Presentación

Mi autofotografía
moral y otros escritos

Recopilación de Carlos Bueno

Febrero 14 de 2013

«Mi autofotografía moral y otros escritos» de Camilo Antonio Echeverri - Recopilación de Carlos Bueno

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Camilo Antonio «El Tuerto» Echeverri (1828-1887) fue periodista, ingeniero, abogado y notable liberal. Nacido en Medellín, complementó su educación en Inglaterra, donde cursó química y matemáticas. En 1854 tomó las armas contra el Gobierno central y participó en la batalla de Garrapata. Dominó el inglés, el francés y el italiano. Tradujo, en verso, el drama «Lucrecia Borgia» de Víctor Hugo en 1866. En 1873 se desplazó a Bogotá, donde tomó partido por la facción liberal independiente, defendiendo la tolerancia política y las reformas administrativas. Participó, entre otros, en los periódicos El Pueblo, El Índice, La Balanza, El Neogranadino, El Liberal, El Tiempo y El Oasis. Escribió el prólogo para la obra del poeta Gutiérrez González sobre el cultivo del maíz y formó junto al médico Manuel Uribe Ángel un grupo y tertulia literaria. Fue además gobernador de la Provincia de Antioquia en 1855 y delegado a la Convención de Rionegro en 1863. Entre sus principales escritos políticos, periodísticos y literarios se encuentran: «Otra vez Antioquia» (1860), «Lucrecia Borgia» (1866), «Conferencias dadas por el doct. Camilo Echeverri en Medellín» (1872), «Alegatos del doctor Camilo A. Echeverri» (1873), «Noches en el hospital» (1876), «Octava conferencia dedicada al Libertador en su centenario» (1883), «El cacahetero de los usureros» (1884), «Artículos literarios y alegatos» (1896), «Artículos políticos y literarios» (1932), «Obras completas» (1961) y «El murciélago».

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Presentación del autor por el
compilador Carlos Bueno Osorio

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Camilo Antonio «El Tuerto» Echeverri (1828-1887)

Camilo Antonio
«El Tuerto» Echeverri
(1828-1887)

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Echeverri fue la antítesis de la antioqueñidad, la negación de los valores de la raza; la otra orilla de la mentalidad pragmática y calculadora de sus coetáneos. Oveja negra de familia de comerciantes y banqueros; fustigó a sus conciudadanos con su palabra punzante y mordaz; destapó las lacras y los vicios ocultos de la sociedad pacata y tradicional, y con el mismo rigor con que juzgó a sus paisanos, se miró a sí mismo en una autoanálisis desgarrador y profundo en el que expuso a la mirada de sus enemigos las entretelas más íntimas de su vida y de su pensamiento.

Autor irónico, contradictorio, representa la cruz del perfil que el imaginario nacional tiene de los antioqueños. Las comadres que rezaban en trisagio en la iglesia de La Candelaria lo miraban como la encarnación de Satanás; sus copartidarios liberales pensaron siempre que era un tránsfuga de la política; los conservadores lo calificaron de inconsecuente y veleidoso; para los mercaderes de la plaza, incluido su padre, era un rojo que escribía versos y ensayos filosóficos en lugar de compra y vender letras de cambio.

Aquí están expresadas las tesis del Radicalismo. En sus textos y debates está el aporte antioqueño al programa del Liberalismo colombiano. Cuando se recuerdan los prohombres del Partido en Antioquia, jamás se menciona a Camilo Antonio Echeverri, gestor del programa, y principal divulgador y defensor en la región.

Los Editores

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Camilo Antonio
Echeverri, «El Tuerto»:
¿Y quién carajos era ése?

Por Carlos Bueno Osorio

En Colombia la poesía fue el primer escalón de la vida pública y se podía
llegar a la Presidencia por una escalera de alejandrinos pareados.

Alberto Lleras Camargo

En febrero de 1863, en Rionegro, los expresidentes José Hilario López, Francisco Javier Zaldúa, Aquileo Parra, Rafael Núñez, y los constituyentes Salvador Camacho Roldán y Camilo Antonio Echeverri, entre otros, tomaron las mayores precauciones posibles para salvar su integridad por las amenazas de fusilamiento del siempre iracundo Tomás Cipriano de Mosquera (1). Las ideas de reforma constitucional que aquellos promovían eran un peligro para aquel Mascachochas, amo de turno. Estaban redactando la Constitución de 1863, la más libre de cuantas han regido en nuestro país.

En su artículo 15 se daba el reconocimiento y la garantía por parte del Gobierno general, y de los Gobiernos de todos y cada uno de los Estados, de los derechos individuales que pertenecen a los habitantes y transeúntes en los Estados Unidos de Colombia, a saber: la libertad absoluta de imprenta y de circulación de los impresos, así nacionales como extranjeros; la libertad de expresar sus pensamientos de palabra o por escrito sin limitación alguna. Detrás de estas audaces y modernas tesis constitucionales estaba Camilo Antonio. Para muchos el papel de Parra, Zaldúa, Núñez o Camacho Roldán en nuestra historia es conocido.

¿Pero, quién era este Camilo Antonio Echeverri que dejó su impronta personal en casi todos los artículos de este cuerpo normativo, que trazó las mejoras sustentaciones sobre el esquema de las libertades públicas y los derechos ciudadanos, sobre lo que significaba la democracia política, sobre la ciudadanía y la territorialidad, y que fue considerado el mejor orador de la Convención de Rionegro? (2) Y que, además, enfrentó con sus principios de resistencia a la arbitrariedad, los principios autoritarios que encarnaba Tomás Cipriano de Mosquera.

El Tuerto Echeverri. Así fue conocido. Periodista —todo intelectual en el siglo XIX tenía que serlo—, filósofo, pensador. Fue la antítesis de la llamada antioqueñidad. Como señala la historiadora María Teresa Uribe, fue la negación de los valores de la raza, la otra orilla de la mentalidad pragmática y calculadora que distinguió a sus coetáneos en el contexto de la república recién nacida. Oveja negra de una familia de comerciantes y banqueros; escandalizó a los gentes buenas y cristianas de misa de cinco con su bohemia de trasnochador impenitente y de jugador empedernido; fustigó a sus conciudadanos con el agudo acero de su palabra punzante y mordaz, descubrió sin el más mínimo asomo de pudor las lacras y los vicios ocultos de una sociedad pacata y tradicional, y con el mismo rigor con que juzgó a sus paisanos, se miró a sí mismo en un autoanálisis desgarrador y profundo en el que expuso a la mirada de sus enemigos las entretelas más íntimas de su vida y de su pensamiento. Camilo Antonio Echeverri punzante, mordaz, irónico, contradictorio. Representa la otra orilla, la ajena y distinta del perfil perenne que el imaginario colectivo colombiano tiene de los antioqueños.

Toda esa agitación siempre alrededor y por intermedio de periódicos. Una reseña mínima muestra que fundó y colaboró en El Liberal, 1851; El Tiempo, Medellín, 1854; El Alcance, en 1864; El Índice, 1865; El Oasis, 1868; El Bien público, 1871, periódico político, literario, noticioso y de ciencias, industria, comercio, estadística, costumbres y variedades; El Pueblo, 1871; La Igualdad, 1873; Revista de Antioquia, 1876; Boletín Oficial, periódico oficial del Estado Soberano de Antioquia, en 1877; Novedades, 1877; La revista industrial, 1879; La Balanza, 1880; El Pasatiempo, 1884, entre los conocidos de su época.

Cada uno de los incisos de la Constitución de Rionegro fue una batalla en defensa del concepto de que la asociación política tiene por objeto interponer la fuerza de la colectividad para atemperar la lucha por la vida, proteger a los más débiles. Si bien, la libertad absoluta de imprenta estaba adoptada desde 1851, defendida entonces por José María Rojas Garrido y Manuel Murillo Toro, contra ella se volvería Núñez, con la llamada «Ley de los caballos» y el artículo K de la Constitución de 1886 (3).

