Presentación

Dónde estará la
vida que no recuerdo

—20 de abril de 2023—

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Beatriz Vanegas Athías (Majagual, Sucre, 1970) es escritora, profesora de Literatura y columnista de El Espectador. Sus más recientes libros son «Crónicas para apagar la oscuridad» (2014), «Festejar la ausencia» (antología poética, 2015), «Goles, chilenas y gambetas» (poemas, 2017), «ABColombia» (poemas, 2018), «Llorar en el cine» (poemas, 2018), «Naufragar en la orilla» (antología poética, 2019), «A morir, muriendo vamos» (poemas, 2022) y «Dónde estará la vida que no recuerdo» (novela, 2022). Es profesora de la Universidad Santo Tomás en Floridablanca, Santander, y editora de Ediciones Corazón de Mango. Forma parte del comité organizador del Encuentro Internacional de Mujeres Poetas de Cereté. Entre otros reconocimientos, ha sido galardonada con el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el Premio Nacional de Poesía Casa Silva y el Premio Internacional de Poesía Pilar Paz Pasamar en Jerez de la Frontera, España. Sus poemas han sido publicados en antologías de Colombia y España.

Presentación de la autora y su obra por Amparo Murillo Posada, historiadora de la Universidad de Antioquia.

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Dónde estará la vida que no recuerdo es la primera novela que publica Beatriz Vanegas Athías. Desde el principio hasta la última línea de la novela, Beatriz se empeña en moldear cada frase como la poeta que es y hemos leído, consciente del olor y el sabor de las palabras, de su poder evocador y su peso histórico. Además de que traslada a la prosa el acento de lo lírico, la novela no esconde las huellas de una geografía particular. Es un libro caldeado en el Caribe colombiano, en sus casas bajas de patios amplios, de entrecuartos rumorosos, de escasez de espacio íntimo y murmullos gritados a los cuatro vientos.

Tiene la novela pues ese tono particular —tan reconocible— de la vida allí. Se respira, por virtud de la autora, un Caribe múltiple y plural, al mismo tiempo provinciano y abierto al comercio de las ideas, las personas y las mercaderías. Una región en la que conviven el vallenato de la parranda popular, la telenovela que transmite la televisión o las novelas de Proust y Virginia Woolf, leídas por la nieta allí o en sus fugas del espacio primigenio de la casa a la que, no obstante, siempre se vuelve.

Pedro Adrián Zuluaga

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Beatriz Vanegas Athías

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Dónde estará la
vida que no recuerdo

~ Capítulo 29 ~

Volar

María aprendió a domesticar el corazón que se le quería salir por la boca. El corazón que deseaba saltar y caminar por toda la casa con paticas brinconas y una lengua larga para gritar a la madre, a José, a Everlides, a Dagoberto, a la triste sonrisa de Ida, que ella, María Martínez, se enardecía con aquel picor delicioso que hacía humedecer su entrepierna en las noches, bajo el toldo, y no era precisamente por la sofocación que permanecía hasta pasada la medianoche. Porque aquel dolor lacerante que la estremecía en su centro ocurría en medio de una llamada telefónica o con la sola evocación de las manos de Juan Fernández Arango. Este hombre de piel rosadita y que siempre olía a una colonia que, según el leal saber y entender de María, no era para hombre y tampoco para mujer, era un olor que echaba sombra sobre los otros amores que le habían dejado un tatuaje en la piel y el corazón.

Qué difícil es quererse, pensaba María, pero el fastidio y el desdén, ah, qué fáciles son: florecen sin abonarlos; florecen sin suplicar por una lluviecita benefactora siquiera; crecen y dan ganas de tocarlos, o mejor, provoca apresarlos, amarrarlos con cáñamo y echarlos río abajo… envolverlos en hojas frescas de bijao para que se pudran en la hornilla. Ella veía a su hermano con la borrachera siempre renovada y las ganas de martirizarles la vida a las mujeres de la casa que, hacia él, sólo tenían buen trato. Aunque María ya no, María le botaba en la cara el insulto como una manera de quererse y de enfrentar la innata torpeza en prodigar ternura que tenía José.

Qué difícil es quererse en comparación con la fácil costumbre que tiene el amor de crecer sin más allá y sin más acá. Juan Fernández Arango llegaba a hacer una, dos, tres llamadas al día. Se miraban con esa mirada cautelosa que impedía a los demás percatarse de la ansiedad que caminaba por sus cuerpos. Esa mirada ansiosa pero cuidadosa con sus corazones que se decían que todo estaba bien, que para cuándo caería la muralla de los pretextos. Y fue esa tarde de viernes que María aprovechó que el Teatro Diana estaba repleto porque llevaban tres días pasando El ángel exterminador, con Silvia Pinal y Enrique Rambal. La mitad de Sacramento estaba consternada con esa historia, que los hacía gritar y agarrarse incluso a los hombres, tan machos ellos, que aprovechaban las emociones despertadas para brindarse un amor sin sospecha, aceptado; un amor entre golpes que manifestaba su virilidad y a la vez ocultaba la alegría de tenerte cerca, tigre, de contar contigo, mi brother, mi hermanazo.

