Presentación

Elegía a Desquite

—18 de marzo de 2021—

Portada del libro «Elegía a Desquite» de Gonzalo Arango

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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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En el nonagésimo aniversario del natalicio del poeta Gonzalo Arango, Icono Editorial y la Corporación Otraparte se unen en la coedición del libro ilustrado «Elegía a Desquite», esa tremenda radiografía de una época de violencias —en palabras del nadaísta Jotamario Arbeláez— que termina con un vehemente y cruel y acertado vaticinio: «¿No habrá manera de que Colombia, en lugar de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir? Si Colombia no puede responder a esta pregunta yo vaticino una desgracia: Desquite resucitará y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas».

Conversación del fotógrafo Jesús Abad Colorado, la ilustradora Alejandra Vélez (@amarillaverdelimon), el editor Gustavo Mauricio García Arenas de Icono Editorial y Gustavo Restrepo Villa de la Corporación Otraparte.

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Icono Editorial

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Historia del fatídico desenlace de la vida del bandolero apodado «Desquite», tristemente célebre durante la época de la Violencia de los años cincuenta y sesenta. Su trágico escenario fue el campo colombiano, sembrado de sangre y muerte. El autor presenta al criminal como otra víctima, a la vez que victimario. Retrata de manera poética su desagraciada vida, su sangrienta epopeya que presagia su muerte como una fiera acorralada. El relato merecía ser editado de manera independiente porque, aunque corto, recrea de manera contundente el destino de muchos niños campesinos, arrasados por la violencia. Se trata además de una edición bellamente ilustrada que le permitirá llegar a un público joven que desconoce la importancia de la obra del «Profeta» nadaísta y las causas de la violencia colombiana.

El Editor

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Desquite - Ilustración © Alejandra Vélez

Desquite
Ilustración © Alejandra Vélez

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Elegía a «Desquite»

Sí, nada más que una rosa, pero de sangre. Y bien roja como a él le gustaba: roja, liberal y asesina. Porque él era un malhechor, un poeta de la muerte. Hacía del crimen una de las más bellas artes. Mataba, se desquitaba, lo mataron. Se llamaba «Desquite». De tanto huir había olvidado su verdadero nombre. O de tanto matar había terminado por odiarlo.

Lo mataron porque era un bandido y tenía que morir. Merecía morir, sin duda, pero no más que los bandidos del poder.

Al ver en los diarios su cadáver acribillado, uno descubría en su rostro cierta decencia, una autenticidad, la del perfecto bandido: flaco, nervioso, alucinado, un místico del terror. O sea, la dignidad de un bandolero que no quería ser sino eso: bandolero. Pero lo era con toda el alma, con toda la ferocidad de su alma enigmática, de su satanismo devastador.

Con un ideal, esa fuerza tenebrosa invertida en el crimen, se habría podido encarnar en un líder al estilo Bolívar, Zapata, o Fidel Castro.

Sin ningún ideal, no pudo ser sino un asesino que mataba por matar. Pero este bandido tenía cara de no serlo. Quiero decir, había un hálito de pulcritud en su cadáver, de limpieza. No dudo que tal vez bajo otro cielo que no fuera el siniestro cielo de su patria, este bandolero habría podido ser un misionero, o un auténtico revolucionario.

Siempre me pareció trágico el destino de ciertos hombres que equivocaron su camino, que perdieron la posibilidad de dirigir la Historia, o su propio Destino.

«Desquite» era uno de esos: era uno de los colombianos que más valía: 160 mil pesos. Otros no se venden tan caro, se entregan por un voto. «Desquite» no se vendió. Lo que valía lo pagaron después de muerto, al delator. Esa fiera no cabía en ninguna jaula. Su odio era irracional, ateo, fiero, y como una fiera tenía que morir: acorralado.

Aún después de muerto, los soldados temieron acercársele por miedo a su fantasma. Su leyenda roja lo había hecho temible, invencible.

