Presentación

El infinito
se acaba pronto

Julio 24 de 2015

“El infinito se acaba pronto” de Joseph Avski

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Joseph Avski se graduó en física de la Universidad de Antioquia (tesis sobre ruido cuántico), cursó la maestría en creación literaria de la Universidad de Texas (Estados Unidos) y un doctorado en la Universidad Texas A&M con tesis sobre Fernando González. Ha publicado cuentos y ensayos en diferentes medios de Latinoamérica y España. Su primera novela, “El corazón del escorpión”, ganó el IX Concurso Nacional de Novela de la Cámara de Comercio de Medellín (2009) y fue publicada en inglés como “Heart of Scorpio”. Un año más tarde, “El libro de los infiernos”, novela que explora las raíces de la violencia en Colombia, fue finalista en la Bienal de Novela José Eustasio Rivera y posteriormente publicada en Estados Unidos. En 2011 formó parte de la colección “Inmigrantes” de El Peregrino Ediciones con “A un Paso de Juárez”, libro que narra sus experiencias en la frontera mexicoamericana y que apareció recientemente en edición bilingüe de Mouthfeel Press. Su más reciente novela, “El infinito se acaba pronto”, explora el lado humano de las matemáticas y fue publicada por editorial Planeta a principios de 2015. “Fragmentos de sombra”, una biografía intelectual de Fernando González, aún permanece inédita. Actualmente es profesor de literatura y cultura latinoamericana en Estados Unidos.

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Emecé Editores

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Precisa y triste, El infinito se acaba pronto entreteje el paralelo descenso a la locura del gran matemático del siglo XIX alemán, Georg Cantor, y de un pobre estudiante de matemáticas colombiano con más rebeldía que mérito, ambos empeñados en entender el concepto matemático del infinito. Poética y austera a la vez, con el discreto telón de fondo de un país convulso y con una voz narrativa anclada en una extraña calma, la historia deja tras cada página leída la estela de una discreta pero irremediable melancolía.

Marianne Ponsford

El infinito se acaba pronto es una nouvelle excepcional por donde se la mire, que recrea la búsqueda idéntica de dos personajes en dos momentos históricos muy distintos. ¿Qué une a un matemático colombiano contemporáneo con un matemático ruso del siglo XIX? ¿Qué es el infinito si no aquello que no podemos enumerar?

El infinito es una forma de Dios y viceversa. Encontrar esa explicación llevó a Marcos a un manicomio en Montería, donde revive sin parar el mismo relato de su juventud en Medellín, de las mujeres a las que amó, del país que en el que conoció la violencia. Un amigo del pasado se lo encuentra ahí por casualidad y entonces descubre que la vida es del tamaño de lo que cada quien olvida.

Joseph Avski utiliza los recursos de su formación académica como físico para entregarnos una historia contundente llena de revelaciones matemáticas, tensión dramática y solvencia lírica. No es frecuente encontrar escritores capaces de mostrar la trama poética que hay en la ciencia. Avski lo hace en este libro.

Los editores

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Joseph Avski

Joseph Avski

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El infinito se acaba pronto

Fragmento

El hombre es igualmente incapaz de ver la
nada de donde sale y el infinito al que es lanzado.

Blaise Pascal

Al entrar al corredor recordé un cuento de García Márquez en el que una mujer ingresa a un manicomio para pedir prestado un teléfono y la toman por una reclusa y no la dejan salir. Me imaginé atrapado aquí, recorriendo este mismo pasillo todos los días para explicar que no estoy loco, o por lo menos no tanto como para estar encerrado, que solo quería entrar para adelantar mi investigación sobre el poeta Raúl Gómez Jattin. Así es, a veces la memoria es una tumba poco profunda, a veces un corredor de manicomio. Quizá por esa distracción tardé en notar que las ventanas estaban cerradas a pesar de la canícula maldita que consumía a Montería, y que el calor fermentaba el aire dándole un olor a ropa guardada. Detrás del vidrio había una cuadrícula de hierro jaspeada con mierda de paloma y hollín de petróleo. La seguridad era un poco exagerada, pensé, al fin y al cabo estos loquitos no podían ser más peligrosos que un político colombiano en campaña. Un enfermero caminaba delante, indiferente al calor, abstraído por los mensajes de texto en su celular. Al final del corredor abrió una puerta y esperó a que yo entrara.

