Ciclo de Conferencias

El mapa de los
objetos perdidos

La obertura palatal

El gusto en José Lezama Lima

—Marzo 7 de 2019—

José Lezama Lima (1910 - 1976) - Foto © Iván Cañas

José Lezama Lima (1910 – 1976)
Foto © Iván Cañas

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Desde que Occidente definió los cinco sentidos, el arte ha sabido representarlos de forma visceral. Sin embargo, el gusto es el sentido menos explorado, pues la visión y el oído se imponen ante el sabor de las cosas. ¿A qué saben el perejil y la guayaba? ¿A qué sabe la nuca de un ángel? ¿Qué dice la lengua cuando la palabra calla y en su reemplazo besa? La literatura en Occidente es un poco tímida para saborear, pero como a todo santo le llega su martirio, José Lezama Lima aparece en el panorama de las letras latinoamericanas para servirnos un banquete más erótico que el de Platón y más pantagruélico que el de Rabelais. Esta conferencia navega por las aguas caribeñas del escritor José Lezama Lima buscando en islas y parajes olvidados los rastros de la lengua que sabía del sabor.

El mapa de los objetos perdidos responde a una preocupación por el territorio hispanoamericano y las formas de construcción memorística en torno a elementos concretos de nuestra realidad. Por ejemplo, ¿qué nos contaría una victrola si le diésemos voz? ¿Hablaría bambuco, son cubano o quizá tango? Y ¿acaso estos lenguajes no contienen en sí una gran parte de lo que es Hispanoamérica? Al mirar una construcción cusqueña, cualquier paseante avisado notará que en la piedra comulgan la cultura inca y la española; el pasado y el presente unidos por el mestizaje en forma de muro. ¿Por qué no hablar entonces de las piedras y la historia de un pueblo? ¿Por qué no hablar de los ríos y la guerra, ya en nuestro contexto más cercano? Para establecer dichas relaciones empezaremos por caminar un sendero que nos es familiar y conocido: el de lo literario. El programa de Estudios Literarios debe cruzar a la otra orilla y explorar diferentes instancias con el fin de enriquecer su entramado discursivo y fortalecer la divulgación de los productos académicos, tanto del cuerpo docente como estudiantil.

Expositor:

Ezequiel Quintero Gallego (Barranquilla, Colombia) es profesional en Estudios Literarios. Ha publicado en la revista Latitud del diario El Heraldo de Barranquilla, la revista Latin American Literature Today de la Universidad de Oklahoma, la revista In Itinere de la Universidad FASTA y el fanzine Paradoja de Medellín.

Organiza:

Universidad Pontificia Bolivariana

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Paradiso

Capítulo vii

Fragmento

Por José Lezama Lima

Doña Augusta destapó la sopera, donde humeaba una cuajada sopa de plátanos. —Los he querido rejuvenecer a todos —dijo— transportándolos a su primera niñez y para eso le he añadido a la sopa un poco de tapioca. Se sentirán niños y comenzarán a elogiarla, como si la descubrieran por primera vez. He puesto a sobrenadar unas rositas de maíz, pues hay tantas cosas que nos gustaron de niños y que sin embargo no volveremos a disfrutar. Pero no se intranquilicen, no es la llamada sopa del oeste, pues algunos gourmets, en cuanto ven el maíz, creen ver ya las carretas de las emigraciones hacia el oeste, a principios del siglo pasado, en la pradera de los indios sioux —al decir eso, miró la mesa de los garzones, pues intencionadamente había terminado su párrafo para apreciar cómo se polarizaba la atención de sus nietos. Sólo Cemí estiraba su cuello, queriendo perseguir las palabras en el aire, miraba después a sus otros primos, asombrado de que no escuchasen la flechita que su abuela les habla lanzado.

—Doña Augusta nos debe haber preparado tantas delicias, que habrá que tener cuidado con el embolia ceroso, el más fulminante de los conocidos —dijo el doctor Santurce.

—Es aquel que en la clínica médica —dijo Alberto, impulsándose en la broma—, Martí ha descrito cuando dice: el corazón se me salió del pecho y lo exhalé en un ay por la garganta.

—Todos los males que se derivan del exceso de comer son menores, decía Hipócrates —añadió el odontólogo Demetrio, que siempre le gustaba mostrar su conocimiento del cuerpo discrepando del doctor Santurce—, que los males que se derivan del exceso de no comer. Añadamos otro cuarto, ahora el de un santo, Pablo llamado de Tarso, que aconseja que el que no coma no se burle del que come, aconsejando también el viceversa. Después de la de un santo, la de un demonio, Antonio Pérez, el asesino que se rebeló, opinaba que sólo los grandes estómagos digerían veneno. Por cierto que a José Martí le gustaba mucho esa frase del secretario perverso. Hay que ser muy secretario y muy perverso para enamorarse de una tuerta, sobre todo cuando sabemos que ese ojo tuerto ha sido besado por Felipe II, que el diablo siga bendiciendo por los siglos de los siglos.