En 1863, en Rionegro, Camilo Antonio Echeverri (4) profirió los más importantes alegatos de la Convención. Registra en sus memorias Salvador Camacho Roldán, que fueron notables por su fogosidad, espíritu filosófico, argumentación vigorosa y verbosidad abundante. «Desgraciadamente, tenía en su organización un exceso de vitalidad, defecto común en la juventud antioqueña, que lo arrastraba por caminos variados sin detenerlo en ninguna actividad especial. Era poeta, escritor, orador, jurista, filósofo, ingeniero y solía entregarse a la corriente de la vida bohemia más de lo que consentía la situación del país y el puesto que ocupaba en la política. Pudo llegar a ser un hombre de Estado de primera fuerza, pero no lo permitió la laxitud de las costumbres».

Los convencionistas eran, en un alto número, jóvenes. No llegaban a los cuarenta años. Camilo Antonio tenía treinta y cinco. Camacho Roldan reseña que había hecho sus primeros estudios con gran lucimiento en Bogotá, completándolos en Londres; poseía los idiomas inglés y francés, bastante las matemáticas, la física, algo de química y en materias políticas y sociales tenía conocimientos notables.

«Habíase distinguido, muy joven aún, en la “Escuela Republicana”, en donde dio principio a su práctica en la discusión en las asambleas. El ejercicio de la profesión de abogado quedó reducido por él a la parte criminal delante del jurado en donde hizo defensas ruidosas y desplegó grandes cualidades de lógica, conocimiento del corazón humano y, a veces, elocuencia verdadera.

En Rionegro se incorporó en el círculo de la diputación de Santander, la que con el doctor José Araujo, de Bolívar, Rafael Núñez, de Panamá, y el autor de estas líneas, de Cundinamarca, formaban el núcleo de oposición a las ideas del general Mosquera. Tenía estatura regular, cuerpo bien conformado, fisonomía espiritual que se prestaba a las manifestaciones más diversas, para lo que un ligero defecto en la conformación de los ojos, concurría más bien que servía de obstáculo. Era calvo, de voz llena y de conversación muy animada: gozaba de muchas simpatías, pero no inspiraba respeto».

Baldomero Sanín Cano escribía en 1928 (5), en el centenario del nacimiento de Echeverri, acerca del gran estrépito en que se desarrollaron sus actividades en un periodo agitadísimo de la vida constitucional del país. Atribuyó el desinterés de siempre por el personaje a la flagelación que infringió a las diversas facciones que con el nombre de partidos ejercieron en sus días dominio sobre la República. Para Sanín Cano «había algo en su naturaleza virtualmente contrario a la idea tan inocente de hacer crecer el valor de una cosa, de acuerdo con el número de intermediarios entre el que la produce y el que la consume. La sencillez de las nociones reguladoras del tráfico en mercaderías y de las operaciones de préstamo, pugnaban con el temperamento de una criatura nacida a todas luces para comprender, para darse cuenta de las ideas de su tiempo y para combinarlas a su manera, combatirlas o darle mayor alcance».

Baldomero apunta que la vida de Echeverri no puede ofrecerse como ejemplo digno de imitación en los seminarios e instituciones piadosas, «pero por su franqueza, por la sinceridad del propósito, por la ingenuidad con que reconocía sus errores y hacía de ellos confesión pública, por su honradez y su amor al prójimo, por su probidad como literato, puede dar lecciones a las gentes de hoy en día».

Las comadres que rezaban el trisagio en la iglesia de La Candelaria lo miraban como la encarnación de Satanás; sus copartidarios liberales pensaron siempre que era un tránsfuga de la política; los conservadores lo calificaron de inconsecuente y veleidoso; para los mercaderes del marco de la plaza, incluido su padre, era un rojo que escribía versos y ensayos filosóficos en lugar de comprar y vender letras de cambio y sólo los más benévolos de sus paisanos se inclinaron a verlo como un muchacho rico, exótico, malcriado y medio loco a quien no era necesario tomarse muy en serio. Así en su «Autofotografía moral», Camilo Antonio dice: «Soy hombre eminentemente eléctrico, nervioso e impresionable. Eso hace que las ideas que llego a adoptar y las impresiones que llego a recibir me dominen despóticamente por lo general; y ha sido causa de varias contradicciones que han aparecido tanto en mis teorías religiosas, sociales y de partido, como en mis actos relativos al culto y en mi conducta política y social».

También allí relata algunos de esos rasgos de su carácter que más irritaban a sus paisanos. «Desde el año 1848 hasta 1863 jugué a la suerte y al azar sumas muy fuertes; en todos esos años me mantuve creyendo no sólo que podía haber tahúres honrados, sino que para ser jugador era requisito sin el cual no, ser hombre de bien. Como me sucede con todo, juzgaba por lo que veía y sentía en mí». Sobre el manejo de sus finanzas privadas cuenta: «Nunca he llevado cuentas ni he examinado las de cobranza que me han presentado, ni he vacilado en pagar los saldos liquidados en mi contra; ni sé qué se hicieron los cuarenta y tantos mil pesos míos que han pasado por mis manos, ni cuento jamás el dinero que me entregan, ni sospecho que me metan el cinco por ciento en monedas falsas. Soy seco y sentado como un banquero inglés, meditabundo como un filósofo alemán y frívolo como un calavera francés». Carecía, pues, de las bondades que proverbialmente se le han dado al pueblo antioqueño y confrontaba con su proceder transgresor las más sólidas concepciones morales de sus conciudadanos.

Si fuese necesario definir a Camilo Antonio Echeverri, señala María Teresa Uribe (6), no dudaría en calificarlo como un rebelde que nunca dio ni pidió cuartel; un crítico de todo poder establecido, de la autoridad nacida de la imposición, el abogado de las causas perdidas, de los débiles, de los oprimidos. Un perdedor reincidente que se enfrentó a los molinos de viento armado únicamente de pluma y tinta de imprenta.

Vivir en contacto con su público era una insuperable tendencia de su temperamento. Cuando no tenía periódico propio difundía su alma candorosa en los más conocidos y si le faltaban estos, acudía valerosamente a las hojas sueltas. Si los impresores se hacían exigentes con un hombre que desconocía sin ignorarla científicamente, la función del dinero, ocupaba la tribuna pública.

Siempre fue un trasgresor. Eso lo saben los padres jesuitas, ese ejército triunfante en mil batallas contra los infieles en todo el mundo, que perdieron la guerra con Camilo Antonio al que devolvieron, un día cualquiera de 1847, en el almacén de su padre Gabriel. La doctrina tomista aprendida la desplegó para combatir al clero y refutar las encíclicas papales; las clases se convertían en verdaderas batallas campales. Su exigencia de demostraciones desbarataba entre ingenuo e irreverente los silogismos pacientemente elaborados durante siglos.

Su época es particularmente rica y agitada: la ciudad era un hervidero de ideas, de propuestas y de programas y se multiplicaban las publicaciones, los panfletos y las hojas sueltas. Funda El Pueblo, periódico semanal para explicar los principios filosóficos del radicalismo. Más tarde, sus artículos aparecidos en Revista de la ciudad están dedicados a informar sobre los sucesos de Medellín y al análisis de la cotidianidad más allá del costumbrismo de la época y escudriñan la vida diaria a la manera de un sociólogo, e incursiona en el sentido común, en el alma popular. Añade María Teresa Uribe que sólo a un trasgresor como Echeverri, un extranjero en su propia tierra, un intelectual tan agudo con esa capacidad tan aguda para observar su mundo, podría escribir textos como esos.

Siempre fue un desobediente y tuvo plena conciencia de ello. En su «Autofotografía moral» dice: «Mis mayores, mis maestros y casi todos los que tenían la misión y el deber de educarme, han sostenido en mi cara, en mis barbas, y de una manera intransigente y dogmática, que yo no sirvo para nada; y tanto han machacado e insistido en ello que acabé por creerlo yo mismo. Me declararon menor de edad a perpetuidad, y aunque no me declararon párvulo, yo paré en considerarme sucesivamente como un niño expósito, como un bobo de más de dieciocho años, o como un viejo que hace muchachadas, pero sea dicho y valga la verdad, todos sabían o sospechaban, saben o sospechan que yo no sé hacer ojo de soga —nudo corredizo para enlazar—, que no sé armar lo que los arrieros de Antioquia llaman la encomienda de una sobrecarga; que no sé cuántos granos tiene un costal de arroz; y que ¡oh santa simplicidad! he cometido el delito de dos yemas de casarme dos veces con muchachas intachables pero pobres». El niño terrible de la Antioquia decimonónica, lo llama Uribe de Hincapié.

