Conversación

Citlali Ferrer

El miedo o del inconveniente
de haber nacido en México

—Noviembre 23 de 2019—

Foto de Citlali Ferrer

Citlali Ferrer

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Citlali Ferrer (Ciudad de México, 1963) es narradora y egresada de Danza y Teatro en las escuelas del INBA. Ha publicado «El enigma de una jornada» (1996), «Corazón roto» (1998), «11:00 a.m. – Mujer al sol» (2000, 2006), «Antología de Jóvenes Creadores» (1999), «Cuentos de otro tiempo y de otro lugar» (antología), «Cuentos de amor y desamor» (antología, 2001), «Desde el fondo de la gruta» (2004), «Trilogía poética de las mujeres en Hispanoamérica: Pícaras, Místicas y Rebeldes» (2004), «Cuatro Narradores, Cuadernos Mexiquenses» (2005), «Antología del Cuento Brevísimo – Los mil y un insomnios» (2006), «Políptico» (2006), «Cofradía de Coyotes» (2007) y «Cazadoras de Mariposas» 2009. Obtuvo el Premio Festival Internacional de Teatro en Nueva York (1980) y menciones honoríficas en el Concurso de Cuento de la Casa Universitaria del Libro (1990) y en el concurso de Cuento Edmundo Valadés (Iztacalco-INBA, 1996). Ha sido becaria en México y en Colombia y actualmente es colaboradora de la revista «Universo del Búho», imparte talleres en la Escuela de Escritores Ricardo Garibay en Cuernavaca y es profesora en las licenciaturas de Artes Visuales y Teatro del Centro Morelense de las Artes.

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Portada de la antología «Del inconveniente de haber nacido en México» con la participación Citlali Ferrer

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El caldero del mal

Por Citlali Ferrer

Los últimos años en el estado de Morelos han sido sangrientos. Sus habitantes, a pesar del terror, hemos continuado con nuestras vidas. El miedo algunas veces nos paraliza; otras, quisiéramos que nos volviera monstruosos para exterminarlo. La confianza se construye poco a poco a partir de nuestra visión de la vida y de la interacción con el medio. Sin embargo, en una sociedad en descomposición, como la nuestra, el desamparo es el pan de cada día.

Miedo a los ladrones, miedo a la policía. Miedo a la puerta sin cerradura, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión, miedo a la noche sin pastillas para dormir y miedo al día sin pastillas para despertar. Miedo a la multitud, miedo a la soledad, miedo a lo que fue y a lo que puede ser, miedo de morir, miedo de vivir.

Ese fragmento de un texto de Eduardo Galeano define muy bien lo que hoy siento.

Confieso: Tengo miedo.

Michel Foucault, en su libro Vigilar y Castigar, explica cómo el panoptismo es uno de los rasgos característicos de nuestra sociedad: una forma constante de control sobre los individuos, un método de formación y transformación en función de ciertas normas. Vigilancia, control y corrección resultan ingredientes fundamentales para las relaciones de poder que existen en nuestra sociedad. Sin embargo, aquí los que vigilan y castigan son los delincuentes. Cobran uso de suelo y protección, incorporan jóvenes a sus organizaciones y «trabajan», como ellos dicen, en contubernio con las autoridades. El miedo forma parte de la naturaleza humana y surge quizá como válvula de escape ante la imposibilidad de explicar las pesadillas o la realidad que en ocasiones puede ser espeluznante.

Han sido muchos los escritores que han dedicado sus páginas a este tema, tal vez porque despierta una enorme fascinación tanto en el creador como en el destinatario.

Porque el miedo que se pueda experimentar será igual a la percepción que se tiene del entorno. Recordemos la ola de pánico que Wells causó a través de la radio. Muy parecida a la que vivimos cuando nos tuvimos que poner un cubre-bocas para salir a la calle, por aquello de la influenza, como si éste fuera la gran panacea. Tal parece que uno de los ejes del miedo tiene que ver con lo que no se ve pero que aquí está. Miedo a lo impensable, a lo desconocido, en resumen: miedo al mal.

