Presentación

Revista Asfódelo

Número 8

Diciembre 10 de 2009

Portada Revista Asfódelo N° 8

Revistasfodelo.moonfruit.com

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Editorial

Ecología, una palabra que resuena permanentemente en nuestras cabezas a través de los medios de comunicación y a la cual nos referimos permanentemente sin saber muy bien de qué estamos hablando. Por ecología entendemos muchas cosas, nuestra relación con el entorno natural, los animales, el cosmos, en fin. El prefijo eco se ha convertido en lugar común para todo tipo de conceptos y productos, lo verde está de moda, “think green” es la proclama mayor en la Norteamérica de Obama y Gore, aunque quizás más que pensar solo en verde deberíamos comenzar a hacerlo en todos los colores, reconociendo nuestra diversidad.

Existen muchas formas de acercamiento a lo ecológico. En esta revista pretendemos dar una muestra de algunas, desde la ecología profunda inspirada en Arno Naess hasta el pensamiento ecológico que surge del cristianismo occidental y que tiene a Dios y a su obra como ejes centrales. Sin embargo, lo más importante de este número de Asfódelo sea quizás esa expresión tan íntima y profundamente personal que solo el artista creador nos puede ofrecer. Ese árbol de papayo que como un milagro se yergue en una esquina cualquiera de la calle de Getsemaní en Cartagena, luchando por sobrevivir en medio de la hostilidad urbana y retratado por Rafael Ortiz con enorme maestría, esas impresionantes fotografías tomadas en una tarde de tormenta por el meteorólogo y fotógrafo José Fernando Jiménez, que plasman un instante de luz y sombra sobre el cielo de Medellín, el poema juguetón enviado por Fernando Arrabal especialmente para nuestra revista, las bellas ilustraciones con dibujos botánicos antiguos o el impactante documental Home del realizador francés Yann Arthus-Bertrand, que como un regalo para nuestros lectores se ofrece libre de derechos de reproducción, son solo unos pocos de los muchos ejemplos que nos trae este número y que nos invitan a la reflexión en un mundo que urge un cambio radical de actitud y un nuevo estilo de vida que nos permita a todos una convivencia armónica sobre el planeta.

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Revista Asfódelo N° 8 - Fotografías de Cartagena de Rafael Ortiz
OrtizJaramillo.com

“Cuando camino Getsemaní o el Centro Histórico de Cartagena no puedo dejar de ver con detenimiento la acera. Esto para evitar caer en un hueco sin reparar, pisar un escombro sin recoger, o simplemente para no tropezarme con algún obstáculo común al entorno de la ciudad. En otras palabras, me es casi imposible caminar en línea recta y de forma desprevenida. En estas caminatas comencé a observar con curiosidad la manera en que las plantas y especies comunes al Caribe se adaptan a los pliegues urbanos: aceras rotas, huecos de alcantarillas, ranuras en el cemento, desagües de los inmuebles y los contactos del gas. En especial los contadores que me sugieren pequeñas ‘habitaciones enrejadas’ donde el inquilino común es una planta…”.

Rafael Ortiz

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Ecología y poesía

Por Manuel García Verdecia

Ecología es una palabra que suena distante. Tiene trasunto de anfiteatro académico o laboratorio científico. No la pensamos como algo asociado a nuestra respiración, nuestra vista y olfato, nuestra piel. Sin embargo, su referente es desde hace mucho un elemento a considerar dentro de nuestra más cercana inmediatez.

Desde siempre el hombre incluyó su entorno natural dentro de los elementos con que se identificaba y que le conferían un significado y determinados valores. Acercarse y entender los fenómenos naturales era parte del proceso de conocer quién era, de dónde venía, qué lo movía a actuar.

Es de esta actividad en interacción sensible con la naturaleza que empiezan sus grandes interrogaciones y elucubraciones. Surgen así religión, arte y filosofía. El hombre era un ser al servicio de la naturaleza. Lo que no comprendía lo atribuía a un inmanente carácter divino, pues naturaleza y divinidad eran concomitantes.

Con la evolución del pensamiento humano, con los desarrollos en la ciencia y la tecnología, el hombre se interesó más en la vida, en su aventura terrestre antes que en una posible segunda oportunidad en la existencia ulterior, supranatural. El Renacimiento, con su impulso por ver en lo humano la mejor concreción de lo divino, situó al hombre como centro de toda acción cultural y creativa.

