Presentación

Los anteojos y el lápiz

Marzo 3 de 2011

“Los anteojos y el lápiz” (ensayos / crónicas) de Alberto Upegui Benítez

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Alberto Upegui Benítez nació el 28 de diciembre de 1921 en Medellín. Su vida transcurrió entre los oficios de bibliotecario, periodista, editor, traductor y educador. Pero su pasión fundamental era saber y su idilio se tejía por medio de los libros y la lengua.

Escribió cientos de columnas de crónicas y de opinión, múltiples prólogos y comentarios de libros de los más variados temas. Fue además crítico literario, jefe de redacción, libretista y director radial. Upegui Benítez hacía parte del círculo más selecto de pensadores que dinamizaban la vida cultural de Colombia. Era gran amigo y, al mismo tiempo, se consideraba discípulo del Maestro Fernando González. Era la generación de Eduardo Zalamea Borda, Carlos Castro Saavedra, Hernando Téllez, Manuel José Jaramillo, Rodrigo Arenas Betancur, Saúl Aguirre, Jorge Montoya Toro, Jorge Artel, Jorge Rojas, Hernando Rivera Jaramillo, Edgar Poe Restrepo, Óscar Echeverri Mejía, Óscar Hernández, Otto Morales Benítez, Manuel Mejía Vallejo y otros talentos.

A los diez y nueve años dirigió la Biblioteca Municipal Santander y la transformó en uno de los centros culturales más importantes del país. Siempre estuvo preocupado por elevar el nivel educativo y cultural del pueblo colombiano, por rescatar los valores autóctonos del arte y las letras y hacerlos asequibles a todos.

Es de resaltar su ardua labor en la escritura y la publicación de muchas monografías de municipios antioqueños y de ciudades de Colombia, de revistas como “Gentes”, “Occidente”, etc., en rescate de las regiones excéntricas y los artistas locales. Aparte de su obra policial “El misterio de la casa siniestra”, escribió “Exégesis literaria de las poesías de Barba Jacob”, altamente apreciada por la crítica continental. Su libro “Guayaquil una ciudad dentro de otra” retrata la ciudadela que fue el corazón y embrión de la ciudad que sería Medellín, y se ha convertido en la referencia obligada para todo quien rememore el Guayaquil de los años 40 y 50 o la gestación de la economía y el comercio en la capital antioqueña.

En la misma ciudad de Medellín, Upegui Benítez exhaló su último aliento el 16 de septiembre de 1995.

Presentación del autor por Claudia Mejía, Evelio Ramírez y Óscar Hernández.

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Los anteojos y el lápiz, joya literaria, ofrece en la primera parte un agudo estudio sobre la vida y la obra del poeta Barba Jacob y otros ensayos críticos sobre el arte y la literatura. Sumamente importante es la actualidad palpitante hoy de las críticas de Upegui Benítez, escritas hace 60 ó 70 años.

En la segunda parte de Los anteojos y el lápiz, una serie de crónicas de viaje por Centroamérica recrean la cultura y la idiosincrasia del latinoamericano de la primera mitad del siglo XX. Entre el humor y la jocosidad se descubren elementos históricos y autóctonos valiosos en extremo. Este documento patrimonial, que guarda gran vigencia, es una colección de textos escritos en su mayoría entre 1942 y 1953, y seleccionados por el autor en 1974.

Losanteojosyellapiz.blogspot.com

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Al señor don A. Upegui Benítez. —Medellín.

Recibí el libro de poesías de Barba Jacob que usted preparó y que editó la “Editorial Temas”.

El estudio suyo que precede a las poesías es obra muy inteligente, artística y muy bien escrita. Reciba mis felicitaciones.

(…)

La “Editorial Temas” y usted han hecho bien a Colombia y a todos. Perderán dinero y serán ofendidos, pero nosotros, los maestros de escuela, nacimos para enseñar alias padecer.

Reciba mis agradecimientos,

Fernando González

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Alberto Upegui Benítez con Tartarín Moreira, destacado compositor y poeta antioqueño. Foto de la década 1940 a 1950.

Alberto Upegui Benítez con Tartarín Moreira, destacado compositor
y poeta antioqueño. Foto de la década 1940 a 1950.

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Nuestra torcida
posición intelectual

Falsedad creadora

Fragmento

Por Alberto Upegui Benítez

Nuestro país tiene espiritualmente una configuración de concha marina, orientada hacia los ritmos que vienen allende el océano. La concepción de la cultura es, directamente, la acumulación de informaciones librescas del extranjero. Y nuestros hombres de pensamiento argumentan: “El influjo extranjero no es malo. Por el contrario, es absolutamente indispensable. Ningún pueblo de la tierra puede pensar en construir nada efectivo en el terreno espiritual si no se nutre en las fuentes eternas de la cultura de Occidente, durante los últimos tiempos representada tan admirablemente por Francia”.

