Conversatorio

Vida y obra de
Gabriel García Márquez

Diciembre 2 de 2010

Gabriel García Márquez / Agencia EFE

Gabriel García Márquez
Agencia EFE

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Conversatorio sobre Gabriel García Márquez con la participación de Jaime García Márquez, ingeniero civil que dejó de vérselas con topógrafos, arquitectos y colegas contratistas para entenderse con las cuentas de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano como Director de Relaciones Institucionales. Estudió en la Universidad de Cartagena y durante muchos años fue catedrático universitario de hidráulica, topografía y trigonometría. Es miembro fundador y directivo de la FNPI. También es un gran contador de historias que no se ha decidido a escribir.

Jaime García Márquez

Presentación de Jaime García
Márquez por Jorge Núñez

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Los hermanos de
García Márquez

¿Qué ocurre cuando la gloria invade la rutina familiar? ¿Cuánto de gozo y cuánto de hartazgo llega con ella? Pinceladas sobre ese fenómeno asoman en esta breve crónica.

Por Sinar Alvarado

Jaime García Márquez dormía la siesta. Acostado bajo una máquina, protegido del sol a mediodía, reposaba en un camino arenoso de la Guajira colombiana.

De repente un carro se acercó, el chofer tocó la corneta con urgencia. Y gritó:

—¡Jaime, prende el radio! ¡Tu hermano se ganó el Nobel! ¡El Nobel, Jaime!

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Hoy, veintidós años más tarde, Jaime está charlando en “La Bodeguita del Medio”. No en La Habana, sino en Cartagena de Indias. El bar funciona en un viejo caserón restaurado, hay mesas de madera, suena música cubana y en las paredes vemos fotografías que recuerdan los primeros tiempos de la revolución. Hay, también, otras imágenes donde Jaime luce feliz, sonriente, bebiendo junto a su hermano célebre en muchas de las fiestas que han celebrado por acá.

Jaime hace memoria y vuelve a aquellos días vertiginosos de 1982, cuando el prestigio del Nobel irrumpió como una tromba en la vida de su familia.

—Yo no pude ir a Estocolmo.

—¿Por qué no?

—Uy (Jaime se lleva la mano a la frente), es que yo le tengo pavor, pavor a los aviones.

—Te quedaste…

—Sí, pero llegué hasta Bogotá. Ahí me despedí de todos los que viajaron desde Colombia. Iba sobre todo familia y muchos amigos. Yiyo sí fue (Eligio, un hermano menor, también escritor, que murió en 2001), pero yo no me aguantaba ese viaje tan largo. Una tortura. Imagínate, ocho, diez horas metido en un aparato de esos…

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Gabriel García Márquez / Agencia EFE

Gabriel García Márquez (de pie
en el centro) con sus hermanos.

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Jaime García Márquez es ingeniero civil y un apasionado de la física. Durante muchos años construyó carreteras en diversos puntos del Caribe colombiano, sobre todo en los departamentos de La Guajira y el Cesar, a pocas horas de Aracataca, el pueblo donde nació su hermano mayor. Ahora, jubilado y con canas, pero todavía brioso y jovial, Jaime trabaja en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por el escritor. Allí se encarga de las finanzas, pero también, en diciembre, cuando se celebra un taller de periodismo literario en honor a Eligio García Márquez, Jaime saca tiempo y guía a los periodistas en un recorrido por las calles de la Ciudad Amurallada. Dedica toda una noche a recorrer callejuelas que conoce desde siempre. Y en ese viaje identifica lugares, recrea escenas y describe personajes de El amor en los tiempos del cólera, la novela que prefiere entre todas las que escribió Gabito.

Aún no llegamos al bar. Ahora Jaime camina por las calles adoquinadas y va señalando balcones y ventanas misteriosas. A veces se detiene frente a una casa y pregunta por algún pasaje específico del libro.

Frente a la Torre del Reloj, en el Portal de los Dulces, Jaime cuenta la historia de Jeremiah de Saint Amour, el fotógrafo antillano que se suicida en esta casa que ahora miramos. Acá venía Fermina Daza, la protagonista de la novela, a comprar sus dulces cuando se antojaba. Escuchamos las palabras de Jaime, sus recuerdos del libro, y luego tomamos la Calle del Ladrinal, donde vivía Tránsito Ariza con su hijo Florentino, el que iba a enamorarse perdidamente (¿existe otro modo?) de Fermina.

