Presentación

Al morir las cosas

—30 de noviembre de 2020—

Portada del libro «Al morir las cosas» de Carlos Andrés Jaramillo

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Carlos Andrés Jaramillo Gómez (Medellín, 1986) es poeta, narrador y filósofo. Tiene estudios en Historia del Arte y ha sido ganador en tres ocasiones de la convocatoria Estímulos al Talento Creativo de la Gobernación de Antioquia. Ha publicado «Extinciones» (2015), «Toda la soledad que era mía» (2017), «Lo callado» (2019) y «Al morir las cosas» (2020). Artículos suyos de crítica literaria han aparecido en revistas y periódicos de circulación nacional e internacional. El libro «Lo callado» obtuvo el IV Premio de Poesía Joven del Festival Internacional de Poesía de Medellín y una mención especial del Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero de Ecuador.

Presentación del autor y su
obra por Luis Arturo Restrepo.

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Las cosas mueren. Sobre todo las más pequeñas, las más anónimas entre ellas. Esas cuya existencia mínima, sin noticias para el exterior, prefigura la muerte. No ser nadie y no haber existido se parece.

Pero haber vivido es irrevocable. Aún si el tiempo o los hombres se empeñan en borrar lo que ha sido.

Rescato historias que a nadie más interesan. En eso me parezco a la muerte, que no deja de seguirle los pasos a la vida.

El Autor

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Carlos Andrés Jaramillo

Carlos Andrés Jaramillo

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La pequeña muerte

Por Carlos Andrés Jaramillo

Cuando la noticia de la muerte de su hija alcanzó a Eduardo, había hecho progresos tan importantes en sus cuadros, que sintió miedo de perderlos si volvía a casa enseguida. Decidió quedarse. Dejó la carta que su hermano le había enviado junto a la lámpara y salió a la noche, que respiraba tranquila. La luna era nueva. El hecho de que la vida no se alterara por una muerte reciente, lo desconsoló más todavía. Caminó hacia la orilla del mar. Se tumbó en la arena. Con una piedra cercana, comenzó a cavar un pozo pequeño, pero profundo, donde vertió todas sus lágrimas y gritó hasta quedarse sin voz. Gritó porque su obra no era buena, por la mujer que amaba y que abandonó y por su hija bajo las ruedas de un camión. Cubrió el agujero de nuevo, porque temía que los gritos lo siguieran.

Más tarde, alguien lo vio cruzar el pequeño caserío, donde se había refugiado, rumbo a la casa de Eulalia Banquez, la más anciana del pueblo. En el solar, a la luz de la luna, se abanicaba sobre una silla de mimbre, una negra enorme, de mirada plácida y concentrada. Vestía una bata ligera de color azul. El pintor saludó, pidió permiso para acompañarla. La mujer le contestó inclinando la cabeza. Sentado a su lado comenzó a sollozar de nuevo:

—Vieja, se me ha muerto una criatura en mi tierra.

La mujer asintió otra vez. Dejó el abanico de palma a un lado y abrazó al forastero necesitado de afecto. Lo invitó a entrar en su casa. Como siempre que ocurría una muerte en la comunidad, los vecinos se congregaron, generosos, con la intención de ayudar. Eulalia les dijo que no había cuerpo presente, pero que iban a chigualear a la niña porque el padre lo necesitaba. Entonces, alguien prestó un cajón pequeño en el que pusieron una sábana y un atadito de tela. Otros trajeron la música, la bebida, la comida y el tabaco. Finalmente, una pareja de esposos se ofreció a representar el papel de los padrinos. La ceremonia comenzó cuando los tambores y la voz de Eulalia sonaron al unísono.

— «Adiós, angelito, adiós. Vete al cielo, buen viaje. Saluda a los ángeles. Cuánto te he querido yo, cuánto te he querido yo». —La melodía de la percusión era lánguida, sincopada, repetitiva. La voz de la cantadora era fuerte y triste como la voz de la tierra. El coro de las mujeres le respondía. Los presentes hacían un círculo de pie, vestidos de blanco, alrededor del cajoncito. Cuando la madrina lo tomó en sus brazos para arrullarlo, los tambores percutieron más rápido, con lo que su balanceo se transformó en un baile de amplias cadencias y giros, que daba la impresión de mecerlo. La música de los instrumentos no era triste, porque al morir un niño, pensaban, subía directamente al cielo donde los ángeles hacían fiesta. Pero la alegría se confundía con el dolor, por la voz desgarrada de Eulalia y la potencia de los tambores que sonaban con la desmesura de un corazón quebrado.

El cajoncito fue pasando de asistente en asistente, hasta llegar al pintor alcoholizado, a quien en medio de la multitud le fue dado danzar su dolor, ponerlo en movimiento, meciendo a la criatura que, en Medellín, descansaba ya bajo la tierra.

Bailaron todos hasta la madrugada, balanceando cada uno a la niña, hasta que una procesión de los presentes llevó el cajón hasta el cementerio y el padre pudo depositarlo en una fosa que a esa hora se llenaba con la luz de un amanecer distante.

Fuente:

Jaramillo, Carlos Andrés. Al morir las cosas. Sílaba Editores, Medellín, 2020. Libro ganador de la Convocatoria de Estímulos 2020 «Unidos por la Cultura» en la modalidad «Narrar para contar» del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia y la Gobernación de Antioquia.