Presentación

El Gaviero

Periódico literario

~ Número 18 ~

—16 de diciembre de 2021—

Portada de la edición número 18 del periódico literario «El Gaviero»

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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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El título de El Gaviero, periódico literario de Medellín, no hace alusión al personaje del escritor colombiano Álvaro Mutis, «Maqroll el Gaviero», viejo marino, extraño y errabundo «alter ego» del poeta. El nombre se origina en un término usado en la marina, la gavia, que etimológicamente proviene a su vez de gaviota. Es la parte más alta de un barco, en donde se aposta un hombre que otea, aguza y escudriña el horizonte. Una metáfora, si se quiere.

Conversación de Carlos Mario Garcés Toro, escritor, docente y cofundador de «El Gaviero, periódico literario», con Wber Rúa, licenciado en Lengua Castellana y cuentero, y Faber Cuervo, activista ecológico, viajero y escritor.

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Logo del periódico literario «El Gaviero»

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Discurso acerca de la máquina

La máquina es poderosa y bienhechora, nos permite vivir en comunidad y tener seguridad de que nuestros más profundos deseos serán satisfechos a plenitud. Ella goza de nuestra gratitud día y noche. Nuestros «niños» la veneran desde la juventud, y comprenden que nuestra civilización se basa en el ajuste y desarrollo de la máquina, que cuida y vigila con sus miles de ojos nuestras acciones para que podamos sentirnos cómodos y plenos sin tener que buscar falsas esperanzas en reinos ilusorios y en ilusiones de superhombres que no existen ni existirán jamás.

Todos nuestros pensamientos hunden sus raíces en ella. Ella canta y lleva la melodía y el ritmo de nuestra vida, que discurre y deja atrás el pasado, que nos encadena a los libros, que nos individualizan; a las flores y al paisaje que rutinizan, y los sentimientos que entorpecen la mirada. En cambio, ella nos provee con sus filtros pletóricos, sus mundos virtuales y sus mensajes telepáticos en el libro infinito de la información. Ella es nuestro símbolo en torno al cual nos congregamos los egolios humanidas a entonar la nueva canción de los tiempos en los que desaparecerá la procaz bestia humana.

Carlos Mario Garcés Toro
Los autómatas

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Portada de la novela «Los autómatas» de Carlos Mario Garcés Toro

Portada de Los autómatas de Carlos Mario Garcés Toro, novela publicada bajo el sello El Gaviero Editor.

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La prehistoria de
Fernando González

Un jesuita suelto a
orillas de la Ayurá

Por Faber Cuervo

Un adolescente flaco, peludo, de mirada incisiva, recorría, de arriba abajo, las cuatro calles empedradas que tenía Envigado en el año 1912. Con frecuencia se le veía solo, bajo la ceiba diagonal a la iglesia o en las mangas que circundaban el pequeño poblado. Pero a partir de un día cualquiera del siguiente año no se le volvió a ver en sus andanzas.

Aquel muchacho taciturno se había rapado la mitad de la cabeza para obligarse a permanecer dentro de su casa, y así poder armar su primer libro, paradójicamente llamado Pensamientos de un viejo. Cuando no escribía se refugiaba en un rincón de su nido familiar y allí leía durante largas horas a Píndaro, Safo, Nietzsche y Spinoza.

Era un ser precozmente introspectivo. Cargaba, en su equipaje no tangible, con ocho años de disciplina jesuítica: madrugones, estudio permanente, templanza y reflexión. Sin embargo, era, ya, un estudiante expulsado del colegio San Ignacio de Medellín, por haber negado el primer principio al padre Quiroz, su profesor de filosofía. Era, pues, un jesuita suelto en busca de un dios interior. Para lograrlo, agregaba vivencias diferentes al estilo estoico de la orden, contraviniendo, así, la debida fidelidad a las «cautelas» que proponía el padre Ladrón de Guevara.

A orillas de la quebrada la Ayurá lo volverían a ver al poco tiempo —solitario siempre— con la única compañía de los mangos y los guayabos que cerraban filas en torno a una corriente musical que surgía de las encrespadas aguas de la quebrada. Un halo misterioso rodeaba sus jornadas de meditación. Entre ese joven y la exuberante geografía se cuajaba una respetuosa armonía. Eran como dos fluidos de entidades distintas que se cruzaban en sus límites y se amalgamaban en una sustancia común. Testigos de ello fueron la bella Sabina y sus cien niños, quienes, desde la espesura, intuyeron esa alianza secreta. En esas correrías preliminares se fue gestando su original mirada, despojada de filtros y prejuicios. Tal vez fue allí donde empezó a labrarse esa mística advertencia que publicaría, veinte años después, en su revista Antioquia: «No quedará otra voz que la nuestra, lejana y solitaria, orillas de la Ayurá».

