decidido ponerse en contacto con Théo para advertirle de lo ocurrido y pensaba poner fin a su estadía en Arlés. Le comunicó su decisión a su compañero y el día pasó tormentosamente.

Después de la cena, Gauguin fue a caminar por un campo de laureles florecidos y, alertado por un sonido de pasos, descubrió a Van Gogh apunto de lanzarse Sobre él con una navaja abierta en la mano. Sorprendido, Van Gogh deshace el camino, corriendo.

Gauguin no volvió a la casa esa noche sino que se hospedó en el hotel del pueblo. Al despertarse a la mañana, vio reunida a una gran multitud. Allí pudo enterarse de que, inmediatamente de llegar a la casa, Van Gogh se había cortado la oreja al ras de la cabeza. Con mucho esfuerzo había logrado detener la hemorragia. La sangre manchaba los dos pequeños cuartos y el dormitorio en el piso superior.

Una vez detenida la hemorragia, cubierta la cabeza con una gorra vasca, se dirigió directamente al prostíbulo donde entregó, para una de las mujeres, un sobre que contenía la oreja bien lavada. Hecho esto, volvió a su casa y se encerró a dormir.

Es Théo quien acude, soluciona, provee. Vincent reclama dinero y puntualiza cada gasto. Pasa largos ayunos, intoxicado de tabaco y alcohol, produciendo incansablemente. Lleva años ser un verdadero pintor, dice. Poseído por una fiebre productora sale a pintar durante la noche, con el sombrero empenachado de velas encendidas, produciendo espanto en la comunidad.

Mientras, en París, Théo va consolidando su vida, se casa, tiene un hijo, cuida de la familia y de su hermano.

Lo visita raramente. Es su puente con el mundo.

A través de las cartas, Vincent parece hacerlo objeto de su desconsuelo, su ternura, su ironía. Vincent es inseparable de Théo, figuras contrapuestas de un mismo drama. En una visita a un museo, descubre un cuadro de Delacroix donde una figura parece condensar a ambos en uno, misteriosa figuración de la alteridad.

En 1890 Vincent decide mudarse a Auvers-sur-Oise, donde el doctor Gacnet le propone una cura homeopática. Pinta entonces desenfrenadamente. Vergeles florecidos, hombres inclinados sobre la tierra, campos de trigo, retratos casi japoneses, su cuarto quieto, autorretratos que le depara el espejo. Pinta la noche, un ciprés con luna, los negros pájaros del final…

Pinta para salvarse de un enloquecedor rumor que no lo abandona nunca. Y pinta, también, para ser. Las visiones que plasma son irrepetibles.

El 27 de julio de 1890, Vincent se pega un tiro en el pecho, en pleno campo. Dos días más tarde muere.

Para completar aún más la misteriosa relación que los une, su hermano Théo muere seis meses más tarde, el 21 de enero de 1891.

Fuente:

Ultimas cartas desde la locura, Elaleph.com, 1999.

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La habitación de Vincent en Arlés (1888, Museo Vincent van Gogh)

La habitación de Vincent en Arlés
(1888, Museo Vincent van Gogh)

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Una de las Cartas a Théo

Mi querido Théo:

En fin, te envío un pequeño croquis para darte una idea aproximada del giro que toma el trabajo. Porque hoy me he vuelto a poner a la tarea. Tengo los ojos fatigados todavía; pero en fin, tenía una idea en la cabeza y éste es el croquis. Siempre tela de 30. Esta vez es simplemente mi dormitorio; sólo que el color debe predominar aquí, dando con su simplificación un estilo más grande a las cosas para llegar a sugerir el reposo o el sueño en general. En fin, con la vista del cuadro debe descansar la cabeza o más bien la imaginación. Las paredes son de un violeta pálido. El suelo es a cuadros rojos. La madera del lecho y las sillas son de un amarillo de mantequilla fresca; la sábana y las almohadas, limón verde muy claro. La colcha, rojo escarlata. La ventana, verde. El lavabo, anaranjado; la cubeta, azul. Las puertas, lilas. Y eso es todo —nada más en ese cuarto con los postigos cerrados. Lo cuadrado de los muebles debe insistir en la expresión del reposo inquebrantable. Los retratos en la pared, un espejo, una botella y algunos vestidos. El marco —como no hay blanco en el cuadro— será blanco. Esto, para tomarme el desquite del reposo forzado* a que me he visto obligado. Trabajaré aún todo el día de mañana; pero ya ves qué simple es la concepción. Las sombras y las sombras proyectadas están suprimidas; ha sido coloreado con tintes planos y francos como los crespones. Esto va a contrastar con, por ejemplo, La diligencia de Tarascón y el Café nocturno.