—Comienzas como dietético y terminas como teólogo —dijo Alberto—, lo cierto es que todavía no se conocen los secretos de nuestro vaso de barro. El riñón, por ejemplo, segrega catorce jugos, de los que únicamente seis son conocidos. Los chinos distinguen entre el cuerpo derecho y el izquierdo. Consideran la neurosis y la locura, en distintas dosis, la falta de adecuación entre ambas partes del cuerpo. Un médico nuestro sólo aprecia dos ritmos cardiacos, allí donde un médico chino logra encontrar cuatrocientos sonidos bien diferenciados.

—No son sonidos nítidos, sino los que irregularmente brotan de una especie de rasgueo fibrinoso que se origina en el músculo cardiaco —intervino el doctor Santurce, que creyó obligado traer la última palabra sobre esas cuestiones científicas, a las que como médico creía que debía aportar su autoridad—. Un canario —añadió—, aparentemente tiene doscientas pulsaciones, son sólo otras tantas descargas fibrinosas.

—Troquemos —dijo doña Augusta para terminar la ociosa discusión—, el canario centella por el langostino remolón—. Hizo su entrada el segundo plato de un pulverizado soufflé de mariscos, ornado en la superficie por una cuadrilla de langostinos, dispuestos en coro, unidos por parejas, distribuyendo sus pinzas el humo brotante de la masa apretada como un coral blanco. Una pasta de camarones gigantomas, aportados por nuestros pescadores, que creían con ingenuidad que toda la plataforma coralina de la isla estaba incrustada por camadas de camarones, cierto que tan grandes como los encontrados por los pescadores griegos en los cementerios camaroneros, pues este animal ya en su madurez, al sentir la cercanía de la muerte, se abandona a la corriente que lo lleva a ciertas profundidades rocosas, donde se adhiere para bien morir. Formaba parte también del soufflé, el pescado llamado emperador, que doña Augusta sólo empleaba en el cansancio del pargo, cuya masa se había extraído primero por círculos y después por hebras; langostas que mostraban el asombro cárdeno con que sus carapachos habían recibido la interrogación de la linterna al quemarles los ojos saltones.

Después de ese plato de tan lograda apariencia de colores abiertos, semejante a un flamígero muy cerca ya de un barroco, permaneciendo gótico por el horneo de la masa y por las alegorías esbozadas por el langostino, doña Augusta quiso que el ritmo de la comida se remansase con una ensalada de remolacha que recibía el espatulazo amarillo de la mayonesa, cruzada con espárragos de Lubeck. Fue entonces cuando Demetrio cometió una torpeza, al trinchar la remolacha se desprendió entera la rodaja, quiso rectificar el error, pero volvió la masa roja irregularmente pinchada a sangrar, por tercera vez Demetrio la recogió, pero por el sitio donde había penetrado el trinchante se rompió la masa, deslizándose: una mitad quedó adherida al tenedor, y la otra, con nueva insistencia maligna, volvió a reposar su herida en el tejido sutil, absorbiendo el líquido rojo con lenta avidez. Al mezclarse el cremoso ancestral del mantel con el monseñorato de la remolacha, quedaron señalados tres islotes de sangría sobre los rosetones. Pero esas tres manchas le dieron en verdad el relieve de esplendor a la comida. En la luz, en la resistente paciencia del artesanado, en los presagios, en la manera como los hilos fijaron la sangre vegetal, las tres manchas entreabrieron como una sombría expectación.

Alberto cogió la caparazón de los dos langostinos, cubrió con ella las dos manchas, que así desaparecieron bajo la cabalgadura de delicadas rojeces. —Cerni, dame uno de tus langostinos, pues hemos sido los primeros en saborear su masa, para que cubra la otra media mancha—. Graciosamente remedó, con el langostino de Cemi ya en su mano, que el deleitoso viniese volando, como un dragón incendiando las nubes, hasta caer en el mutilado nido rojo formado por la semiluna de la remolacha.

El friecito de noviembre, cortado por rafagazos norteños, que hacían sonar la copa de los álamos del Prado, justificaba la llegada del pavón sobredorado, suavizadas por la mantequilla las asperezas de sus extremidades, pero con una pechuga capaz de ceñir todo el apetito de la familia y guardarlo abrigado como en un arca de la alianza.

