Presentación

Elisa

—Junio 27 de 2019—

Portada del libro «Elisa» de Juana Restrepo Díaz

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Juana Restrepo Díaz (Ibagué, 1987) es comunicadora social y periodista de la Universidad Javeriana, maestra en Escritura Creativa y en Estudios Literarios de la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado como jefe de redacción de la revista Bacánika, editora de Tendencias del portal digital Kienyke.com y editora web de la Radio Nacional de Colombia. Artículos suyos han aparecido en otros medios de comunicación como El Tiempo, El Espectador y las revistas Bienestar y Avianca. Actualmente es docente universitaria, dicta talleres de escritura creativa y escribe su tercer libro. Elisa es su primera novela.

Presentación de la autora y su
obra por Sara Palacio Gaviria.

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La Pereza Ediciones

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¿Quién es Elisa?, ¿de qué se esconde?, ¿de qué huye?, ¿a qué universo pertenece? Elisa es una mujer, un estado de ánimo, un hilo conductor entre las vidas de Juan Esteban, Verónica, Manita y todos los personajes del libro. Elisa son las conversaciones a solas con un cuaderno o en un armario. Su cabeza tiene la auténtica serenidad de los que no necesitan del mundo de afuera, así transite por diferentes ciudades. Los rituales, las imágenes, la particularidad de cada lugar son también personajes en la trama. Las voces y sus pasos están para siempre marcados en el puente del alma, la casa gótica, la finca o la «calma blanca».

Laura Quiceno

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Juana Restrepo Díaz

Juana Restrepo Díaz

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Elisa

Capítulo i

Fragmento

Abro mis ojos y lo primero que veo es mi reflejo en el espejo. He vuelto a casa. Me siento magullada y adolorida. La boca seca, los ojos infectados por un extraño virus.

He dormido quizás más de un día. Me levanto de la cama. Me pesa el cuerpo. Las imágenes de aquel sueño aún rondan la habitación. Corro la cortina y miro por la ventana. Es medio día y ahí afuera el imponente sol ilumina la calle. Desde la acera de enfrente, una joven mujer mira mi casa.

Mis crisis han vuelto. Sufro pequeños fogonazos de miedo y recuerdo a las estatuas y al hombre calvo.

Si alguien me preguntara algo sobre mí, le diría que soy una persona normal. Si es que aquello de personas normales existe. Nací en una enorme casa en la que he vivido casi toda mi vida. Debería añadir que he tenido la suerte de contar con mis padres, dos personas responsables y excesivamente meticulosas con mis cuidados. Sin embargo, y desde que tengo conciencia, he querido escapar del confortable nido en el que nací.

Vivo en el barrio La Soledad. Mi papá heredó la casa de sus padres Don Ignacio y Doña Rosalba, cuyos retratos cuelgan de las paredes de la sala. Parecen dos impenetrables testigos de todo lo que ocurre a nuestro alrededor.

La vivienda tiene corredores largos y oscuros por los que desde niña jugaba al escondite. Siempre me gustó estar sola; fue la única manera en la que aprendí a vivir. Por esa razón, me escabullía de los llamados de mis padres en rincones solitarios, como el inmenso armario de la habitación que había sido de mi abuela materna. Yo me camuflaba en la madera; me gustaba olfatear su olor a añejo y sentir las partes carcomidas por las termitas, esos animales que viven escondidos en ella como empleados del tiempo, siempre recordándonos que los objetos también envejecen.

Durante esas largas horas jugando al escondite —a sabiendas de que nadie iría a buscarme—, dibujaba en la oscuridad o me quedaba soñando despierta. Era mi manera de resguardarme del exterior.

Bogotá para mí era una sola. Mis padres, mi abuela, la casa, el colegio —en la corta época en la que asistí— y mi profesora privada. Ella, misses Antonia, era una mujer reservada, quien siempre miraba con curiosidad los objetos de mi casa, como si fuera un museo al que solo ella tuviera acceso. A veces pienso que tenía envidia de mi encierro, porque ella —como muchos otros— también le temía al mundo de afuera.

No puedo negarles que durante mucho tiempo fui feliz en aquel rincón del mundo. El patio era mi lugar favorito. Representaba la calma, el silencio y el calor del sol a las once de la mañana, cuando me echaba como un gato, mientras la luz me cobijaba de las tinieblas.

Un gato. Me gustaba sentir que yo era uno, tal vez para suplir la ausencia de uno real en mi casa. Durante muchos años no pude tener mascota. Mi mamá nunca olvidó el incidente de mi perro Max. Max que murió cachorro ahogado en la alberca. Max que ha sido la excusa de mis padres para decir que no puedo ser capaz de cuidarme sola. Max que debe perdonarme, donde quiera que esté. Para hacerme sentir mejor, mi papá decía que no había sido un descuido mío, sino de la empleada. Mi mamá jamás le creyó. En ocasiones, cuando el sueño se apodera de mí y mis ojos comienzan a forcejear contra él, caigo en un vacío, mientras aún escucho los ladridos de Max.

Regresando al tema de la casa, la mansión de este relato, el patio era el sitio donde nos gustaba reposar luego de un buen desayuno. Mi madre había sembrado con mucho esmero flores de todos los colores para mí y los colibríes venían temprano en la mañana a beber el néctar de estas. Era el milagro matutino que yo acudía a ver con emoción, si lograba estar despierta.

Mi papá se entristecía por perderse mi momento favorito. Casi nunca estaba; trabajaba en una empresa de seguros y salía temprano —casi a la madrugada— para volver tarde en la noche. Era un hombre dulce y cariñoso, quien había adoptado el papel del padre permisivo, frente a la madre dura e imponente.

Todo este idilio perduró hasta que la casa comenzó a apretarme. Me sentía como Alicia en el país de las maravillas; creciendo como una gigante después de haberme comido las galletas mágicas. La historia llegó a su punto más álgido cuando mis padres, los grandes benefactores, empezaron a parecerme opresores o, ¿secuestradores? Sí, digámoslo así, secuestradores, el término más utilizado en los noticieros nacionales.

Yo podía salir cuando quisiera, ahí estaba la puerta, pero ¿qué me esperaría del otro lado?

Fuente:

Restrepo Díaz, Juana. Elisa. Ediciones La Pereza, Colección Bovarismos, Gainsville, Florida, Estados Unidos, 2019, pp: 11 – 14.