Presentación

Asesino de Dios

Dios à la carte

—Febrero 20 de 2020—

Portadas de los libros «Asesino de Dios» (2018) y Dios à la carte» (2019) de Álvaro Orozco Jaramillo

* * *

Álvaro Orozco Jaramillo (1948) es ingeniero civil de la Escuela de Minas de la Universidad Nacional (1971) y magíster en Ingeniería Sanitaria de The Pennsylvania State University (1976). Obtuvo el premio Diódoro Sánchez de la Sociedad Colombiana de Ingenieros (SCI) en 1986 y la Mención de Honor del mismo premio en 1981, así como el Premio al Mérito «Año Mundial del Agua» en 2003, otorgado por la Comisión de Ingeniería Sanitaria y Ambiental de la SCI. Ha sido profesor universitario y consultor del Banco Mundial y el BID. Es autor de los libros de texto «Bioingeniería de aguas residuales» (2005), «Desechos sólidos» (1980) y coautor de «Tratamiento biológico de las aguas residuales» (1985) y «Sustainable Treatment and Reuse of Municipal Wastewater» (con Menahem Libhaber, 2012). También se ha dedicado a la escritura de obras de ficción y ensayos, entre ellos un experimento narrativo titulado «Vibraciones ocultas» (2011), publicado en Facebook y Twitter con Ana Margarita López, y el libro de ensayo sobre el calentamiento global «Climagate: un escándalo silencioso» (2011). «Asesino de Dios» es su primera novela, finalista en el XII Concurso Nacional de Novela y Cuento Cámara de Comercio de Medellín.

* * *

Presentación del autor y su
obra por Álvaro Pineda Botero.

* * *

La dureza de los títulos de las dos novelas sin duda molestará a algunos lectores. El de la primera da cuenta del sustrato detectivesco que la anima. El de la segunda informa sobre el desarrollo de la ciencia contemporánea: los seres humanos nos aproximamos a un umbral del conocimiento en el que la inteligencia artificial nos dará la última clave de los misterios del cosmos. Dios servido «à la carte», a voluntad de quien lo quiera solicitar. Pero el contenido y la forma de resolver los conflictos sin duda fascinará a todos los lectores. A pesar de la trascendencia de los asuntos, la lectura es fácil y amena. Ese complejo universo narrativo, abordado desde múltiples perspectivas, conforma una admirable estructura que no deja cabos sueltos y que pone a pensar al lector. Creo que en el contexto de la literatura contemporánea es una obra admirable y novedosa, emocionante y amena por la trama pasional que la sustenta, interesante por los saberes que aporta e inquietante por los cuestionamientos que suscita.

Álvaro Pineda Botero

* * *

Álvaro Orozco Jaramillo

Álvaro Orozco Jaramillo

* * *

Asesino de Dios

~ Uno: El detective ~

—¿Montaña? —preguntó el Director del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía General de la Nación, CTI, tan pronto le contestaron el teléfono.

—¡Sí, señor director! —respondió el detective, sin poder disimular su disgusto por la llamada solo dos minutos pasadas la seis de la mañana y a punto de salir de la larga jornada.

—Se presentó un asunto que requiere su atención.

—¡Sí, señor! —respondió.

—Un muerto. Pez gordo. En el World Park Centre. ¡Hágase cargo!

—Enviaré a Pérez, mi asistente, para los preliminares.

—¡No! Quiero su atención personal en el asunto.

—Pero señor, estoy terminado un turno de treinta y seis horas.

—¡No se hable más del asunto, Montaña! —y dicho esto colgó.

«¡Pez gordo!» Pensó el detective con desprecio. No le caían bien los ricos que, según su definición personal, eran todos los que ganaran más dinero que él. «Por un desgraciado ricacho no voy a poder dormir esta noche ¡maldita sea mi suerte!» De todos modos debía llamar a su esposa Elsa para avisar que se demoraría y de paso saludar a sus hijos, a quienes adoraba, no obstante lo estricto que era con ellos. Se había jurado a sí mismo que no sufrirían la pobreza que a él le tocó vivir en su infancia. Su sueldo no era el mejor pero, junto con el de su esposa, una maestra de escuela, daba para vivir decorosamente y tener los niños en colegio privado, eso sí, contando cada centavo. Además era orgulloso propietario de una casa pequeña y un auto nuevo, aunque de gama baja.

