Presentación

Esos son
puros cuentos

—Julio 4 de 2019—

Portada del libro «Esos son puros cuentos» de José María «Chepe» Ruiz

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José María Ruiz Palacio es técnico textil, poeta, narrador, fotógrafo y gestor cultural, fundador y miembro de la Corporación Cultural Siete en Punto. Fue incluido en las antologías «Poetas de Sabaneta» (2005) y «Cuentos cortos para esperas largas» (Festival de Literatura de Pereira, 2017). Ganador en las categorías Poesía y Cuento del concurso «Los sueños de Luciano Pulgar» (Bello, Antioquia, 2005) y en la categoría Relato del Tercer Encuentro Metropolitano de Escritores de Envigado (2015). Participa en los talleres literarios LetraTinta (Casa de la Cultura de Itagüí), Bitácora al Sur (Municipio de La Estrella) y Meca Literatura (Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe de Medellín). Ha sido miembro de la junta directiva de la Casa de la Cultura de Caldas y del Consejo Municipal de Cultura de Sabaneta.

Presentación del autor
por Mauricio Vanegas
y Juan José Escobar.

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Fallidos Editores

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Los relatos presentados aquí son una metáfora sostenida de aquél que escribe por el más hedonista placer, esa frontera a la que asciende quien solo lo hace por ocio y no contempla el reconocimiento como fin último. Son relatos, en su acepción de acontecimiento de la palabra, que finalmente ven la luz después de muchos años de introspección, secreta lectura en los amaneceres que lleva Chepe desde que decidió encarnar física e íntimamente al escritor, con el humo de su pipa por película del dispositivo electrónico elegido, bajo la gorra que en su caso jamás es accesorio, sino una extensión de su memoria, por demás selectiva.

Son estos relatos una suerte de compromiso personal, una cosecha para el ego, un prontuario de recursos para cuando el licor ataque en el escenario y aún quede noche y micrófono para leer, que no tienen una línea temática visible, que saltan desde los juegos con el lenguaje hasta el absurdo de la cotidianidad, que exploran juegos de voces y se enfrentan a la arqueología del lenguaje en su repertorio léxico, que desdibujan la fantasía para volver a pintarla en el rigor de la puntuación y el agudo sentido de la prosa.

Es pues un motivo de celebración que esta obra alcance el anonimato de defenderse sola por el mundo, que trascienda la voz de su autor y se encuentre con el universo de la crítica, pues somos muchos los lectores que hemos quedado atrapados en la telaraña narrativa de Chepe, una telaraña tan resistente como el tejido de sus amigos, abundante en poesía y llena de ironía.

Mauricio Vanegas Gil

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José María Ruiz Palacio - Foto © Luisfo

José María Ruiz Palacio
Foto © Luisfo

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Esos son puros cuentos

Bárbara y los sánduches

Un paquete abandonado en el espacio entre el último asiento de la fila lateral y el parapeto de la cuarta puerta del quinto coche del tren que acababa de llegar, fue suficiente para que el auxiliar bachiller oprimiera el botón rojo y la alarma cundiera entre los pasajeros que a esa hora, 6.45 a.m., transitaban por la estación Niquía. Inmediatamente por orden del jefe de seguridad, las puertas de la estación fueron cerradas, dejando atrapadas adentro a una gran cantidad de personas, que fueron reunidas en la planta superior de la plataforma y el tren de salida fue cerrado con los pasajeros adentro, ordenándosele retroceder hacia el sitio de parqueo y cambia vías, para alejarlo de la plataforma.

Hechas las llamadas de rigor y con los pasajeros retenidos en lugar seguro, el equipo de seguridad de la estación se acercó al coche en el que estaba el paquete abandonado para evaluar los riesgos, dependiendo de la apariencia de este. Era un paquete pequeño, del tamaño de una libra de café y con la misma apariencia; envuelto en una bolsa plástica negra, medio abierta en la parte superior.

Parece C4, por lo pequeño del paquete —dijo uno de los auxiliares—. Debe tener detonante electrónico, ¡que todos apaguen radios y celulares! —gritó el jefe de la estación—, y se armó la pelotera.