En su «Autobiografía» confiesa sin pudor que «en enero de 1840 entré al colegio; pero la revolución del coronel Córdoba del 8 de octubre, hizo, como era natural, que los estudios padecieran mucho. Con todo, en 1844, ya sabía yo lo que podía aprenderse en Medellín y aún más sobre aritmética, álgebra, geometría, trigonometría, agrimensura, teneduría de libros, lógica, psicología, ética, geografía, castellano, italiano, inglés, francés y latín». Además del inglés, tuvo dominio de las lenguas italiana y francesa; de esta última tradujo, en verso, el drama Lucrecia Borgia, de Víctor Hugo —Bogotá, 1866—. Es autor, asimismo, de una introducción en verso a la Memoria científica sobre el cultivo del maíz, de su coterráneo Gregorio Gutiérrez González.

En su «Autofotografía moral» cuenta que se inició en esas lides político-militares desde muy temprano, cuando sólo contaba doce años, octubre de 1840, tomando la opción política a favor de Salvador Córdoba en la llamada Guerra de los Supremos. Esta alternativa escogida por el niño entraña un acto de rebeldía contra su padre que era la cabeza visible de los Ministeriales en Antioquia —germen de lo que después se llamó partido Conservador—, precisamente contra quienes combatía Córdoba (7).

La misma historiadora nos da así el marco general y el contexto histórico de la producción literaria y la vida pública de Echeverri: cuando la rebelión llega a la Provincia, el presidente encargado, don Juan de Dios Aranzazu, nombra a don Gabriel Echeverry gobernador con el encargo expreso de aplastar los últimos reductos de la rebelión, tarea que cumple ejemplarmente don Gabriel conduciendo al cadalso a los últimos cabecillas de la revolución. Córdoba y sus compañeros antioqueños habían sido fusilados en Cartago por orden de Mosquera y Mateo Galindo, José María Vesga y Pablo Vegal lo fueron en la plaza pública de Medellín (8).

Este acto de barbarie conmovió profundamente a los medellinenses que ni en las épocas más obscuras del terror español habían presenciado actos semejantes, y para Camilo Antonio, la figura autoritaria del padre se le vistió de verdugo de sus copartidarios. Era también un acto de rebeldía contra su clase, pues las huestes de Los Supremos en el Cauca y Bolívar estaban conformadas por los artesanos, las ñapangas, los negros libertos o los esclavos huidos y enmontados que quemaban trapiches, arrasaban haciendas y azotaban públicamente a los grandes propietarios, adquiriendo por esto el mote de zurriagueros. Y en Antioquia seguían a Córdoba, a Alzate y a Jaramillo, los pequeños cultivadores de tabaco en Sopetrán, perseguidos por los agentes de los resguardos, los destiladores clandestinos de aguardiente en Guarne y Rionegro, los colonos de Salamina y Neira, que se enfrentaban a los herederos de la concesión Aranzazu; los pobladores de Yarumal y Campamento que medían sus fuerzas con los herederos de la concesión Misas y Barrientos en un pleito casi centenario, en fin, la gente del común que reclamaba sus derechos en una patria que no terminaba de salir de la Colonia.

Entre 1848 y 1851, Camilo Antonio combinó sus estudios con el activismo político al lado de «Los gólgotas» (9) y con la vida bohemia y alegre de Bogotá. Nunca llegó a graduarse, y regresa a Medellín, no para encargarse de los innumerables pleitos de su padre, pues le apasionaba el derecho penal, sino para difundir las ideas liberales, combatir el recién nacido partido Conservador y organizar las sociedades democráticas en Antioquia (10).

Relata María Teresa Uribe que los mercaderes del marco de la plaza, liberales y conservadores, incluido don Gabriel Echeverry, veían con cierta simpatía algunas de las propuestas de «Los gólgotas» o radicales, como la ley de descentralización de rentas y gastos, primer paso hacia la federación y que les permitió liberar el oro de todo pecho y gravamen y exportarlo en polvo y en barras, lo que antes estaba prohibido; la libertad de importaciones y la rebaja de aranceles, la reforma monetaria que estableció el bimetalismo favorable para aquellos que compraban con oro y vendían por plata, la reforma del crédito público que les permitió articularse a las finanzas del estado como prestamistas; en suma, el proyecto económico del radicalismo. Pero rechazaron el anticlericalismo, la expulsión de los jesuitas y la abolición de los diezmos, la redención de censos en el tesoro; es decir, todo aquello que tocara con los intereses terrenales de la Santa Madre Iglesia y el esquema de libertades civiles y derechos ciudadanos que los mercaderes de Antioquia consideraban erodadores de su ethos socio cultural y su modelo ético político de dominación. Por eso Camilo Antonio no sólo tuvo que enfrentarse con los conservadores y los clérigos sino también con los liberales santanderistas que pensaban que se iba demasiado rápido. Para desarrollar su tarea proselitista funda El Pueblo, un periódico semanal en el cual explica a sus conciudadanos los principios filosóficos del radicalismo, sus proyectos parlamentarios y las actividades de las sociedades democráticas en Antioquia.

Estos artículos de El Pueblo son, pues, de un gran interés histórico; allí están expresadas las tesis del radicalismo y, a través de los debates con los copartidarios de Caro y Ospina, cualificado y aclimatado un ideario político bastante abstracto y generalizante. Uribe de Hincapié asevera que no dudaría en alegar que allí está el aporte antioqueño a la formulación del programa del partido Liberal colombiano, pero cuando se recuerdan los prohombres del partido en Antioquia, jamás se menciona a Camilo Antonio Echeverry que fue gestor de este programa y su principal divulgador y defensor en Antioquia por muchos años.

Los jóvenes de la «Escuela Republicana» desarrollaron un activismo político de la mayor importancia en dos frentes: la prensa en la que daban a conocer su esquema de libertades públicas y derechos ciudadanos, sus ataques al clero, al ejército, a los monopolistas y censatarios y sus preferencias por el régimen político federal, y de otro lado, a la educación popular, pues consideraban y con razón, que mientras la ignorancia campeara entre el pueblo, éste podía seguir siendo manejado por las fuerzas de la reacción; de allí que fundaron las escuelas populares de artesanos y propiciaron después la organización de estos en sociedades democráticas que jugaron un papel protagónico como fuerza de choque el 7 de marzo de 1849, cuando el Senado, en una sesión bastante agitada, declaró electo por estrecho margen de votos al doctor José Hilario López.

Las contradicciones internas generadas por las reformas profundas que puso en marcha José Hilario López bien pronto precipitaron la guerra civil en el país. Don Julio Arboleda se levantó en el Cauca para oponerse a la ley de libertad de los esclavos y otros estados lo secundaron, aunque por razones distintas y sin conexión entre sí. Los conservadores antioqueños se sentían incómodos con el gobierno de López, pero no se decidían a apoyar la revolución. Camilo Antonio, conocedor de la voluntad pacifista, negociadora y poco amante de las armas de sus paisanos, se dedica a tratar de neutralizar las tres provincias antioqueñas, Medellín, Córdoba y Santafé de Antioquia, con la colaboración de don Marceliano Restrepo, un comerciante muy importante y con influencia entre los conservadores; pero como en otras oportunidades, y como seguirá ocurriendo en el futuro, la guerra vino de afuera.

El general caucano Eusebio Borrero llega a Antioquia, presiona algunos jefes conservadores importantes como Braulio Henao, Pedro Antonio Restrepo Escobar, Juan C. Uribe, quienes en un rápido golpe de mano deponen las autoridades en Medellín, y Camilo Antonio, jefe civil de los radicales en Antioquia, va a dar con sus huesos a la cárcel, de la que sale cuando es derrotada la revolución conservadora, a mediados de 1852.

