Ciclo de Conferencias

El mapa de los
objetos perdidos

Bocados de siglos

Presencias y metáforas de
la fruta en la literatura
latinoamericana

—27 de septiembre de 2023—

Pasifloras o «flores del sufrimiento».
Ilustración © Real Jardín Botánico.

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Esta conferencia explora las resonancias metafóricas de la fruta en la literatura latinoamericana. Conversaremos en torno a los sabores, olores y texturas que alimentan nuestras posibilidades imaginativas. A través de la poesía y la narrativa de mujeres como Delmira Agustini, Inés Arredondo y Laura Ortiz, entre otras, profundizaremos en los paralelos que establecen las presencias frutales con temas como el deseo, la muerte, la enfermedad, el tiempo y la violencia. Palabras que con la acidez del fruto se dispersan en el paladar. Palabras que con la dulzura del fruto se deslizan por la garganta.

El mapa de los objetos perdidos responde a una preocupación por el territorio hispanoamericano y las formas de construcción memorística en torno a elementos concretos de nuestra realidad. Por ejemplo, ¿qué nos contaría una victrola si le diésemos voz? ¿Hablaría bambuco, son cubano o quizá tango? Y ¿acaso estos lenguajes no contienen en sí una gran parte de lo que es Hispanoamérica? Al mirar una construcción cusqueña, cualquier paseante avisado notará que en la piedra comulgan la cultura inca y la española; el pasado y el presente unidos por el mestizaje en forma de muro. ¿Por qué no hablar entonces de las piedras y la historia de un pueblo? ¿Por qué no hablar de los ríos y la guerra, ya en nuestro contexto más cercano? Para establecer dichas relaciones empezaremos por caminar un sendero que nos es familiar y conocido: el de lo literario. El programa de Estudios Literarios debe cruzar a la otra orilla y explorar diferentes instancias con el fin de enriquecer su entramado discursivo y fortalecer la divulgación de los productos académicos, tanto del cuerpo docente como estudiantil.

Expositora:

Nataly Acevedo Barrientos es lectora y tallerista, estudiante del pregrado en Estudios Literarios con énfasis en teoría y crítica. Forma parte del Semillero de Investigación de Estudios Literarios de Latinoamérica y el Caribe y ha publicado algunos de sus textos en el marco de iniciativas populares sobre escritura de mujeres en el Valle de Aburrá.

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Invita:

Universidad Pontificia Bolivariana

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«Soy fruto de aspereza y maldición: yo amargo/ Y mancho mortalmente el labio que me toca;/ Mi beso es flor sombría de un otoño muy largo…/ Exprimido en tus labios dará un sabor amargo,/ ¡Y todo el Mal del Mundo florecerá en tu boca!».

Delmira Agustini
«Supremo idilio»
(Los cálices vacíos, 1913)

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«Yo soy yo y por eso me voy a ir a robar guayabas y maracuyás. Las apilaré unas sobre otras. Con todo el peso de la pierna, con el peso del torso y la cabeza, las pisaré. Saldrá un jugo amarillo, un moco dulce, espeso, que se derrama del cráneo del mundo. El silencio no dirá nada. Yo habré matado a todos sin que nadie lo sepa. Solo se enterarán las cotorras que chillarán al unísono, como si las desalojaran de su sobrepoblado matorral».

Laura Ortiz
«Parto de vaca»
(Sofoco, 2021)

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«Más tarde me levanté, me eché encima una bata corta, y sin calzarme ni recogerme el pelo fui a la cocina, abrí el refrigerador y saqué tres mangos gordos, duros. Me senté a comerlos en las gradas que están al fondo de la casa, de cara a la huerta. Cogí uno y lo pelé con los dientes, luego lo mordí con toda la boca, hasta el hueso; arranqué un trozo grande, que apenas me cabía, y sentí la pulpa aplastarse y al jugo correr por mi garganta, por las comisuras de la boca, por mi barbilla, después por entre los dedos y a lo largo de los antebrazos. Con impaciencia pelé el segundo. Y más calmada, casi satisfecha ya, empecé a comer el tercero».

Inés Arredondo
«Estío»
(Cuentos completos, 2012)

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Cien años de perdón

Por Clarice Lispector

Quien nunca haya robado no me va a entender. Y si alguien no ha robado nunca rosas, ése jamás va a poder entenderme. Yo, de pequeña, robaba rosas.

