Presentación

Estación Universidad

Agosto 27 de 2009

"Estación Universidad" de Armando Ibarra Racines

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Armando Ibarra Racines (Cali, 1956). Economista de la Universidad Autónoma de Occidente, M. A. en Economía de la Universidad de Texas en Austin, especialista en traducción en ciencias literarias y humanas de la Universidad de Antioquia con la monografía “La traducción semi indirecta como un viaje intertextual por la ruta de la Seda, hacia una versión de Sarada Kinenbi”. Ganador del IV Premio de Poesía José Manuel Arango del Carmen de Viboral con el libro “Crónica de los deshielos”, Universidad del Valle, 2007. Colaborador y miembro del consejo editorial de la revista de poesía “Clave”.

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Diez secuencias de estrofas de cinco versos a la manera de la tanka, conforman Estación Universidad, que en tono de canción, en juego, y con cierto ritmo narrativo, encadena estampas del metro, del barrio y sus recodos, del amor, de la guerra, de la universidad; recogidas de las estaciones del alma y lo cotidiano. Es una suerte de tejido de versos que no recuerda la constancia del movimiento del video sino el imprevisible álbum fotográfico.

Son versos que se leen como si hubieran sido hechos sin esfuerzo. El lector va entre sus líneas, como un acróbata que atraviesa la cuerda sutil de un mundo poético que siente suyo, recogiendo imágenes e instantes que nombran un entorno fragmentario, poblado de árboles, de amigos, de asuntos domésticos, de taxis, de estaciones de metro, de muerte y naturaleza.

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Hombre Nuevo Editores

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La estación del poema

Por Juan Fernando Gutiérrez

Fue Keats quien dijo que la poesía debe nacer espontánea, como las hojas de un árbol. Sería bueno decir, aunque algunos poetas quieran guardar el secreto, que muchos poemas no se escriben espontáneamente, aunque la chispa o el fulgor, la primera imagen, la música —dirán algunos—, sí lo sea. Pero aun sabiendo esto, todo poeta atento sabe que los poemas sí deben parecer espontáneos, pues hacen parte de la magia o del temblor que acogen los versos. Quizá se pueda interpretar desde este punto de vista el citado verso de Pessoa “el poeta es un fingidor”, y acaso no sea una falsedad llamarlo el fingidor de la espontaneidad.

El autor de este libro, Armando Ibarra Racines, conoce esa estación. Sus versos, sin saber si corregidos muchas veces o hechos espontáneamente se leen como escritos sin esfuerzo, lo que es un triunfo personal para el poeta y una emoción para el lector. Desde los primeros versos del primer poema, de los diez que componen el libro, las palabras fluyen, llevando la lectura por las cosas que al poeta le son más queridas o inevitables:

Juan Calzadilla:
y si el aplauso fuera
la forma como el público
le dice al poeta:
—clap, cállate, clap, cállate, clap, cállate…

En estos primeros versos se aclaran, además, otros detalles del libro: el tono de canción, el juego, un cierto ritmo narrativo y la escritura llena de voces que acompañan al poeta. Al avanzar en la lectura se sabe que cada poema no tiene un tema específico. Se sabe que hay un lugar de partida que sirve como excusa para traer hasta los versos fragmentos de conversaciones oídas, de sueños, de momentos que la memoria retiene, o de lecturas. Por esto, será mejor hablar de atmósferas y no de asuntos, si se quiere ser fiel a la naturaleza del libro. Acaso “El tropel de la palabra” no hable de ésta, sino de leer, de dialogar entre amigos, de abrir libros y cerrarlos, de reunirse para escuchar poemas.

Una de las grandezas de la poesía es que no exista una única manera de “hacerla” sino alientos, y que cada poeta pueda enseñarnos la sinceridad del suyo. No quiere decir esta sinceridad automatismo, pues cada poeta —aun el más sincero— toma decisiones frente a las cosas a decir y frente a las formas, aunque a veces éstas sean imposiciones. En este libro se sabe que el poeta dejó que sus versos se estructuraran en estrofas de cinco versos. Se sabe que los objetos comunes y ordinarios entran en ellos con insistencia, y conviven de manera natural con los elementos usualmente más poéticos. De ahí que pueda decir, para hablar de la decadencia del sol al final del día, las siguientes palabras, uniendo la asistida metáfora “moneda de oro” con otra más personal:

La moneda de oro
a las seis de la tarde, puntual,
se desploma y se disuelve
en el océano
como un
Alka-Seltzer de fuego.

Dice Walcott que “el destino de la poesía es enamorarse del mundo a pesar de la historia”. De esta declaración se puede concluir que todo poeta (mayor, menor, anónimo, clásico, moderno) está llamado a hablar de su mundo como si fuera la primera vez que se nombra, de la manera que lo sienta y le sea posible. El poeta de este libro nos enseña su mundo como la misteriosa poesía le permite hacerlo. La manera en que los poemas se tejen recuerda no la constancia del movimiento del video sino la imprevisible constancia del álbum fotográfico. Parece que su mano está sólo dispuesta a recoger imágenes e instantes para decir así su entorno: fragmentario, poblado de árboles, de amigos, de asuntos domésticos, de taxis, de estaciones de metro, poblado de muerte y naturaleza.

