Presentación

El ojo de la luna

(Eye of the Moon)

—20 de mayo de 2021—

Portada del libro «El ojo de la luna» (Eye of the Moon) de Ivan Obolensky

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Ivan Obolensky (Estados Unidos) creció en medio de la alta sociedad internacional, oyendo hablar de sus aristocráticos y legendarios antepasados rusos. Estas historias de intriga y aventura, que hoy son la inspiración para su escritura, despertaron su imaginación desde muy temprana edad. En su juventud adelantó estudios en el Lancing College de Sussex, Inglaterra, y en la Universidad de Boston. Actualmente es el vicepresidente de Dynamic Doingness, empresa fundada por su esposa Mary Jo Smith-Obolensky (ver «La sillita del maestro»), quien en 2011 lo animó a compartir sus experiencias y conocimientos por medio de artículos sobre actualidad, ciencias sociales y finanzas. Un año más tarde ingresó al Grupo de Escritores de Long Ridge y comenzó a escribir ficción bajo la tutela de Tom Hyman, su actual editor. Otras de sus aficiones son la fotografía y la música. «El ojo de la luna», libro publicado por Smith-Obolensky Media, es su primera novela.

Conversación del autor con la editora Constanza Padilla y el poeta Pedro Arturo Estrada.

Ivanobolensky.com

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Logo Smith-Obolensky Media

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Narración impecable, inteligencia, humor, ironía, ternura, misterios, libros, escaleras, ventanas, esculturas, naturaleza, personalidades interesantes, presencias todas que amaba tanto don Fernando, el de Otraparte, el observador de «agonías, entierros y mujeres», y esos «tipos como idos, que se quedan por ahí parados, mirando sin ver». Iván Obolensky es un gran atisbador.

Gustavo Restrepo Villa

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Después de la ya larga historia de la novela moderna como género, y también, luego de las enormes crisis que en el siglo xx la cuestionan como tal, vuelve un momento en el que parece resurgir desde sus propias raíces, y es así como de nuevo regresan historias muy interesantes sobre estructuras clásicas, no siempre tradicionales, que logran sin embargo rescatar para el lector contemporáneo la emoción, la magia, un tanto perdidas o relegadas por el excesivo experimentalismo e intelectualización de la literatura.

A esta tendencia podría asociarse El ojo de la luna, auspiciosa ópera prima del escritor Iván Obolensky en la que se entremezclan eficazmente los hilos de una historia perfectamente construida, plena de interés y, sobre todo, escrita con gracia, inteligencia y ritmo, estilo en ocasiones muy sutil, pero también muy sencillo, sin elaboraciones retóricas complicadas, lo que facilita el acceso a toda clase de lectores. En una atmósfera de elegancia, lujo, misterio, intrigas familiares, esoterismo e incluso romanticismo, Percy, el narrador y protagonista a la vez, logra dar cuenta de un mundo cuyas claves se revelan poco a poco en torno a personajes muy singulares con los que está vinculado incluso desde antes de nacer, y con los cuales, sólo al final, alcanza a aclarar su propio destino.

Pedro Arturo Estrada

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Percy y Johnny, amigos de infancia, vuelven a reunirse después de años de ausencia. La ocasión para reiniciar su amistad será un largo fin de semana con los padres del primero, además de otros invitados en Rhinebeck, una mansión campestre sobre el Hudson, en las afueras de Nueva York. El libro comienza con los mejores auspicios. Habrá buena conversación entre personas instruidas, exitosas y sofisticadas, los mejores vinos, cenas exquisitas en medio de un decorado opulento, como son la casa y los jardines que descienden hasta el río. Existe incluso la promesa de un posible romance entre el hijo de los dueños y la hermosa hija de uno de los huéspedes. Pero ni los personajes, ni mucho menos el lector, sospechan la cadena de acontecimientos que se avecinan.