Después de esta dura experiencia, Echeverry viaja a Inglaterra donde permanece dos años; de ese período quedan algunos artículos publicados en El Neogranadino, de Bogotá, sobre la cultura, la organización del estado y la religión protestante. Regresa al país en 1854, en plena dictadura melista, a la cual combate desde la prensa con gran vigor y energía que despliega para liquidar definitivamente los restos del viejo liberalismo santanderista que quedan en la provincia.

El melismo en Antioquia tenía dos tipos diferentes de adherentes: los viejos santanderistas, como don Francisco Montoya, los De Greiff, la familia Obregón, la rama liberal de la familia Martínez, de Santafé de Antioquia, es decir, los grandes comerciantes prestamistas del Estado que habían sido distinguidos con el otorgamiento de los contratos y monopolios por el general José María Obando y conservados por el Dictador; por tanto, apoyaban a éste no porque creyeran en una patria artesana y regida por militares, sino por las grandes ganancias que les reportaba su vínculo con el gobierno. Los otros adherentes del melismo eran las sociedades democráticas, precisamente aquellas que habían fundado los de la escuela republicana, en Bogotá, y Camilo Antonio Echeverry en Antioquia (11). El triunfo de la coalición radical conservadora contra el Dictador, dejó tendidos en el campo de batalla unos y otros, y unificado el partido Liberal antioqueño en torno a los presupuestos radicales y, de contera, centralizado en Medellín el principal fortín de ese Partido.

La coyuntura de la guerra del año 60 lo toma, como a todos los radicales de la vieja escuela republicana, un poco por sorpresa y desprevenido. No puede defender el gobierno de Ospina Rodríguez que llega a su fin, pues éste representa todo lo que el radicalismo ha combatido y quiere modificar, pero no se decide por Tomás Cipriano de Mosquera, jefe de la rebelión, a quien considera un autócrata, un militar de la vieja guardia y un enemigo más peligroso que los mismos conservadores. Igual actitud observan los radicales en Bogotá, pero la vorágine de la guerra termina por envolverlos a todos, y Manuel Murillo, Ancízar, Aquileo Parra, José María Samper y Salvador Camacho Roldán, acaban militando bajo las banderas de Mosquera. Camilo Antonio, por el contrario, amparado en la autonomía regional que consagra la constitución de 1858 y en la existencia del Estado Federal de Antioquia, diseña una estrategia bastante original y que fue vista con muy buenos ojos por los mercaderes de ambos partidos que se oponían a la guerra porque afectaba la producción y los negocios; esta estrategia consistía en declarar la neutralidad de Antioquia con la tesis de la no intervención y de respeto a la autodeterminación de esa otra nación que el general Mosquera había fundado con los estados del Cauca, Santander, Bolívar, Magdalena y Panamá. Esta postura, que fue acerbamente criticada por liberales y conservadores en el resto del país, quedó plasmada en dos folletos que se divulgaron ampliamente, denominados La neutralidad de Antioquia (12) y Otra vez Antioquia (13).

Pero la guerra se prolongó porque el general Mosquera no se complació nunca con una parte, lo quería todo, y la guerra inevitablemente llegó a las fronteras del estado de Antioquia y amenazó con invadir sus campos, sus minas, sus villas y ciudades; ante el peligro inminente que representaban las huestes negras de Mosquera que venían, según los conservadores, a violar mujeres, devorar infantes, quemar iglesias y a sacar las monjas de los conventos (14), la aterrorizada burguesía antioqueña capituló en Manizales y financió a Mosquera con un jugoso empréstito de guerra que le permitió rehacer su ejército y llegar triunfante a la capital de la república.

Camilo Antonio, que se había alejado de las decisiones del Radicalismo al inicio de la guerra, no entendió muy bien los presupuestos del armisticio o la esponsión de Manizales, como se la denominó en la época, y menos aún la inusitada tolerancia de Mosquera con las autoridades conservadoras del Estado. Estas triquiñuelas, alianzas secretas, acuerdos tácitos entre los partidos que combinaban la guerra a muerte entre el pueblo con los pactos de caballeros en la cumbre, nunca fueron de su agrado y en un acto casi suicida intentó deponer las autoridades conservadoras de Antioquia, con lo cual fue a dar a la cárcel, de la que sólo salió cuando Mosquera derrotó las fuerzas del gobierno y asumió la dirección del Estado.

Este era el espacio natural de Camilo Antonio; la tribuna, el foro, el debate teórico, la argumentación intelectual, pero cuando tenía que asumir las tareas prácticas de la política partidista, resultaba totalmente desfasado, era incapaz de aceptar lo que llaman disciplina de partido, de defender posturas que no compartía; de desarrollar activismo electoral, de realizar alianzas tácticas o componendas políticas; en el ejercicio de la práctica política, en las funciones de organización y dirección de colectividades era un fracaso total. Por eso, aunque fue ideólogo del Radicalismo no logró ser un intelectual orgánico, en el sentido gramsciano, y en esa incapacidad manifiesta para afrontar en su real dimensión las realidades sociales es donde puede entenderse sus cambios de frente, sus mudanzas de partido y su aparente veleidad política.

Apenas iniciada la era liberal, sobrevino en Antioquia la rebelión conservadora, enero de 1864, comandada por Pedro Justo Berrío, y continuó el peregrinar de Camilo Antonio por el desierto de la oposición; acompañó hasta lo último a su primo Pascual Bravo, presidente a la sazón del Estado Soberano de Antioquia, y estuvo a punto de perecer con él en la batalla del Cascajo, pues la cabalgadura en que montaba recibió cinco impactos de fusil (15).

Camilo Antonio esperó que el gobierno de la Unión, presidido por Manuel Murillo Toro, viniera en auxilio de los liberales antioqueños para reinstaurar la vigencia institucional, rota por un golpe de mano violento y sorpresivo, pero en lugar de los ejércitos del Radicalismo llegó a Antioquia don Próspero Pereira Gamba, uno de los comerciantes más ricos del país, amigo y compañero de negocios de todos los prohombres de Antioquia, tanto conservadores como liberales, y logró en pocas semanas reinstaurar la alianza tácita de radicales y conservadores y conseguir del general Berrío una declaración según la cual, se sometía en todas sus partes a la Constitución de Rionegro y juraba cumplirla en el Estado de Antioquia, y el gobierno de la Unión, por su parte, reconocía como legítimo el gobierno de Berrío sobre la base filosófica del derecho de los pueblos a la insurrección.

En lugar de la hegemonía radical, la región vivió doce años bajo la tutela de Berrío, y Camilo Antonio, el radical de Antioquia, vio con tristeza cómo sus amigos liberales entregaban esta provincia en manos de la reacción para ganarse el apoyo de los representantes conservadores en el Congreso a sus propuestas económicas y el voto del Estado para la elección de los presidentes radicales del período (16).

Se queda, pues, solo con sus ideas, sus principios filosóficos y su idealismo recalcitrante, escribiendo desde las columnas de los periódicos contra un régimen que se fortalecía a ojos vistas y que cumplió la sagrada misión de conservatizar la provincia. Para oponerse al gobierno de Berrío funda El Índice (17) y arremete con renovada violencia contra los conservadores, el clero, el Papa, las costumbres sociales y políticas de Antioquia, y todo aquello que constituyó el proyecto político de los antioqueños.

El epígrafe de su periódico fue por muchos años esa pregunta impertinente que repetía hasta la saciedad: «¿Cuándo empiezan a cumplirse en Antioquia las leyes de desamortización de bienes de manos muertas y los decretos de tuición?». Pero sus catilinarias no lograron conmover a los gobiernos radicales ocupados afanosamente en la reproducción de su sistema de dominación, y mientras los intelectuales de Bogotá y Medellín atacaban el gobierno de Berrío en tono mayor, la alianza radical conservadora de Antioquia seguía su marcha y los mercaderes de todos los partidos en Antioquia se enriquecían, fundaban bancos, emitían billetes, diversificaban sus negocios, y los Radicales, con la ayuda de Antioquia, colocaban uno tras otro, en el solio de Bolívar, los más conspicuos representantes del Olimpo.