No te escribo más porque voy a comenzar mañana muy temprano, con la fresca luz del amanecer, para acabar mi tela. No te olvides de darme noticias de cómo van los colores.

Espero que me escribirás uno de estos días. La próxima vez te haré un croquis de otras piezas.

Un apretón de manos.

Yo creo que una nueva escuela colorista ha de arraigar en el Mediodía; porque veo cada vez más que los del norte se fundan sobre todo en la habilidad del pincel y el llamado afecto pintoresco que en el deseo de expresar algo por el color mismo. Aquí, bajo el sol más fuerte, he encontrado que es cierto lo que decía Pissarro y lo que me escribía, además, Gauguin sobre lo mismo; la simplicidad, lo descolorido, lo grave de los grandes efectos del sol. En el norte jamás se hubiera sospechado. En cuanto a la venta, te doy razón en verdad por no buscarla expresamente; en realidad yo preferiría, si pudiera, no vender jamás… Este dormitorio es algo así como esa naturaleza muerta de las novelas parisienses de colchas amarillas, rosas, verdes, ¿te acuerdas? Pero creo que la factura es más viril y más simple. Nada de punteado, nada de vetas, nada, tintes planos pero que armonizan. No sé lo que emprenderé después, porque tengo la vista fatigada todavía. Y en estos momentos, precisamente después del trabajo duro y más que duro, siento también la cabeza vacía.

Y si quisiera dejarme llevar por esto, nada me sería más fácil que detestar lo que termino de hacer y darle de puntapiés como el padre Cézanne. En fin, ¿por qué darle de puntapiés? Dejemos los estudios tranquilos a menos que no les encontremos nada bueno o que les encontremos lo que se llama bueno de verdad, entonces ¡a fe mía!… tanto mejor. Es justamente el defecto de los holandeses, tildar una cosa de absolutamente buena y otra de absolutamente mala. No existe de ningún modo nada tan rígido como esto.

He leído también Césarine de Richepin; tiene cosas muy buenas; la marcha de los soldados en desbandada, cómo se siente su fatiga; ¿no marcharemos así también sin ser soldados algunas veces en la vida? La querella del hijo y del padre es muy desgarradora; pero es como La liga del mismo Richepin; creo que esto no deja ninguna esperanza, mientras que Guy de Maupassant, que ha escrito cosas de verdad tan tristes, al final hace acabar las cosas más humanamente. Monsieur Parent, incluso Pedro y Juan, que aunque no terminan con la felicidad, la gente se resigna y continúa igual. En una palabra, no termina con sangre ni con tantas atrocidades como esto, ¡vaya! Prefiero mucho más a Guy de Maupassant que a Richepin, porque es más consolador. Actualmente acabo de leer Eugenia Grandet de Balzac, la historia de un aldeano avaro.

He lecho instalar el gas en el taller y en la cocina, lo que me cuesta 25 francos de instalaciones. Si Gauguin y yo trabajamos una quincena todas las tardes, ¿no los recuperaremos? Solamente que como por otra parte Gauguin puede dejarse caer uno de estos días, aún necesitaré absolutamente unos 50 francos por lo menos. No estoy enfermo, pero sin la menor duda, llegaré a estarlo, si no tomo una fuerte alimentación y no dejo de pintar durante algunos días. En fin, vuelvo a verme reducido al caso de la locura de Hugue van der Goes en el cuadro de Emile Wauters. Y si no fuera porque tengo una naturaleza un poco dual, como la que resultaría de la unión de un monje y un pintor, viviría y eso desde hace ya tiempo, reducido enteramente al caso mencionado más arriba.