Con inteligente sutileza, haciendo gala de un estilo que combina una velada ironía con la elegancia de su prosa, el autor conduce la trama por caminos en los que combinan la magia, las intrigas de los sirvientes, el influjo del pasado, junto con complicadas operaciones financieras que pueden ser la ruina de unos y la dicha de otros. Como en una danza, las relaciones se recompondrán, no solo entre los huéspedes, sino con el entorno. Porque la casa parece tener vida propia. Los más sensibles descubrirán que la recorren inquietantes corrientes síquicas cuyo origen se adivina, mas no con certeza. Y la voz de los que ya se fueron se insinúa, creando una realidad alterna en la que el espíritu de los muertos parece a punto de revelar sus secretos. Apoyada por el mérito de una impecable traducción al español, esta novela extraordinaria, que el lector encontrará imposible de abandonar hasta llegar a la última página, cumplirá con todas sus expectativas al combinar de manera magistral el suspenso, lo oculto, el amor, y más de un misterio por descubrir. Las pasiones humanas, y las consecuencias que se derivan de las acciones dictadas por ellas, quedarán al descubierto al llegar a un final que bien puede cerrarse sobre sí mismo, o permanecer abierto a una segunda historia.

María Cristina Restrepo

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Ivan Obolensky

Ivan Obolensky

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El ojo de la luna

~ Capítulo I ~

Amenaza con llover, pensaba la mañana de aquel miércoles, en la primavera de 1977, mientras miraba por la ventana. Esperaba el desayuno en mi habitación del hotel St. Regis, en Nueva York. Cuando llamaron a la puerta, abrí en bata de baño, pero, en lugar de un camarero con un carrito de servicio, entró Johnny Dodge.

—Oh, no —murmuré.

Johnny pasaba apenas los treinta años. Su cabello era rubio y largo, lucía delgado y en buena forma. Vestía un traje oscuro a rayas, y del bolsillo del saco sobresalía un pañuelo azul con pequeños lunares blancos, que hacía juego con su corbata. En su camisa color crema y de puños franceses llevaba unos pequeños gemelos de oro de Cartier. Los reconocí porque yo mismo se los había regalado años atrás.

Éramos prácticamente como hermanos. Crecimos juntos. Mis padres y los suyos eran buenos amigos, pero los míos viajaban con frecuencia fuera del país. Todos pensaban que un estilo de vida nómada como el de mis padres no era en definitiva el que más me convenía y que debía instalarme de manera permanente en casa de los Dodge. Había mucho espacio en su apartamento de la Quinta Avenida, en el piso catorce, con vista a Central Park. Dormí en la misma habitación que Johnny y asistí a las mismas escuelas. Me consideraban una especie de Dodge, lo cual representaba, según Johnny, ciertos privilegios, pero también, y no menos importante, algunas obligaciones asimétricas de cumplimiento inmediato, incluso ahora, varios años después.

Quería cerrar la puerta, pero no lo hice. Sabía que él simplemente seguiría tocando o me emboscaría cuando tratara de salir.

—Y un saludo para ti también, Percy —dijo Johnny—. Sé que esperas el desayuno. No te preocupes, lo subirán en un minuto. Devolví el pedido y añadí algunas cosas porque desayunaré contigo. Tenemos mucho de qué hablar y hay un auto esperando abajo, pero nos ocuparemos de eso en su debido momento.

—¿Vamos a algún lado? ¿O solo al aeropuerto para tomar mi vuelo de regreso en la tarde a California?

—Sí, claro, por supuesto. —Sonrió, me dio una ligera palmada en el hombro a modo de saludo y luego empezó a frotarse las manos, expectante, mientras miraba a su alrededor—. Bonita habitación —dijo, cambiando de tema.

Johnny podía llegar a ser exasperante. Sabía exactamente qué decir y qué hacer para que yo siguiera sus planes. Siempre se aprovechó de mi sentido de la obligación hacia él y su familia, y estaba seguro de que esta vez no sería la excepción.

—Johnny, no quiero entrometerme, pero ¿cómo te enteraste de que estaba aquí?

—El conserje está en la nómina de la familia Dodge; como si no lo supieras. Pero me alegro de que así sea y tú también deberías alegrarte.

—¿Alegrarme?

—Sí, deberías estar contento. Te estoy salvando el pellejo.

—Oh, Dios…

Supe entonces que la situación era peor de lo que imaginaba. La magnitud de una dificultad en la que Johnny estuviera involucrado era directamente proporcional a lo que él consideraba la culpa de alguien más.