Al iniciarse la década de 1870, Camilo Antonio empieza a manifestar una violenta crisis que no es únicamente suya sino que la comparte el Radicalismo y que de manera distinta, y a diferentes ritmos, afectó a todos los intelectuales de la vieja escuela republicana.

El ejercicio del gobierno durante más de una década genera siempre desprestigio y desgasta el partido en el poder. Las alianzas, o las ligas, como se les denominó en la época, llevaron al Radicalismo a transigir, a entregar parcelas de poder, a dejar en el tintero buena parte de sus propuestas democráticas y libertarias, y a restringir el círculo del gobierno a unos cuantos personajes que se intercambiaban los cargos públicos y se lucraban de los jugosos contratos con el Estado.

Camilo Antonio, gestor de la propuesta de Rionegro, vio caer ante sus ojos, uno tras otro, sus ídolos, sus dioses, sus principios filosóficos y no tuvo como consuelo un cargo público ni se lucró de los beneficios económicos del poder, pues nunca incursionó en los negocios privados; fue, pues, un perdedor de dos yemas para utilizar su terminología, con su partido y con el contrario.

Reconfortado por esa catarsis espiritual reinició en Bogotá su tarea periodística y panfletaria contra sus viejos amigos, los radicales, y enfila sus baterías de luchador impenitente contra la candidatura de Aquileo Parra, que se disputa con Rafael Núñez la presidencia de la Unión para el año 1876.

El partido Liberal vive una profunda división; el grupo independiente que recogió las huestes dispersas del viejo mosquerismo, intenta sacudirse la hegemonía radical proponiendo la candidatura Núñez, con el apoyo de algunos radicales desilusionados de su partido; otros liberales buscan refugio en las toldas del partido Conservador, como José María Samper, y los más se marginan de la lucha electoral (18).

La aparatosa elección de don Aquileo Parra, las evidencias de fraude electoral y las denuncias sobre la violación del sufragio en varios estados, prenden nuevamente la chispa de la guerra civil y el partido Conservador se levanta agitando la bandera de la persecución religiosa.

Camilo Antonio, recién convertido al cristianismo y aterrado por las noticias sobre la elección de don Aquileo, decide que ésta es una guerra justa, pues se violó de manera flagrante la voluntad popular y se atropelló la pureza del sufragio. Se alista en el ejército conservador de Antioquia, que marcha hacia el sur, comandado por el general Marceliano Vélez. Esta guerra tiene, quizá más que otras, un marcado tinte clerical; las imágenes de la Virgen del Carmen y de Cristo Rey presiden la marcha de los ejércitos antioqueños y hasta un mesías que pregona en Abejorral el fin del mundo con su caudal de seguidores, se suman a la vanguardia para exterminar las huestes del demonio y aminorar la ira de Dios; con este conspicuo ejército de cristeros viaja Camilo Antonio como coronel sin tropa, ingeniero sin funciones e historiador sin datos, como cuenta en su «Autofotografía moral».

Bien pronto descubre que el arte de la guerra no es el fuerte de don Marceliano Vélez, que rehúye los enfrentamientos con el enemigo, que está más interesado en parlamentar que en combatir y que el formidable ejército antioqueño y sus novedosos fusiles de aguja se evaporan como el alcanfor a la vista del enemigo; asistió a las batallas del «Arenillo» y «Garrapata» y regresó con los ejércitos derrotados y con el estigma de los vencidos, precisamente cuando entran triunfantes a Medellín las tropas liberales al mando del general Julián Trujillo, el 5 de abril de 1877.

Cruel paradoja la de Camilo Antonio: cuando por fin es derrotada la hegemonía conservadora de Antioquia, reformada su Constitución e introducidos algunos de los principios que él defendió en Rionegro, está en la otra orilla, vencido y desprestigiado, mientras sus viejos amigos del radicalismo antioqueño ocupan los cargos de dirección en la región, usufructuando una victoria por la que nunca expusieron el pellejo. Camilo Antonio, luchador infatigable, funda un nuevo periódico, La Balanza (19), y desde allí continúa su guerra solitaria contra el general Marceliano Vélez, contra los liberales y los conservadores.

En 1879 se opuso con todas sus fuerzas a la revolución iniciada por el escritor Jorge Isaacs en Antioquia, y que se ha llamado La revolución radical. Camilo Antonio dice que no es más que una zambra hebreo-morisco-beduina seguida por una chusma de insensatos (20) y nunca le reconoce a Isaacs el título de radical.

En 1880 apoya la candidatura de Rafael Núñez. Ingresa por esta vía a la tolda de los liberales independientes, pero una vez que este controvertido político llega al solio de los presidentes le declara la más furibunda oposición y lo combate desde las páginas de los diarios con tenacidad y violencia. Siempre en la oposición, siempre derrotado; cuando las causas que ha defendido triunfan, él está del otro lado de la medalla.

Estos cambios de partido, de bandera, de color político, a juicio de María Teresa Uribe, no entrañan inconsistencia, veleidad o carencia de criterio, como lo analizaron sus conciudadanos, sino más bien la fidelidad extrema a sus propias convicciones de la justicia, la democracia, la libertad. Nunca se arrepintió de sus aventuras políticas y de sus viajes a las toldas contrarias; lo único que lo atormentó siempre fue haber apoyado a Núñez y haber creído en sus promesas de regeneración. Sobre este aspecto dice en su «Autofotografía moral»: «Fui nuñista porque yo creía, como muchos, que ese hombre era liberal; cuando me vi en peligro de quedar cogido en la infame ratonera que armó con los ultra católicos, con los religionarios y con los conservadores, quité el polvo de mis sandalias y dije: padre, perdóname, pequé contra ti, mea culpa».

Vuelve a las toldas del viejo radicalismo al filo de 1885, precisamente cuando quedaba sepultado para siempre el proyecto político del radicalismo y se quemaban en la batalla de «La Humareda» los principios libertadores de la constitución de Rionegro, declarada muerta en un famoso discurso de Rafael Núñez en julio de 1885.

Pero, más que todo, Camilo Antonio Echeverri descolló como escritor original y de peculiar estilo. Se ha dicho que como escritor, fue algo paradójico en sus ideas, pero expresivo, original, nervioso y, a veces, deslumbrante, con grandes recursos para la dialéctica. Sobre este aspecto, el general Rafael Uribe Uribe (21) expresó: «Pocas veces se verá un escritor más prodigiosamente fecundo y más poderosamente original, pues fuera de la innumerable muchedumbre de artículos suyos que andan impresos, deja gran copia de manuscritos inéditos… La paradoja constituye el fondo de muchos de sus opúsculos; no esa paradoja artificial y rebuscada, sino la consistente en el atrevimiento de las ideas y en la audacia de las teorías; es esa paradoja prudhoniana, a quien el vulgo de los pensadores sólo moteja con ese calificativo porque contraría los sistemas y principios recibidos, pero que Dios sabe si no llegará a ser en lo futuro la verdad única, la verdadera verdad, entrevista por esos grandes espíritus. Camilo Antonio Echeverri se produce en todas sus obras con sorprendente brillo de imaginación, con lógica rigurosa, en estilo conciso y sentencioso, emitiendo su pensamiento en períodos cortos y entrecortados, fórmula de pasiones en efervescencia».