Cinco minutos después, unas sirenas anunciaron la llegada de cuerpos de socorro, incendios y policía de los municipios cercanos y por los altavoces al tiempo que se recomendaba calma, se anunció la pronta llegada del grupo antiexplosivos del ejército y demás. Los pasajeros retenidos en la plataforma superior y en el tren que salía, empezaron a ponerse nerviosos, mirando sus relojes que les indicaban que estaban retardándose más de la cuenta para llegar a sus destinos.

El jefe de seguridad de la estación entregó el reporte de la situación a su superior jerárquico, un mayor de la policía pelirrojo entrecano, con una barriga que delataba su falta de ejercicio a sus cincuenta y pico de años, pero con un temperamento a prueba de balas, que inmediatamente hizo echar a andar el tren que salía y lo ubicó otra vez en plataforma, pero cerrado, y el tren del paquete lo hizo desenganchar por la mitad y llevar la parte del paquete hacia el extremo posterior del cambia vías y lo acordonó preventivamente.

Lo primero es la gente retenida en el tren que sale —dijo el oficial—: que coche por coche los saquen, les tomen los datos; todos los datos: nombres apellidos, documentos; incluidos carnés de EPS, ARS, empresas y demás; direcciones de empresas, colegios y domicilios; hacia dónde van o vienen y una requisa minuciosa a morrales, tulas y personal, sobre todo a los entre 15 y 35 años, hombres y mujeres, especialmente si se muestran muy ansiosos; luego a los que tengan o muestren algo sospechoso; lo que sea, los encierran en el primer coche del tren que separamos. Luego a los pasajeros que abandonaban la estación en el momento del incidente, se les debe hacer el mismo procedimiento, con énfasis en los enchaquetados, sobre todo porque hoy no está lloviendo, ni haciendo tanto frío…

Los pasajeros resignados a su suerte, sabiendo ya el motivo de la retención, aceptaron colaborar de buena gana a los requerimientos de seguridad, y solo un viejito de unos 85 años, de los que estaban en la plataforma superior, se mostraba más nervioso de lo esperado.

También en el último coche del tren que salía, un joven de unos 23 años, vestido de manera informal, con una chaqueta bastante grande para su tamaño, se sentaba, se paraba y miraba un morral grande, al parecer muy pesado, que tenía a su lado como tratando de deshacerse de él; a decir de algunos de los pasajeros que empezaron a sacar sus propias conjeturas.

«Por favor; a todos los pasajeros se les solicita permanecer en los sitios asignados en calma y perfecto orden; se les comunica además que el grupo antiexplosivos del ejército ya está aquí y pronto se solucionará todo. Muchas gracias», dijeron por los altavoces. El viejito daba vueltas por la plataforma como buscando algo, al tiempo que renegaba de una manera ininteligible, lo que llamó la atención de uno de los auxiliares bachilleres que lo abordó preguntándole que qué le pasaba y el viejito se quedó callado mirándolo fijamente. El auxiliar, que se intimidó con la actitud del anciano, lo dejó solo, pero siguió observándolo durante largo rato, hasta que al fin se desentendió de él.

El grupo antiexplosivos del ejército con toda su parafernalia de protectores, ayudas, detectores y demás asuntos, tomó posesión de la estación y aprobando las normas implantadas por el mayor de la policía, se dedicaron a lo suyo. Una perra de raza Bóxer, entrenada en detección de explosivos por el ejército, era el orgullo del grupo, por haber salido ilesa de gran cantidad de emergencias en la que su vida corrió peligro, por lo que tan pronto entraron a la estación, la soltaron entre los pasajeros de la plataforma, a los que olisqueó con eficiencia, especialmente al anciano nervioso, más nervioso ahora e intimidado por la presencia e insistencia en olerlo de esa enorme perra, que lo miraba como con ganas de comérselo según dijo después. El viejito fue separado de los demás pasajeros, a los que se les autorizó abandonar la estación, por la certeza de que el único que probablemente tenía algo que ver en el asunto de la bomba, era el dicho anciano, ante la insistencia de la perra en olisquearlo.

