Presentación

Cuadernos del
Centro de Estudios
Estanislao Zuleta para
la Reflexión y la Crítica

—Octubre 3 de 2019—

Tres portadas de la publicación seriada «Cuadernos del Centro de Estudios Estanislao Zuleta para la Reflexión y la Crítica»

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Los «Cuadernos del Centro de Estudios Estanislao Zuleta para la Reflexión y la Crítica» constituyen actualmente la principal actividad pública de carácter escrito de la entidad. Los Cuadernos se proyectan como una colección editorial de aparición cuatrimestral en la que los miembros del CEEZ y otras personas cercanas a nuestros principios ideológicos ponen en ejercicio la reflexión y la crítica en torno a la sociedad, la cultura, la política, la historia, el arte, la vida cotidiana. Si bien los artículos publicados son producciones que se inscriben en el marco de nuestro proyecto cultural, cada escritura es una apuesta singular y en pro de generar un debate que nos permita cualificar nuestras posturas como organización.

Por medio de este proyecto editorial apelamos a la palabra escrita para continuar con la disputa en el terreno de la cultura. Sabemos que el aporte es en extremo modesto, pero confiamos en que los libros que hoy ponemos en circulación contribuirán en algo al necesario contrapeso a la cultura dominante. Es claro que para que esta pretensión se cumpla no basta la mera intención: las ideas expuestas han de tener la suficiente contundencia, pero será necesario que el libro —por sí solo inocuo— se vivifique al contacto con el lector intrépido, sea para que éste lo contradiga, lo cuestione, se identifique con él o lo comparta productivamente. Propósito que nos lleva a defender la posibilidad de que estos libros se distribuyan de la forma más amplia posible y que el precio no sea un elemento prohibitivo y excluyente (como suele ocurrir con la producción editorial), lo cual es condición necesaria, aunque sabemos que no suficiente, para llegar a satisfacer nuestra aspiración de que la palabra que decimos o escribimos circule democráticamente.

Conversación con Alejandra Salazar Castaño, Carlos Mario González, Daniela Cardona Gómez, Mateo Cañas Jaramillo y Santiago Piedrahíta Betancur, miembros del CEEZ y colaboradores del proyecto editorial.

Logo Centro de Estudios Estanislao Zuleta

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Conocemos el riesgo y no tenemos garantías previas de éxito. Y ciertamente aquel que no emprende la lucha no sufrirá jamás la derrota de una fuerza adversaria porque ha hecho de la derrota la substancia misma de su vida y porque la fuerza adversaria ya está instalada en él.

Estanislao Zuleta

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José (hijo), Estanislao Zuleta y su segunda esposa, Yolanda González (c. 1966).

José Zuleta, Estanislao y Yolanda
González, su segunda esposa.
(c. 1966)

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Sobre el espíritu
formativo y político
del Centro de Estudios
Estanislao Zuleta

Por Juan David Gómez / Leandro Sánchez

Quizá ningún otro tiempo haya asistido a una crisis de la cultura tan aguda como el nuestro. La cultura, entendida como aquella potencialidad del espíritu humano de universalizarse a través de sus manifestaciones, ha tenido una dimensión trasgresora allí donde la sociedad ha insistido en la particularización y el quietismo. Históricamente los picos más altos de la ciencia, el arte y la filosofía han constituido una amenaza para el orden establecido. Los progresos culturales de la historia se han abierto paso en medio de la adversidad. Es este carácter negativo y trasgresor de la cultura lo que hoy está en riesgo. La cultura está en crisis no porque se censuren y quemen obras de arte, no porque la educación sea privilegio de unas cuantas familias, no porque a la crítica se le niegue un lugar. Si bien situaciones de este tipo no han desaparecido aún —se engaña quien piense que la persecución política de críticos sociales es cosa del pasado o que la educación es ya un bien de la humanidad— no son estas las que, como antaño, definen la amenaza de la desaparición de la cultura. Los mecanismos de control social han cambiado de forma: el ataque no es ya frontal sino intestino. La sociedad de mercado integra la cultura a su sistema de valores atendiendo no a su exhortación de universalidad sino particularizándola como objeto de consumo. La cultura hace parte hoy de la oferta de la lúdica, la diversión y el entretenimiento. La mayor parte de las obras literarias que hoy se producen no se construyen siguiendo las leyes que el arte a sí mismo se da sino a las de la oferta y la demanda. El valor de verdad cede su lugar al valor de cambio. El criterio es el cliente. Si antes se le negaba al grueso de la población su palabra, hoy se incentiva la opinión por todos los frentes. El resultado no es una apropiación mayor de la cultura sino su desprestigio: como todos pueden opinar de todo, el artista, el maestro y el intelectual carecen ya de valor. Se les persigue menos porque se les valora menos. La cultura está hoy amenazada porque ella misma no representa ninguna amenaza.