Esa mañana bogotana, plomiza y lluviosa, parecía presagiar el fin del mundo. Alfonso Montaña también lo presentía: no se hubiera imaginado lo acertado que estaba. Mientras, llamaradas ardientes ascendían por su esófago y depositaban en la boca el amargo sabor de la bilis y los ácidos estomacales que abrasaban sus tejidos internos. Montaña miró con irritación el reloj que apenas pasaba de las seis, el final del turno especial de treinta y seis horas de servicio que él mismo había implantado en su sección como Jefe de Investigaciones Especiales. Hubiera querido irse antes, tan mal se sentía, pero a sus treinta y ocho años había llegado a esta alta posición gracias a su dedicación al trabajo sin consideración para sí y, por supuesto, sin comedimientos para los demás subordinados que tuvieran el infortunio de quedar bajo su mando. Para él era imposible romper su regla de no salir jamás antes de tiempo y, más bien, entregar un par de horas de trabajo adicionales cada día. Pero hoy hubiera querido salir apenas marcara la hora.

Alfonso Montaña era considerado el detective estrella del CTI, pero esto no significaba que pudiera escalar posiciones más altas. Sin embargo, hubo un tiempo en que el futuro se le presentó muy halagador, pues clasificó entre los «diez mejores bachilleres del país», lo que lo ubicaría en categoría Mensa. Este galardón tenía beca incluida para estudiar su carrera por cuenta del Estado, la que quisiera, en la universidad que deseara. Pero su padre era un celador que tuvo el infortunio de morir en una balacera durante un asalto, cuando Montaña solo cursaba el segundo semestre de ingeniería electrónica. Con seis hermanos y una madre prácticamente analfabeta, le tocó, como hermano mayor, asumir la responsabilidad familiar y abandonar sus estudios para trabajar. Consiguió un puesto de auxiliar en el Instituto de Medicina Legal donde se familiarizó rápidamente con la muerte. Luego de resolver un caso inconcluso desde su ínfima posición forense, le pusieron el ojo en la sección de investigaciones del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS (más tarde reemplazado por la Dirección Nacional de Inteligencia, DNI), donde luego lo vincularon como asistente. Tomó los cursos necesarios y lo nombraron detective: así pudo sostener a su familia hasta que sus hermanos crecieron y pudieron ayudar. La solución de casos aparentemente imposibles llamaron la atención del CTI, que lo enroló en su equipo de trabajo, y lo catapultaron hasta la posición de jefe de investigaciones especiales, un mojón espectacular en la carrera de un detective. En el CTI Montaña era un personaje admirado por todo el mundo, desde el Director (que dependía directamente del Fiscal General) hasta las señoras del aseo.

Después de hablar con su familia le ordenó a Pérez, su segundo, conseguir un carro y acompañarlo al sitio del suceso. Pérez, que estaba fresco como una lechuga pues acababa de entrar al turno, resolvió lo necesario e hizo la averiguación preliminar para cuando su jefe bajara de la oficina. Una vez en el carro, procedió a informar a Montaña, pues aunque no se lo habían ordenado, sabía que era lo que se esperaba de él:

—Nombre: Marcelino Gordillo. Empresario. Muy rico, amigo del Presidente de la República, a quién le ayuda económicamente en las campañas. También es amigo personal del Fiscal General. Muerte por causas desconocidas. Se cree que fue muerte natural. Lo encontraron en el carro, en los garajes del Park Centre. Están allí la policía, el juez de instrucción y Medicina Legal.

—Que no toquen nada hasta que lleguemos. Dé la orden de inmediato —replicó bruscamente el jefe. A pesar del cansancio y la rabia, el detective era un profesional y siempre que lo dejaran, haría bien su trabajo. —¿El hombre tenía oficinas allá? —preguntó.

—No. Sus oficinas están en otra parte. —fue la respuesta.

Pérez procedió a comunicarse por radio con la policía que estaba en el sitio. «Verdaderamente es un pez gordo» pensó Montaña. «A lo mejor le dio un infarto. ¡Y por eso no voy a poder dormir… ¡con lo que lo necesito! ¿Qué importa que un rico se muera? Así el mundo queda un poco mejor.» Bueno, lo cierto era que tenía sus órdenes y trataría de salir del rollo lo más pronto posible.

Montaña vestía un traje completo, con corbata, pero para lo que le lucía, igual hubiera podido llevar cualquier cosa. Su fuerte no era la elegancia. Era de baja estatura, complexión delgada y tez morena. No era mal parecido, pero con su temperamento agrio y su falta de moderación en el trato conseguía parecerle un ogro a todo el que lo trataba.

Cuando llegó al sitio de los acontecimientos el detective se apeó del carro y dirigiéndose al primer policía a su paso le preguntó por quién estaba a cargo.

