Presentación

La eterna parranda

Crónicas 1997 – 2011

Junio 16 de 2011

"La eterna parranda" de Alberto Salcedo Ramos

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Alberto Salcedo Ramos (Barranquilla, 1963). Considerado uno de los mejores periodistas narrativos latinoamericanos, forma parte del grupo Nuevos Cronistas de Indias. Sus escritos han aparecido en diversas revistas, tales como SoHo, El Malpensante y Arcadia (Colombia), Gatopardo y Hoja por hoja (México), Etiqueta Negra (Perú), Ecos (Alemania), Diners (Ecuador), Marcapasos y Plátano Verde (Venezuela) y Courrier International (Francia), entre otras. Algunas de sus crónicas han sido traducidas al inglés, francés y alemán. Es autor de los libros “Diez juglares en su patio” (Ecoe Ediciones, 1994), “De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho” (Ediciones Aurora, 1999 y 2005), “El Oro y la Oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé” (Random House Mondadori, 2005) y “La eterna parranda. Crónicas 1997-2011” (Aguilar, 2011).

También es coautor de “Manual de Géneros Periodísticos” (Ecoe Ediciones, 2005) y “Un vallenato y 9 senderos” (2009). Sus textos san sido incluidos en las antologías “Años de fuego: grandes reportajes de la última década” (Planeta, 2001), “Citizens of Fear” (Universidad de Rütgers, 2001), “Antología de grandes reportajes colombianos” (Aguilar 2001), “Antología de grandes crónicas colombianas” (Aguilar, 2004), “Lo mejor del periodismo de América Latina” (FNPI y Fondo de Cultura Económica, 2006), “Crónicas latinoamericanas: periodismo al límite” (Fundación Educativa San Judas, Costa Rica. 2008), “Crónicas SoHo” (Aguilar y Revista SoHo. 2008), “Historia de una mujer bomba y otras crónicas de América Latina” (Uqbar Editores y Universidad Adolfo Ibáñez. Chile, 2009) y “Domadores de historias. Conversaciones con grandes cronistas de América Latina” (Universidad Finis Terrae, Chile, diciembre de 2010). La productora Paraíso Picture llevará al cine su libro “El Oro y la Oscuridad”.

Salcedo Ramos ha ganado, entre otras distinciones, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España, el Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (cuatro veces), el Premio de la Cámara Colombiana del Libro al Mejor Libro de Periodismo del Año y el Premio al Mejor Documental en la II Jornada Iberoamericana de Televisión, celebrada en Cuba. En 2004, gracias a su perfil “El testamento del viejo Mile”, publicado en El Malpensante, fue uno de los cinco finalistas del Premio Nuevo Periodismo CEMEX+FNPI.

Presentación del autor
por Patricia Nieto

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El libro La eterna parranda. Crónicas 1997-2011, publicado bajo el sello editorial Aguilar, reúne las mejores crónicas de Alberto Salcedo Ramos, considerado el mejor cronista de Colombia y uno de los más notables de América Latina.

Algunas de estas crónicas fueron publicadas en revistas de Colombia como SoHo y El Malpensante. Otras, en revistas del exterior como Ecos (Alemania), Courrier International (Francia) y Gatopardo (México), entre otras. Para publicarlas en el libro, Salcedo Ramos las sometió a un riguroso trabajo de edición: les agregó datos, les depuró el estilo.

La eterna parranda. Crónicas 1997-2011 es un retrato actual y cálido de Colombia. Por sus páginas desfilan cantantes, enanos toreros, boxeadores, víctimas de las minas antipersonales, ex paramilitares y ex guerrilleros, futbolistas, artistas de circo. Una verdadera lección de periodismo narrativo, muy apropiada para los lectores de paladar fino, para quienes estén interesados en conocer la memoria reciente de Colombia y para las universidades donde se forjan los periodistas del futuro.