Avanzamos y transcurre el tiempo, mientras Jaime va urdiendo ficción y realidad durante el recorrido. “¿Recuerdas esa parte donde Fermina Daza…? Bueno, fue en esta esquina”. “¿Recuerdas el parque donde… Pues este es”. Jaime, camisa blanca de lino, responde con ademanes cordiales a quienes lo saludan por la calle. Y de pronto, cuando pasamos frente a una iglesia, se detiene y dice con emoción:

—Aquí me casé con Margarita. Gabito fue el padrino.

Jaime camina unos pasos y se para en una intersección de calles angostas. Mira en línea recta y empieza a andar.

—Por esta calle, recién casados, íbamos en el carro Margarita, Gabito y yo. Yo iba manejando, Gabito de copiloto y mi esposa atrás. Por la acera vimos que venía caminando una mujer bellísima. Gabito y yo nos quedamos lelos, viéndola. Nosotros íbamos y ella venía. Yo paré el carro y Gabito me pidió que echara para atrás. Yo retrocedí, pero a la mujer no la vimos más. Fue como una aparición. Gabito duró años contando esa historia. Le metía detalles nuevos, la mejoraba, exageraba. Decía que era un fantasma. Un día, tiempo después, me invitaron a una fiesta en esta misma calle. ¡Y me encontré a la mujer! Figúrate, yo me le acerqué y le conté la historia. Ella me explicó que no la vimos porque no retrocedimos suficiente. Si rodamos unos metros más, la vemos entrando a su casa.

—Resuelto el misterio.

—Sí, pero ya vas a ver. Yo le conté a Gabito ese encuentro y me regañó: “Te tiraste la historia. La dañaste”, me decía. Fíjate, ahí es cuando se ve la diferencia entre un escritor y un tipo cualquiera. Esa historia había que dejarla quieta como estaba.

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La dueña de “La Bodeguita” es una mujer madura, todavía muy guapa. Se acerca a la mesa con una sonrisa de familiaridad. Luce complacida de recibir otra vez a Jaime. Le habla en un tono afable, lo abraza, insiste en que nos sintamos como en casa. Jaime nos presenta y pide unos mojitos:

—Los mejores de Cartagena, pa que lo sepa.

Y se sienta para continuar la charla.

—¿En qué estábamos?

—Los aviones…

—Ajá, los aviones. Mira, Gabito sabe que yo amo a Woody Allen. Yo soy un fanático y he visto todas sus películas. Me parece un artista del carajo. Un día Gabito me llamó, conversamos un rato, hablamos de la familia, de los hijos, y de pronto me dice que va a Nueva York a reunirse con Woody Allen. Imagínate. Él me invita, me dice que si me subo al avión, él me lleva a conocer a Woody Allen. Carajo…

—Una trampa.

—¡Completamente!

—¿Qué hiciste?

—Pues tuve que ir… Yo me preparé, me tomé unos traguitos antes de abordar, y me fui para Nueva York con Gabito. Llegamos, dejamos las cosas en el hotel, nos cambiamos y por la noche fuimos a un bar, a un sitio de jazz donde Woody tocaba con su grupo.

—Él toca el clarinete…

—Sí. Entramos al bar y nos llevaron hasta una mesa reservada. Woody nos saludó, le dijo a la gente que García Márquez estaba ahí y la gente aplaudió. Nos sentamos y yo veo en una silla el estuche del clarinete, donde Woody guardaba el instrumento. Uy, era una cosa toda rota, un estuche viejísimo, desgastado. A mí me dio lástima y le dije a Gabito: “Oye, ¿por qué no le regalamos un estuche nuevo a Woody?”.

Jaime estalla en una gran carcajada. Se divierte un mundo con la anécdota. Luego recupera el aliento, justo cuando llegan los mojitos.

—Salud.

—Salud.

—¿De qué hablaron con Woody Allen?

—Bueno, ellos hablaron de cine, de libros. Yo le dije que lo admiraba mucho, el tipo me dio las gracias. Es un hombre muy tímido, pero yo creo que es un genio. Después, en el hotel, Gabito me pidió que lo acompañara al día siguiente, que tenía una reunión con Henry Kissinger.

—¿Y fuiste?

—Qué va… Yo tengo otro gran amor, y son los Yankees de Nueva York. ¡Al día siguiente me fui al estadio!

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Ahora, antes de ir al bar, caminamos alejados de la bulla de los turistas. En la periferia del casco histórico, las murallas respiran sus siglos en silencio. Sopla un viento salobre que viene del mar. Y en los jardines de las viejas casas, tras las puertas macizas, se escucha el rumor de muchas fiestas privadas.