—Nada de «oh, Dios». Crees que tengo un gran problema porque te culpo. Pero ten la absoluta seguridad de que también estás en problemas. Piensa en la última vez que estuviste en Rhinebeck.

Rhinebeck era el nombre del poblado, en el condado de Dutchess, donde se encontraba la propiedad de cien hectáreas de los Dodge, situada en un alto acantilado con vista al río Hudson. Johnny y yo la llamábamos hacienda Rhinebeck. La visitábamos con frecuencia durante las vacaciones escolares y años más tarde se convirtió para nosotros en un refugio de fin de semana.

Johnny se quitó la chaqueta y la puso sobre la cama antes de sentarse en una de las sillas que miraban hacia la ventana, esperando mi respuesta.

—La última vez que estuve en Rhinebeck fue contigo, hace unos años. Francamente, mi memoria está un poco borrosa.

—Seguro que así es. Estuviste en un marasmo alcohólico la mayor parte del tiempo, y debo admitir que yo también, pero eso no importa. ¿Tienes algún recuerdo de que tú y yo hayamos bebido un par de botellas de Château Lafite?

Rhinebeck tenía una cava excepcional a la que Johnny y yo descendíamos a menudo, subrepticiamente.

—Lafite. Sí, muy buenas, si mal no recuerdo. De hecho, eran realmente excepcionales. No olvido tu deleite cuando descubriste esas dos botellas en la parte de atrás de la bodega. Nos bebimos las dos, una tras otra, y no parabas de decir que era un vino digno de los dioses.

—Bueno, puede que haya sido el caso, pero ¿recuerdas la cosecha? Piensa con cuidado. Traté de recordar y contesté:

—Desafortunadamente, no. Pero no olvido que dijiste que afrontaríamos las consecuencias cuando llegara el momento, si alguna vez se descubría nuestro robo.

—Lástima que no recuerdes el año, porque yo tampoco, y me temo que es hora de afrontar esas consecuencias. Déjame explicarte. Como bien lo sabes, mis padres han disfrutado muchos años de felicidad conyugal y se acerca un aniversario importante.

Decidieron celebrar la ocasión con una cena íntima para un número selecto de huéspedes este fin de semana. Por cierto, estás invitado. Me las arreglé para mencionarles que te sentirías despreciado si no te invitaban, ya que estabas en la ciudad y eres de la familia; o, al menos, casi de la familia.

Johnny metió la mano en el bolsillo del pecho y colocó sobre una mesa auxiliar un pequeño sobre de papel grueso de color crema. Reconocí la letra de la secretaria de la señora Dodge.

—Tu invitación personal… Sé cómo reaccionarías si te dijera simplemente que estás invitado.

Antes de que pudiera protestar, sonó el timbre y Johnny se levantó de un salto para abrir la puerta. Dos carritos con el desayuno entraron en la habitación y al instante se armó lo que parecía un verdadero banquete. El problema debía de ser grande. Johnny estaba desplegando toda su artillería. Agradeció a los camareros y les dio un par de billetes.

—Guarden el cambio —les dijo y los condujo a la puerta.

Tomé un pedazo de pan tostado, una taza de café negro y di una mirada a los huevos benedictinos.

—Bueno, Johnny, me tienes seriamente preocupado. ¿Qué sucede?

—Ah, sí, ya te cuento. Comamos primero.

—¡Johnny!

—Está bien, pero me muero de hambre.

Se sirvió una taza de café y tomó un trozo de pan tostado con tocino, que comenzó a masticar entre frases. Yo comía y escuchaba.

—Hace algunos años, mis padres decidieron guardar en el fondo de la cava de Rhinebeck un par de botellas de Château Lafite 1959 para abrirlas en un aniversario muy especial. Era su secreto pero, la semana pasada, los oí hablar de él. Bueno, imagina mi horror cuando descubrí que eran las mismas botellas que tú y yo bebimos hace algún tiempo. No las dejaron bajo llave en Nueva York, donde deberían haber estado, sino expuestas a la vista de todos. Y ahora ellos esperan disfrutar en la cena de este sábado el vino de la que se ha considerado una de las mejores cosechas de Château Lafite jamás producida. Apenas puedo imaginar la sorpresa y la indignación que sentirán cuando descubran que esas dos botellas desaparecieron.