La naturaleza era un traspatio de aventuras para el intelecto, el espíritu y el afán dominador del ser humano. El hombre se propuso no solo conquistar los espacios y los elementos naturales, sino gradualmente, en la medida en que se entronizó el racionalismo, superar a la naturaleza. Su fin era la prosperidad y para esto debía subyugar su entorno y explotarlo. Si para los antiguos los elementos naturales representaban valores divinos, muestras del temperamento olímpico, de su poder, volubilidad y predominio, con los renacentistas la naturaleza se vuelve un espacio estético, fondo donde actúa el sol epicéntrico, el hombre, escenario para su racionalidad. Su creciente inteligencia repondría lo que natura no fuera capaz de proveer. Robinson en una isla solitaria se convertía en un próspero capitalista. Empezamos a renunciar a la debida armonía.

Los románticos dieron un valor subjetivo a la naturaleza. Ellos encontraron en los cotos del agua, los árboles, los pájaros y el cielo energías cambiantes, concomitantes con los estados anímicos y emotivos de los hombres. Con los románticos la naturaleza se humaniza, es arte y creación, es espejo de subjetividad y signo de una fuerza que está más allá que el hombre pero que no lo apabulla sino que lo modela y le corresponde.

Una muestra típica es el archicitado poema al Niágara del gran romántico cubano José María Heredia. El poeta se asombra ante el espectáculo de las voraginosas aguas que fluyen, caen, se elevan, se pierden, y establece una empatía con aquellas pues halla en las mismas una ilustración de las causas de su angustia y del trazado de su destino. Ilustración que es una elucidación. Al ver se reconoce y entonces se entiende mejor. Así de cercana es la naturaleza para los románticos. No es que la quisieran mejor, sino que en sus reacciones verificaban un reflejo de la dinámica de su subjetividad. La naturaleza era el espejo del alma.

Tal vez sea a partir de este nuevo vínculo, sobre todo con la mirada fraterna y asociativa de los trascendentalistas, que ven en cada gesto y acto natural un signo del designio divino que recupera la antigua relación con la naturaleza. En esta intuición está el germen del sentido ecológico. La ecología es naturaleza unida a la conciencia humana sobre ella y el modo en que esta relación se despliega.

Ella nace del concepto de que el medio es un organismo vivo, intervinculado con el hombre. El entorno es tan meridiano en la calidad de vida que no se puede desligar del humanismo. Como ha dicho un personaje de Anne Michaels en su novela Piezas fugitivas: “¿Qué es una persona sin paisaje?”. Respondería: un fantasma de carne y huesos, menos que un animal.

Si bien el humanismo se enfocó estrechamente, en su despertar renacentista, a los asuntos estrictamente del hombre, ahora se entendía que no hay ser humano sin entorno natural humanizado. El humanismo contemporáneo pasa por ese sentido ecológico de la vida. El hombre no puede seguirse imaginando como dueño y señor del universo, un ave rapaz que saca de ella todo lo que necesita y luego la lanza como un resto inútil. Nuestros abusos contra la naturaleza no sólo son criminales sino que son inmorales y antiestéticos por demás.

Ningún acto destructivo puede considerarse como un hecho cultural, pues lo cultural es aquello que cultiva. Dañar el entorno es afearlo. Es un atentado contra la razón (cómo si no entender que alguien arruine lo que le da vida) y la sensibilidad humana (cómo simpatizar con un acto que no estimula sentimientos positivos o sublimes sino todo lo contrario).

Al mirar a mi lado presencio cotidiana, permanentemente, las injusticias que contra el medio cometemos. Esto no puede dejar de preocuparme por sus nefastas consecuencias. Todos nos percatamos de los violentos cambios que el clima sufre. Particularmente he percibido que el mundo animal de mi niñez ha mermado. En mi memoria de juegos y andanzas por los montes de la isla recuerdo ranas, jubos, cocuyos, bijiritas, salamancas, esperanzas, caballitos del diablo, auras, que plagaban el espacio inmediato de mi infancia. Ahora cuesta ver tal variedad y número de criaturas. Casi todo se reduce al cerdo y las gallinas en un estado de esclavitud animal. Un poco mejor el perro y el gato, más cercanos a las veleidades humanas.