—El zopilote de México es mucho más suave —dijo el mayor de los hijos de Santurce. —Zopilote no, guajolote —le rectificó Cemí—. A mí me han recomendado caldo de pichón de zopilote para curar el asma, para no decir el feo nombre de ese avechucho entre nosotros, pero prefiero morirme a tomar ese petróleo. Ese caldo debe saber como la leche de la cochina que según los antiguos producía la lepra.

—Se desconoce en realidad el origen de esa enfermedad —dijo Santurce, que como médico no sentía la impropiedad de hablar de cualquier enfermedad a la hora de la comida.

—Hablemos mejor del ruiseñor de Pekín —dijo doña Augusta, molesta por el giro de la conversación. La alusión de Cemí a la leche de la cochina había sido graciosa por lo inesperado, pero el desarrollo de ese tema en esa oportunidad por el doctor Santurce, era tan temible como la posibilidad de ras de mar que comenzaban a vocear los periódicos nocturnos.

—Las manchas rojas del mantel deben haber favorecido el tema de los vultúridos, pero recuerde también, madre, que el ruiseñor de Pekín cantaba para un emperador moribundo —expresó Alberto, comenzando a repartir el pavón vinoso y almendrado.

—Yo sé, Alberto, que toda comida atraviesa su remolino sombrío, pues una reunión de alegría familiar no estaría resuelta si la muerte no comenzase a querer abrir las ventanas, pero las humaredas que despide el pavón pueden ser un conjuro para ahuyentar a Hera, la horrible.

Los mayores sólo probaron algunas lascas del pavo, pero no perdonaron el relleno que estaba elaborado con unas almendras que se deshacían y con unas ciruelas que parecían crecer de nuevo con la provocada segregación del paladar. Los garzones, un poco huidizos aún al refinamiento del soufflé, crecieron su gula habladora en tomo al almohadón de la pechuga, donde comenzaron a lanzarse tan pronto el pavón dio un corto vuelo de la mesa de los mayores a la mesita de los niños, que cuanto más comían, más rápidamente querían ver al pavón todo plumado, con su pachorra en el corralón.

Al final de la comida, doña Augusta quiso mostrar una travesura en el postre. Presentó en las copas de champagne la más deliciosa crema helada. Después que la familia mostró su más rendido acatamiento al postre sorpresivo, doña Augusta regaló la receta: —Son las cosas sencillas —dijo—, que podemos hacer en la cocina cubana, la repostería más fácil, y que enseguida el paladar declara incomparables. Un coco rallado en conserva, más otra conserva de piña rallada, unidas a la mitad de otra lata de leche condensada, y llega entonces el hada, es decir, la viejita Marie Brizard, para rociar con su anisete la crema olorosa. Al refrigerador, se sirve cuando está bien fría. Luego la vamos saboreando, recibiendo los elogios de los otros comensales que piden con insistencia el bis, como cuando oímos alguna pavana de Lully.

Al mismo tiempo que se servía el postre, doña Augusta le indicó a Baldovina que trajese el frutero, donde mezclaban sus colores las manzanas, peras, mandarinas y uvas. Sobre el pie de cristal, el plato con los bordes curvos, donde los colores de las frutas se mostraban por variados listones entrelazados, con predominio del violado y el mandarina disminuidos por la refracción. El frutero se había colocado al centro de la mesa, sobre una de las manchas de remolacha. Alberto cogió uno de los langostinos, lo verticalizó como si fuese a subir por el pie de cristal, hasta hundir sus pinzas en la pulpa más rendida. El frutero, como un árbol marino al recibir el rasponazo de un pez, chisporroteó en una cascada de colores, estirándose el langostino contento de la nueva temperatura, como si quisiera llegar al cielo curvo del plato, pintado de frutas.

Discretamente doña Augusta había eliminado los vinos de la comida. Donde estuviesen reunidos Santurce, Alberto y Demetrio, era preferible evitarlos para no encender discusiones excesivas, pues cualquier nimiedad engendraba un hormiguero bajo la advocación de Pólemos. Santurce con su cientificismo trasnochado, Alberto que era imprevisible y Demetrio siempre a la zaga de los pruritos sabichosos y de la pedantería dura como cuero del médico provinciano, se arremolinaban en discusiones hasta empalidecerse y temblar las manos.

Después café, después los puros, con esas luciérnagas salieron de nuevo al frío del portal, desde donde se divisaban las olas que venían en anchurosos toneletes sobre el Malecón, rompían sus aros, lanzaban sus mantos que querían clavarse en las estrellas amoratadas y después avergonzados se deshilachaban en sucesivas capitulaciones sobre los troncos rocosos.

Fuente:

Cubaliteraria.cu