Ciclo de Conferencias

El mapa de los
objetos perdidos

La motosierra como
objeto y símbolo de
destrucción y creación

—26 de abril de 2023—

Primera portada de la serie de manga
japonesa Hombre Motosierra, escrita
e ilustrada por Tatsuki Fujimoto.

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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En el encuentro exploraremos cómo la motosierra ha sido utilizada en la literatura a lo largo de los años. Se presentará una compilación de extractos de diferentes textos, que van desde novelas hasta poesía, donde se hace referencia a la motosierra, destacando su uso como herramienta para transmitir un sentido de peligro y violencia en la narrativa y en otros géneros literarios. Se abarcará el origen histórico de la motosierra y cómo ha evolucionado su uso en diferentes contextos, desde la industria maderera hasta su presencia en la cultura popular. También se discutirán comparativas interesantes con otras herramientas y armas utilizadas en la literatura, como el cuchillo y la sierra. El objetivo es brindar una visión interesante sobre cómo la motosierra se ha convertido en un elemento recurrente en la literatura, y cómo su simbolismo y uso narrativo ha cambiado en el tiempo. Si eres un amante de la literatura, esta conferencia te dará una nueva perspectiva sobre cómo los objetos más comunes pueden tener un significado profundo en la narrativa.

El mapa de los objetos perdidos responde a una preocupación por el territorio hispanoamericano y las formas de construcción memorística en torno a elementos concretos de nuestra realidad. Por ejemplo, ¿qué nos contaría una victrola si le diésemos voz? ¿Hablaría bambuco, son cubano o quizá tango? Y ¿acaso estos lenguajes no contienen en sí una gran parte de lo que es Hispanoamérica? Al mirar una construcción cusqueña, cualquier paseante avisado notará que en la piedra comulgan la cultura inca y la española; el pasado y el presente unidos por el mestizaje en forma de muro. ¿Por qué no hablar entonces de las piedras y la historia de un pueblo? ¿Por qué no hablar de los ríos y la guerra, ya en nuestro contexto más cercano? Para establecer dichas relaciones empezaremos por caminar un sendero que nos es familiar y conocido: el de lo literario. El programa de Estudios Literarios debe cruzar a la otra orilla y explorar diferentes instancias con el fin de enriquecer su entramado discursivo y fortalecer la divulgación de los productos académicos, tanto del cuerpo docente como estudiantil.

Expositora:

Elizabeth Hernández Vivas (Bucaramanga) es estudiante de quinto semestre de Estudios Literarios en la Universidad Pontificia Bolivariana. Tiene dos gatos y su amor por la ciencia ficción y terror la lleva a investigar toda clase de cuevas literarias.

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Invita:

Universidad Pontificia Bolivariana

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«La motosierra se convirtió en un símbolo icónico del horror después de su aparición en La matanza de Texas de 1974». «La motosierra es una metáfora visual para la brutalidad y la destrucción, que se utiliza a menudo en la literatura y el cine para representar la violencia extrema y la locura».

C. Paul Sellors

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«La motosierra se ha convertido en un elemento común en el género de la supervivencia, a menudo representada como una herramienta indispensable para sobrevivir en la naturaleza salvaje». «La motosierra es un símbolo de la masculinidad tóxica y la violencia, y su uso en la literatura y el cine a menudo se asocia con personajes masculinos violentos y perturbados».

Jens Kiefer

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El primer pecado mortal

~ Fragmento ~

Por Lawrence Sanders

La calle estaba cortada por caballetes amarillos de madera con la inscripción «Departamento de Policía de Nueva York» en los costados. Debajo de las barricadas había faroles a petróleo, esferas negras con mechas humeantes. Parecían bombas anarquistas del siglo xix.

El policía de consigna saludó y retiró un caballete para dejar pasar a Delaney. El capitán caminó lentamente por el medio de la calle, en dirección al río. Conocía muy bien esa cuadra. Tres años antes había dirigido a un equipo de oficiales y especialistas de la División de Patrullas Técnicas para defender a una casa grande que había sido tomada por una banda de asaltantes y era robada sistemáticamente. La casa quedaba cerca de la mitad de la cuadra. Había unas pocas luces prendidas; en un departamento, los moradores se hallaban en la ventana, mirando la calle.