Era una oficina limpia y organizada, purificada por el aire acondicionado y el olor aséptico de un ambientador. La luz atravesaba la ventana y se regaba por encima del escritorio, pero no conseguía tomar por sorpresa a los gobiernos de la locura. Algo fatal se resistía a ser iluminado.

Me senté en una de las tres sillas frente al escritorio y me puse a mirar los diplomas en las paredes. Por puro vicio de lector me volví a levantar y me acerqué a los libreros con optimismo de explorador. La mayoría eran textos científicos de psicología y psiquiatría, pero también había unos cuantos libros de literatura, de los que volvieron loco a don Quijote. Este doctor bien podía estar tan loco como el manchego y creerse psiquiatra para arreglar entuertos. Unos minutos después el doctor Urbino entró con su aire de otro siglo y saludó. Aún no alcanzaba a sentarse cuando un enfermero sin sangre en la cara abrió otra vez la puerta e hizo entrar a Marcos.

“¿Avski? ¡No, no, no!”, gritó Marcos sorprendido. “¡No puede ser! ¿Avski? Ja ja ja. ¿Qué te pasó? Perdona que te lo diga pero parece que te hubiera atropellado el camión repartidor de los años… ja ja ja… pareces de treinta y cinco”.

Tenía treinta y cuatro años. “La vida”, le dije mientras me acercaba a saludarlo, “la vida que no se detiene y a todos nos caga”.

Llevaba una mugrienta bata de loco sobre la ropa. Era extraño verlo así porque Marcos es una de las personas más escrupulosas para vestir que he conocido en la vida. Nunca salía sin peinarse, sin pulir sus zapatos o sin ponerse perfume. Elegir el corte de cabello le tomaba semanas durante las cuales abrumaba a sus amigos con preguntas. Mientras tanto todos nosotros, a los que el resto de la ciudad llamaba “metálicos”, llevábamos el cabello largo, o verde, bermudas militares y pantalones rotos, y las mismas camisas leñadoras con las que Kurt Cobain se protegía del frío de Seattle, solo que en el calor de mierda que nos quemaba las tripas en Montería. Marcos por su parte usaba zapatos de cuero y llevaba siempre la camisa por dentro. Fue la primera persona que conocí que contara las calorías de su dieta diaria desde mucho antes de cumplir veinte años. Un día me confesó que era incapaz de entablar amistad con una persona que fuera demasiado fea o descuidada con su apariencia.

“¿Te has dado cuenta que tus amigos son punks?”, le pregunté.

“Eso es distinto”. Ahora se veía prematuramente envejecido, cansado como un soldado que vuelve de la guerra. La piel le daba visos oscuros de mala salud y le faltaba un diente inferior, aunque parecía no importarle porque hablaba mostrando las muelas sin recato.

Marcos, estás hecho mierda, pensé al verlo. El doctor nos condujo a un patio pequeño con un par de mesas de cemento y un jardín de jazmines que nadie regaba, pero se negaba a morir a pesar del calor embrutecedor. Las mesas estaban bajo la sombra de un viejo árbol de mango y un almendro centenario.

“Los dejo solos”, se disculpó el doctor Urbino con la mirada polvorosa de quien dedica su vida a la inútil querella contra la locura. “Pero antes, si no les importa, quisiera tener una palabra con el señor Avski”.

Volví con el doctor hasta la entrada del patio. Junto al portón me explicó algunos comportamientos que iba a notar en Marcos y cómo debía reaccionar. También me detalló su horario en caso de que quisiera hablar con él más tarde. Le agradecí y volví a la mesa. Marcos estaba de espaldas, distraído con una iguana que subía por el árbol de mango y escapaba del manicomio caminando por la arista de la pared trasera.

“Se dio de alta la hija de puta iguana. ¿Crees que ya esté bien de la cabeza?”, dije mirando al animal.