—Ya veo. Pero ¿realmente las bebimos? Tal vez no fue así y todavía están ahí.

—Puede ser cierto y ese el problema. Debemos estar seguros o idear un plan para reemplazarlas.

—Puede que no sea muy difícil restituirlas —dije—. Corrígeme si me equivoco, pero ¿no hay más cajas de Lafite en esa cava?

—Sí, hay, pero no del 59 ni del 61, te lo aseguro. Las botellas de esos años son muy raras. Incluso mis padres escribieron pequeñas notas de amor en las etiquetas. La preocupación me tiene casi enfermo, y no dejo de pensar que nuestro robo está por salir a la luz; justo en una semana como esta.

—¿Fue una mala semana?

—Horrenda. —Johnny se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro.

Definitivamente, algo le molestaba. —He cargado un gran peso sobre mis hombros durante los últimos días. El informe financiero mensual estará listo el viernes y mi padre recibirá una copia para revisarla durante el fin de semana. Te aseguro que no será un momento feliz. A veces maldigo que tengamos un negocio familiar.

—¿El informe es malo?

—Horrible. Realmente lo arruiné todo. La compraventa se concretó en el momento equivocado, lo que elevó mis pérdidas del mes. Mi padre sabe de algunas de ellas, pero no de los intentos de arbitraje de anoche, que realmente resultaron mal. No estará muy contento después de recibir el informe. Añade a eso el vino perdido, que esperan con ansias, y mi prometedora carrera podría irse al demonio.

Johnny se dirigió a la ventana. Abrió la cortina y miró hacia afuera distraídamente. Mi experiencia me decía que llegaríamos pronto al meollo del asunto.

—Y luego está el tema de Brunhilde —susurró.

—¿Brunhilde?

—Sí, Bruni.

Se apartó de la ventana y tomó asiento en su silla. Suspiró y empezó a mordisquear nerviosamente otro trozo de tocino. Dejé que se tomara su tiempo. Por fin, se detuvo y me miró.

—Y, para rematar, mi madre quiere nietos y está ansiosa por verme casado. Propuso a Brunhilde como una posible pareja. No es que pueda obligarme. Después de todo, estamos en el siglo xx, pero comenzó a aumentar la presión como solo las madres saben hacerlo.

Todo este asunto empieza a crear tensión entre nosotros. Sé que perderá la paciencia si se desmorona esta última táctica suya. Para darte una idea de lo que implica, déjame decirte tan solo que los padres de Brunhilde son el barón y la baronesa Von Hofmanstal. Muy convenientes y muy ricos. Mi madre invitó este fin de semana a los tres a la cena especial en Rhinebeck y a recorrer el lugar.

»Brunhilde, según mi madre, es extraordinaria y capaz de detener el tráfico, lo que es una buena noticia, sin duda alguna. La mala noticia es que la sola idea de asentarme con cualquiera me pone muy nervioso. Una vez me leyeron el tarot, por no hablar de otros métodos para adivinar mi futuro marital, y todos señalaron con total certeza lo mismo: no lo hagas. Uno de esos adivinos fue más lejos y pronosticó que casarme podría acarrear una perturbación planetaria de proporciones cataclísmicas y me suplicó de rodillas que nunca lo hiciera. Sé que piensas que es demasiado dramático, pero ese incidente me afectó mucho, y hasta la fecha he evitado satisfactoriamente tales enredos.

»Además, me enamoro con demasiada facilidad, y eso siempre ha sido un problema para mí. Nada indica que mi carácter haya cambiado o que vaya a cambiar pronto, así que prefiero renunciar a toda costa al matrimonio. Pretendo seguir adelante con mi determinación, pero no sé si pueda resistirme a una joven hermosa, a las maquinaciones de mi madre y a un futuro seguro y prolongado de gran riqueza; de ahí, nuestra conversación.

—Vaya, Johnny, esa es toda una declaración sobre tu naturaleza. Nunca dejas de sorprenderme.