Se suele confundir esta desvalorización de la cultura con un progreso democrático. Claramente una sociedad en la que el saber no es botín de unos cuantos sino potestad de todos es una sociedad más democrática, pero ese no es nuestro caso. No son los hombres sino el mercado el que pone las leyes; eso no es democracia, es totalitarismo con los ropajes de la democracia. Los métodos de este totalitarismo son refinados: se atomiza la lucha por los bienes culturales y se les quita con ello toda capacidad de cohesión. Es un totalitarismo más pacífico que los anteriores, pero con un mismo objetivo: la restricción al gran público de los valores culturales, sin hablar aún de los materiales. La cultura no se universaliza porque se divida en pequeñas partes de modo que el que quiera pueda echarle mano como a las degustaciones en los supermercados; la cultura se hace universal porque el gran público es capaz de recrearla en su complejidad.

La cultura no se trata de ese botín que unos pasan a otros como una herencia material; la herencia cultural exige una forma particular de apropiación: la formación. Uno tiene que ganar lo que hereda para realmente hacerlo propio, como dice el Fausto de Goethe (1). Así entendida, la cultura es una relación cualificada del pasado con el presente, donde éste se potencia en virtud de aquél y de cara al futuro. De nada sirven el millar de ediciones del Quijote sin los sentidos que cada lector teje en diálogo con Cervantes. La cultura existe sólo allí donde se la recrea —valga decir, donde se la vuelve a crear—; no ver en ella más que un botín inerte es caer en el juego de la fragmentación. Allí han ido a parar la mayor parte de nuestros defensores de la cultura. «La cultura es tan vasta y nuestro intelecto tan limitado que la mejor defensa que podemos hacer de ella es concentrarnos pormenorizadamente en asuntos particulares» dice el académico. «La cultura actual es ideológica, la verdadera cultura llegará el día en que no haya contradicciones de clase. ¡Realicemos la lucha por los bienes materiales para alcanzar luego los bienes culturales!» dice el militante dogmático. «¡Basta de metarrelatos! La cultura es todo aquello que ya tenemos, contemplémosla sin el autoritarismo de la verdad» dice el posmoderno.

La división social del trabajo intelectual ha erigido en el imaginario social una gran mentira: que sólo se puede saber bien algo si se es un completo ignorante en todo lo demás. Hoy el desconocimiento absoluto de la literatura no es algo que avergüence a un arquitecto, como el total desconocimiento de la ciencia no es algo que avergüence a un sociólogo. Incluso al interior mismo de los saberes se hace gala de esta particularización: un historiador estará totalmente legitimado para ser un completo ignorante en las causas y el desarrollo de la revolución francesa si su especialidad es la norteamericana que ha de conocer con lujo de detalles. El académico como el obrero sabe relacionarse muy bien con el pedacito de máquina que le toca, pero, al igual que éste, desconoce la máquina en su totalidad y, no sólo eso, ve con malos ojos a quien se preocupa por el funcionamiento del conjunto.

La arrogancia de los académicos que se pierden en abstractas discusiones es bien conocida por aquellos que trabajan por impactar el mundo que inmediatamente ven y sienten. Bajo el primado de la acción directa, el militante ingenuo se queja de los hombres de ideas que buscan en los libros mundos que no existen. Los académicos, por su parte, ven con malos ojos la insistencia en la transformación del mundo, pues naturalmente no encuentran mayor problema en ese mundo que les permite dedicarse a su pedacito de máquina. Pero este noble reclamo que exige del mundo transformación en lugar de interpretación olvida que este mundo es de hecho conceptual: que opera según relaciones lógicas y que una acción efectiva sobre esas relaciones sólo se logra bajo su adecuada comprensión. La exigencia de anulación de la teoría o de sometimiento de ésta a la práctica no es muestra de consciencia alguna sino, por el contrario, de ideología: es a fin de cuentas la misma ideología del capitalista que no encuentra sentido a aquello cuyos efectos no sean inmediatos. No es coincidencia que muchos militantes de antaño encuentren ahora plenamente realizado su íntimo llamado a intervenir el mundo en las filas de la derecha.