Por su parte, don Isidoro Laverde Amaya, en la obra Apuntes sobre bibliografía colombiana (Bogotá, 1882), hace esta apreciación: «Expresivo y acertado anduvo Joaquín P. Posada cuando, al analizar en sus Camafeos el estilo de Echeverri, lo califica de más que cortado, cortante; porque, en efecto, la condición característica de su lenguaje es la prontitud, la viva ironía con que hiere a su contrincante en la discusión de teorías políticas o de problemas sociales, y la certeza con que expone sus juicios, revestidos de una fraseología brillante y animadísima… Nótase que tiene formado un estilo peculiar suyo en que juega el primer papel la poderosa imaginación con que nació, y en el que por las pausas y cortes en la redacción, resaltan las formas y reminiscencias de sus lecturas favoritas de autores franceses. Cuanto al interés con que el público lee siempre los productos de su pluma, inútil es estampar aquí lo que todos proclaman; debemos sólo observar que se da la preferencia a aquellas de sus producciones en que sobresale el espíritu de controversia y de réplica, porque es tan vigoroso y fecundo en la dialéctica, e inflexible en sus argumentos, como original, peregrino y ocurrente en sus ideas».

En el periódico El Espectador, don Fidel Cano dijo: «La admiración a la inteligencia y a las obras del doctor Echeverri, no tenía por límites las montañas antioqueñas ni siquiera las fronteras de Colombia, sino que se extendía por muchos de los pueblos americanos que hablan español. Para conquistarla contó el ilustre escritor con claro y poderoso talento, cultivado tan esmeradamente, que en algunos ramos del humano saber alcanzó la profundidad de la verdadera ciencia, y en casi todos los otros vasta y amena erudición; y tuvo, además, a su servicio una de las imaginaciones más vivas, fecundas, flexibles y originales: facultad preciosísima que si solía extraviar al pensador, cubría casi siempre de luces y de flores la obra del escritor, mejor dicho del poeta; porque el doctor Echeverri no sólo cuando versificaba, sino también cuando escribía o hablaba en prosa, se alzaba a las cimas de la poesía, en las cuales su alma respiraba y movía las alas como en su natural elemento».

Sin embargo, su prologuista de las Obras completas de 1961, Gonzalo Cadavid Uribe, sostenía que una razón de su impopularidad se desprende del modo y manera que usó para pensar. «Lo lee uno, y le parece que el autor no tiene tiempo de vaciar en el papel todo lo que se le viene en marejada alucinante de ideas férreas, sustantivas, y por eso pone a traquetear sobre los rieles de la prosa, cortada, seca, fría, el tren empenachado de las ideas, sin ninguna metáfora, sin una sola sonrisa de decadentismo ni una sola flor de mórbida pasión sensual. Parece que detrás de esa prosa no hubiera un corazón, sino una lanza; no una pasión sensible, sino una armadura acerada; no un cerebro, sino una máquina de calcular. La mística está en el fondo de todas mis meditaciones, escribe. Lo malo es que se quede en el fondo; lo doloroso es que no aflore para nada».

Camilo Antonio Echeverri, espíritu inquieto, febril y turbulento. A raíz de su muerte, Juan de Dios Uribe, el conocido Indio Uribe, en una página de evocación, plasmó en estos términos las facciones de su amigo: «Camilo A. Echeverri tenía 60 años: lo había envejecido pero no doblegado la edad. Su cabeza no tenía pelo, y su frente estaba pálida; en su rostro, enjuto y rasurado, sólo rastreaba un pobre bigote duro y unas cuantas hebras en el extremo de la barba; dominábalo una nariz correcta, y se destacaban allí, en el rostro, el ojo derecho brillante y el izquierdo blanco y dormido en profunda noche. Su voz, naturalmente áspera, tenía entonces inflexiones más duras, que dado el aspecto de Camilo en sus momentos de cólera, se diría que su acento salía de una caverna».

Sanín Cano contaba que sólo una vez le cupo la buena fortuna de verle y de oírle. En Medellín, en la antigua plaza de Villanueva, «una tarde del año de 1880, vi colocar una tribuna portátil. La gente empezó a reunirse alrededor de la cátedra improvisada, y cuando éramos cerca de ciento, subió a ella, impávido, vestido con traje de verano, con un rollo de papeles en la diestra, el gesto epigramático en la comisura de los labios y en el ojo ausente, Camilo Antonio Echeverri, más viejo en apariencia que en realidad. La disposición de espíritu era regocijada en el auditorio. Tenía ya el inagotable escritor fama de humorista entre sus lectores, y empezaba a circular entre los que no leían ni pensaban por falta de tiempo y de otras cosas más sustanciales, la especie de que Camilo andaba un tanto descabalado espiritualmente. Todo hombre que no señala con rigor en su vida las características de la medianía, va adquiriendo reputación de loco entre sus contemporáneos.

Además, Echeverri había llegado a la época, fatal en el hombre de ideas, en que las suyas empiezan a ser anticuadas para la generación siguiente. De modo que ese cliente de cara humorística y de reputación literaria vastamente difundida, era para los más un loco; para los menos, un escritor que chocheaba. Se hizo un gran silencio. La tarde era plácida y la soledad de la despoblada llanura, que se extendía hasta los contrafuertes del cerro Pan de Azúcar, aumentaba la impresión dominante de taciturnidad. El silencio pesaba como un remordimiento. Lo rompió el orador para decir que iba a hablar de los seminarios, y después de haber pintado uno de ellos con los colores más siniestros, explicó, en formas aparentemente exculpatorias, que no se refería al de Medellín sino al de Bogotá. Le agregó nuevas sombras y detalles ominosos al cuadro, agregando: Pero mis oyentes deben tener presente que esta desventurada descripción se refiere solamente al seminario de Bogotá, no al de Medellín; el de Medellín es mucho peor. Antes de esta salida el auditorio había empezado a dar muestras de impaciencia. La carcajada con que algunos espíritus irreverentes acompañaron la estrambótica peroración, exacerbó el ánimo de la mayoría, que allí empezó muy en breve a tomar actitudes amenazantes. La conferencia no llegó a su término.

Para ser un escritor jocoso, al Tuerto le cerraba el paso la excesiva seriedad con que él había contemplado siempre la existencia. Se complacía en la descripción de los aspectos desolados de la vida, y por la impresión que sus escritos dejan en el ánimo del lector, puede creerse que no el arte sino una preocupación moral determinaban esta preferencia. No fue un ironista: le faltaban la fina preocupación de la forma y un dominio seguro de las ideas. De ordinario las ideas le dominaban como oprime a los temperamentos débiles la excesiva humedad de la atmósfera. No fue tampoco un humorista, porque se tomaba a sí mismo y al conflicto vital demasiado en serio». Fue un humorista frustrado.

Gonzalo Cadavid Uribe, igualmente prologando sus Obras completas, dijo que «Camilo Antonio Echeverri no ha obtenido de su posteridad la consagración que merece. Apenas ahora, por gracia de la tesonera voluntad de un editor amigo de lo bueno aunque sea viejo, viene a poder ser revisado en una edición pulcra, no en esos mamotretos horribles con que se ha descuidado hasta ahora su fama. Los hombres menores de cuarenta años lo desconocen, en su gran mayoría, como desconocen a todo el que no sea su contertulio, su amigo, su adulador o su querido; los liberales no lo recuerdan, porque nuestros partidos no tienen memoria; los conservadores lo olvidaron, porque fue su enemigo, y nuestros partidos creen que el enemigo no es una dimensión necesaria y que no existe la urgencia de recordarlo con la insistente voluntad con que se recuerda al afiliado; los católicos no lo aprecian, porque anduvo de coqueteos con ellos, en una actitud irresoluta que ni le cosechó premios ni le atrajo maldiciones; los anticatólicos no se inspiran en él porque tienen a mano, más frescos, ejemplos más viriles de falta de fe; sólo los interesados en cuestiones de literatura antioqueña lo estudiamos y recordamos, para tener que decir, al fin, que si es el más agudo de nuestros pensadores es el más anti literato de nuestros literatos, un jurista y un filósofo perdido a veces en la maraña de la literatura, que no da a su personalidad prestigio nuevo».

Y agregaba sobre su posteridad: «Yo creo —y que se me excuse la intromisión—, que en el caso de El Tuerto Echeverri entran como principales ingredientes de su falta de popularidad los temas de que se ocupó y, más particularmente, el modo como de ellos se ocupó. En el escritor político su empeño de preocuparse exclusivamente de su contemporaneidad es una limitación peligrosa. La figura del general Tomás Rengifo, por ejemplo, es una estantigua, hoy, que no pone pavor en nadie y que a ninguno mueve a entusiasmo; lo mismo puede decirse de don Aquileo Parra o del general Marceliano Vélez. Figuras todas muy de tercer orden en el panorama nacional, y que el autor hubo de tomar en cuenta porque el azar de una época las puso a la luz cruda de la anécdota de su día».