Delaney se detuvo a inspeccionar la escena silenciosa delante de él. Al comprender lo que ocurría, se sacó la gorra, se hizo la señal de la cruz e inclinó la cabeza.

Había unos doce vehículos estacionados en semicírculo: patrulleros, ambulancia, camión iluminador, laboratorio rodante, tres sedans sin identificación, una limousine negra. Treinta hombres se hallaban parados inmóviles, con la cabeza descubierta e inclinada.

En esta cuadra se habían instalado las luces nuevas que despedían un resplandor color naranja, sin sombras, que impregnaba las puertas, los callejones, las esquinas, con una tenue transparencia. Al no haber sombras, tampoco había brillo sino una luz estridente, sin calidez.

En esta niebla metálica, el rocío matinal se filtraba suavemente y formaba lágrimas sobre los capós y techos de los autos y sobre el asfalto negro. Humedecía el pelo y las caras de los silenciosos espectadores. Caía como un manto sobre el bulto encogido que había en la acera. Arrodillado, el sacerdote completó la extremaunción y se puso de pie. Los hombres volvieron a calzarse los sombreros. Hubo un murmullo sofocado de voces.

Delaney contempló esta litografía nocturna. Luego, avanzó despacito. Se ubicó debajo de un potente haz de luz blanca; los hombres se dieron vuelta para mirarlo. El teniente se acercó rápido, con el rostro atormentado.

—Es Lombard, capitán —dijo, entrecortadamente—. Frank Lombard, el concejal de Brooklyn. Usted lo conoce, ése que siempre hablaba del «crimen en las calles» y comentaba en los diarios lo mal que actuaba la policía.

Delaney asintió con la cabeza. Paseó la vista por los hombres allí congregados: policías, detectives de la seccional y de homicidios, especialistas de laboratorio y un inspector de la División de Detectives. Y un vicecomisionado con uno de los secretarios privados del intendente.

Había, también, otra figura arrodillada junto al cadáver. Delaney reconoció la mole imponente del doctor Sanford Ferguson. A pesar del brillo chillón de los reflectores, el cirujano forense utilizaba una linternita para examinar el cráneo del occiso. Se retiró un momento mientras los fotógrafos ubicaban una regla al lado del cadáver y sacaban más fotos. Luego, volvió a hincarse en la acera húmeda. Delaney se le aproximó. Ferguson levantó la vista.

—Hola, Edward —sonrió—. Estaba pensando dónde andaría. Mire esto.

Antes de arrodillarse, Delaney contempló un momento a la víctima. No era difícil visualizar lo que había ocurrido. Habían atacado al hombre por atrás. Tenía aplastada la parte posterior del cráneo; el pelo negro, grueso, se veía ensangrentado y enmarañado. Había caído hacia adelante, desparramándose pesadamente. Al caer, se le había roto el fémur izquierdo, y ahora la pierna le colgaba en un ángulo espantoso. Se había desplomado con tanta fuerza que el extremo astillado del hueso le atravesaba la pierna del pantalón.

Presumiblemente, había golpeado la cara contra la acera porque le salía sangre de la nariz magullada, tal vez por machucones de la boca y raspaduras faciales. El charco de sangre, que aún no se había congelado, brotaba de la cabeza y formaba una lagunita que se internaba en una grieta del terreno alrededor de un plátano esquelético, junto al cordón.

Delaney se arrodilló con cuidado, evitando tocar una billetera de cuero que había tirada al lado del cadáver. El capitán se dio vuelta, y el brillo de los reflectores le hizo entrecerrar los ojos.

—¿Ya se ocuparon de la billetera? —les gritó a los hombres que no alcanzaba a ver.

—No, señor —le respondió alguien—. Todavía no. Delaney observó la billetera.

—De cocodrilo —dijo—. No van a poder sacar mucho. —Extrajo una birome del bolsillo interno de la chaqueta y la utilizó para abrir delicadamente la billetera, tocando sólo un borde. El doctor Ferguson enfocó sobre ella el haz de luz de su linterna. Ambos vieron el grueso fajo de billetes verdes.