Bebí más café. El desayuno estaba logrando su cometido y el hecho de que Johnny fuera tan franco había suavizado mi determinación de resistirme con firmeza a acompañarlo hasta Rhinebeck. La majestuosa belleza de la casa matizaba gran parte de mis recuerdos, pues, entremezclados entre los largos intervalos de tranquilidad y felicidad, hubo períodos de inquietante perturbación y más de un caso de terror que me impedían simplemente consentir.

—Sí, hasta yo puedo a veces ser consciente de mis propias limitaciones. Pero, no es todo; hay algo más. Puede que me haya topado con Brunhilde antes y volverla a ver podría resultar muy incómodo.

—Ah, ¿sí?

—Sí, por supuesto. Estoy bastante seguro de haberla conocido. Quiero decir, ¿con cuántas mujeres llamadas Brunhilde, que tengan el pelo negro, los ojos de un color azul eléctrico y se apelliden Von-algo puede uno encontrarse? Nunca entendí por completo el apellido de esta mujer. Realmente, me gustaría olvidar ese encuentro. Le atribuyo la culpa por completo a ese condenado Robert Bruce.

—¿El rey escocés del siglo xiv o tu terrier blanco?

—El perro.

—Me dijiste que fue desterrado para siempre a Rhinebeck. ¿Asumo que tiene algo que ver con eso?

—Así es —Johnny se levantó, se sentó y suspiró profundamente—. No le he contado a nadie esta historia y la comparto contigo bajo la más estricta confidencialidad, solo porque, de ser la misma Brunhilde, podrás entender mi aprieto.

—Escucho.

—Hace unos años, muy temprano una mañana, llevé a Robert a dar un paseo al otro lado de la calle, hasta Central Park. Yo salía con Laura Hutton en ese momento. Le gustaban mucho los perros, así que compré el cachorro Robert Bruce para impresionarla. No tenía ni idea de que esa raza era tan testaruda ni de que comía cualquier cosa que no estuviera amarrada. Quiero decir, comprar ese perro fue como saltar desde un precipicio y pensar que algo se resolvería en el camino. No tenía ni idea de lo que hacía.

»La criatura estaba obsesionada con las pelotas de tenis. Yo siempre llevaba un par para lanzarle y que hiciera un poco de ejercicio, además de una adicional para atraerlo y amarrarlo cuando yo quisiera volver a casa. Por supuesto, el pequeño bastardo se hacía el tímido y esperaba a unos cuantos metros, mirándome con esos ojos pequeños y brillantes, hasta que me acercaba y le quitaba la maldita pelota de entre las mandíbulas. Yo rezaba para que no me arrancara la mano, mientras él intentaba agarrar la pelota con más fuerza. También tenía que lanzarla de nuevo con rapidez o, si no, me la arrebataba de los dedos con sus dientes.

»Esa mañana en particular, estábamos jugando con la pelota cuando vi subir a esta hermosísima mujer con dos labradores amarillos. Les quitó la correa y se detuvo cerca de mí. Preguntó si el bravucón era mi perro y cómo se llamaba. Parecía de mi edad y tenía mi estatura, llevaba el pelo negro, una piel maravillosa y pálida, y los ojos más azules que haya visto en mi vida. Era absolutamente imponente, tanto que me olvidé por completo de Robert, que mordía la pelota a unos metros y esperaba que yo fuera a buscarla.

Normalmente, mi respuesta era muy rápida, porque, si dejaba que se las arreglara solo, mordía la condenada pelota hasta hacerla pedazos. Esta vez la empujó hacia mí, esperando llamar mi atención. Pero uno de los otros perros la interceptó y huyó con ella.

»Bueno, la cosa se convirtió en un amigable jaleo, con perros que iban y venían de un lado para otro. Continuamos hablando y de vez en cuando mirábamos si todos se estaban comportando. Yo estaba de cara a los perros y ella de espaldas. Entonces, Robert decidió que tanta emoción había sido un estímulo suficiente como para evacuar su vientre. Se agachó, mientras los otros dos perros seguían jugando con la pelota. Todo parecía normal hasta que advertí que le estaba tomando más tiempo del habitual. Me pregunté qué habría estado comiendo últimamente. Robert Bruce se hallaba a cierta distancia, pero el color de lo que salía era decididamente verde, y eso era extraño.