—Esta es la casa de Gabito. Ahorita está sola, pero él viene a cada rato y se pasa temporadas sabrosas aquí. En esta de acá, en la esquina, vivía Obregón, el pintor…

—Gran amigo de Gabo.

—Sí, eran como hermanos. Esta azul se la regaló Gabito a uno de sus hijos. Él no vive en ella…

Jaime baja la voz y se pone melancólico. Habla de Alfredo, “Cuqui”, otro hermano, uno que “tuvo muchos problemas y no logramos ayudarlo, salvarlo”. Alfredo fue drogadicto y terminó en la calle, donde recibía, con frecuencia, ayuda de la gente que lo reconocía como “otro hermano de Gabito”.

Jaime hace un recuento y menciona a varios de sus hermanos: Gustavo, que vivió muchos años en Venezuela y fue cónsul en Barquisimeto. Yiyo, que también fue escritor y dedicó uno de sus libros, Tras las claves de Melquíades, a recoger las pistas de la formación literaria de Gabo. También Luis Enrique, Hernando, Alfredo… Y las hermanas: Margot, Aída Rosa, Rita, Ligia, “la genealogista de la familia”…

Jaime aún no lo dice, pero en su cerebro ya empieza a aparecer una reflexión sobre lo que ha sido su vida como hermano del Nobel.

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En el bar, cuando vamos por el tercer mojito, Jaime recuerda una de las últimas veces que se juntaron todos los hermanos.

—Fue cuando murió papá. Gabito llegó de México, vino Yiyo y todos nos reunimos acá en Cartagena. Al salir de la misa, en una esquina, Gabito, Yiyo y yo nos pusimos a beber y a hablar mierda. Hacía mucho que no teníamos la oportunidad de hablar juntos. Oiga, y empieza a llegar gente. Gente que sabía de la muerte de papá. Se acercaban, daban el pésame, saludaban a Gabito. Cada vez eran más, un gentío. Mejor dicho, eso se volvió imposible. No nos dejaron…

—Tuvieron que irse…

—Sí. Gabito me dijo: “Tú, que vives aquí, ¿dónde podemos beber tranquilos?”. Eran como las tres de la tarde. Yo dije: “A esta hora, para hablar sin que nadie nos moleste, solamente donde las putas”… Jaime estalla de nuevo, ríe con energía, se palmea una rodilla y demora unos segundos antes de continuar. “Bueno, nos fuimos a un burdel. Ahí nos acomodamos sin problema, pero las mujeres, que no estaban trabajando todavía, empezaron a desfilar con ejemplares de Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera… Decían: ‘Maestro, fírmeme aquí; maestro, una dedicatoria’. Carajo, tampoco ahí nos dejaron hablar”.

—¿Y entonces?

—El dueño del burdel ve la vaina y dice: “Bueno, lo único que puedo hacer por ustedes, para que estén tranquilos, es prestarles mi casa”. Imagínate. El tipo nos dio las llaves y para allá nos arrancamos. ¡Solamente así pudimos!

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Se enfría la atmósfera por pura obligación. Vamos vaciando los últimos vasos y pagamos antes de irnos. Jaime tiene la delicadeza de invitar una ronda, pero esto se acaba: mañana tenemos actividades a primera hora. Con gran dolor abandonamos “La Bodeguita” y caminamos de nuevo por las calles del centro. El ruido y el agite de los turistas ya empiezan a menguar. Carruajes tirados por caballos cruzan las veredas. Retumba en los muros el eco de sus cascos azotando el pavimento.

Jaime ha dejado de recordar historias. Ahora habla de su relación con García Márquez, que no es exactamente Gabito. Uno es el escritor, la figura universal. Otro, el hermano, su amigo y compañero de mil parrandas. Tener a un hombre así en la familia es una bendición, siempre que sepas manejarlo. Jaime reconoce que para algunos de sus hermanos no ha sido tan fácil. Ha sido casi una carga: la exposición, la fama. Tal vez, aunque no lo dice, piensa en la presión que soportó Eligio: dedicarse a la escritura siendo hermano de García Márquez. O en las eternas solicitudes que les hacen para conseguir entrevistas, palancas, favores. Jaime, sin embargo, admite que para él ha sido más llevadero el fenómeno. Pero con un dejo de resignación dice que él, sobre todo después del Nobel, dejó de ser Jaime para convertirse en “el hermano de García Márquez”. Dice que les ocurre lo mismo a todos.

—Terminamos siendo eso: los hermanos de García Márquez.

Fuente:

Prodavinci.com