Delaney dejó cerrar la billetera y se volvió hacia el cadáver. Ferguson apuntó la linterna al cráneo. Tres hombres vestidos de civil se aproximaron y se arrodillaron junto al cuerpo del occiso. Los cinco se inclinaron estrechamente; sus cabezas casi se tocaban.

—¿Una cachiporra? —preguntó uno de los detectives—. ¿Un caño, tal vez?

—No creo —respondió Ferguson, sin levantar la vista—. No hay machacadura ni hundimiento. Eso es pelo revuelto y sangre. Pero hay una penetración, una especie de punzadura. Un orificio de unos dos centímetros y medio de diámetro. Parece redondo. Pude meter el dedo por allí.

—¿Un martillo? —preguntó Delaney. Ferguson se reclinó sobre sus talones.

—¿Un martillo? Sí, podría ser. Depende de la profundidad de la penetración.

—¿Y a qué hora habrá sido, doctor? —preguntó otro de los detectives.

—Creo que, a lo sumo, hace tres horas. No, digamos unas dos horas. Cerca de medianoche. Sólo una suposición.

—¿Quién lo encontró?

—El primero que lo vio fue un taxista pero pensó que se trataba de un borracho y no se detuvo. Después alcanzó a uno de los coches patrulleros de su distrito en la avenida York, capitán, y ellos volvieron.

—¿Quiénes eran?

—McCabe y Mowery.

—¿No se sabe si movieron el cadáver o la billetera?

—McCabe dice que no tocaron el cadáver, y que la billetera estaba caída abierta, boca arriba, y que se asomaban la cédula de identidad y las tarjetas de crédito. Así fue como se enteraron de que se trataba de Lombard.

—¿Quién cerró la billetera?

—Mowery.

—¿Por qué?

—Dice que estaba empezando a lloviznar y temieron que pudiese llover más fuerte y que se arruinaran las posibles huellas digitales sobre el plástico transparente del interior. Se dieron cuenta de que la billetera era de un cuero duro, y hay más posibilidades de que queden grabadas las impresiones en el plástico que en el cuero. De modo que la cerraron utilizando un lápiz, que no la tocaron. McCabe concuerda en la afirmación, y declara que la billetera está movida menos de un centímetro de la posición en que la encontraron.

—¿Cuándo fue que el taxista los paró en la avenida York y les informó que había un hombre tendido en la acera?

—Hace más o menos una hora. Quizás, cincuenta minutos.

—¿Doctor, podemos darle vuelta ahora?

—¿Ya sacaron todas las fotos? —gritó un detective desde la penumbra.

—Falta la del frente —le respondieron.

—Cuidado con esa pierna —dijo Ferguson—. A ver, alguno de ustedes que la mantenga en su lugar mientras lo movemos.

Cinco pares de manos asieron suavemente al cadáver y le dieron vuelta boca arriba. Los cinco hombres arrodillados se echaron hacia atrás al tiempo que dos fotógrafos se acercaban a sacar primeros planos de la víctima. Luego, el círculo volvió a cerrarse.

—No veo heridas en la parte delantera —informó Ferguson, mientras el rayo de su linternita se movía en zigzag sobre el cuerpo del occiso—. La pierna quebrada y las heridas faciales son producto de la caída. Al menos, la piel rasguñada parecería indicarlo. Voy a estar más seguro cuando lo trasladen al centro. La penetración en el cráneo es la causante de la muerte.

—¿Murió antes de golpear contra el suelo?

—Podría ser, si la punzadura fuese lo suficientemente profunda. Es un…, era un hombre pesado. Unos ciento diez kilos. Y cayó como plomo. —Palpó los brazos, hombros y piernas del muerto—. Sólido. Muy poca grasa. Buenos músculos. Podría haber opuesto resistencia si hubiese tenido la oportunidad.

Se quedaron en silencio mirando el cadáver. No había sido un hombre buen mozo, pero sus facciones eran bien pronunciadas y nada desagradables: recia mandíbula, labios gruesos, nariz grande (ahora rota), pobladas cejas negras y un bigote tipo morsa. Los dientes no estaban partidos, y eran grandes, blancos, cuadrados; parecían lápidas. Los ojos miraban el cielo lloroso con expresión ausente.

Fuente:

Sanders, Lawrence. The First Deadly Sin. Book Club Edition, 1973. Traducción de Raquel Albornoz.

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