No me interesa la versión que de este hombre dieron los comandos militares. Lo que me interesa de él es la imagen que hay detrás del espejo, la que yacía oculta en el fondo oscuro y enigmático de su biología.

¿Quién era en verdad?

Su filosofía, por llamarla así, eran la violencia y la muerte. Me habría gustado preguntarle en qué escuela se la enseñaron. El habría dicho: Yo no tuve escuela, la aprendí en la violencia, a los 17 años. Allá hice mis primeras letras, mejor dicho, mis primeras armas.

Con razón… Se había hecho guerrillero siendo casi un niño. No para matar sino para que no lo mataran, para defender su derecho a vivir, que, en su tiempo, era la única causa que quedaba por defender en Colombia: la vida.

En adelante, este hombre, o mejor, este niño, no tendrá más ley que el asesinato. Su patria, su gobierno, lo despojan, lo vuelven asesino, le dan una sicología de asesino. Seguirá matando hasta el fin porque es lo único que sabe: matar para vivir (no vivir para matar). Sólo le enseñaron esta lección amarga y mortal, y la hará una filosofía aplicable a todos los actos de su existencia. El terror ha devenido su naturaleza, y todos sabemos que no es fácil luchar contra el Destino. El crimen fue su conocimiento, en adelante sólo podrá pensar en términos de sangre.

Yo, un poeta, en las mismas circunstancias de opresión, miseria, miedo y persecución, también habría sido bandolero. Creo que hoy me llamaría «General Exterminio».

Por eso le hago esta elegía a «Desquite», porque con las mismas posibilidades que yo tuve, él se habría podido llamar Gonzalo Arango, y ser un poeta con la dignidad que confiere Rimbaud a la poesía: la mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. Pero la vida es a veces asesina.

¿Estoy contento de que lo hayan matado?

Sí.

Y también estoy muy triste.

Porque vivió la vida que no merecía, porque vivió muriendo, errante y aterrado, despreciándolo todo y despreciándose a sí mismo, pues no hay crimen más grande que el desprecio a uno mismo.

Dentro de su extraña y delictiva filosofía, este hombre no reconocía más culpa, ni más remordimiento que el de dejarse matar por su enemigo: toda la sociedad.

¿Tendrá alguna relación con él aquello de que la libertad es el terror?

Un poco sí. Pero, ¿era culpable realmente? Sí, porque era libre de elegir el asesinato y lo eligió. Pero también era inocente en la medida en que el asesinato lo eligió a él.

Por eso, en uno de los ocho agujeros que abalearon el cuerpo del bandido, deposito mi rosa de sangre. Uno de esos disparos mató a un inocente que no tuvo la posibilidad de serlo. Los otros siete mataron al asesino que fue.

¿Qué le dirá a Dios este bandido?

Nada que Dios no sepa: que los hombres no matan porque nacieron asesinos, sino que son asesinos porque la sociedad en que nacieron les negó el derecho a ser hombres.

Menos mal que Desquite no irá al Infierno, pues él ya pagó sus culpas en el infierno sin esperanzas de su patria.

Pero tampoco irá al Cielo porque su ideal de salvación fue inhumano, y descargó sus odios eligiendo las víctimas entre inocentes.

Entonces, ¿adónde irá Desquite?

Pues a la tierra que manchó con su sangre y la de sus víctimas. La tierra, que no es vengativa, lo cubrirá de cieno, silencio y olvido.

Los campesinos y los pájaros podrán ahora dormir sin zozobra. El hombre que erraba por las montañas como un condenado, ya no existe.

Los soldados que lo mataron en cumplimiento del deber le capturaron su arma en cuya culata se leía una inscripción grabada con filo de puñal. Sólo decía: «Esta es mi vida».

Nunca la vida fue tan mortal para un hombre.

Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?

Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas.

Gonzalo Arango

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Desquite - Ilustración © Alejandra Vélez

Ilustración © Alejandra Vélez