El círculo se cierra con la actitud posmoderna que se ríe de ambos. El posmoderno desprecia al académico por racionalista y al hombre de praxis por utopista. Esto es un mal síntoma, pues sólo puede considerar la explicación causal del mundo o la lucha por un mundo distinto como un defecto quien se ha retirado de la crítica de la sociedad y ha encontrado en ésta un objeto de contemplación. En efecto, el posmoderno no cuestiona ninguna estructura; su praxis social es en realidad una praxis subjetiva, una manera muy original de asumir lo dado. El posmoderno reclama a la epistemología, a la política y a la ética el lugar que tradicionalmente se le ha negado a la estética, pero lo hace poniendo a ésta como el órgano epistemológico y práctico por excelencia. Esta actitud contemplativa que produce la estética desarticulada de otro saber es una ingenuidad. En el mejor de los casos el posmoderno despliega un impecable análisis sobre la ineficiencia actual de las luchas culturales, pero sólo para al final aprobar esta ineficiencia como propia de nuestra condición, como si el diagnóstico del mundo lo eximiera de pensar su transformación.

La reivindicación de un intelectual como Estanislao Zuleta y su concepción de lucha cultural es urgente para nuestros tiempos. Zuleta tenía claro el horizonte de su lucha y estaba comprometido con ella, lo que le costó más de un enemigo. Sabía que la verdad de la teoría estaba en la auténtica democratización del conocimiento por lo que mantuvo siempre una relación tensa con la academia (2). Sabía que esa democratización no era un asunto de instrumentalización de la teoría en función de la acción política, por lo que fue visto también como un hereje entre los círculos marxistas más notorios de la época (3). Sabía que el arte era un elemento fundamental para comprender la situación humana, pero nunca redujo la lucha social a una práctica estética. En lugar de estetizar la política la postura de Zuleta era la de politizar la estética.

Esa mirada compleja de los saberes es lo que constituye la singularidad intelectual de Zuleta; una mirada que no se ajusta a este democraterismo totalitario que disgrega la vida personal de la colectiva. Lo personal es político tanto como lo político es personal, esta es la divisa formativa de nuestro Centro de Estudios Estanislao Zuleta. Nos relacionamos con los saberes porque consideramos que sólo es posible transformar aquello que se puede explicar. No vemos la formación ni como un fin en sí mismo ni como un mero medio para la militancia. Asumimos filosóficamente la formación entendiendo filosofía en su sentido tradicional, como amor al saber, pero atendiendo al llamado de Zuleta de que amar el saber no es idealizarlo sino, por el contrario, responsabilizarse de él, de sus consecuencias y de sus límites. No nos relacionamos con los autores que leemos por una moda que varía según la oferta del mercado intelectual sino por el amor, el respeto y la admiración que estos grandes de la cultura merecen (si estas expresiones para referirse a un autor resultan anacrónicas se debe precisamente a esa tendencia totalitaria a desvalorar la cultura, a igualar lo más alto con lo más bajo). El entendimiento de estos saberes nos permite a su vez entender y actuar en el mundo en que vivimos. Leemos a Marx porque nos interesa transformar la estructura económica y política, pero somos conscientes de que el marxismo no puede explicarlo todo. No puede explicar, por ejemplo, la singularidad del sujeto. Leemos a Freud porque nos interesa comprender esta singularidad, ese misterioso mundo del lenguaje. La formación es pues para nuestra organización un compromiso en lo personal y lo colectivo: quien ama un objeto no lo toma como un simple medio, pero tampoco cierra los ojos ante sus límites y a la responsabilidad que en virtud de éste contrae. Nuestra escuela de pensamiento crítico pretende en este sentido formar no sólo estudiosos de los múltiples saberes sino ante todo intelectuales que se reconozcan, como dijo Zuleta de sí mismo poco antes de su muerte, de izquierda, anticapitalistas y marxistas.

