Lectura y Conversación

¡Aléjame la ausencia,
pastora mía!

Un ensayo sobre
San Juan de la Cruz

—Agosto 24 de 2017—

San Juan de la Cruz (1542 - 1591)

San Juan de la Cruz (1542 – 1591)

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Felipe Restrepo David es filósofo de la Universidad de Antioquia y magíster en Letras de la Universidad de São Paulo (Brasil). Colabora para la Revista Universidad de Antioquia desde 2005. Ha publicado “Voces en escena: dramaturgia antioqueña” (Fondo Editorial Ateatro Revista, 2008, Beca de Investigación Teatral del Ministerio de Cultura) y “Conversaciones desde el escritorio: siete ensayistas colombianos del siglo xx” (Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2008, Beca de Creación Literaria en Ensayo, Alcaldía de Medellín). Actualmente es candidato a doctor en Humanidades en la Universidad de EAFIT (tema de investigación: literatura colombiana de viajes) y editor de planta de la misma institución.

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Desde dos experiencias vitales absolutamente diferentes; desde dos posiciones intelectuales totalmente distintas; desde dos situaciones sociales opuestas, Fernando González y San Juan de la Cruz testimonian una experiencia mística común en sus descubrimientos y en su experiencia. […] ¿Cómo es posible que dos caminos tan diferentes converjan en sus hallazgos; que dos experiencias tan disímiles arriben a una misma meta? Tal vez la respuesta más justa es la de Henri Bergson: “No hay más prueba válida de la existencia de Dios que la común experiencia de los místicos”.

Alberto Restrepo González

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Felipe Restrepo David

Felipe Restrepo David

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¡Aléjame la ausencia,
pastora mía!

Fragmento

Para Annabel

Por Felipe Restrepo David

Que obre la intuición

Juan asombra, inunda, invade, reconforta. Juan, como una oración, acalla y serena. Sus palabras son bendición: agua purificada en la poesía. Pero Juan también escapa, huye; cuando se lo cree tener entre las manos, entonces, como un esquivo pájaro se escurre en su inalcanzable vuelo. Esta belleza y esta incapacidad de tenerlo y no tenerlo es el enigma frente al que todos se detienen, sin excepción, al acercarse a las palabras y visiones del santo, que por bienaventuranzas del destino (para los que creen en él) o de la casualidad (para los que creen en ella) fue poeta, místico, cristiano, viajero, recluso, universitario, enfermero y hombre. Tal incapacidad ha sido nombrada de diversas formas: oscuridad, hermetismo, laberinto, retórica…, sin embargo, es la misma en todos los casos.

Con Juan sucede que cualquier esfuerzo de comprensión es poco; y un solo ejemplo será necesario: Dámaso Alonso, uno de sus más tenaces lectores, después de casi cien páginas de arduo estudio de la obra sanjuanista (“El misterio técnico en la poesía de San Juan de la Cruz”), declara al final que lo mejor es deponer las técnicas y herramientas de análisis, y permitir que la intuición obre, pues su poesía es divina precisamente porque sobrepasa nuestra humanidad sin dejar de ser humana: ese su encanto que nos atrae como abejas a la miel. ¿Entonces? Mi intención no es otra sino construir a mi propio Juan desde su Cántico espiritual, como quien recoge piedras entre las ruinas. Estas páginas son conjunción de conocimiento y sensibilidad sobre algunos de sus temas fundamentales: el espacio, el tiempo, el deseo, a través de un mismo prisma: el cuerpo.

La que espera en tu lecho de flores

El Cántico espiritual parece concebido bajo la naturaleza del viaje, del continuo movimiento de la Amada que corre tras su propio corazón para saberse en él, es decir, en el de su Amado. Aquí, la quietud, es negación; en cambio, la afirmación está en la desesperación. Hay un afán, una ansiedad incontenible, cuyo único remedio es obedecer a los pies, ya que ellos saben descifrar el horizonte, y no los ojos que se confunden en el tanto mirar. Las mismas palabras del poema remiten a aquello que se contempla: un paisaje que se sucede en imágenes y que poco a poco abarcan el tránsito de una búsqueda: definitiva porque en ella está la vida. Sí, no es arriesgado afirmar que es un escenario, y que Juan construyó, a la manera de un dramaturgo (no de autos sacramentales, sino de dramas muy carnales), una escenografía de bosques, de espesuras, de riberas, de fuentes, de cuevas, de bodegas, de ríos, de montes, en cuyo fondo solo hay un acto decisivo: la unión de los amantes.

