Conferencia

Pinocchio

Personaje literario
y cinematográfico

29 de noviembre de 2007

Pinocho de Carlo Collodi

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Con la participación de Giuseppe Esposito, doctor en Filosofía y Letras Clásicas con énfasis en Arqueología de la Universidad de Salerno, Italia, quien actualmente se desempeña como profesor de Filosofía y de Literaturas Italiana y Latina en el Colegio Leonardo da Vinci de Envigado; y de Gustavo Acosta Vinasco (Pereira, 1974), cronista, editor y colaborador de diferentes publicaciones, comunicador y educador, con estudios en filosofía, literatura y lenguas en diversas universidades del país. Al terminar la conferencia se proyectará la película «Le avventure di Pinocchio» del director Luigi Comencini.

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Carlo Collodi

(1826-1890)

Carlo Collodi (1826 - 1890)

Carlo Collodi (1826-1890), seudónimo de Carlo Lorenzini, periodista italiano autor de Le avventure di Pinocchio, famoso libro de literatura infantil. Nació en Florencia, Italia, el 24 de noviembre de 1826; entre los 11 y los 16 años estudió en la institución religiosa de Colle Val d’Elsa y después dedicó dos años al estudio de la retórica y la filosofía. Trabajó en la Biblioteca Piatti de Florencia hasta 1848, cuando se unió al ejército del rey Carlos de Cerdeña en el levantamiento contra Austria. Durante la rebelión, fundó el periódico satírico Il Lampione, que fue prohibido en 1849 con la revuelta ya sofocada. En 1853 fundó otro periódico, La Scaramuccia, para el que escribió hasta 1859, año en que entró a formar parte de las fuerzas militares de Giuseppe Garibaldi y, por poco tiempo, relanzó Il Lampione, ya bajo el seudónimo de Collodi (por el lugar donde nació su madre). Sin abandonar su labor periodística, comenzó a trabajar en 1860 como funcionario en su ciudad natal.

En 1877 comenzó sus series de cuentos educativos sobre Gianettino (Juanito), que llenarían siete volúmenes, el último de los cuales apareció en 1890. Pinocho, el hijo pródigo que aprende a ser responsable tras una serie de terribles experiencias, apareció por primera vez en julio de 1881 en el semanario para niños Giornale per i Bambini, con el título de Storia di un Burattino («Historia de un muñeco»). En 1883 se publicaron Las aventuras de Pinocho, volumen que reunía las series del muñeco. La importancia y trascendencia de Pinocho para la literatura infantil consiste en que su autor fue el primero en escribir conscientemente para niños, pensando, por lo tanto, en su psicología, costumbres y lenguaje. Pero no trataba sólo de distraer, sino que sus fines eran educar a la infancia y formar patriotas. La popularidad del personaje experimentó un gran auge en 1940 con el estreno de la película animada de Disney que, no obstante, se alejaba bastante del espíritu del libro. Collodi murió sin haber obtenido demasiado dinero por su éxito, pero parece difícil que la historia del muñeco que «apenas contaba una mentira, su nariz crecía de repente», pierda su atractivo.

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Pinocho de Carlo Collodi

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Aventuras de Pinocho

~ Capítulos I y II ~

I

Cómo fue que el maestro Cereza, carpintero de oficio, encontró un palo que lloraba y reía como un niño.

Había una vez…

—¡Un rey! —dirán en seguida mis pequeños lectores.

—No, muchachos, se equivocan. Había una vez un pedazo de madera.

No era una madera de lujo, sino un simple pedazo de leña de esos palos que en invierno se meten en las estufas y chimeneas para encender el fuego y caldear las habitaciones.

No recuerdo cómo ocurrió, pero es el caso que, un día, ese trozo de madera llegó al taller de un viejo carpintero cuyo nombre era maestro Antonio, aunque todos lo llamaban maestro Cereza, a causa de la punta de su nariz, que estaba siempre brillante y roja como una cereza madura.

Apenas vio el maestro Cereza aquel trozo de madera, se alegró mucho y, frotándose las manos de gusto, murmuró a media voz:

—Esta madera ha llegado a tiempo; con ella haré la pata de una mesita.

Dicho y hecho. Cogió en seguida un hacha afilada para empezar a quitarle la corteza y a desbastarla. Cuando estaba a punto de dar el primer golpe, se quedó con el brazo en el aire, porque oyó una vocecita muy suave que dijo:

—¡No me golpees tan fuerte!

¡Figúrense cómo se quedó el buen viejo!

Giró sus espantados ojos por toda la habitación, para ver de dónde podía haber salido aquella vocecita, y no vio a nadie. Miró debajo del banco, y nadie; miró dentro de un armario que estaba siempre cerrado, y nadie; miró en la cesta de las virutas y del aserrín, y nadie; abrió la puerta del taller, para echar también una ojeada a la calle, y nadie. ¿Entonces?…

—Ya entiendo —dijo, riéndose y rascándose la peluca—; está claro que esa vocecita me la he figurado yo. Sigamos trabajando.

Y, volviendo a tomar el hacha, descargó un solemnísimo golpe en el trozo de madera.

—¡Ay! ¡Me has hecho daño!, gritó, quejándose, la vocecita.

Esta vez el maestro Cereza se quedó con los ojos saliéndosele de las órbitas a causa del miedo, con la boca abierta y la lengua colgándole hasta la barbilla, como un mascarón de la fuente.

Apenas recuperó el uso de la palabra empezó a decir, temblando por el espanto:

—Pero, ¿de dónde habrá salido esa vocecita que ha dicho «¡ay!»…? Aquí no se ve ni un alma. ¿Es posible que este trozo de madera haya aprendido a llorar y a lamentarse como un niño? No lo puedo creer. La madera, ahí está: es un trozo de madera para quemar, como todos los demás, para echarlo al fuego y hacer hervir una olla de porotos…

¿Entonces?