Sí. Camilo Antonio Echeverry es el más idóneo representante del Radicalismo en Antioquia, pero el divorcio entre los principios filosóficos abstractos y generalizantes y una realidad social compleja y desconocida; esa separación entre la teoría y la práctica que distinguió siempre al olimpo radical, tuvo su expresión dramática y dolorosa en la vida y en la producción intelectual de este pensador antioqueño. Estuvo, sostiene María Teresa Uribe, en contravía del proyecto político de los antioqueños, pues ambos, el de los radicales y el de los antioqueños, sólo se unieron en un punto, las propuestas económicas y el interés monetario y mercantil de una burguesía naciente que se dividió en dos partidos distintos por procesos de legitimación diferenciales, pero este aspecto no contó para nada en las preocupaciones de Camilo Antonio y se quedó solo, librando sus batallas desde las columnas de los periódicos y perdiéndolas todas como el general Aureliano Buendía.

Su integridad ética sorprendería hoy: «Nunca, ni por un segundo, he intrigado ni trabajado secretamente en favor mío ni en contra de otro con miras pecuniarias ni en asuntos políticos o de partido. Y, a la verdad, aun cuando he vivido politiqueando y en medio de los partidos, he permanecido —cosa rara— extraño a todas las maniobras y a todas las intrigas».

Siempre recalcaba ese aspecto combativo y contestatario de su actitud ante los políticos y sus componendas: «Ignoro absolutamente, tanto en globo como en sus detalles, la historia de todas las intrigas y de todas las revoluciones dirigidas por los Presidentes de la Unión contra los Estados soberanos, para el efecto de hacer mayorías en favor del candidato oficial o de los intereses del ciudadano Presidente; hoy, según creo adivinar, esas intrigas se llaman evoluciones; la palabra suena con más dulzura por la feliz supresión de la r; prueba evidente de progreso y de buen gusto».

Categórico en la denuncia de su independencia ideológica y política: «Dicen que soy valiente; pero fuera de los casos —1851, 1854, 1860, 1864, 1867, 1876— en que las circunstancias, las pasiones enemigas, la necesidad o el honor me han obligado a alistarme en algún ejército, jamás he sido miembro de la política militante, a no ser con mi pluma, en la tribuna y por mi propia cuenta. Esa sociedad industrial anónima que cada cual llama mi partido, me es completamente desconocida».

Siempre un periódico, un escrito en su horizonte. Intuitivo y penetrante, sabía bien el papel del periodismo en tiempos belicosos: «En la prensa de campaña son necesarios a veces, según mis principios estratégicos, ataques simulados, falsas alarmas, retiradas aparentes, mentirosos partes de batallas. La prensa política militante tiene su arte, pero también tiene su ciencia. Sus batallas se dan en el escritorio, que es el Estado Mayor General, aunque se ganan en la imprenta, que es el verdadero campo de batalla».

Y más preciso aún y marcando su aislado territorio de combate: «Yo, en la guerra tipográfica, he sido un verdadero clérigo suelto aunque voluntario entusiasta: nada de disciplina, ni de reconocer a hombre alguno como jefe. Y eso no tanto por vanidad, o presunción, cuanto por ignorancia de los hechos. Y he ignorado los hechos porque no he sabido cuál es la fuente pura en la cual se pueda adquirir noticias de ellos. Sin otro punto de referencia que los decires de la primera hora, me he lanzado a la lid, sin preocuparme quizá debidamente acerca de si mis movimientos eran o no concordantes y armónicos con el plan de los directores de la guerra. Desde este punto de vista, soy no tanto presuntuoso, cuanto egoísta, irreflexivo, precipitado, impaciente y excusable».

Señalaba Rafael Uribe Uribe que «como polemista fue verdaderamente formidable; quizá no quedó hombre, creencia ni institución contra quien no rompiera lanzas, llenando la liza con el estruendo de sus gritos de cólera y ensordeciendo el espacio con el ruido de sus golpes. Fue uno de los pocos folletistas que hayan merecido este nombre en el país. Siempre fue acusado de inconsecuente y versátil. Puede aseverarse que nunca varió de ideas por interés personal, sino de buena fe, obedeciendo a su ardiente temperamento. Esa aparente movilidad de ideas y ese frecuente cambio de opiniones acerca de los hombres, las explica C. A. E., si no alcanza a justificarlas, en aquel curioso pasaje de su artículo “La gloria”: Los cerebros ardientes están obligados a recibir, bajo la forma de ideas, una multitud de inquilinos rencillosos, intolerantes, inconciliables e intransigentes. Este cambio constante de inquilinos produce contradicciones aparentes, que son llamadas volteretas, faltas de carácter e inconsecuencias por los minúsculos, los intrigantes y los miopes. Pero ese es un grande error; la luna es siempre la misma a pesar de sus diferentes fases; el plenilunio y el novilunio son meras ilusiones de óptica, simple cuestión de reflexión de luz».

Solitario y batallador. Y para darle forma al panorama de su trasegar, el foro, el periodismo y la loca bohemia no eran precisamente actividades de muy buen recibo en un pueblo de comerciantes y beatos de misa y camándula y una permanente hostilidad que iba desde el murmullo sordo hasta los amenazantes anónimos se levantaron contra este radical poeta y loco que defendía asesinos confesos, denigraba del papa y sus ministros y despreciaba olímpicamente el dinero y los negocios.

Y terminemos esta semblanza con Gonzalo Cadavid Uribe: «¿Qué nos mueve hoy a leer a un escritor como El Tuerto Echeverri? Las razones de leer son, para cada hombre, distintas; se lee buscando tantas cosas, que cada escritor tiene su público. ¿Cuál será el de Echeverri? Indiscutiblemente, lo será una minoría de hombres pensantes. No lo buscarán los literatos puros, porque no les dará las bellezas que ellos estiman tanto. Habrá, para quien conozca sólo algunas producciones, notas de sensacionalismo en esta reimpresión —notas de un sensacionalismo casi folletinesco, con las que Echeverri, si hubiera sido un literato, habría escrito, no una defensa penal, sino una novela—. Por ellas lo buscarán algunos, esos que leen con la misma razón por la que beben aguardiente o fuman marihuana, para embriagarse con cosas fuertes».

Notas:

