Presentación

Al otro lado del túnel

—10 de octubre de 2019—

Portada del libro de cuentos «Al otro lado del túnel» de María Alejandra García Hernández

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María Alejandra García Hernández (1990) es médica de la Universidad Pontificia Bolivariana y especialista en Neurodesarrollo y Aprendizaje de la Universidad CES. Actualmente trabaja en un programa de salud con bebés de alto riesgo en la ciudad de Medellín, pero en los ratos libres imagina a sus personajes deambulando por las calles, parados en las esquinas, y entonces les habla en secreto y en cada uno de sus gestos espera encontrar su próxima historia.

Conversación y lectura con la autora.

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¿Qué hay al otro lado del túnel? No lo sabemos. Tal vez otro yo, con miedos, dolencias y traumas que aguardan el momento preciso para cruzar. ¿Y cuándo lo harán? Cuando estemos dispuestos a darles vida y aceptarlos en nuestra propia realidad.

La Autora

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Aunque el lector de este libro no sepa de entrada que su autora es, además, médica, durante la lectura empezarán a emerger pistas, como piedritas que guían el camino hacia una pregunta que ronda todas estas narraciones: la pregunta por lo que se siente en el cuerpo. La medicina mira los cuerpos, los estudia, los analiza, los abre, experimenta sobre ellos y, finalmente, intenta preservar su funcionamiento, salvar lo que contienen y conforman la persona. La literatura busca, con otros métodos, desdoblar el cuerpo, desmenuzarlo, encontrar en él, no dentro de él, la persona. De cierta manera, tranquila e incluso un poco romántica, los cuentos de María Alejandra García Hernández logran develar los rincones del cuerpo para volverlos historias. Los pies que calzan un par de zapatos rojos, unos senos sentenciados, las alas de un ángel borracho, el endometrio hecho menstruación o, incluso, un hombre cuyo cuerpo se debate entre el ensueño del humo, aparecen en las narraciones como protagonistas que batallan entre el dolor y la belleza de existir.

Lina María Parra Ochoa

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María Alejandra García Hernández

María Alejandra García Hernández

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¡No le cuentes
a mamá Tomasa!

Mamá Tomasa me dijo que no saliera, que el cielo se había roto.

Llovía torrencialmente encima de nuestras cabezas.

Los truenos rugían con fuerza para ahuyentar las almas en pena.

La luz amagaba con rendirse cada vez que los rayos iluminaban el cielo chocoano.

Yo me encontraba en mi habitación con una vela encendida. Una sombra mostraba en la pared mi pueril figura adolescente. Estaba concentrada en el sonido de las gotas que chocaban y morían en el techo de mi casa, cuando escuché algo perturbador: el estruendo de un golpe seco. Algo se había estrellado allá afuera y se había dado duro.

El pecho se me agitó inmediatamente. Aunque recordaba las palabras pronunciadas por mamá Tomasa, mi curiosidad inmadura hizo que mi cuerpo se pusiera de pie y, sigilosamente, se dirigiera hacia la puerta principal para ver lo que había ocurrido. Calcé mis pies aventureros y agarré el paraguas.

Abrí la vieja puerta y, sin vacilación, me adentré en el aguacero. Entonces, en medio de la baja visibilidad, pude ver algo que se asemejaba a un bulto.

—Tengo que acercarme —me dije a mí misma infundiéndome valor.

Con estas palabras en la cabeza logré caminar algunos pasos más.

Entonces, pude distinguir la figura de un cuerpo: un cuerpo diferente al de la mayoría de las personas del pueblo; un cuerpo más grande y con algo que se asemejaba a dos alas mojadas.

¡Había un ángel tirado en el suelo!

Quise salir corriendo para contarle a mamá Tomasa lo que había encontrado, pero una mano fría logró agarrar toda la circunferencia de mi tobillo izquierdo. Sentí cómo mi pecho se agitaba aún más y la sangre helada circulaba por la totalidad de mi paralizado cuerpo. Estaba muerta de miedo.

En ese momento, la tempestad cesó.

Traté de zafarme de aquella mano que me sujetaba, cuando escuché sus primeras palabras:

—¡No te vayas! —gritó con voz mojada—. ¡Necesito de tu ayuda!

Aún sujetada del tobillo me volteé hacia donde él estaba.