—Buenos días señor —lo saludó el jefe de la patrulla.

—¿Ya están levantando el occiso? —preguntó sin contestar el saludo del policía.

—No, señor. No los hemos dejado entrar al carro como usted ordenó, pero hemos tenido un buen problema por ello.

—¿Dónde está el vehículo del muerto? —inquirió— Y no vaya a dejar ir los vigilantes y empleados del edificio que estén terminando turno. Congélelos hasta que hable con ellos.

El jefe de patrulla dio las órdenes correspondientes a los policías a su cargo y procedió personalmente a guiar el detective hasta el carro. Cuando llegaron había una discusión entre los de Medicina Legal y dos policías que cumplían las órdenes de impedir el acceso.

—Buenas días todo el mundo —dijo casi gritando, y mirando sólo al juez de instrucción —Por favor, déjenme echar un vistazo primero y luego prosiguen con sus deberes. —Montaña sabía que era mejor andar piano con ellos, pero no podía dejar que echaran a perder la escena del crimen, si es que lo era. Como todo el mundo lo conocía, se quedaron callados de inmediato y se hicieron a un lado respetuosamente. Así pudo examinar el carro.

Se trataba de una camioneta todo terreno Range Rover Evoque último modelo. Debía costar al menos 80 mil dólares. «Ricos hijueputas» pensó, «para lo que le servirá ahora muerto». Se puso guantes de cirujano aunque tenía la certeza que era una pérdida de tiempo, seguro de que quienes hallaron el cadáver ya habían dejado huellas por todos lados. El carro lo habían abierto con llaves maestras, y cuando empezó a sonar la alarma la apagaron con las llaves propias del vehículo, que estaban en el encendido. Constataron que estaba muerto y después de revisar la billetera llamaron a la esposa que llegó con su médico personal, quien confirmó el deceso. Dijo que podía ser un infarto, pero que era Medicina Legal la que debe determinar la causa de la muerte. La esposa había llamado a medio mundo en seguida, incluido el Fiscal, y en el momento se encontraba inconsolable, decían, en una de las oficinas del Park Centre.

Cuando Montaña entró al carro, constató la rigidez del cadáver que estaba sentado en el puesto del conductor con el cinturón de seguridad puesto. «Seguramente no pensaba morir aquí. Debe llevar doce horas muerto, tal vez más. ¿Cómo es posible que solo lo hubieran descubierto hasta ahora?», pensó. En Bogotá, en sitios como estos, la seguridad es extrema. Los carros los revisa personal capacitado al entrar al garaje, con perros entrenados para descubrir explosivos o drogas. Otros vigilantes recorren los parqueaderos chequeando que todo esté en orden. Además están las cámaras. En este lugar tal vez había cámaras interiores que registran lo que ocurre dentro. «Ya les echaré un vistazo luego». El cadáver tenía una expresión que podría ser de espanto, como si hubiera descubierto de repente algo muy desagradable o, tal vez, intuido unos instantes antes que iba a morir. Le habían cerrado los ojos, seguramente el médico que llegó con la esposa. «Qué estúpido», pensó. El cadáver tenía la boca entreabierta. La olió y distinguió un leve olor amargo. No era olor propio en un cadáver. No tenía ninguna señal de violencia, pero su cuerpo estaba medio volteado, como intentando mirar atrás. No sabía por qué, pero no le parecía muerte natural. Su cercanía con los muertos le había hecho desarrollar una especie de «ojo clínico» que rara vez lo engañaba.

Procedió a examinar el resto de la camioneta y finalmente inspeccionó el baúl. No encontró nada especial. Luego solicitó la billetera. Un policía la trajo dentro de una bolsa de plástico. La revisó y vio que el hombre llevaba, en efectivo, más de un millón de pesos y cerca de quinientos dólares. «¡Hijueputa!», pensó, «¿Cómo es posible que una persona lleve en su billetera más dinero que lo que yo me gano en medio mes?». Recordó que en sus bolsillos llevaba sólo veinte mil pesos, un poco más de lo justo para pagar los pasajes del bus de regreso a casa, pues no le gustaba usar carros oficiales para transporte personal; el auto familiar lo dejaba a su esposa para llevar los niños al colegio y hacer las vueltas del hogar: «¡Y el hombre con una fortuna en su billetera para gastos de bolsillo!» Su estómago empezó a arder nuevamente, consumido por sus ácidos interiores, ante la evidencia de las enormes diferencias que existían entre las personas. Volvió a revisar el cadáver y exploró los bolsillos del elegante vestido que llevaba puesta la víctima. No sabía de qué material era, pero era marca Ferragamo. Todo en él denotaba riqueza: la corbata, los zapatos, la camisa con iniciales bordadas y mancornas de oro. Encontró el recibo del parqueadero. Había llegado el día anterior a las diez y media de la mañana. Esto indicaba una de dos cosas: o llevaba mucho tiempo muerto, o había estado bastante tiempo en lo que fuera que estuviera haciendo allí. Ya tenía un punto de partida. Entonces les entregó el vehículo a los de Medicina Legal para que procedieran.

