Presentación

Nos queremos así

Diciembre 6 de 2007

“Nos queremos así” de Emma Lucía Ardila

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Emma Lucía Ardila Jaramillo nació en Bucaramanga (1957) pero ha vivido en Medellín durante toda su vida. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Pontificia Bolivariana y es magíster en Filosofía con énfasis en arte en la Universidad de Antioquia. Ha publicado dos novelas: “Sed” (Fondo Editorial Universidad EAFIT, 1999) y “Los días ajenos” (Universidad de Antioquia, 2002), y dos cuentos infantiles: “La cazadora casada” (Panamericana, 2003) y “El gran temblor” (Panamericana, 2003). Tiene además algunos cuentos publicados en diversas revistas y periódicos. Ha sido profesora de literatura en la Universidad de Antioquia y actualmente en el colegio Columbus School y la Universidad Eafit.

Presentación de la autora
por Elkin Restrepo

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La sencillez es una cualidad a la que se llega y no de la que se parte; es lo que parecen demostrar los quince relatos que integran Nos queremos así. La fluidez de la prosa, la precisión de cada palabra seleccionada para describir una sensación, un personaje, una anécdota, la unidad temática que conserva el conjunto, hacen del encuentro con estos cuentos un apacible ejercicio de lectura.

En su narración, la autora logra construir diferentes atmósferas, variados escenarios, caracterizados principalmente por seres que hacen hondas reflexiones sobre el momento particular en el que se encuentran, sobre las circunstancias que determinarán sus decisiones, sobre las consecuencias finales de los caminos por los que opten. Para el lector, presenciar ese proceso en cada personaje, lo lleva a ser a veces cómplice o amigo, a veces crítico u opositor, y otras, incluso, juez. Como los describe la autora: “Estos cuentos, como voces que dictan sus designios y que poco a poco se decantan para ser eco de la vida, hablan sobre amores, encuentros y desencuentros que los hombres tejen enredados en el vaivén cotidiano”.

Fondo Editorial Universidad Eafit

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Un cuarto de hotel

Por Emma Lucía Ardila J.

Él la besaba apasionado, la urgía. Ella se iba dejando llevar, encendida por las ansias que él le despertaba; quería descubrirlo, saber si las caricias coincidían con lo adivinado en la mirada, con lo prometido en los besos. Estaban hospedados en el mismo hotel. Toda la noche bailaron, terminaron abrazados, él con la mano en su cintura, en la espalda, entre la blusa. Hasta esa hora, en que, con el pretexto de acompañarla a su cuarto, se había quedado allí.

Eran casi las tres de la madrugada; los ruidos empezaron luego. Primero imprecisos y lejanos, después nítidos, de puertas cerradas a golpes, de pasos, de gritos ahogados. Cuando ella los oyó se puso tensa:

—¿Qué fue eso, escuchaste? —él no le dio importancia.

—No es nada, tranquila —y siguió acariciándola, acucioso.

Ahora los pasos y el sonido de las puertas se oían lejanos. Los ruidos eran normales en cualquier hotel, siempre había huéspedes que llegaban tarde o alicorados; seguramente estaba nerviosa, por eso cada sonido le parecía la premonición de un desastre. Lo prohibido tiene su encanto —se dijo—, aunque son más los inconvenientes, por eso será que la gente los llama enredos.

Estaba indecisa, temía ser descubierta, pero necesitaba olvidar, quería reír y sentir placer. Por eso lo abrazó de nuevo, dispuesta a dejarse llevar por las sensaciones que aquel encuentro le propiciara. El cuarto le gustaba, el olor de las sábanas era limpio y las almohadas suaves y mullidas, suaves los besos de él y al mismo tiempo apremiantes. Empezó a jugar, que sí pero no, esquivando y acercando la boca, enardeciéndolo.

Los ruidos, otra vez próximos, la robaron del embeleso. También se escuchaban timbres de teléfono, carreras y, lejos, muy lejos, ambulancias; por eso tuvo que volver a decirle, tuvo que volver a cortar las caricias, temerosa.