—¿Qué quieres de mí? —le dije, fingiendo una voz más adulta.

—Acércate un poco —me suplicó, dejando libre mi tobillo.

Bajé mi estatura hasta su alcance y pude observar que tenía una herida en su frente.

Él me agarró sorpresivamente del pelo y me acercó hasta su rostro.

—Necesito refugio por el momento —me dijo, con un tono angustiado.

Pero mi cerebro no pudo reaccionar inmediatamente a sus palabras de auxilio, su aliento alcohólico había embriagado mis neuronas.

Él, notando que no me inmutaba ante su ruego, repitió en tono más convincente su plegaria.

—En serio, necesito esconderme. ¡Nadie puede verme! —reiteró.

—¡No puedo hacer eso! —le dije exaltada—. ¡Si mamá Tomasa te llegara a encontrar, primero me mataría y luego se moriría de un infarto!

—Si tú no me ayudas, yo mismo puedo matarte y hacer que le dé un infarto a tu madre.

Entonces, espantada por la amenaza de mi muerte y la de mi madre, accedí a ayudarlo.

Lo halé de sus mojadas y pesadas alas y de un tirón logré que se sentara sobre el pantano que había dejado el torrencial aguacero. Él, con un movimiento tambaleante, se incorporó y se puso de pie. En ese momento pude apreciar su gran tamaño, dos metros o un poco más. Tenía sus vestiduras mugrientas y el ánimo por el piso. Lo tomé de la mano derecha y la puse sobre mi hombro para que me usara como bastón y, con pasos de borracho, comenzó a andar.

Llegamos al pórtico de mi casa. Le ayudé a subir con éxito los tres escalones que nos separaban de la puerta. Sin hacer ruido, empujé aquel pedazo de madera rechinante y logramos, por fin, entrar.

¡No podía creer lo que estaba haciendo! Al permitir el ingreso de un ángel mojado y ebrio en mi casa, estaba profanando el recinto sagrado de mi madre.

Decidí conducirlo hacia mi habitación. Allí había una puerta que llevaba a un cuarto secreto que había servido de bodega y de escondite para los soldados lastimados y malheridos en época de guerra.

—¡Qué coincidencia! —pensé.

Y fue en ese momento de meditación cuando el torpe ángel tropezó con una matera que albergaba en su interior retoños de «siempreviva», sembrados por mamá Tomasa para llenar la casa de buena suerte.

En el cuarto principal, mi querida madre dejó de roncar. Le hice señales a mi nuevo inquilino para que no cometiera más torpezas. Por fortuna, el sueño le entró nuevamente por los ojos a mamá Tomasa.

Respiré aliviada.

Finalmente, llegamos a mi habitación. Cerré la puerta. Descargué el cuerpo del ajetreado ángel en mi mecedora de mimbre, que hacía mucho no recibía el nalgatorio de nadie. Limpié su aporreado rostro con un paño húmedo que previamente había traído de la cocina y le insistí que se retirara sus mojadas vestiduras, se secara con una toalla y cubriera su inmensidad con una sábana y una vieja y oscura gabardina que mi difunto padre usaba cuando desaparecía en las noches. Todos estos trapos los robé del viejo armario.

Volteé mi cuerpo y cubrí mis ojos para no verlo mientras se cambiaba la ropa, pues en mi interior tenía el presentimiento de que si veía su desnudez me podía quedar ciega.

—Listo, ya me cambié —dijo él—. Era difícil entender la articulación de sus palabras; su lengua se sentía pesada.

Lo dejé sentado en la mecedora, mientras rápidamente me adentré en el cuarto secreto que había en mi habitación, en donde extendí las ropas mojadas sobre unas cajas olvidadas, tiré cobijas y cojines en el piso y, de forma improvisada, le preparé un cambuche en donde pasar la noche y la rasca.

Halándolo nuevamente de sus alas semihúmedas, lo guardé en secreto en aquel escondite. Él cayó profundamente en un hermoso sueño alcohólico. Luego me cambié mis ropas mojadas y me recosté en la cama, con la mente abombada y el pensamiento martillándome sobre lo que había sucedido en esa noche de aguacero.

Al día siguiente, mamá Tomasa me despertó con una suave caricia.