Revista Mefisto

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Alberto Salcedo Ramos

Alberto Salcedo Ramos

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De dolores y hazañas

Fragmento

El profesor Edwin Herrera lleva media hora hablando de “ángulos”, “coeficiente de fricción” y “descomposición de fuerzas”. La clase de física se desarrolla en el aula 302 de la Universidad Militar Nueva Granada. En el espacioso salón de paredes amarillas se encuentran los treinta y ocho alumnos del curso preuniversitario de medicina. Todos son adolescentes de entre dieciséis y diecinueve años: piel fresca, granitos recientes en el rostro. Alborotadores, gozosos. Todos, digo, son muchachos en plena ebullición. O casi todos, en realidad. La excepción es un hombre que se sienta adelante, a la izquierda del profesor, en una de las sillas de la segunda hilera. Está abstraído en el tablero, acodado al brazo de su asiento, con el mentón sostenido en la palma de la mano. Unas cuantas canas despuntan en su cabello cortado al rape. En las listas académicas figura como Pérez Medina William Humberto, pero aquí le llaman Pérez, a secas.

—Pérez —dice un muchacho que lleva frenillos—: présteme su sacapuntas.

Y Pérez le pasa el tajalápiz.

Muchos de los profesores y alumnos de este curso pre médico vieron a Pérez por primera vez a través de la televisión. Fue, exactamente, el día de la Operación Jaque. Hasta ese momento, Pérez había sido un anónimo cabo del ejército colombiano, un apellido sin rostro, una cifra cualquiera en la suma total de los secuestrados. Al país oficial, que de vez en cuando discurseaba sobre los prisioneros de la guerrilla, no lo desvelaba su suerte. Cuando algún representante del establecimiento hablaba de la necesidad de implantar el canje humanitario —intercambio de secuestrados políticos por guerrilleros presos en las cárceles del Estado— no pensaba, precisamente, en la liberación del cabo Pérez, ni en la de ningún otro ser humilde de los centenares que se pudrían año tras año en las profundidades de la manigua. Pensaba, ante todo, en los miembros de la clase dirigente, en los militares de alto rango y en los tres contratistas estadounidenses raptados el doce de febrero de 2003. En la práctica, los únicos dolientes ciertos que tenía el cabo Pérez eran sus propios familiares. Más allá de las cuatro paredes de su casa en Riohacha se sabía poco sobre él. Y en todo caso, la parte de la sociedad civil que estaba enterada de su existencia era ínfima: periodistas encargados de cubrir los temas de guerra y uno que otro ciudadano informado. Esporádicamente veíamos en la televisión y en la prensa los rostros de los cuarenta y tres militares —Pérez entre ellos— tomados como rehenes por las Farc el 3 marzo de 1998, al final de un enfrentamiento en la quebrada El Billar, en el departamento de Caquetá, al sur de Colombia. A ratos se nos recordaba, además, que en aquel combate murieron ochenta y tres militares, y veinticinco resultaron heridos. Cada víctima era entonces una breve instantánea dentro de un mosaico imposible de abarcar en un solo golpe de ojo. Una fotografía de carnet extraviada entre decenas de fotografías iguales. Se trataba, para rematar, de fotos rezagadas en el tiempo: los rostros que nos mostraban permanecían estancados en el periodo ya remoto de la libertad. ¿Qué sabíamos nosotros sobre los cambios sufridos por aquellos rostros durante la prolongada ausencia? En su retrato, por cierto, Pérez parecía más un monaguillo principiante que un soldado hecho y derecho. El grueso de las noticias que registraban los medios de comunicación sobre el secuestro se refería a Ingrid Betancourt, la candidata presidencial raptada por las Farc el veintitrés de febrero de 2002. Nacida en el seno de una familia pudiente —su padre fue ministro de Estado y su madre, reina de belleza—, Betancourt se graduó como politóloga en el Instituto de Estudios Políticos de París. Gracias a su condición de ciudadana francesa, su caso se mantenía en el radar de la Unión Europea. Tanto el gobierno como la guerrilla tenían conciencia de que Betancourt era, tal y como señalaban algunos analistas, “la joya de la corona”. Por eso, ambos intentaban utilizarla, a su manera, para dirigir hacia el bando contrario la presión de la comunidad internacional. El gobierno, para presentar a la guerrilla como un grupo bárbaro, sin ideales políticos. Y la guerrilla, para denunciar que el gobierno anteponía sus propósitos belicistas a la búsqueda de una solución negociada del conflicto, que acelerara la liberación de los secuestrados. Cada bando se atrincheraba tercamente en su propia posición y le endosaba al otro la responsabilidad de que los cautivos siguieran consumiéndose en la selva. Ingrid Betancourt era el leitmotiv de las partes enfrentadas, el leitmotiv de la prensa local e, incluso, el leitmotiv de los países europeos. Mientras su caso acaparaba las primeras planas, los demás secuestrados aparecían muy de vez en cuando en las páginas interiores.