Marcos giró confundido. Se quedó mirándome un instante y gritó estupefacto: “¿Avski? ¡No, no, no! ¡No puede ser! Ja ja ja”.

La iguana asintió en dirección al sol y bajó la paredilla hacia el mundo exterior.

“¿Qué haces aquí? Perdona que te lo diga pero parece que te hubieran echado años en la sopa… ja ja ja… pareces de treinta”.

“Puta que es la vida que a todos nos quiere dar de alta”, respondí sin ganas.

Traté de no mirar el hueco en su dentadura. En la calle quizá no lo hubiera reconocido, ni aun si nos tropezáramos. Su deterioro era mucho más que un simple proceso de descalabro físico. Tenía la mirada vacía, como un guerrero ancestral cansado de habitar los reinos de la muerte.

Intenté preguntarle por sus padres pero me interrumpió. Me explicó que había hecho avances importantes en su investigación, y sin darme tiempo a responder empezó su perorata:

“Hay una relación profunda entre los problemas de autorreferencia y el infinito. Piensa en dos espejos enfrentados que crean la imagen de un túnel sin fin, hecho de cámaras que no existen, porque cada espejo refleja un reflejo, la imagen de lo que nunca existió… ¿si ves, Avski?”

“Marcos, no vine a hablar de eso”. “Es por eso que gente como Aristóteles, Gauss y Poincaré no creían en el infinito”, continuó.

“Quizá tengan razón”, argumenté. “En realidad, en la naturaleza todo tiene un final por inconmensurable que sea”.

“Es verdad. En la naturaleza el infinito solo asoma como una insinuación, una promesa que nunca puede ser alcanzada. Esa es la tragedia detrás de las paradojas de Zenón: la felicidad, el amor, el placer sexual, la tortuga que persigue Aquiles; siempre están un paso por adelante, no importa cuántos pasos des, siempre hace falta uno más. Pero la naturaleza no impone los límites de la realidad. El infinito real existe si puede ser imaginado, si puede ser soñado como lo soñó Cantor. El verdadero hogar del infinito es el corazón del hombre”, respondió Marcos.

“¡Caramba! Quizá lo tuyo no sea la matemática, sino la poesía intelectual para amas de casa letradas en Paulo Coelho”.

“Quizá te dé risa, pero es verdad. El infinito como la poesía no existen en la naturaleza. Sin embargo, el infinito está en todas partes, en todo. Piensa en el lenguaje, por ejemplo, si yo digo:

La siguiente frase es falsa

Y después digo:

La frase anterior es verdadera

¿Sí ves? Lo puedo entender como una contradicción, o como un loop infinito: dos espejos enfrentados. Está en todas partes, Avski, pero la gente se niega a verlo. Lo ignoran. Eso fue lo que le pasó a Cantor, ¿sabes quién fue Cantor, no?”

Me lo había contado miles de veces. “Marcos, no vine a hablar de…”. “Bueno, eso fue lo que le pasó, que vio el infinito en toda su luz mientras a todos los demás les daba miedo. Fíjate que hasta Dios mismo sintió miedo cuando estaban construyendo en Babel una torre para tocar el infinito. Mira a los griegos; solo hay que leer las paradojas de Zenón para darse cuenta del terror al infinito que tenían. Los encandilaba, ¿entiendes? Solo los grandes han visto al infinito, como William Blake a quien también odiaron en su tiempo los envidiosos que no pueden comprender el universo”.

Antes de que lo pudiera interrumpir empezó a recitar:

Ve el mundo en un grano de arena
y el cielo en una flor silvestre
abarca el infinito en la palma de tu mano
y la eternidad en una hora.

Hermoso, ¿no? Por eso a Blake también lo odiaron, porque miró al infinito sin miedo. Somos una raza de cobardes.

Recordé que Borges argumenta que todos los hombres somos en realidad uno, que nuestro destino es singular; y pensé que por lo menos en ese universo el loquito de la mugrosa bata blanca sentado frente a mí, era también Georg Cantor, el gran matemático del infinito.

Fuente:

Avski, Joseph. El infinito se acaba pronto. Emecé Editores, Bogotá, 2015.