Si quiere corroborarse hágase un simple experimento. Pídasele a un niño que nombre pájaros o flores o frutos. Se comprobará que pájaro es el nombre para todas las aves y flor para todas las flores. Su vocabulario ha empobrecido porque su práctica vital se ha vuelto mezquina. A veces pienso que, de seguir los desafueros naturales como van, en el futuro los zoológicos no necesariamente exhibirán leones y camellos, sino también todas estas criaturas que una vez fueron compañeras comunes del hombre. Iremos allí para ver un sapo o un grillo.

En lo particular, me da una alegría inefable, cuando entre las matas de la minúscula terraza de mi patio veo un caguayo, una rana o los gorriones a quienes todos los días pongo pan y agua. Me digo, todavía la naturaleza no ha abandonado mi casa. Ese pedacito de verdor y vitalidad es mi acto de defensa de mi condición de hombre natural.

Entonces no me parece desusado clamar porque la naturaleza vuelva a las letras. La nada y el hastío han invadido los cotos de la poesía. Tiene lógica pues es lo que avistamos cada día desde que nos levantamos. La ciudad, la parafernalia moderna, la preponderancia tecnológica vinculada al Imperio de la Necedad, nos ha hecho reaccionar de ese modo, gritando, descubriendo fealdades, destruyendo posturas complacientes. Brodsky se apoya en Pushkin, para describir el aburrimiento de una vida desvalorizada: “En todos los elementos, el hombre no es sino tirano, prisionero o traidor”. Ese triple papel del hombre deshumanizado (que a mí se me hace sinónimo de desnaturalizado, o sea alejado de la naturaleza, la propia y la circundante) es el que produce este mundo hostil o, para describirlo con Brodsky, “en todas partes salen a recibirte la crueldad y la idiotez”.

La poesía de estos tiempos es descendiente directa del barbaric yawp de Whitman, ahora amplificado ese bramido bárbaro por los altoparlantes de Internet para todo el universo. Es de tal urgencia y magnitud el pavor que dejamos un poco apartada la naturaleza para sacudir al hombre. Sin embargo, es necesario que echemos nuestro grito desesperado también a favor de ésta.

En mi poesía la misma es una presencia constante, quizás por cierto ímpetu romántico que la anima. Sin embargo, esto ha producido extrañezas e incomprensiones. Una amiga, buena persona y excelente poeta por demás, me dijo al leer mi libro Hebras, donde el tema es sistemático, que yo era una “gente suave”. Esto se traduce como algo cercano a un ángel, o sea, sin mayores conflictos. No creo que sea así. Hablo de los conflictos sociales más persistentes y relevantes, pero guardo una amable mirada para cantar permanentemente el entorno que nos redime. A veces lo hago como añoranza de lo que debe ser, otras como crítica de lo que es, pero hablo porque tengo conciencia de la magnitud de este asunto. Además porque pienso que no hay recuperación posible de nuestra bondad y nuestro humanismo si no recuperamos nuestra generosa intimidad con la naturaleza.

Los poetas contemporáneos frecuentemente nos hemos dedicado más a imprecar que a cantar. Lo hemos tenido por más eficaz y urgente. Sin embargo, creo que debemos cantar más, sobre todo las bondades del propio hombre —las que le quedan— y de la naturaleza. Esto me lo propuse en mi cuaderno Camino a Mandalay. La exaltación de lo valedero se alza en condena de lo execrable.

Hermosamente lo ha puesto el poeta español Gustavo Martín Garzo, “el poeta escribe para agradecer”. Sí, creo que es una profunda razón de poesía, agradecer las hermosuras, grandezas y maravillas que no siempre vemos o apreciamos, e incluso a veces arruinamos, pero que nos acogen, conforman y animan.

A veces ante problemas más aparente o aparatosamente inmediatos llegamos a olvidar otros. Mas recordemos, el hombre es un ser armónico: debe asociarse y sopesar todo equilibradamente. En perspectiva el dilema ecológico es de vida o muerte. Entonces no está mal que ocupe en nuestras creaciones el lugar que le corresponde. Si no lo hacemos no habrá luego odas al Niágara sino lamentos.

Fuente:

Revista Asfódelo N° 8, La Ecología, Año V, 2009.

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Portada Revista Asfódelo N° 8

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¡Qué honor con campanillas,
amados asfódelos!
Yo que nada sé de ecología.
Y menos aún de editoriales.
Bésoles la mano, por lo menos, arrabal de París.