—Si yo pongo un bloque de quince libras sobre el suelo —dice ahora el profesor Edwin Herrera mientras dibuja una masa en el pizarrón—, ¿qué cantidad de fuerza ejerce el suelo sobre el bloque?

En el salón se arma un bullicio. El profesor dice que si todos hablan al tiempo, él no puede escuchar a nadie. Los alumnos callan. Entonces, la muchacha que se encuentra sentada justo detrás de mí lanza un alarido con la respuesta correcta:

—¡Quince libras!

Pérez luce serio, reconcentrado. En este momento anota algo en su cuaderno. Yo miro el gran reloj que, silenciosamente, preside el salón desde lo alto de la pared frontal, encima del tablero. Son las ocho y quince de la mañana. El día amaneció gris, neblinoso. Y, según lo que se aprecia a través de la ventana, va a mantenerse así.

De repente se me viene a la memoria el verso ingenioso del poeta Luis Vidales: “los relojes pierden el tiempo”. A continuación observo el desplazamiento de las manecillas, intuyo el tic tac. La aguja que marca los segundos avanza de manera ineluctable. Ahora son las ocho y dieciséis. Me pregunto qué es un minuto en la vida de los seres humanos. Aparentemente, ¡nada! Visto en el reloj es una simple grafía, un número. Durante este minuto, la situación en el aula no se ha modificado: el profesor habla de la “fuerza de rozamiento” y los alumnos toman apuntes. Ocho y diecisiete. ¿Qué son dos minutos? Pasan sin que nos demos cuenta. Los ignoramos. Mientras estemos vivos y seamos libres, ¿qué diablos nos importan las vueltas del segundero? La suma de los minutos nos matará algún día, claro, pero no vale la pena preocuparse ahora por eso, pues todavía, mal que bien, aspiramos el aroma del café. Ocho y dieciocho. Somos autónomos, caramba, no hay yugo que nos someta ni nudo que nos apriete. En lugar de inquietarnos por el tiempo, discurrimos a través de él sin cuestionarnos: estudiamos los ángulos, comemos maní salado, bebemos más café. Si se nos mete una piedra en el zapato a las ocho y diecinueve, la sacamos a las ocho y veinte. Y en seguida, a las ocho y veintiuno, reanudamos la marcha. Ahora, por ejemplo, el horizonte está oscuro, pero es posible que cuando terminemos la clase lo encontremos brillante. El hecho de saber que contamos con una puerta de salida abierta de par en par nos proporciona tranquilidad. Vivimos a nuestro ritmo, ajenos al movimiento monocorde de las manecillas. Convencidos —y esta vez no es un divertimento literario— de que los relojes pierden el tiempo. Ocho y veintidós.

En cambio, a quienes están secuestrados no los mata la suma final de los instantes, sino cada instante individualmente. Para ellos las manecillas del reloj son una penitencia. Cada minuto se parece al siguiente, tic tac, tic tac, tic tac, como las gotas de agua que se precipitan, una tras otra, a través del agujero del techo. Las horas son inmóviles. Amanece y, un siglo después, anochece. Da igual que sea sábado o miércoles. El tiempo de los cautivos es circular, repetitivo. En la selva no se avanza, no hay puerta de salida ni claraboyas. Sobre este tema conversaba hace algunas noches con el sargento William Pérez en el casino del Club de Suboficiales. Hubo un momento en que salimos a caminar por un sendero peatonal entre el pasto recién podado. El viento frío nos golpeó de frente. El sargento encendió un cigarro, se frotó las manos. Después empezó a desahogarse.

Fuente:

Salcedo Ramos, Alberto. “El enfermero de los secuestrados” (fragmento). En: La eterna parranda. Crónicas 1997-2011, Editorial Aguilar, Bogotá, 2011.