»Mientras yo miraba, uno de los perros le pasó la pelota a Robert, que por un instante detuvo lo que hacía y se lanzó a agarrarla. Luego, procedió a realizar varias carreras, paradas y agachadas, mientras los otros dos perros trataban de quitarle la pelota. Cuantas más veces hacía esto, más largo se volvía el tronco verde marrón. Para entonces, la longitud era tal que incluso el dueño de un gran danés se habría asombrado, y seguía creciendo. Me sentí incómodo, pero aún estaba cautivado por la bella mujer que tenía ante mí y continué hablándole como si nada sucediera, mientras la parte más sensible de mi cerebro empezaba a registrar todo aquello con cierta alarma. Sus perros ladraban cada vez más fuerte y su conmoción crecía con la actuación hercúlea de Robert. Yo esperaba, sin embargo, que todos se marcharan.

»Intenté mantener a la hermosa dama mirando hacia mí, pero el alboroto resultaba excesivo. Entonces, se dio vuelta para ver lo que pasaba. Parecía un poco sorprendida y, con voz jadeante, dijo:

—¿Le sucede algo a tu perro? Parece que le está saliendo algo del trasero.

—Oh, es bastante normal —le respondí eso o alguna tontería semejante, tratando de restarle importancia al asunto; pero, a decir verdad, parecía que algún mago perverso estuviera haciendo un truco espantoso con mi perro. La cosa tenía ahora casi un metro de largo y, para empeorarlo todo, Robert había empezado a avanzar hacia nosotros. La pelota quedó en el olvido y los dos labradores lo seguían, ladrándole agresivamente a esa especie de serpiente que arrastraba tras él.

»No quería tener nada que ver con ese perro, pero Robert había decidido, justo en esta ocasión, traerme la pelota. Mientras se acercaba, la maravillosa mujer a mi lado sugirió que buscara un palo o algo parecido para ayudar a librar al pobre Robert de aquello que le estaba costando expulsar.

»Su sugerencia no le hizo ganar muchos puntos, ya que mi concepto de mortificación total se redefinía y crecía exponencialmente con cada segundo que pasaba. Me sentía en una especie de película de terror y no lograba entender lo que sucedía, hasta que reconocí lo que Robert estaba evacuando.

»Laura había estado extrañando una de esas bufandas grandes y caras. Indignada por la pérdida, aseguraba que la tenía cuando llegó a cenar la otra noche y que alguien, probablemente del servicio, la había robado. Laura podía llegar a conclusiones apresuradas, pero yo tenía la respuesta ante mí: Robert se la había comido. Enigma resuelto.

»Murmuré un comentario disparatado; Robert Bruce se encontraba ahora a mi lado. Golpeaba mi pierna con la pelota, para que yo la tomara, cuando uno de los perros de la mujer se las arregló para pararse en el extremo de la bufanda en el momento justo en que Robert daba un salto: treinta centímetros más salieron y la asquerosidad completa cayó al suelo. El hedor era insoportable, aunque el alivio fue inmediato. Robert saltó entonces más de medio metro en el aire con la pelota en la boca para llamar mi atención.

»Instintivamente, la tomé de sus dientes y la lancé lo más lejos posible. Todos los perros corrieron tras ella.

»Miré fascinado lo que quedaba de la bufanda de Laura y dije:

—¡Dios mío! Mira eso. Es una Hermes.

—Pues bien —la mujer a mi lado interrumpió mis reflexiones—, no dejarás eso en el suelo… ¿No vas a recogerlo y tirarlo a la basura?

»Por supuesto que quería dejar la maldita cosa ahí tirada. ¿Qué más podría hacer con eso? Solo que no fue lo que dije. Era hermosa, pero se estaba volviendo un tanto inquisidora. Todo lo que yo quería era huir. En circunstancias normales, hubiese salido corriendo, esperando que Robert me siguiera, pero ella se paró frente a mí, bloqueando el camino, y continuó señalando que de alguna manera yo debería hacerme responsable del absurdo elemento que yacía frente a mí. Cualquier chispa que hubiese podido haber entre nosotros se estaba desvaneciendo rápidamente. Ceder a sus demandas parecía el único camino viable.