Miró hacia la ventana, pero unos gruesos cortinajes la cubrían. Se separó de él y trató de hurgar en la oscuridad; corrió las cortinas, y la noche se le ofreció densa; sólo se veían luces intermitentes y lejanas. Se sintió absurda, llena de miedos inútiles y temió cansarlo con tanta interrupción. Volvió el rostro hacia la cama y lo vio sonriendo mientras la miraba, como si quisiera retenerla para siempre en la memoria, detenido en el instante. Sintió de nuevo el deseo, y apremiada, se enredó en las caricias. Se dejaron llevar por la dulzura que los unía, por el ansia de conocerse, por la necesidad de guardarse el uno en el otro, lejos de toda la barahúnda de afuera. Él sabía llegarle, acariciarla como a ella le gustaba, pausado a veces y a veces impetuoso, y ella le correspondía sorprendiéndolo, lo llevaba por senderos suaves y luego, imprevista, casi violenta, subía el ritmo, luego lo dejaba, como si no le importara, pero no era cierto, quería desconcertarlo, volverse una desconocida aun para sí misma, y allí, en ese territorio en donde por fin los dos eran extraños, indiscriminados, anónimos, allí donde los nombres se perdían, donde los límites del uno y del otro se deshacían, tomarlo de nuevo, enloquecerlo, enloquecerse.

El golpe brutal los sorprendió desnudos. Se abrazaron asustados. Habían echado al suelo la puerta; la luz era cegadora, no podían ver nada. Sin darles tiempo de vestirse, los llevaron hasta una camioneta, y a empujones, los encerraron allí. Entre la confusión, sintieron la presencia de otros cuerpos en medio de la oscuridad. Ella lo llamó en voz baja, estirando las manos, él le respondió tomándoselas; estaban el uno al lado del otro y eso la alivió. —Mientras estábamos juntos nos quisimos, lo demás no es posible controlarlo; pase lo que pase, recuérdalo —le susurró él—. Escucharlo la consoló, fue como un baño de agua tibia en medio del frío del amanecer. Sólo se oían gemidos ahogados, balbuceos absurdos y en el aire se respiraba un olor confuso. Al miedo se sumaba la idea de cómo la iban a encontrar, del señalamiento. Eso ya no importa —pensó—. Si pudiera explicarlo no lo entenderían. ¿Cómo decirles que aunque aquello no era amor sí era importante? Algo necesario, vital, la impulsaba al sexo. El dolor, el miedo de vivir, las dudas, los problemas, se volvían deseo, deseo urgente, ineludible. Era una forma de gritar, seguramente hubiera podido evitarlo, así como frente al terror se aprietan los dientes y no se dice nada, pero ella gritaba así, esa era su manera, no había otra; a la soledad la disfrazaba con caricias; sí, sabía que eran vanas, inútiles, pero también eran tibias; así se sentía hermosa y requerida; por un corto lapso, podía gravitar en una atmós­fera de embriaguez y la embriaguez, ya se sabía, era engañosa y dulce a un tiempo. Eso, sólo eso, le daba fuerzas para volver a la rutina y envolverse en los deberes cotidianos.

Viajaron en silencio durante un rato y luego, bruscamente, la camioneta se detuvo. Pasó una eternidad. No se veía nada. La puerta trasera se abrió, seleccionaron a tres, los bajaron, los tiraron al piso y, sin mediar ni una palabra, les dispararon. Todo fue rápido. Dentro de la camioneta había aturdimiento y terror, se sentían girando en un carrusel loco en medio de la noche, sin saber qué hora era, ni a cuántos iban a matar. Las luces se veían distantes, se escuchaban alarmas, gritos, disparos. Mientras rezaban para que no llegara su turno, los eligieron a ellos. Ella pensó que hubiera preferido morir vestida y sin tanto frío. Extendió la mano y apretó la de él, mojada y sudorosa. No podía verle el rostro, les habían obligado a voltear la cara y si intentaban moverla, les ponían el pie encima y les aplastaban la cabeza contra el piso, brutales. Entonces ella apretó los ojos, pensando con tristeza en que ya pronto iba a amanecer.

Fuente:

Ardila Jaramillo, Emma Lucía. Nos queremos así. Fondo Editorial Universidad EAFIT, Colección Letra x Letra, junio de 2007, p.p. 10 – 13.