Dejó a Pérez supervisando las actividades en el sitio del levantamiento mientras él se dirigió a hablar con la esposa, si era posible. Entrevistó brevemente a los porteros de la Torre B, que era a la que pertenecía el parqueadero, y por ellos se enteró que los del turno anterior se habían ido. No los pudieron congelar, como hubiera querido. Preguntó por la esposa del difunto y le dieron un número de oficina. Tomó el ascensor y después de buscar brevemente por los elegantes pasillos, dio con el lugar, lujosamente amoblado. La respiración se le entrecortó un poco: le molestaba estar en sitios refinados, donde se sentía fuera de lugar. Su atuendo y aspecto gritaban lo poco que encajaba en el entorno. Además sus maneras se volvían más torpes. Una distinguida y bella recepcionista lo escudriñó de arriba abajo con una rápida mirada y sacó sus conclusiones.

Malas conclusiones.

—¿En qué puedo ayudar al señor? —preguntó con un dejo de superioridad que borraba completamente la aparente cortesía de la pregunta.

—¿Usted? ¡En nada! —respondió tan agriamente como pudo el detective, que oponía un sarcasmo feroz a cualquier desatención real o imaginaria que se le hacía. Montaña sabía que su posición era poderosa, y gozaba haciendo sufrir a los que lo menospreciaban. —Necesito hablar con la Señora de Gordillo. Dígale que el jefe de investigaciones especiales del CTI desea hablar con ella.

En Colombia a veces es más peligroso un encuentro con la autoridad legítimamente constituida que con un delincuente, y esta presentación no podía menos que llenar de terror a la empleada, que se paró como un resorte y, sin disimular su cara de espanto, salió casi corriendo a la oficina de su jefe. Un momento después apareció un elegante hombre de edad, de muy buen aspecto y mejores maneras.

—Cómo le va inspector —dijo, tendiendo amablemente su mano— Me llamo Sergio Pinedo y la Señora Cecilia está en mi despacho. Está bastante alterada —continuó, mientras estrechaba la mano que Montaña había aceptado —pero puede pasar a ver si es posible que hable con ella.

—Muchas gracias Doctor Pinedo —contestó Montaña, agradecido por el cambio de trato.

Lo siguió hasta una oficina muy amplia y todavía más lujosa que la zona de recepción. Se dio un aire para asimilar el esplendor que veía, y luego pudo distinguir a una señora en un extremo de la oficina, llorando inconsolable, sentada en una abollonada silla de cuero con su cabeza apoyada sobre los brazos que reposaban en una ostentosa mesa de juntas de comino crespo. «Parece que sus sentimientos son genuinos, pero en estos casos, nunca se sabe», pensó el detective.

Alfonso Montaña antes que todo era un profesional. Su inteligencia le podía a sus prejuicios, y era esa condición lo que lo hacía tan diferente a los demás investigadores. Ellos solían juzgar según los intereses propios o los de sus superiores, que era la norma para sobrevivir. A menudo se fabricaban culpables según las necesidades de los jefes o de la opinión pública. Sin embargo, de vez en cuando se requería encontrar el verdadero delincuente y este, aparentemente, era el caso. De no ser así, habrían encargado a Pérez directamente del caso, más manejable. Él era consciente de este estado de cosas, pero no podía ir contra los jefes de su institución, de modo que en esas ocasiones procuraba no enterarse de nada. Un par de veces había hecho lo contrario y, como era lo usual, encontraba los verdaderos culpables para disgusto de sus superiores que querían aprovechar la situación para meter en problemas a algún enemigo político o personal. No es que le importara mucho, pues para él, «cualquier político merecía la cárcel», así no fuera por el delito que se le imputaba. Se preguntaba por qué lo habían encargado a él de este caso y no a Pérez, como si el Fiscal supiera de antemano que era un crimen y no una muerte natural. Y además, curiosamente, el Fiscal quería resolverlo. Hubieran podido encargar el asunto a otro departamento, pero su sección era el comodín de aquellos casos que no encajaban en ninguna parte.