»No había árboles cerca, así que me alejé buscando alguna especie de palo para recoger la cosa y llevarla a un basurero. Robert y el resto de los perros me siguieron con la pelota. Descargué mi frustración arrojándola muy lejos, y los perros corrieron de nuevo, persiguiéndola.

»Después de buscar varios minutos logré encontrar un par de palos adecuados y regresé. Esperaba que durante ese tiempo ella se hubiera marchado con sus perros. Pero no, había esperado y me miraba mientras yo recogía con cautela la pegajosa monstruosidad, la dejaba caer accidentalmente, la recogía de nuevo, caminaba unos cuantos pasos y repetía el procedimiento. Cuando por fin llegué al cesto de basura, me deshice de esa cosa de una vez por todas. Estuve a punto de vomitar varias veces en el trayecto, pero al final logré mi cometido. La maldita cosa era sorprendentemente pesada.

»Solo después de verificar que yo había tirado los restos, ella silbó —de manera impresionante, pensé en ese momento—, les puso los collares a sus dos perros y se marchó.

»Llamé a Robert. Creo haberle gritado bastante fuerte: «¡Maldito bastardo!». Ella se encontraba a cierta distancia, pero giró, me miró con desprecio y siguió caminando.

Johnny se detuvo y tomó un sorbo de café.

—¡Santo cielo! —dije—. Debió de ser muy embarazoso. ¿Supo tu nombre?

No creo haberlo dicho nunca, pero podría reconocerme si nos volviéramos a ver.

Aunque yo, claramente, la reconocería. Por desgracia, ese no es el final de la historia. Hay otra parte, que es la cereza del pastel.

—Dudo que puedas empeorarlo.

Au contraire. Pude darle un buen vistazo a la bufanda mientras la sostenía con el palo, sintiendo arcadas a cada paso, y me di cuenta de que la seda todavía estaba en buena forma. No se veían marcas de dientes o rasgaduras. Como era la favorita de Laura, y tal vez porque me sentía un poco culpable por buscarle charla a esa bella arpía de ojos azules, decidí que mi penitencia consistiría en rescatar los restos de la basura y limpiarlos. Una completa locura, sin ninguna duda, pero había visto una bolsa de papel vacía en el mismo cesto, lo que me llevó a pensar que podría ser una buena idea. Robert regresó, le puse la correa y volví con él adonde había tirado los restos. La bolsa estaba allí, pero los palos se hallaban en el fondo y fuera de mi alcance. Consideré lo que habría que hacer y concluí que era imposible evitarlo: tenía que recoger la bufanda sucia por un extremo con mis dedos.

Puse la correa de Robert en el suelo, me paré sobre ella para liberar mis manos y, luego, saqué la cosa horrorosa del cesto. Intenté sujetar la bolsa por debajo con la otra mano, pero la bufanda era demasiado larga, así que me vi obligado a agarrarla por el medio. Imagina mi sorpresa cuando vi venir nada más ni nada menos que a esa bruja con sus dos perros. Se detuvo a corta distancia, boquiabierta por un momento, y luego se dio vuelta. La mirada en su rostro era de una repulsión y de un disgusto tales que espero no vivir de nuevo algo así, mucho menos con una mujer tan atractiva. Fue horrible… Espantoso. Increíblemente bochornoso.

—¿Así que crees que puede ser la misma joven?

—Exacto. Miremos las probabilidades. Digamos que es la misma mujer y se encuentra de nuevo al mismo hombre con el mismo perro, pero en un lugar diferente. ¿Qué crees que sucedería?

—Odiaría decirlo —aventuré—, pero, definitivamente, no quiero adelantarme.

—Muy gracioso. ¿Qué oportunidad crees que tenga ese hombre de establecer una especie de relación? Y ni pensar en hacer una futura propuesta de matrimonio…

—Bueno, las probabilidades de que sea la misma mujer son muy remotas, pero estoy de acuerdo. Si, por alguna extraña vuelta del destino, la mujer que conocerás en Rhinebeck es la misma a la que sometiste a ese calvario, pensaría que tienes muy pocas posibilidades de éxito. Por cierto, si no te importa que pregunte, ¿qué pasó con la bufanda?