Los Cuadernos del Centro de Estudios Estanislao Zuleta para la Reflexión y la Crítica que orgullosamente presentamos son una de las formas de materializar nuestro compromiso social y de sentar nuestra postura ideológica ante el público. En este primer número, La voluntad de entender y transformar la vida, presentamos un artículo de un amigo personal de Estanislao Zuleta, Eduardo Gómez, y otro de un discípulo directo de aquél, Carlos Mario González. El texto de Eduardo Gómez presenta una semblanza de Zuleta que describe, con el detalle que sólo el privilegio de la experiencia en primera persona puede alcanzar, el lugar de la subjetividad en su lucha política. Zuleta, el amigo personal que discursa sobre la vida cotidiana, la existencia y el inconsciente, no se disocia nunca del Zuleta intelectual que combate contra el conservadurismo colombiano, el sectarismo de izquierda y el especialismo y la indiferencia social de los académicos. Este espíritu humanista de un hombre que se resiste a la unilateralidad hace eco en la concepción formativa que Carlos Mario González defiende en su texto. Ante la vastedad de los conocimientos acumulados a lo largo de la historia que hacen físicamente imposible tener un conocimiento universal del hombre y del mundo, los académicos insisten en la hiperespecialización como única posibilidad rigurosa de formación hoy. Consciente de esa imposibilidad, pero escéptico ante la solución académica, el autor propone un «universalismo centrado» o «centralización universalizante», expresiones inspiradas en una concepción erótica del conocimiento. Así, análogamente al amante que descubre las situaciones que a su amado atraviesan como un enigma, quien se acerca apasionadamente al conocimiento no amputa su objeto sino que, por el contrario, reconoce la importancia de los problemas que lo transversalizan y no tiene reparo en acercarse a otros saberes para comprender mejor su foco pasional.

La complejidad defendida en ambos textos, como se ve, lejos está de tratarse del saber del enciclopedista; se trata antes bien de la lucha política soportada en la convicción subjetiva del intelectual, figura esta tan desprestigiada y por eso mismo necesitada en nuestros días. Esperamos pues que este aporte y los números siguientes generen un espacio de discusión que contribuya a reivindicar el espíritu teórico y práctico del intelectual, que se convierta en un medio al alcance de la ciudadanía para la conciencia del valor de la cultura y que contribuya a la necesaria democratización del país.

Notas:

(1) «Lo que tú heredaste de tus padres, adquiérelo para poseerlo. Lo que no se utiliza es una carga pesada; sólo puede aprovechar aquello que crea el momento». (GOETHE, Wolfgang. Fausto. Madrid: Alianza Editorial, 2014, pág. 61).
(2) En esta línea se destacan las lastimeras diatribas que Rafael Gutiérrez Girardot dirigió en un par de ocasiones a Zuleta por su desconocimiento del alemán y por su ausencia de títulos universitarios. Gutiérrez Girardot se mofa del doctorado honoris causa que Zuleta recibe de la Universidad del Valle y llama «cantinfladas» a sus típicos esfuerzos de ejemplificación y contextualización, oscilando así entre el lamentable juicio ad hominem y la inesencial crítica hiperespecializada. (Vide. GUTIÉRREZ GIRARDOT, Rafael. «Figuras imaginarias». En: Boletín cultural y bibliográfico. 1987, Vol. 24, n.º 13, ISSN 0006–6184. págs. 79-80).
(3) Miguel Ángel Urrego recuerda la satanización de la que fueron objeto Mario Arrubla, Jorge Orlando Melo y Estanislao Zuleta luego de que la Revista Estrategia en el 64 publicara el artículo de Zuleta «Marxismo y psicoanálisis». Según cita Urrego, en un artículo de la revista Documentos Políticos se dice: «Bien pronto, sin embargo, asomaron nuestras sospechas de que tampoco aquellos teóricos darían adecuada respuestas a nuestras angustias, pues lo que se prometía como una reivindicación del marxismo-leninismo no aparecía por lado alguno, y si abundaban las referencias al existencialismo y al psicoanálisis, y antes que de Marx, Engels o Lenin, escuchábamos insistentes citas de Freud, Sartre, Merleau-Ponty y, en fin, de toda esa legión de revisionistas de tan reconocible como mentira espiritual de los nadaístas nacionales e internacionales». (MIRNAYA, Luis. Dos tácticas y una estrategia, citado por URREGO, Miguel Ángel. Intelectuales, Estado y nación en Colombia. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2002, pág. 171).

Fuente:

Ceez.org