—Pachita, mija, te dejo el desayuno tapado en la cocina, yo tengo que hacer unas vueltas en el pueblo, cosas de adultos —me dijo.

—Bueno seño —le respondí—. ¿Cuánto te vas a demorar?

—Un par de horas, mi Pachita. Cuídate y tranca la puerta mientras yo no esté en la casa.

Después de darme un suave beso en la mejilla, se marchó.

Quise volver a dormir ya que la mañana lo propiciaba, cuando recordé que había un hombre durmiendo en mi cuarto.

—¡Jesús! ¿Qué he hecho? —me recriminé.

Abrí la puerta de la habitación secreta para ver qué había sido de mi ángel y noté que seguía dormido. Con la luz del día, que sin permiso se adentraba, lo pude ver más tranquilo, ya no tan tosco; su hermosa piel morena descansaba serena. Le reparé su cara, sus facciones se parecían a las de mi madre: cejas pobladas, nariz chata, labios gruesos. Lo único que lo hacía un poco diferente a las personas que conocía era su enorme estatura y, obviamente, el par de alas que ya estaban secas; de resto, lo encontraba muy parecido a los mortales de mi pueblo moreno.

Lo desperté moviendo su inmenso cuerpo con intensidad. Necesitaba que me contara por qué se estaba escondiendo y debía lograrlo antes de que mamá Tomasa regresara.

Él, lentamente, fue abriendo sus ojos y me miró como si ya me conociera.

—Hola, niña. Lamento mucho los problemas que te ocasioné ayer; no me mido cuando estoy bebido —me dijo, con tono arrepentido—. Me apena mucho seguir molestándote, pero… ¿tienes algo para el dolor de cabeza? Tengo un guayabo terrible.

—Te traeré un remedio para tu mal si prometes que me dirás toda la verdad sobre lo que ocurrió ayer.

Él asintió con la cabeza y agregó:

—Si no es mucha molestia, ¿también podrías traerme algo para comer? Muero de hambre.

—Pensaba que los ángeles estaban al servicio de los mortales y no que los mortales estábamos al servicio de ellos —le dije algo molesta y me dirigí a la cocina.

Le traje caldito caliente de bacalao sagrado con limón, especial para ahogar las penas y levantar el ánimo, y una bebida de borojó para pasar la cruda. Luego me senté junto a él para comer mi desayuno de tortilla de huevo con primitivo cocido.

Después de haber saciado mi hambre física, sentí que era hora de saciar el hambre mental: necesitaba respuestas.

Así que, insistentemente, le rogué que me contara su historia.

Y él, dirigiéndome una linda mirada, inició su confesión:

—Verás, niña, he existido desde que el mismo mundo fue creado por «El gran Jefe». Tengo de viejo lo que el universo tiene de viejo. Al principio, mi trabajo era lo mejor de lo mejor. Era el director de la legión de seguros de vida para ángeles, algo conocido en mi mundo como «custodia para los custodios», es decir, nuestra legión les proporcionaba los seguros de vida a los ángeles guardianes para que estuvieran protegidos de por vida contra rayos, truenos, huracanes, tornados, ventiscas, contras, maleficios y todo mal en general. Los seguros los financiaba «El gran Jefe» y tenían cobertura integral.

—¿Qué es cobertura integral? —lo interrumpí.

—Es una protección contra todo mal que te puedas imaginar —aclaró.

—Entonces —continuó—, como te contaba, mi trabajo iba muy bien, yo estaba realizado como ángel. Pero un día las cosas comenzaron a cambiar, ciertos ángeles comenzaron a sufrir muchas lesiones personales, es decir, empezaron a accidentarse a propósito. Algunos se lanzaban de gusto al interior de los volcanes, o se dejaban revolcar por los vientos; salían sin la protección necesaria, no les hacían el mantenimiento habitual a sus alas, no seguían las instrucciones para prevenir accidentes laborales. Se hacían incapacitar para no seguir trabajando y gozar, en su lecho de descanso, del jugoso seguro que se les retribuía por invalidez.

Al estar incapacitados tantos ángeles, los humanos se empezaron a morir antes de tiempo, a enfermarse, a estar desprotegidos, a sufrir. Así que «El gran Jefe», preocupado por esta situación, inició una investigación exhaustiva.