En fin, aun entonces no creo que mi locura sea la de persecución, ya que mis sentimientos en estado de exaltación desembocan más bien en las preocupaciones de la eternidad y de la vida eterna. Pero asimismo, es preciso que desconfíe de mis nervios, etcétera.

He aquí un croquis muy vago de mi última tela; una fila de cipreses verdes contra un cielo rosa, con un cuarto creciente limón pálido. En primer plano, un terreno yermo, arena y algunos cardos. Dos enamorados; el hombre, azul pálido y sombrero amarillo; la mujer, con un corpiño rosa y una falda negra. Esta, hace la cuarta tela del Jardín del poeta, que es la descoronación del cuarto de Gauguin. Me causa horror tener todavía que pedirte dinero, pero no puedo hacer nada y aun así sigo todavía abrumado. Sin embargo, creo que el trabajo que hago gastando un poco más, nos parecerá un día más barato que el anterior.

Gracias por tu carta y por el billete de 50 francos. Como ya sabrás por mi telegrama, Gauguin ha llegado bien de salud. Hasta me da la impresión de que se encuentra mejor que yo. Está muy contento, naturalmente, de la venta que has hecho; y yo igual, ya que así ciertos gastos todavía absolutamente necesarios para la instalación no tienen ni necesidad de esperar ni recaerán sobre su espalda solamente. Gauguin te escribirá hoy, con seguridad. Es muy interesante como hombre y tengo plena confianza de que con él haremos una porción de cosas. Probablemente, aquí producirá mucho y espero que yo también, quizás. Y entonces me atrevo a creer que para ti el fardo será un poco menos pesado, y hasta me animo a decir mucho menos pesado.

Yo siento, hasta el extremo de quedar moralmente aplastado y físicamente aniquilado, la necesidad de producir; precisamente porque en resumen no tengo otro medio de llegar a compensar nuestros gastos. Y no puedo hacer nada, ante el hecho de que mis cuadros no se vendan.

Llegará un día sin embargo, en que se verá que esto vale más que el precio que nos cuestan el color y mi vida, en verdad muy pobre. No tengo más deseo ni más preocupación en cuestión de dinero o de finanzas, que suprimir deudas. Pero, querido hermano, mi deuda es tan grande, que cuando la haya pagado, cosa que pienso llegar a hacer, el mal de producir cuadros me habrá robado la vida y me parecerá no haber vivido. Tal vez sólo ocurra que la producción de cuadros me resulte un poco más difícil; y en cuanto al número no siempre serán tantos.

Que esto no se venda ahora, me causa la misma angustia que tú sufres, pero para mí, en caso de que te molestara demasiado que no te entregase nada, vendría a ser lo mismo. Pero en finanzas me es suficiente saber esta verdad: que un hombre que vive 50 años y gasta dos mil por año, gasta cien mil francos y es necesario que aporte también cien mil. Hacer mil cuadros a cien francos, durante una vida de artista, es muy, muy duro, pero cuando el cuadro es a cien francos… y aún… nuestra tarea es a veces tan pesada. Pero esto sí que no se puede cambiar.

Probablemente dejaremos a Tasset, porque vamos, por lo menos en gran parte, a servirnos de colores más baratos, tanto Gauguin como yo. En cuanto a la tela, vamos a prepararla nosotros mismos. He tenido por un momento la sensación de que iba a caer enfermo; pero la llegada de Gauguin me ha distraído en tal forma que estoy seguro de que se me pasará. Es necesario que no descuide mi alimentación durante un tiempo y esto es todo y absolutamente todo.

Vincent van Gogh

* Vincent tenía la vista muy cansada debido a una serie de croquis que había tomado de la diligencia de Tarascón.

Fuente:

Ultimas cartas desde la locura, Elaleph.com, 1999.