Ese rebelde del espíritu no tendría otro destino que el de ser incomprendido por una mayoría de paisanos que no se atrevían a traspasar más allá de sus ruanas y de sus sombreros, en el cultivo de su individualidad. A la postre, la búsqueda de sí mismo ha sido manjar, solo, para escogidos ermitaños. Todos queremos reír o llorar, y sabido es que «el filósofo que entiende, ni ríe ni llora».

Ese pensador suelto, a orillas de la Ayurá, tuvo que elaborar —él solo— su revista para poder crear filosofía viva: «Ese arte sencillo de observar cautelosamente, agrupando hechos que luego se enuncian como proposiciones madres». Debió encariñarse obstinadamente de los embates contra el gregarismo, para llegar a ser beato, es decir, aquel ser que disfruta intensamente de lo bello sin apropiarse de él, sin corromperse. Entonces se desencantó del especial vaivén de los santos de palo y devino en religioso cósmico, para poder manifestar su propio estilo; para expresar, con amor profundo al prójimo, el inmenso dolor que le produjeron los sentidos y el presente.

Para no ser opinante

Los pensadores, no solamente, se labran en la soledad beata de sus retiros espirituales. Es verdad que ellos han necesitado conversar con los siglos a través de la lectura esteparia de los testimonios impresos, pero también han tenido que salir a husmear la realidad y a confrontar sus ideas con las de otros meditabundos, quienes abrigan, de modo similar, inquietudes vitales. Sus primeros aprendizajes han estado dirigidos, tanto por autores universales y perennes como por otros contemporáneos y, apenas, en la búsqueda de un sistema de pensamiento que los distancie de «los Opinantes», denominación que el filósofo Alberto Restrepo González hace de aquellos que hablan solo por figurar. Sus primeros balbuceos han encontrado, muchas veces, un oído generoso que les hace eco, ya sea mediante el consejo sabio o el ofrecimiento de un pequeño espacio de expresión para que empiecen a ensayar el vuelo abstracto. Este es el caso de nuestro pensador de la autenticidad suramericana, Fernando González Ochoa, un envigadeño autoexpresivo, quien tuvo en su hermano mayor, Alfonso, a un atento oyente, a un comentarista y a un enlace con los editores. Valga recordar que Don Alfonso González Ochoa fue el padre del periodismo envigadeño, pues fundó Vox Populi, el primer periódico que conoció esta ciudad en el año 1912. Don Alfonso prologó y ayudó a su hermano en la publicación de algunas de sus obras filosófico-literarias.

A sus escasos diecisiete años de edad, y recién expulsado del Colegio de los Jesuitas, en Medellín, González observaba y reflexionaba acerca de los rutinarios hechos domésticos, apoyado no solo en la lectura de las obras de los más importantes poetas y filósofos griegos y latinos, en la visión escéptica de Federico Nietzsche y Arturo Schopenhauer, y en rudimentos de la Crítica de la Razón Práctica de Immanuel Kant, sino en sus propias intuiciones dignas de un inconforme suramericano que anhelaba construir su cosmovisión. Es decir, ese muchacho menudo, de mirada penetrante, ya poseía un incipiente arsenal de conceptos que empezaban a fraguar su particular crítica al hombre suramericano, que gusta de imitar al europeo en todo y que se avergüenza de su ascendencia indígena y negra. En su mente empezaba a agitarse una palabra nueva para el Nuevo Mundo que la requería para empezar su liberación mental, su ascenso lento y tortuoso hacia la autodeterminación y concienciación. Dicha palabra nueva no daba tregua en el discurso negativo que daba vueltas en la cabeza del joven pensador. La sentía como un mensaje represado que debía compartir con sus paisanos, quienes asistían, metidos entre ruanas y sombreros, a la majestuosa iglesia de Santa Gertrudis para escuchar los dogmas, bien intencionados, del párroco Jesús María Mejía. Bajo este primer impulso creador, y gracias al apoyo que le brindó su hermano mayor, empezó a publicar algunos ensayos en el periódico local Vox Populi. Estos ensayos serían la prolongación y profundización de otros que había publicado un año antes (desde el 22 de diciembre de 1911) en el periódico La Organización, de Medellín, con el título «Notas». Eran estos unos ensayos breves, acerca de la meditación filosófica, el escepticismo, la alegría, la verdad y las inteligencias mediocres, en los cuales aparece, claramente, una admiración hacia las obras de Nietzsche y de Spinoza.