¿Se habrá escondido aquí alguien? Si se ha escondido alguien, peor para él. ¡Ahora lo arreglo yo! Y, diciendo esto, agarró con ambas manos aquel pobre pedazo de madera y lo golpeó sin piedad contra las paredes de la habitación.

Después se puso a escuchar, a ver si oía alguna voz que se lamentase. Esperó dos minutos, y nada; cinco minutos, y nada; diez minutos, y nada.

—Ya entiendo —dijo entonces, esforzándose por reír y rascándose la peluca—. ¡Está visto que esa vocecita que ha dicho «¡ay!» me la he figurado yo! Sigamos trabajando.

Y como ya le había entrado un gran miedo, intentó canturrear, para darse un poco de valor.

Entretanto, dejando a un lado el hacha, cogió un cepillo para cepillar y pulir el pedazo de madera; pero, mientras lo cepillaba de abajo, oyó la acostumbrada vocecita que le dijo riendo:

—¡Déjame! ¡Me estás haciendo cosquillas!

Esta vez el pobre maestro Cereza cayó como fulminado. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado en el suelo.

Su rostro parecía transfigurado y hasta la punta de la nariz, que estaba roja casi siempre, se le había puesto azul por el miedo.

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Ilustración original de Pinocho por Mazzanti

Ilustración original por Mazzanti

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II

El maestro Cereza regala el palo a su amigo Geppetto, que lo acepta para fabricar con él un maravilloso muñeco que sepa baile, esgrima y que dé saltos mortales.

En aquel momento llamaron a la puerta. —Pase —dijo el carpintero, sin tener fuerzas para ponerse en pie.

Entró en el taller un viejecito muy lozano, que se llamaba Geppetto; pero los chicos de la vecindad, cuando querían hacerlo montar en cólera, lo apodaban Polendina, a causa de su peluca amarilla, que parecía de choclo.

Geppetto era muy iracundo. ¡Ay de quien lo llamase Polendina! De inmediato se ponía furioso y no había quien pudiera contenerlo.

—Buenos días, maestro Antonio —dijo Geppetto—. ¿Qué hace ahí, en el suelo?

—Enseño el ábaco a las hormigas.

—¡Buen provecho le haga!

—¿Qué le ha traído por aquí, compadre Geppetto?

—Las piernas. Ha de saber, maestro Antonio, que he venido a pedirle un favor.

—Aquí me tiene, a su disposición —replicó el carpintero, alzándose sobre las rodillas.

—Esta mañana se me ha metido una idea en la cabeza.

—Cuénteme.

—He pensado en fabricar un bonito muñeco de madera; un muñeco maravilloso, que sepa bailar, que sepa esgrima y dar saltos mortales. Pienso recorrer el mundo con ese muñeco, ganándome un pedazo de pan y un vaso de vino; ¿qué le parece?

—¡Bravo, Polendina! —gritó la acostumbrada vocecita, que no se sabía de dónde procedía.

Al oírse llamar Polendina, Geppetto se puso rojo de cólera, como un pimiento, y volviéndose hacia el carpintero le dijo, enfadado:

—¿Por qué me ofende?

—¿Quién le ofende?

—¡Me ha llamado usted Polendina!

—No he sido yo.

—¡Lo que faltaba es que hubiera sido yo! Le digo que ha sido usted.

—¡No!

—¡Sí!

—¡No!

—¡Sí!

Y acalorándose cada vez más, pasaron de las palabras a los hechos y, agarrándose, se arañaron, se mordieron y se maltrataron.

Acabada la pelea, el maestro Antonio se encontró con la peluca amarilla de Geppetto en las manos, y éste se dio cuenta de que tenía en la boca la peluca canosa del carpintero.

—¡Devuélveme mi peluca! —dijo el maestro Antonio. —Y tú devuélveme la mía, y hagamos las paces.

Los dos viejos, tras haber recuperado cada uno su propia peluca, se estrecharon la mano y juraron que serían buenos amigos toda la vida.

—Así, pues, compadre Geppetto —dijo el carpintero, en señal de paz—, ¿cuál es el servicio que quiere de mí?

—Quisiera un poco de madera para fabricar un muñeco; ¿me la da?

El maestro Antonio, muy contento, fue en seguida a sacar del banco aquel trozo de madera que tanto miedo le había causado. Pero, cuando estaba a punto de entregárselo a su amigo, el trozo de madera dio una sacudida y, escapándosele violentamente de las manos, fue a golpear con fuerza las flacas canillas del pobre Geppetto.

—¡Ah! ¿Es ésta la bonita manera con que regala su madera, maestro Antonio? Casi me ha dejado cojo.

—¡Le juro que no he sido yo!

—¡Entonces, habré sido yo!

—Toda la culpa es de esta madera…

—Ya sé que es de la madera; pero ha sido usted quien me la ha tirado a las piernas.

—¡Yo no se la he tirado!

—¡Mentiroso!

—Geppetto, no me ofenda; si no, le llamo ¡Polendina!…

—¡Burro!

—¡Polendina!

—¡Bestia!

—¡Polendina!

—¡Mono feo!

—¡Polendina!

Al oírse llamar Polendina por tercera vez, Geppetto perdió los estribos y se lanzó sobre el carpintero; y se dieron una paliza.

Acabada la batalla, el maestro Antonio se encontró dos arañazos más en la nariz, y el otro, dos botones menos en su chaqueta. Igualadas de esta manera sus cuentas, se estrecharon la mano y juraron que serían buenos amigos toda la vida.

De modo que Geppetto tomó consigo su buen trozo de madera y, dando las gracias al maestro Antonio, se volvió cojeando a su casa.