Mientras interrogaban al viejito, Bárbara, que así se llamaba la perra antiexplosivos, fue llevada hacia la parte más alejada del cambia vías, donde ya los hombres tenían aperada una larga pértiga con la que pretendían hurgar el paquete, resguardados afuera y protegidos por sus equipos de seguridad.

Entre tanto, en el último coche del tren en plataforma, el hombre de la chaqueta grande, seguía parándose y sentándose nervioso y mirando el morral que tenía en un rincón, mientras los demás pasajeros le hacían señas a los auxiliares bachilleres, pero tratando de que el sujeto no lo notara. Al fin uno de los auxiliares entendió el asunto e inmediatamente enteró a su superior del caso y en escasos 30 segundos el coche fue abordado por unos 18 policías armados hasta los dientes que sometieron al sujeto del morral, mientras sacaban a empujones a los otros pasajeros. Se llevaron al tipo y su morral, metiéndolo a empellones al coche que desengancharon y dejaron la plataforma para meter a los sospechosos, sin querer escucharlo, ni pedirle explicaciones.

Bárbara se puso más activa que de costumbre, por lo que su guía, afinó sus reflejos y sentidos, y con la larga pértiga con un gancho en la punta, hurgó en el paquete, tratando de adivinar qué tipo de artefacto era, pero como no se atrevía a mirar, optó por engancharlo y sacarlo del coche, protegido por un escudo. Los 7 metros de la pértiga y el escudo le brindaban protección como para colocar el paquete lo suficientemente lejos por si hacía explosión, lo que hizo con presteza y agilidad, descargándolo con sumo cuidado en el descampado y subiéndose junto con Bárbara al coche que arrancó presto hasta la plataforma, desde la que un tirador de élite, explotaría controladamente el artefacto.

El anciano seguía empecinado en no decir qué era lo que le pasaba, luego de que los agentes especializados le hicieron todas las preguntas y las pruebas requeridas para darse cuenta que no tenía rastros ni trazas de ningún elemento considerado peligroso o explosivo, por lo que lo dejaron ir, pero como arrancó para la plataforma de abordaje, lo detuvieron de nuevo y lo sentaron en el comedorcito de los empleados y lo obsequiaron con café en leche y sánduches, lo que se empeñó en repetir: Sánduches, sánduches…

La expectativa por la explosión controlada del artefacto, hizo olvidar al grupo de seguridad del sujeto del morral, que con morral incluido tenían encerrado en el coche del tren, por lo que los investigadores fueron a buscarlo y con sorpresa encontraron que el sujeto había desaparecido; solo estaba el morral tirado en un rincón, en medio una gran cantidad de sánduches regados por el piso.

Regresaron a la plataforma, donde el experto tirador preparaba su arma, mientras Bárbara seguía inquieta revoloteando alrededor de su guía, tirando y jalando su traílla hacia donde habían dejado el paquete que ahora estaba en el campo visual del fusil con mira telescópica del tirador de élite de la policía.

El primer disparo al parecer no dio en el blanco, porque solo se vio una pequeña columna de polvo levantarse, donde se creyó habría una gran explosión.

Mientras el tirador preparaba de nuevo su arma, un murmullo de incertidumbre se levantó en la plataforma, que enmudeció cuando Bárbara partió en veloz carrera hacia el paquete, que ahora parecía haber cobrado vida, porque se movía hacia un rastrojo, tras el cual al momento salió un perro callejero con la bolsa negra en la boca, a tal velocidad que Bárbara nunca lo pudo alcanzar.

Con la frustración de nunca haber sabido qué tipo de explosivo tenía el paquete, todo el destacamento regresó a los carros, y en el camino se encontraron al viejito que ahora preguntaba por su paquete de sánduches que le había comprado a un joven que los llevaba a diario en su morral para vender a los pasajeros del metro, y que él había olvidado en el último asiento junto a la cuarta puerta del quinto coche del tren que llegó a la estación Niquía las 6:45 a.m.

Fuente:

Ruiz Palacio, José María. Esos son puros cuentos. Fallidos Editores, Medellín, 2019.