En Recife había innumerables calles, las calles de los ricos, flanqueadas de palacetes que se alzaban en medio de grandes jardines. Una amiguita y yo jugábamos mucho a decidir a quién pertenecían los palacetes. «Aquel blanco es mío». «No, ya te dije que los blancos son míos». «Pero ése no es totalmente blanco, tiene ventanas verdes». A veces pasábamos largo rato, la cara apretada contra las rejas, mirando.

Empezó así. En uno de los juegos de «aquella casa es mía» nos paramos delante de una que parecía un pequeño castillo. Al fondo se veía el inmenso huerto de árboles. Y al frente, en macizos bien ajardinados, estaban plantadas las flores.

Bien, pero aislada en su macizo había una rosa apenas entreabierta de color rosa vivo. Me quedé embobada, contemplando con admiración aquella rosa altanera que ni mujer hecha era todavía. Y entonces sucedió: desde lo más hondo del corazón yo quise esa rosa para mí. Yo la quería, ah, cómo la quería. Y no había modo de obtenerla. Si el jardinero hubiese estado por ahí, le habría pedido la rosa, incluso sabiendo que iba a expulsarnos como se expulsa a los niños traviesos. No había jardinero a la vista, nadie. Y las ventanas, a causa del sol, estaban con los postigos cerrados. Era una calle por donde no pasaban tranvías y raramente aparecía un coche. Entre mi silencio y el silencio de la rosa se hallaba mi deseo de poseerla como cosa solamente mía. Quería poder agarrarla. Quería olerla hasta sentir la vista oscura de tanto aturdimiento de perfume.

Entonces no pude más. El plan se formó en mí en un instante, lleno de pasión. Pero, como buena realizadora que era, razoné fríamente con mi amiguita, explicándole qué papel le correspondería: vigilar las ventanas de la casa o la aproximación siempre posible del jardinero, vigilar a los escasos transeúntes de la calle. Mientras tanto, entreabrí lentamente el portón de rejas un poco oxidadas, calculando de antemano el leve rechinido. Sólo lo entreabrí lo bastante para que pudiese pasar mi cuerpo esbelto de niña. Y, de puntillas pero veloz, avancé por los guijarros que rodeaban los macizos. Cuando llegué a la rosa había pasado un siglo de corazón palpitante.

Heme por fin delante de ella. Me detengo un instante, con peligro, porque de cerca es todavía más bella. Finalmente empiezo a partir el tallo, arañándome los dedos con las espinas y chupándome la sangre de los dedos.

Y de repente… hela aquí toda en mi mano. La carrera de vuelta también tenía que ser silenciosa. Por el portón que había dejado entreabierto pasé sosteniendo la rosa. Y entonces, pálidas las dos, yo y la rosa, corrimos literalmente lejos de la casa.

¿Y qué hacía yo con la rosa? Hacía esto: la rosa era mía.

La llevé a casa, la puse en un vaso de agua donde reinó soberana, con sus pétalos gruesos y aterciopelados de varios matices de rosa-té. En el centro, el color se concentraba más y el corazón parecía casi rojo.

Fue tan bueno.

Fue tan bueno que simplemente me puse a robar rosas. El proceso era siempre el mismo: la niña vigilando, yo entrando, yo rompiendo el tallo y huyendo con la rosa en la mano. Siempre con el corazón palpitante y siempre con aquella gloria que nadie me quitaba.

También robaba pitangas. Había una iglesia presbiteriana cerca de casa, rodeada por un seto alto y tan denso que impedía ver la iglesia. Fuera de una punta del tejado, nunca llegué a verla. El seto era de pitanguera. Pero las pitangas son frutas que se esconden: yo no veía ninguna. Entonces, mirando antes a los lados para asegurarme de que no venía nadie, metía la mano por entre las rejas, la hundía en el seto y empezaba a tentar hasta que mis dedos sentían la humedad de la frutita. Muchas veces, con la prisa, aplastaba una pitanga demasiado madura con los dedos, que quedaban como ensangrentados. Arrancaba varias y me las iba comiendo allí mismo, y algunas muy verdes las tiraba.

Nunca lo supo nadie. No me arrepiento: ladrón de rosas y de pitangas tiene cien años de perdón. Las pitangas, por ejemplo, piden ellas mismas que las arranquen, en vez de madurar y morir, vírgenes, en la rama.

Fuente:

Lispector, Clarice. «Cien años de perdón». En: Cuentos reunidos. Madrid, Siruela, 2017.

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Tomates. (Solanum lycopersicum). Johann Wilhelm Weinmann (1742-1745), Real Jardín Botánico, Madrid, España.