Se trata de un espacio sagrado. Un recinto de celebraciones elevadas, de palabras sacrificadas, de anhelos invocados, no obstante, habitado por humanidad. Es como un paraíso al que entran las almas, pero en su propio cuerpo, pues de otra manera no podrían respirar su aire fecundo o beber de sus aguas cristalinas o sentir la tierra húmeda de vida: “Entrado se a la esposa / en el ameno huerto deseado, / y a su sabor reposa, / el cuello reclinado / sobre los dulces braços del Amado”. Si fuese diferente, solo trascendencia espiritual, emanación hacia lo divino, elevación del alma despojada y olvidada de lo que fue, entonces sería como aquel artesano que construye su hogar, sin puertas ni ventanas, de manera que nadie, ni siquiera él mismo, puede entrar. La Amada ingresa en cuerpo y alma, toda entera.

El Cántico no es un poema de soledad en un mundo desierto e inhóspito. El sentido final de este espacio es que pueda ser habitado por los que han hecho del amor su fe y su misterio, en una persecución casi festiva; un sendero para ser caminado, y para que en su lecho, que es de flores, protegido en la gruta donde duermen los vinos, pueda presenciarse la consumación definitiva de una travesía: la de ella que clama por Aquel que es todas sus Estrellas, y que espera en el sosiego de su sueño, embriagada del olor del bálsamo divino: “Allí me dio su pecho, / allí me enseñó sciencia muy sabrosa, / y yo le di de hecho / a mí, sin dexar cosa; / allí le prometí de ser su esposa”.

En este sentido, el poeta siempre nombra un allí, y esa incertidumbre de lo que está en todas partes, y en ninguna, es otro de los misterios del espacio poético. La unión es en el bosque, pero ese bosque también puede ser el corazón o el mismo cielo. Quizás, por su intensidad sagrada, ese allí no sea otro que el centro donde lo humano vuelve a ser humano en armonía y reconciliación con lo divino, como aquel paraíso perdido al que Milton cantaba con añoranza, como la infancia mítica a la que querían volver Byron y Keats. Un allí que está al lado del lecho, o en el fondo del alma, o en la noche que guía, o en el “huerto deseado” o “debajo del manzano”, en las “ínsulas estrañas” o después de los “ríos sonorosos” o allende “los valles solitarios nemerosos”, y no importa si el camino es de piedra o de hierba, o si es breve o infinito, pues hay un mapa que ha sido sellado con el mismo fuego: aquel rostro cuyos ojos se llevan en las “entrañas dibuxados”. Y hay un llamado inconfundible: “el silvo de los ayres amorosos”. Dijo alguna vez Juan Ramón Jiménez que esta poesía integra imágenes y símbolos que ponen ante nuestros ojos mundos que parecen el nuestro, pero mucho más bellos porque habitan en el interior del corazón donde nace el ensueño y, con él, la divinidad.

Un allí evocado, recordado e implorado, casi con nostalgia, como si se hubiera perdido alguna vez, ¿pero quién puede perder lo que nunca ha tenido? Por eso la Amante, la Amada, jamás se ha extraviado, ella le ha pertenecido a Él en cuerpo y alma, en piel y aliento, y si ha ocurrido la separación es porque la unión ha de ser más fuerte y perenne: partir y alejarse es, en realidad, otra de las formas de quedarse. Dice María Zambrano, filósofa poeta que ha captado tremendamente el sentido de estos versos, que tal unión sucede únicamente dentro del alma: el espacio esencial, y que allí la Amada se abandona para recuperarse, una presencia después de la ausencia.

Los versos de Cántico son como el rastro de los Amados. Esas huellas son lo único que nos podría pertenecer. No es que asistamos a las ruinas de lo que un día fue, lo que acontece es que cuando podemos ver aquellas praderas ya los amantes están dormidos y nadie osaría interrumpir ese sueño, pues es Dios mismo quien yace en sus almas hecho poesía.

Fuente:

Restrepo David, Felipe. “¡Aléjame la ausencia, pastora mía!”. Medellín, Revista Universidad de Antioquia, n.º 328, abril – junio de 2017, p.p.: 20 – 26.

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