Robaron mi casa, amarraron a mi madre y nos despojaron de nuestras pertenencias. Con engaños histriónicos dos hombres armados que se dedican a ganar dinero fácil vejaron años de trabajo, sueños, incluso nuestra ideología. Por miedo, no levantamos denuncia.

He contado la historia muchas veces, como si se tratara de una ficción o un mal sueño. No lo es, se trata de la realidad mexicana. Pero la repito una y otra vez como si así pudiera drenar este miedo que crece dentro de mí, y trato de consolarme pensando que pudo haber sido peor. Pienso en Buda y en el karma, prendo la veladora a San Judas y limpio mi casa con copal.

Cuando decidí venir a vivir a este pueblo pensaba que mi hijo crecería mejor que en la Ciudad de México; por aquellos años, una noche, unos tipos merodearon la casa, llamé a la policía y me dijeron que me defendiera con lo que tuviera, rifle o machete, porque aquí no entra la policía. El modelo de usos y costumbres ha desencadenado que la delincuencia domine las localidades.

Antiguamente, la violencia estaba ligada al cambio, a la transformación; ahora, nos enfrenta a lo peor; incómodos salimos a la calle con la incertidumbre de regresar con bien. Y ni en nuestra casa estamos tranquilos. ¿Qué podemos hacer ante la manoseada paz social? René Girard plantea que: «La violencia derivada de la mimesis no se queda en las relaciones interpersonales, sino también se puede presentar en la sociedad». ¿Qué es lo que tratamos de copiar? ¿Quiénes pueden ser nuestros héroes? Si ya no existe ninguna idealización y al más malo le va mejor. Lo que nos separa del mundo son muros y cerraduras, vivimos confinados, mientras los delincuentes transitan libremente por las calles. Pensamos que bajo nuestros techos estamos a salvo. Que un rayo divino nos protege. Pero el pabilo se apaga. No vemos claro, con dolor aceptamos que en esta tierra no hay paz ni justicia. Nada nos redime.

Confieso: Tengo miedo.

Tengo incertidumbre de lo que nos pueda deparar la realidad. Y si la realidad también es una construcción social, ¿qué es lo que mis ojos ven?, ¿en quién podemos confiar?, ¿qué instancia puede respaldar nuestra vida? Pasan los días y la incertidumbre crece.

Confieso: Tengo miedo.

Vivo al día cada día. Por las madrugadas me despiertan los gritos aterradores que vienen del pueblo contiguo acompañados del ruido metálico de una sierra eléctrica. Mis conclusiones de nada sirven.

Confieso: Tengo miedo.

Van dos veces que, al viajar en la ruta, el chofer nos dice: «Al piso, que están disparando». Me quedo quieta oliendo las nalgas del pasajero más cercano, me trago el polvo del piso.

Confieso: Tengo miedo.

Un domingo decido olvidarme de todo esto, me tiro panza arriba y veo las copas de los viejos encinos; de pronto alguien grita: «Acaban de asaltar a los ciclistas». Corro a preguntar a quiénes. Se trata del grupo en el que venía mi hijo. Los encapuchados los despojan de sus bicicletas, les quitan sus cascos y se van. Increíble; otros ciclistas esperaban al grupo para tomarles fotos, cuando se percatan de que los que vienen descendiendo no son ellos sino ladrones. Increíble; dan aviso a los Comuneros, quienes les dan alcance a los ladrones y se recuperan las bicicletas.

Confieso: Tengo miedo.

En nuestro país no todo se recupera. Hay miles de desaparecidos que tienen nombre e historias. La dignidad, dónde quedó la dignidad. Quizá para recuperarla habrá que volver nuestros ojos al pasado, allá cuando aún esperábamos la llegada de Quetzalcóatl. Mientras tanto, la realidad seguirá siendo deleznable.

Fuente:

Ferrer, Citlali. «El caldero del mal». En: Del inconveniente de haber nacido en México. Editorial Piedra Bezoar, México, 2016, pp: 35 – 40.