—Finalmente, metí el esperpento en la bolsa y lo llevé a una tintorería en otra parte de la ciudad. Fui sincero en cuanto al hecho de que la prenda se había manchado con un poco de excremento de perro, lo que explicaba que la bolsa estuviera atada con una cuerda; sin embargo, tal vez no revelé el grado completo de suciedad. Le di al encargado cien dólares por adelantado por sus servicios luego de pedirle enfáticamente que abriera la bolsa lejos de la vista del público. Era lo máximo que podía hacer. El resultado fue más que mediocre. Los colores se veían desvanecidos y, para cuando recuperé la bufanda, Laura y yo no estábamos juntos ya. Envié a Robert al campo, donde pudiera correr, y le puse la bufanda alrededor del cuello como despedida. La sigue teniendo, hasta donde yo sé.

—Bueno, si es la misma joven, tal vez quieras enterrar la bufanda. Pero ¿cuáles son las probabilidades?

—¿Cuáles calculas que son?

—Remotas. Muy remotas. ¿Una en mil millones?

—En general, estaría de acuerdo contigo, pero creo que la vida tiene ideas acerca de las probabilidades que difieren mucho de las nuestras, hasta el punto de apostar que Brunhilde von Hofmanstal y Brunhilde la de los perros son una y la misma. Además, una vez leí sobre un cálculo que concluía que todas las personas que lleguen a vivir setenta años o más experimentarán durante su vida al menos dos eventos improbables.

—Recuerdo haber leído eso también.

—De modo que me entiendes. Esta puede ser mi probabilidad de una en mil millones, y creo que deberías acompañarme a Rhinebeck para ver con tus propios ojos si es ella o no. ¿Qué dices?

—Déjame pensarlo. Admito que en un principio no iba a acompañarte, aunque la situación es intrigante. Pero ¿qué hay de mi vuelo?

—No te preocupes, ya me he encargado de todo. Cancelé tu reservación y viajarás en el Lear de la compañía el lunes, desde Teterboro hasta Van Nuys, a eso de las tres.

—Eso suena un poco presuntuoso —dije con cierta alarma.

—Lo sé. Lo sé —respondió levantando las manos—. Mira, no puedo decirlo más claro: ¡Por favor!

Johnny se acercó a la ventana otra vez. Se quedó ahí, mirando hacia afuera. Había sentido un tono inusual de desesperación en su voz y eso me inquietaba más que lo que podía haber dicho. Él nunca fue de los que expresan sus verdaderas motivaciones a nadie, al menos no en la primera oportunidad, ni siquiera en la segunda. No me estaba contando toda la historia; eso lo sabía. Pero me preocupaba por él y me sorprendí a mí mismo al decir:

—Considéralo hecho. Voy contigo.

—¿Vienes? —Se volvió hacia mí claramente aliviado.

—Sí.

—Es la mejor noticia que he tenido en mucho tiempo. Lo digo en serio. ¿Me ayudarás con el asunto del Lafite?

—Por supuesto.

—¿Y con Brunhilde?

—No estoy seguro de cómo, pero lo intentaré. ¿Qué quisieras que haga?

—No lo sé. ¿Que hables con ella?

—Supongo que podría hacerlo, pero dudo que esas dos cosas sean el verdadero problema, ¿no? —Me miró cuidadosamente.

—Ha pasado tanto tiempo que olvidé lo bien que nos conocemos. Tienes razón, por supuesto, pero tendrás que esperar por esa respuesta. ¿Puedes hacerlo?

—Puedo, si debo.

—Entonces, está decidido. Mejor empecemos a movernos. Debes hacer las maletas, el auto está esperando abajo. Apresúrate.

Cualquier vulnerabilidad que él hubiera mostrado se había desvanecido en un instante. Siempre era así, pero yo sabía que tenía problemas, y ese era un día extraño. Me había pedido ayuda, y eso era más extraño aún.

Fuente:

Obolensky, Ivan. El ojo de la luna. Smith-Obolensky Media, Miami, 2020.

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