Aparición pública

En honor al rigor histórico, la primera oportunidad para publicar que tuvo el maestro Fernando González se la ofrecieron don Libardo López y don Roberto Botero, directores de La Organización, un periódico liberal de Medellín, el cual publicaba artículos de los ensayistas Baldomero Sanín Cano y Luis López de Mesa, del botánico Joaquín Antonio Uribe, del cuentista Alfonso Castro y del poeta Luis Carlos López. En este periódico apareció su primer escrito público, fechado el día viernes 22 de diciembre de 1911 con el título «Notas I» (González contaba con dieciséis años de edad), donde discurre sobre la gradación de las inteligencias. Desde esta precoz publicación, González preanuncia, en una suerte de fatalismo intuitivo, su vida de «lucha hasta morir en el aislamiento». Su propio y arduo camino de batallas filosóficas incomprendidas, su existencia de lobo estepario, su inclinación al dolor; ya que «las inteligencias mediocres se encuentran mejor en el mundo, pues para ellas la vida es más liviana». Se perfiló, desde esa adolescencia rebelde y solitaria su, vocación inclaudicable: pensar («lo único que me gusta hacer es pensar, por ahí, debajo de los árboles», dijo varias veces). La coherencia, unidad y claridad de ese primer texto revela la solidez de un proyecto de personalidad que tuvo González desde muy temprana edad. Para tener una mejor valoración de esta primera incursión pública de nuestro pensador, leamos directamente su ensayo y saquemos nuestras conclusiones:

Notas i. Lo perfecto, «en sí», no existe, sólo existe con relación al hombre; así uno puede calificar de perfecta una obra, mientras que para otro, de superior inteligencia, no tendrá sino muy escaso mérito. No hay nada que choque tanto como ese empeño de algunos en hacer admirar ciertos libros porque a ellos les parecen sublimes. Existe una gradación inmensa en las inteligencias, y por consiguiente deben existir escritores que respondan a todas las necesidades. Los escritores malos son necesarios para hombres atrasados, de cultura rudimentaria. Sucede que cuando un pensador o artista se eleva demasiado, no es comprendido más que por algunas inteligencias excepcionales y privilegiadas que alcanzan más o menos la inteligencia del pensador o artista. Estos hombres nacieron en época anterior a la que les correspondía y vivieron en un medio que no era el suyo, y lucharon hasta morir en el aislamiento. Talvez por eso dijo Hegel: «No hay más que un hombre que me haya comprendido»; y creyendo eso exagerado corrigió: «y ni aun éste me ha comprendido». El genio que es sabio como lo fue Spinoza aprende a esperar y guarda su dolor… Y si consideramos el artista cómico, que es superior a su público, y no es comprendido, ¿no resulta trágico y risible? Las inteligencias mediocres se encuentran mejor en el mundo, pues para ellas la vida es más liviana. (Fernando González. En: La Organización. N.° 743. Medellín, 22 de diciembre de 1911).

Se puede discrepar de la «elevada» estimación que el adolescente González tenía del encumbrado Hegel. Es innegable el inmenso aporte que el teutón hizo al desarrollo del pensamiento occidental y su posición prominente en la filosofía clásica alemana. Sin embargo, fue, también, según William Ospina, en Los nuevos centros de la esfera, el «trompetero mayor de la ideología purificadora —antimestizaje— y discriminatoria de la raza blanca eurocentrista», negador de la capacidad y valía cultural de las etnias negra e india.

González también intuyó una existencia plena de vicisitudes espirituales. De esto dará testimonio el poeta nadaísta Gonzalo Arango, en su bello poema «Medellín a solas contigo», cuando dice: «Medellín, te debo gratitud porque esa tu manera de parir monstruos me regaló un santo que fue mi maestro Fernando González, te vuelvo a bendecir por él, a quien tanto hiciste sufrir, y tanto te amó». Dando por sentado que González no se incluía en esa pléyade de hombres de inteligencias privilegiadas, a los cuales se refiere en su texto, no es lejana ni ajena a su expectativa existencial el que haya escrito: «estos hombres nacieron en época anterior a la que les correspondía y vivieron en un medio que no era el suyo».

Fuente:

Cuervo, Faber. «La prehistoria de Fernando González: un jesuita suelto a orillas de la Ayurá». En: El Gaviero, periódico literario, n.° 18, Medellín, diciembre de 2021.