—Doña Cecilia —dijo comedidamente el detective —Siento mucho la muerte de su marido. Si usted me dedica unos minutos podría ayudar a las autoridades a resolver el caso. —Ella levantó su cara y, por un instante, hizo el gesto de quien conoce mejor cómo son las cosas, pero luego se descompuso y estalló en sollozos.

—Inspector, ayúdeme a enterrar rápido a mi marido. El doctor Chamorro, el médico de mi esposo, diagnosticó un infarto.

Un hombrecillo de aspecto insignificante, pero bien vestido, que estaba sentado en un sofá de cuero de una pequeña sala de recibo en el otro lado de la oficina, se paró de un salto con cara de que él no dijo eso, y luego farfulló:

—Cecilia, lo tienen que llevar a Medicina Legal. Allá verificarán.

—¡No quiero autopsias! —Gritó doña Cecilia —Quiero las cosas rápidas.

Montaña le iba a contestar que lo rápido lo determinaría él en su momento, pero se lo pensó mejor, pues la señora también debía ser íntima del Fiscal.

—Haré lo que se pueda señora —contestó sin poder ocultar lo simulado de su respuesta. —Dígame, ¿su marido tenía enemigos? ¿Había recibido alguna amenaza reciente? —Cecilia lo miró con desprecio, y contestó:

—Mi marido no fue asesinado. ¿No le dije que murió de un infarto? Él no tenía enemigos. ¡Todo el mundo lo quería! —Dijo eso con una especie de complejo de culpa, como tratando de negar algo evidente.

Al mirar la expresión de la señora, del médico, y del Dr. Pinedo que los acompañaba en la salita sentado en un sillón que hacía juego con el sofá, Montaña no pudo menos que pensar que a ellos les parecía imposible que hubiera muerto de forma natural. «El pez gordo debía estar lleno de enemigos. Creo que di con un buen pájaro», pensó. «Lo que hay que averiguar muy bien es de qué murió, no vayan y los brutos de Medicina Legal digan que sí, que fue un infarto.» Ya él se encargaría de que la autopsia se hiciera con todo el rigor. En esas empezó a sonar el citófono con insistencia. El doctor Pinedo respondió, y al tomar el teléfono, lo contestó casi en posición militar.

—Sí, señorita… ¡Presidente!, Sergio Pinedo le habla…

Sí, está aquí…  Un momento Presidente. —Luego, dirigiéndose a la señora dijo —Cecilia, es Hugo, quiere darte el pésame.

Cecilia se paró con una agilidad que nadie hubiera sospechado un segundo antes, y sentándose en la lujosa silla del escritorio de Pinedo, casi éste del tamaño de una mesa de comedor, tomó el teléfono y se oyó diciendo:

—¡Hugo! Gracias por llamar… Sí, Marcelino tuvo un infarto… Sí, lo llevan a Medicina Legal… Gracias… Ojalá lo revisen rápido… ¡Gracias! —Mientras decía todo esto miraba con el rabillo del ojo al detective, como diciéndole: «¡Para que se entere!». Finalmente se despidió. Su rostro se había transformado por un instante, como si en lugar de estar viviendo una tragedia, más bien fuera un momento de triunfo. Luego, tal vez vencida por la realidad, o quizás asumiendo nuevamente su papel, retornó a llorar desconsolada.

Montaña pensó que ya tenía suficiente. Había tenido oportunidad de tratar con poderosos políticos, acusados y acusadores, pero ¿un caso en que interviene el presidente? ¿Y con implicados llamándolo por el nombre de pila? Se despidió en forma inaudible, aunque de todos modos nadie le paró mientes, como que la presencia del presidente todavía llenaba la oficina. Al cerrar la puerta tras sí, alcanzó a escuchar:

—¡Espero que el mentecato ese entendiera que tiene que sacar rápido a Marcelino de Medicina Legal! Si no, ¡pobre de él!

Después de digerir la frase, su esófago empezó a arder de nuevo, mientras sentía el reflujo llegándole a la garganta. Apenas hizo el daño, el ácido regresó por mal camino introduciéndose por sus bronquios. Su respiración se detuvo, y mientras hacía esfuerzos desesperados por hacer entrar aire a sus pulmones, su rostro enrojeció. Creyó que iba morir, no sabía si por asfixia o abrazado por la bilis. Después todo se puso negro.

Fuente:

Orozco Jaramillo, Álvaro. Asesino de Dios. Amazon.com, 13 de agosto de 2018.