Ketamina

¡Feliz!

Durante la anestesia, en sueños, realicé un periplo alucinante.
Un vehículo me llevó a una velocidad vertiginosa.
Recorrí laberintos
y selvas exponenciales
centuplicándose instantáneamente,
galaxias con planetas trapecistas,
túneles radiantes
entre abismos oceánicos que subían al cielo.
No me daba tiempo para verlo todo,
pues todo desfilaba
rapidísimamente.
Flores gigantescas y microscópicas reían a lágrima viva,
piedras preciosas
y espejos de goma
daban saltos por la luna,
caleidoscopios con cuernos de rinocerontes
se abrían a mí acogedores
cuando iba a estrellarme contra ellos.
Surgían voces como si conversaran cerca de mí ángeles humanos.
Un estruendo sorprendentemente armónico
interpretaba la sinfonía del Edén.
Lis en otro vehículo
encima de mí ¿o debajo?
detrás ¿o al lado?
cruzándome diagonalmente ¿o cayendo perpendicular desde lo alto?
me siguió un segundo
y nos alejamos irremediablemente.
Pero sabía que más tarde nos encontraríamos,
felices.
Samuel vino a bordo de una vaca meteórica.
Me explicó algo tranquilamente,
pero dada la velocidad sólo oía palabras sueltas.
A Lélia, corriendo vertiginosamente a caballo de Freud,
tampoco conseguía poder dirigirme a ella.
Mi padre, como un rayo supersónico,
salió del pasillo de la muerte del Penal del Hacho.
Sabía que íbamos a besarnos en el fondo del firmamento
entre cataratas de arena.
Desternillándose Houellebecq y Kundera
pasaban como bólidos.
Mi madre nonagenaria
volaba a bordo de un cohete supersónico
gracias a su perfusión de oxígeno en la nariz.
Reía seráficamente.
Los patafísicos coreaban
“bienaventurados los pobres”
con un eco que se podía masticar.
Yo mismo desaparecía y aparecía
irreconocible para mí mismo.
Dios me tragaba
y me proyectaba.
Me sacó de mi supersónico vehículo
para colocarme en la palma
de Su mano.

Sentía que iba a ocurrir algo
aún más prodigioso
cuando…
una voz me susurró dulcemente:

—“Monsieur Arrabal, comment allez-vous?”
Reconocí a la anestesista
… y tomé tierra.

Fernando Arrabal,
París, especial para la
revista Asfódelo.
22 de Haha del año
137 de la E. ‘P.
Resurrección de Bosse-de-Nage.
27-X-09 (‘vulgaris’)

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Rafael Ortiz (Bogotá, 1960). Maestro en Bellas Artes, Universidad Jorge Tadeo Lozano, 2001. Universidad Complutense, Madrid, España, 1987-89. Universidad de Los Andes, Bogotá, 1983-84. Rhode Island School of Design, Providence, R.I., Estados Unidos, 1981-83. Exhibe desde 1983. Ha participado en colectivas en Alemania, Bolivia y Brasil, Canadá, Colombia, México, España y Estados Unidos, entre otros. Actualmente vive y trabaja en Cartagena de Indias, Colombia.

Fernando Arrabal Terán (Melilla, 1932). Dramaturgo y novelista español. Abandonó España “por motivos de libertad”, decisión reafirmada en 1958 al fracasar el estreno de Los Hombres del triciclo. En París fundó en 1961 con otros jóvenes el movimiento “Pánico”, con influencias de Tristan Tzara y el dadaísmo y estimulado también por André Breton. Su teatro, encuadrado en la tendencia del absurdo, asume la mirada del niño (ajena a toda racionalización) y concibe el escenario como centro de confusión, terror, euforia, caos, pero también culto de la felicidad y rechazo de toda ley moral. Con el acopio de elementos surrealistas, las bases de su teatro se desarrollan en una búsqueda formal, tanto por lo que respecta al tratamiento del espacio escénico como al trabajo expresivo del gesto: Ceremonia para un negro asesinado (Cerémonie pour un noir assassiné), El arquitecto y el emperador de Asiria (L’architecte et l’empereur d’Assyrie) (1966) y Oye, patria, mi aflicción (1977) cuentan entre sus títulos más significativos.