María había visto esa locura de película en la que un poco de ricos no podían salir, vaya una a saber por qué, de la mansión en la que se habían reunido a pasar la noche. Y la verdad es que la había intrigado, pero era la tercera noche en cartelera y ya estaba bueno de repetirla. Juan la esperaba donde las Torres. Acomodó las boletas en el cajón y cerró con llave. Guardó la plata en su cartera sobre y se la metió debajo de la axila. Y María tomó camino por la salida hacia la calle de Las Damas que a esa hora estaba más vacía que su calle Central, pasó por donde su amiga Chema, que se encontraba en la puerta intentando meter a Reynaldo con la pea viva y estaba recalcitrante negándose a entrar. Así que Chema no la vio pasar. Jeca tenía la puerta llena de pelaos comprando pan de yuca y no se dio cuenta de que María era quien le gritaba desde la mitad del camellón y respondió por cumplir: «Adiós, adiós…». María vio a los Royero jugando arrancón bajo el palo de almendro y aprovechó la concentración que tenían los hermanos para evitar ese saludo. Le quedaba una cuadra para llegar a la casa de su amiga Fanny, donde la esperaba Juan.

Cuando llegó estaba Modestico, el papá de Fanny, jugando dominó con Julián Oswaldo. Fanny, sentada hablando con su hermana Judith, le sonrió y le hizo seña con los ojos para que subiera. Juan la esperaba arriba. La casa de las Torres era de madera y tenía una segunda planta con dos balcones enrejados que daban hacia la calle Central. Cada vez que subía un escalón, se oía el traqueteo de la madera y María sentía que todo Sacramento la veía subir como si ella hiciera parte de una película. Pisaba, la grada traqueaba y el corazón era un pedazo de mango que pugnaba por salir. Cuando entró, vio a Juan parado en la reja mirando hacia la calle, él la sintió y se volteó a mirarla. La abrazó con todo su cuerpo. Tenía una camisa rosada y unos pantalones de dril y olía delicioso, aunque estaba sudando. María le tomó la cara con las manos y lo miró con miedo y alegría; Juan se aferraba como náufrago a la cintura de María y le dijo que se fuera a vivir con él, que su esposa no molestaría, que estaba bien lejos en Medellín, que él la necesitaba, que si pudiera retroceder en el tiempo ella sería su verdadera mujer, pero, ay, ya tenía tres hijos y de repente la había encontrado a ella que era el amor andando, riendo, que era su amor.

María lo miró y lo besó con tanto apremio que creyó que se le acabaría el aire en aquel beso. Ella no dijo nada, aprovechó el comienzo, lo gozó, lo exprimió. No dejó lugarcito del cuerpo de Juan sin conocer. Eso es lo que queda, el recuerdo de la caricia, del olor, lo había aprendido en Una mujer sin destino protagonizada por Marga López, Víctor Junco y Guillermina Grin. María imaginaba que ella era Esperanza, la consoladora de Julio que padeció la locura de su esposa Soledad. Y soñaba en ese inicio con Juan Fernández Arango y se empeñaba en hacerlo olvidar a la esposa, de la cual no quiso saber mucho. Deseaba aprisionar el olor de Juan, el sabor de su piel; deseaba repetir el dolor que le nacía en medio de sus piernas y que extrañamente calmaba el placer. Eso es lo que queda, se repetía. No se reconocía María Martínez; mientras hacía suyo a Juan en el encuentro de sus entrañas amorosas, de sus dientes y músculos, de los cuerpos amarrados, pero saltando como las olas del mar. Ese alebreste de la carne que ese hombre entrón, pero cariñoso y suave, le hacía vivir no se lo conocía María. Y se decía mientras ocurría la felicidad y la humedad en aquella habitación de balcón de Las Torres, «aprovecha, María Martínez, para cuando estés aburrida, cuando te persiga como perro hambriento el desasosiego; cuando estés con el morro caído, aprovecha para que sobreagües en el río putrefacto del abandono, aprovecha esta dicha que ahora es toda tuya. Lo demás (la existencia de la esposa y de los hijos de Juan Fernández Arango) es puro peo de mariposa, amenazas de peleadores borrachos, lluvia de verano, café tinto claro y frío, serpentinas de diciembre». Había que vivir y conservar para siempre el olor de ese hombre, el color del tacto de sus manos que hurgaban hasta hacerla llorar y enseguida reír. Proteger al recuerdo como quien cuida la última flor o el primer llanto. Porque perniciosa crecería la maleza del olvido y del aburrimiento cuando, vaya una a saber, Juan Fernández Arango no estuviera.

Fuente:

Vanegas Athías, Beatriz. Dónde estará la vida que no recuerdo. TusQuets, Bogotá, 2022.