(1) «Durante algunos días fue imposible salir de noche a la calle, porque sabíamos que había soldados disfrazados de paisanos con encargo de apalear a algunos diputados. Hecha la proposición de que la fuerza armada fuese retirada a cinco leguas de distancia de Rionegro, fue aprobada; pero los batallones fueron alojados el uno en Marinilla a una legua de distancia y el otro en La Ceja, a menos de dos, lo que no era obstáculo para que con frecuencia se les trajese a pasar revista a Rionegro, siempre que en la Convención se discutía alguna cuestión importante. Se nos refería que el general Mosquera en sus conversaciones hablaba de disolver la Convención y de fusilar tres, cuatro, cinco o hasta trece diputados. Los nombres preferidos por él para estos actos políticos eran: el general José Hilario López, el general Gutiérrez, Antonio Ferro, Francisco Javier Zaldúa, Bernardo Herrera, Aquileo Parra, Felipe Zapata, Foción Soto, Santiago Izquierdo, Camilo Antonio Echeverri y el autor de estas líneas, el cual tenía el honor de figurar en todas las combinaciones. Un año después, en una noche en que la lluvia había impedido la sesión de la Asamblea de Cundinamarca, conversábamos en el salón de las sesiones algunos diputados que habíamos alcanzado a llegar: uno de ellos Francisco de Paula Mateus, que en Rionegro visitaba con frecuencia al general Mosquera. Volviéndose a mí, exclamó: Me alegra de verle a usted vivo. —¿Por qué?, le dije. —Porque en Rionegro el general Mosquera tenía la idea fija de fusilarlo. Camacho Roldán, Salvador. La Convención de Rionegro. Biblioteca Básica Colombiana. Colcultura, Bogotá, 1976, pp. 230-231.
(2) «Se recordará que la libertad absoluta de imprenta, adoptada en 1851, a proposición de Rojas Garrido, confirmada en la Constitución de 1958, a pesar de la mayoría conservadora, era considerada entonces por todos los partidos como un canon esencial de la vida republicana. El primer enemigo de ella, de la libertad sujeta a restricciones y aun de la imprenta misma, fue Rafael Núñez, entonces partidario de ella. La libertad de la palabra se debe también a proposición de Rojas Garrido. Antes de proponerla en Rionegro se acercó a consultar conmigo la idea. Díjele que eso necesitaba meditarse un poco, porque según el dicho de Franklin, la libertad de la palabra implicaba la libertad de garrote; y en fin, que él tan partidario de la represión al clero por el abuso del púlpito y el confesionario, quedaría en contradicción si después consideraba como delito los excesos demagógicos de los predicadores. —A los clérigos siempre tenemos que reprimirlos, de suerte que puede agregársele esa excepción a la garantía. No —le repliqué—, las libertades con excepciones son semejantes a las murallas con brechas: por ellas puede penetrar el enemigo». Camacho Roldán, Salvador. La Convención de Rionegro. Biblioteca Básica Colombiana. Colcultura, Bogotá, 1976, p. 237.
(3) Expedida la Constitución de 1886, de acuerdo con el artículo transitorio K, se expidió el decreto 535 «sobre libertad de imprenta y juicios que se siguen por los abusos de la misma». Autorizaba a la policía para que impidiera la circulación de publicaciones cuando atentaran contra la honra de las personas, el orden social o la tranquilidad pública. Cubría todos los delitos desde la calumnia y la injuria hasta la prohibición de publicar caricaturas. Núñez llega a prohibir la venta callejera de los periódicos y a autorizar que, en casos que juzgue el Gobierno, se suspenda absolutamente las publicaciones y se incauten las imprentas. En tiempos de la Regeneración todo en la prensa era delictuoso. Fidel Cano diría que ese decreto «es modelo de labor finísima contra el pensamiento escrito… y mañana se prohibirá publicar cuanto se refiera a la pena de muerte, la propia libertad de imprenta, el derecho electoral, o cualquier otro asunto de importancia política o social». El fundador de El Espectador, precisamente, bautizó esta norma como La Ley de los caballos, ya que aparecieron unos caballos muertos en el Valle de Cauca que fueron atribuidos a los liberales y sirvió de pretexto para la expedición de esta legislación persecutoria de periodismo. Además, quedaba cubierto todo el proceso social, económico, político, cultural y científico sobre el cual debía recaer el control sin contemplaciones. Dejamos de ser un Estado de derecho y nos convertimos en un Estado policiaco. Rafael Núñez escribe al vicepresidente Jorge Holguín: «La imprenta es incompatible con la obra, necesariamente larga, que tenemos entre manos. No es elemento de paz sino de guerra como los clubes, las elecciones continuas y el Parlamento independiente de la Autoridad, es decir, son enemigos del género humano. Al sol no se le discute, si se quiera que haya sistema planetario y tengamos calor y unidad». En 1894 Miguel Antonio Caro justificada estas medidas en aplicación del artículo K, letra con que los romanos marcaban a los calumniadores: «Impúgnese la justicia administrativa aplicada a la represión de la prensa incendiaria, haciéndose falsa aplicación de aquel aforismo según el cual no puede nadie ser a un tiempo juez y parte en una causa». Elegante forma de explicar el control oficial del pensamiento. —Nota del antologista—.
(4) En el momento más pugnaz de la contienda política entre los radicales liberales y los partidarios de la regeneración, especialmente Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro a mediados del siglo XIX, los radicales se negaron a utilizar en sus escritos y publicaciones la Y, que llamamos griega para diferenciarla de la que llamamos i latina. Consideraban que su uso era una concesión a los gramáticos conservadores y regeneradores y un iluso pasado greco-romano que estos encarnaban. Así, en 1871, José María Rojas Garrido puso como una de las bases de su candidatura presidencial, la libertad de pensamiento, sin dogmas y sin gramática. Obviamente salió derrotado. En todos los textos contenidos en esta edición, incluso en los publicados por su esposa, Marina viuda de Echeverri, en 1932, los autores utilizaron el apellido escrito Echeverri, así. Salvo la investigadora María Teresa Uribe de H. que prefiere escribirlo Echeverry. Respetamos su grafía.
(5) Sanín Cano, Baldomero. Escritos. Biblioteca Básica Colombiana, Colcultura, Bogotá, 1977. 789 p.
(6) Uribe de Hincapié, María Teresa. Figuras políticas en Antioquia. Siglos XIX y XX. Memorias de eventos científicos colombianos. ICFES, Bogotá, 1988. 11 p.
(7) Llano, Teodomiro. Biografía del señor Gabriel Echeverry. Bogotá. Casa Editorial de Medardo Rivas y Cía. 1890, pp. 67-71.
(8) Galindo, Aníbal. Recuerdos históricos 1840-1890. Bogotá, Editorial Incunables, 1983, p. 52 y siguientes.
(9) Se denominó Gólgotas a la facción liberal que tuvo su origen en la Escuela Republicana, posteriormente esta corriente pasó a denominarse Escuela Radical.
(10) Sobre las actividades del doctor Camilo Antonio Echeverry en pro de la organización de los artesanos en Antioquia ver El Liberal, Medellín, octubre de 1851.
(11) Si bien la Escuela Republicana y los Gólgotas fueron los iniciadores de las escuelas de artesanos, estos se separaron de sus maestros a raíz de las propuestas gólgotas sobre libertad de comercio y pasaron a engrosar las filas del sector draconiano después de 1852; jugaron un papel muy importante durante el gobierno de José María Obando y fueron la fuerza de choque de la dictadura de José María Melo.
(12) Echeverri, Camilo Antonio. La neutralidad de Antioquia. Medellín, Imprenta de Balcázar, 1860.
(13) Echeverri, Camilo Antonio. Otra vez Antioquia. Medellín, Imprenta de Balcázar, 1860.
(14) Estas afirmaciones circularon en un folleto anónimo publicado en Bogotá y al parecer ampliamente difundido en Antioquia. Ver: La Campaña de Antioquia. Bogotá, Imprenta de Cualla, 1862.
(15) Camacho Roldán, Salvador. Memorias. Medellín, Ed. Bedout (S.F.), p. 262 y siguientes.
(16) Sobre la alianza tácita del Radicalismo con los conservadores antioqueños, sus puntos de acuerdo y de divergencia, ver: Uribe de H. María Teresa. «Las clases y los partidos ante lo regional y lo nacional». En: Lecturas de Economía, Medellín, n.º 17, mayo-agosto 1985, pp. 23-43.
(17) El Índice [Redactores Camilo Antonio Echeverry y Ricardo Wills]. Serie I, n.º 2 —abril de 1865—. Serie II, n.º 133 —julio 26 de 1870—. Medellín, Imprenta de Silvestre, Bogotá. 1865-1870, semanal.
(18) Vélez, Marceliano. Las memorias del señor Camilo A. Echeverry y mis actos en la revolución de 1876. Medellín, Imprenta de Gutiérrez Hermanos, 1878.
(19) La Balanza. Redactor, Camilo Antonio Echeverry. n.º 1 —abril 3-1880—. n.º 16 (julio 23-1880) Medellín 1880, semanal.
(20) Echeverry, Camilo Antonio. El clero católico romano y los gobiernos políticos de Antioquia. Medellín, Imprenta de Silvestre Balcázar, 1866.
(21) Uribe Uribe, Rafael. Noticia Biográfica y literaria. Bogotá, Editor Jorge Roa. Biblioteca Popular n.º 37, 1883, pp. 211-214.

Fuente:

Comunicación personal.