El conjunto, titulado con el nombre de una de las paradas comunes e inevitables del metro de Medellín, tiene el poema con la atmósfera del amor (“Soterrada flor”), con la atmósfera social (“Las costureras de la muerte”), con la atmósfera de la contemplación de la naturaleza (“Mangazul”). Así mismo, el conjunto tiene el poema donde el aire es el lenguaje (“Tropel de la palabra”), tiene el poema donde el homenaje es el ritmo (“El profe no vuelve”), y tiene el inevitable, al parecer, para un poeta de hoy: el poema con el aliento de “Ars poetica”, donde se puede leer una confesión:

A veces me siento derrotado
porque no he escrito el poema
que algún otro llame inmortal;
sin embargo, ahora escribo
estas líneas que nutren la muerte.

Sabe Armando Ibarra (doy fe de ello) que hacer El Poema, en mayúscula, no depende de él. Ser buen o mal poeta lo excede. El poeta “hace”, intenta, y en este preciso instante cientos de Poetas, excelentes y regulares, estarán intentando El poema. Sabe el poeta (también lo sé de sus labios) que más allá de esto la poesía nos da la libertad de seguir intentando, y que seguir intentando siempre es fracasar, aunque unos fracasen de buena manera (“fracasar mejor”, en palabras de Beckett) y otros con menos fortuna. Pero los poetas seguirán intentando, para decir, como escribe el poeta de este libro:

El poema estaba ahí afuera
temblando de asombro.
Sus alas
me levantaban
y me llevaban al
plateau del existir.

Fuente:

Prólogo en: Ibarra Racines, Armando. Estación Universidad. Hombre Nuevo Editores, Medellín, primera edición, julio de 2009, p.p. 9 – 14.

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Poema de
Armando Ibarra Racines

Ars poetica

El verso siguiente no estaba escrito.
Ya se escribió,
saltó hacia el próximo escalón.
La vida transcurre fluida,
casi transparente.

A veces me siento derrotado
porque no escribo el poema
que algún otro llame inmortal;
sin embargo, ahora trazo
estas líneas que nutren la muerte.

Como la cuchara
en la taza de café,
revuelvo el cuenco del cerebro.
Leve agitación de imágenes
antes que la oscuridad se asiente.

Al voltear la página
hay una extensa pradera
que se prolonga años luz.
Me habían dicho que estaba vacía,
la veo blanca.

Paso un día entero
sin poesía,
y advierto que me comienzan a faltar
el aire y la luz.
Asfixia. Apoeluxia. Apoetimia.

Cruzo frente a la iglesia de Santa Gertrudis.
Alguien lee un texto.
Al comienzo parecía un poema
pero era una oración.
¿Cuál es la diferencia?

Llegará el día en que la gente
no escriba con lápiz
sino que solamente teclee.
¿Cambiar el apacible deslizar
por el nerviosismo de dedos que saltan?

Cuando se logra un poema,
se escriben todos los poemas.
Tomar la posta
y correr endiabladamente,
para que la poesía siga en la cresta de la ola.

Miro mi mano
barnizada por el tiempo.
Todavía empuña el lápiz
con esa tensión que le quitó a la O
el fuero de sol en los dibujos.

Una palabra
que se sostenga por mucho tiempo,
que se mire de frente,
termina secándose
y llenando la lengua de aserrín.

Mi ego alborotado
vuelve a soñar con una ovación interminable.
Por la ventana del autobús
alcanzo a distinguir el tarro de la basura.

Cae la noche sobre los cuadernos
de los que escriben versos.
La oscuridad
se esconde en los garabatos,
espantada por el blanco del papel.

Las palabras se vacían de sentido.
¿Entonces qué queda? ¿El silencio?
O las palabras unánimes,
las que dicen más cuando callan
que cuando suenan.

El poema estaba ahí afuera
temblando de asombro.
Sus alas
me levantaban
y me llevaban al plateau del existir.

Cada que esta fiebre me arrebata
y me levanto de la cama
a escribir un verso
desacomodo las sábanas
y el colchón vibra.

Presiono con firmeza
el lápiz sobre el papel
casi hasta rasgarlo;
tal vez así no se olvide
este lío de frases cortas y dispares.

Si me lees, entonces respiras.
Respiro, por eso puedo escribir.
Suena una guitarra
empujada por el mar.
¿Hasta cuándo el bordoneo?

El verso se perdió para siempre.
Lo busco en las chispas del sonido,
en las luces,
entre el paladeo del ron.
Se perdió irremediablemente. —Adiós.

Fuente:

Ibarra Racines, Armando. Estación Universidad. Hombre Nuevo Editores, Medellín, primera edición, julio de 2009, p.p. 45 – 49.

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