—¿Y qué fue lo que encontraron? —pregunté asombrada.

—Encontraron que el mal había logrado corromper el interior de las legiones. Al realizar los análisis respectivos de calidad en los equipos para calibrar las alas, el aceite usado para evitar la fricción del viento y los pozos de ambrosía —nuestra dulce bebida reconfortante—, encontraron ciertas anomalías. En el sedimento de uno de los pozos descubrieron esencia de agua de rosas, la cual es muy utilizada para conjurar maleficios. Al parecer, alguien nos había hecho «mal de ojo». Todos los achaques, bajezas y mañas de los hombres se hallaban bien mezclados en nuestras bebidas. Los custodios fueron contagiados de la pereza, el engaño, la mentira, la gula, la lujuria, la envidia y otras artimañas; en otras palabras, los ángeles se estaban humanizando.

«El gran Jefe» decidió salir de todo el personal, convirtió en humanos a los ángeles corrompidos, nos bajó de rango a los supervisores y nos reubicó en otras áreas para evitar que el mal se continuara esparciendo.

—Entiendo todo, pero ¿cómo fue que terminaste borracho? —pregunté.

—¡Ah!, eso fue todo un cuento —dijo él, arqueando sus pobladas cejas—. Cierto día, mientras le realizaban los controles de calidad a mi división, tuve antojo de una fría lata de ambrosía de la máquina expendedora. Pero horas después de tomarme el líquido, una enorme necesidad de alcohol me corrió por las alas: necesitaba beber del licor de los mortales. Y como me encontraba volando por estos lados, arrimé a la tienda de la esquina, la del «Bocachico contentón», y sacié mi necesidad de alcohol con cuanto chirrinchi había en la despensa. Lo hice una y otra vez. La noche de ayer, en medio de mi borrachera, quise retomar el vuelo, pero el aguacero emparamó mis alas, perdí el control y me estrellé contra el suelo.

—Y esa es mi historia —concluyó.

—Entonces, ¿te apestaste con la ebriedad?

El ángel, un poco apenado, afirmó con la cabeza.

—Pero ¿sabes, mi pequeña niña? Para ser honesto, no me da tristeza abandonar mi trabajo. Esa nueva división no me gusta en lo absoluto y ahora he encontrado algo que me hace sentir mucho mejor. ¡Lástima el dolor de cabeza!, pero me encanta sentirme «contentón» como el bocachico de la tienda de la esquina. Si tuvieras edad, ¡en este momento estaría brindando contigo! Por ahora seguiré escondiéndome de mis superiores. Si me descubren, me humanizarían de inmediato y, la verdad, todavía quiero conservar mis alas y seguir volando, aunque lo más probable es que, con el tiempo, se me vayan desvaneciendo, el alcohol las irá debilitando. Tal vez cuando crezcas y entres en años puedas hacer memoria y recordar este momento. Tal vez cuando tengas una copa con algún licor en tu mano te acuerdes de mí. Tal vez cuando sientas cómo el alcohol va alegrando tus sentidos y aminorando todos tus problemas, puedas devolverte en el tiempo y decir que estaba en lo correcto. O tal vez no. Pero quiero, mi niña, que nunca olvides, por más años que tengas en tu cabeza, el momento en que conociste a un ángel borrachín sin remordimiento alguno.

Esas fueron las palabras del ángel jincho que algún día resguardé en mi casa, sin que mi madre se llegara a enterar.

Luego de aquel suceso, todo regresó a la normalidad. La lluvia no volvió a traer ángeles ebrios a mi casa.

Ayer, mientras me encontraba en el pueblo haciendo cosas de adultos con una mamá Tomasa ya entrada en años, pude observar algo que me pareció familiar.

Vi a un hermoso y enorme hombre de piel morena, con una botella a medio llenar en su mano derecha, cubriendo su identidad con una gabardina prestada.

Con cada paso que daba, iba dejando una fina estela de plumas, una tras otra, tras otra, y otra.

Fuente:

García Hernández, María Alejandra. Al otro lado del túnel. Editorial Universidad CES, Medellín, 2019, pp: 20-34.

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Ilustración de Fabio Esteban Parra Rodríguez para el libro de cuentos «Al otro lado del túnel» de María Alejandra García Hernández

Ilustración © Fabio Esteban Parra R.