Esto es indudable. Pero lo que no se puede es tomar el todo por las partes. No se puede confundir el acopio de informaciones sobre el pensamiento humano con la tarea constructora de operar, en la medida de las posibilidades, sobre la realidad que nos circunda. Es muy fácil caer en el exceso —en que incurren la mayoría de los escritores, pintores, músicos colombianos— de menospreciar las expresiones de la propia verdad y vivir la vida importada que viene en los libros, las estampas, las sinfonías y las películas foráneas.

En este sentido, debemos reconocer que nuestro país —la capital en mayor modo— es una ínsula. Aislada casi por completo de los fenómenos protuberantes que encarnan nuestra realidad actual. Con un poderoso complejo de inferioridad que nos cierra los ojos ante la belleza de lo autóctono. Ínsula, atenta apenas a los sones que encuadran otra realidad, tan diferente y apartada, que el puente de unión resulta inimaginable. La vida, a través de lo que los turistas traen en sus maletas europeizantes, resulta absoluta, diametralmente opuesta a la que alienta en estas regiones vírgenes, sometidas a procesos muy distanciados dentro de la evolución humana.

Aparece tan absurdo el apegarse exclusivamente al estudio y exaltación de lo propio —con prescindencia de las experiencias que han informado el florecimiento de la cultura en las etapas históricas— como vivir esas etapas pretéritas, sin atención a los fenómenos que nos circundan y que nos hablan otro lenguaje y nos llenan de muy otras sugerencias espirituales.

Lo que es un hecho indubitable es que la realidad americana, colombiana, está por descubrir. La mayoría de los panoramas físicos, humanos, sociales, de nuestro continente están inéditos. Apenas —en el mejor de los casos— han impresionado la retina ávida de un curioso viajero del arte.

Las portentosas realidades de la selva amazónica —apenas presentidas, mejor que estudiadas por Rivera—; las soledades místicas y arenosas de la Guajira —apenas intuidas por un poeta—; las tremendas vertientes de nuestros grandes ríos vertebrales, con su elemento humano sui-generis, sus violencias y sus sismos humanos; las inediteces de Urabá o la armonía paradisíaca de San Andrés y Providencia, son motivos de creación inimitables. En la sola Antioquia, la región baja del Nechí y el Cauca posee geológicamente un aspecto de la mayor imponencia. Ríos gigantescos, de cursos irregulares, habitados por caimanes, serpientes y toda clase de peces que centellean a los rayos solares como una exposición zoológica.

Las vertientes, en su mayoría, no han sido holladas y ofrecen la elemental fiereza con que fueron sacadas de la nada. Árboles robustos, malezas enmarañadas como crucigramas de la naturaleza, sombrías grutas húmedas por el tránsito vermiforme de los ofidios, playas donde bostezan los saurios y el calor gesta la vida de millones de insectos. Por sobre esta región puede viajarse largamente en avión, encima de selva virgen, de montañas intocadas, de retorcidos árboles que cobijan alimañas y fieras. Los hombres que habitan esta región, resto de los trabajadores que acompañaron a las casas extranjeras que explotan las minas de oro, son recios y elementales, adaptados al calor de la canícula y plenos de fuerza pasional como el trópico que los rodea. Sus dolores, afanes y alegrías serían motivos para pintar, en cuentos y novelas, una verdadera geografía humana, plena de jugos y de vitalidad restallante.

Con tal material físico y anímico, qué de bellezas no fabricarían los grandes novelistas franceses, que ahora son admirados ciegamente por nuestros hombres de letras y que —por desgracia para ellos— no pueden hacer otra cosa que reflejar —después del caos bélico— una realidad dolorosa, producto de los desbarajustes morales y de las bancarrotas afectivas que han creado las hecatombes militares.

La angustia del sartrismo —correspondiente a una dolorosa etapa espiritual del pueblo francés, destruido en sus soportes más íntimos por la guerra— no debe ser para nosotros sino un motivo de una dolorosa admiración lejana. (…)

Fuente:

Upegui Benítez, Alberto. Los anteojos y el lápiz (ensayos / crónicas), Editorial Artes y Letras, Itagüí, 2010.

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Alberto Upegui Benítez en su estudio de Ciudad de México a principios de los años 50. Fotografía © Guillermo Angulo.

Alberto Upegui Benítez en su estudio de Ciudad de México a principios de los años 50. Fotografía © Guillermo Angulo.