Presentación

Todo amor
termina en el Centro

Abril 17 de 2008

"Todo amor termina en el Centro" - Grupo Literario Letras

Ilustración de carátula
por Ana María Cadavid

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Presentación de “Todo amor termina en el Centro”, novela colectiva del Grupo Literario Letras de la Universidad EAFIT, integrado por estudiantes, docentes, empleados, egresados y amigos de la literatura, vinculados a la comunidad eafitense. Letras cuenta en su haber con dos publicaciones, bellamente ilustradas por Ana María Cadavid: “ArcaVoces” (2003), conjunto de poemas y textos cortos, fruto del trabajo de cinco años ininterrumpidos, y “Ojo de agua” (2005), narraciones urbanas de diferentes tintes y matices. Ambos textos evidencian el silencioso, constante y denodado trabajo de un grupo de lectores —así les gusta considerarse: más lectores que escritores— que pacientemente tejen frases, hilan párrafos, moldean el silencio, construyen textos y levantan sueños de manera individual y colectiva, en la blanca y enigmática geografía del papel, bajo el amparo literario de la escritora Lucía Donadío.

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“Todo amor termina en el Centro” es una encantadora ambigüedad que puede sugerir el amor en el centro de la ciudad, como sucede en el libro, o el amor en el centro del alma, que es donde empieza y termina todo amor.

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Todo amor
termina en el Centro

Experiencias en un apagón

Prólogo

Entro de noche a mi dudad, yo bajo a mi ciudad donde me esperan o me duelen, donde tengo que huir de alguna abominable cita, de lo que ya no tiene nombre, una cita con dedos, con pedazos de carne en un armario, con una ducha que no encuentro, en mi ciudad hay duchas, hay un canal que corta por el medio mi ciudad y navíos enormes sin mástiles pasan en un silencio intolerable hacia un destino que conozco pero que olvido al regresar, hacia un destino que niega mi ciudad donde nadie se embarca, donde se está para quedarse aunque los barcos pasen y desde el liso puente alguno esté mirando mi ciudad…

Julio Cortázar
62 Modelo para armar

Una tarde de viernes, hace más de dos años, nosotros, los del Grupo Letras, nos fuimos para el centro de Medellín a tomarnos un café y a despedir un semestre más de lectura, escritura y textos compartidos. Alrededor de la mesa —que siempre invita a soñar—, entre risas y miradas alegres, entre el café y el helado, entre recuerdos de pasajes de libros que nos han puesto a delirar, entre proyecciones del futuro de nuestra gran pasión, la literatura, entre la amistad circundada por hermosas palabras (escritas y leídas), Diego dijo: “¿Por qué no hacemos un ejercicio de escritura colectiva el próximo semestre…? ¿Qué tal si apostamos a que cada uno es un personaje que vive en uno de estos edificios del Centro…?”. Cómplices de este sueño, nos unimos a él. Permitimos que la idea se fuera pegando a nuestra piel, que echara raíces en nuestra alma, lenta y fuertemente.

Otra tarde de viernes, unos meses más adelante, volvimos al Centro y caminamos las calles de la Playa donde queríamos que estuviera nuestro Edificio Plaza Central. Algunos lo habían imaginado a la derecha subiendo desde la Oriental, otros a la derecha bajando del Teatro Pablo Tobón, otros lo soñamos a la izquierda subiendo o bajando. No hubo discusiones sobre este asunto. Lo dejamos donde cada uno lo soñaba, sabiendo que lo importante era lo de adentro, la historia que cada uno pudiera construir y entretejer.

Y cada uno fue bautizando a su personaje. Algunos encarnaron fácilmente y se escribieron en pocos meses. Otros tardaron años en redondearse (Carlos Andrés tuvo cinco personajes hasta que encontró el que verdaderamente era suyo, lejano al primer embrión). Los viernes al mediodía cuando nos reuníamos en nuestra sesión de trabajo, junto a nosotros —los de carne y hueso— llegaban los otros, los habitantes del Plaza Central, que también parecían de carne y hueso, a llenarnos de inspiración, de risas, muchas veces queriendo tomar el control y sustraer nuestras más profundas emociones para plasmarlas en el papel. Llegó a ser tal la situación que a veces confundíamos los nombres de los autores con los del personaje, y viceversa. (Si no que lo diga Camila, —digo, Mónica—).

Así se fueron haciendo estas páginas que hoy se vuelven libro entre sus manos. Con grandes dosis de paciencia y complicidad, con alegría y humor que nos sostenía en los momentos difíciles, cuando no sabíamos el rumbo exacto que nos marcaba y seguíamos las voces de los personajes, que parecían decirnos por dónde continuar. Nos enfrascábamos en diálogos y lecturas, en encuentros de unos personajes con otros, en historias de amor que aparecieron en todas las historias, corroborando esa gran verdad que es el amor.

Leímos y releímos y corregimos cada texto muchas veces. Cuando los personajes buscaron páginas blancas para vivir en ellas, Santiago, con la denominación de book jockey, que él mismo se adjudicó, y el ojo agudo de Mauricio, corrigieron y entretejieron los textos y los fragmentos. Ana María, nos animó con el bello diseño de la carátula que nos hizo apurar las correcciones. Corregimos “por última vez” unas veinte veces los textos hasta lograr este entramado que hoy llega a usted, anónimo lector, y que esperamos toque su alma como alguna vez tocó la nuestra.

Lucía Donadío
Directora Grupo Literario Letras

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Habitantes del Edificio Plaza Central en "Todo amor termina en el Centro" del Grupo Literario Letras

Habitantes del Edificio Plaza Central

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Parte 1

Agustín

Mi tiempo Violeta

Una mujer llamada Violeta
Yo soy un hombre marcado por Violeta,
por una muchacha de increíbles ojos miel
que un día se apareció en el Bar.

Adoré a Violeta, que más prueba de ello que el lamentable estado en que me dejó, como en una muerte medieval cuando los héroes se morían de amor. ¡Yo, un bucanero de mil puertos en éstas…! No puede ser, Agustín, tienes que olvidarla para siempre, me dije. Puse la idea en práctica, salí a conocer Metrocable, me afilié a un gimnasio y hasta terminé el álbum de chocolatinas Jet, pero, sin el menor resultado, sigo en mi estado catacúmbico. Hecho un desastre sufro su partida y juro que no me enamoraré otra vez jamás en la vida.

Como un salvavidas tomé el libro de Jaime Espinal, y busqué en la novela su comprobada solución oriental a los delirios incurables de amor, con tan mala suerte que no pude descifrar la panacea oculta en la imagen que liberó al autor de su tusa. Tal vez, concluí, Espinal sabe mandarín, claro.

Tengo que reconocer que con Violeta sentí la extraña y maravillosa sensación de estar fuera de mí, en un mundo loco que ella hacía parecer totalmente real, y al que la seguí a lo largo de la noche, a lo largo de su laberinto de risas y de su carácter impetuoso y desatinado, dependiendo poco a poco, cada vez más, de ella para vivir. Con el tiempo, después de no intentar más comprenderla, decidí dejar a la deriva nuestro amor demente.

Suena el timbre, ¿quién diablos puede ser a esta hora del amanecer? Tiro el cigarrillo por el balcón, abro la puerta, veo un tipo en pantaloncillos rotos, casi hechos jirones, alto, grueso, titánico como un orangután, lleva la barba rala y el cabello despeinado. Los ojos, grandes como los de una vaca, son azules pero están enrojecidos entre una costra malva de legañas. ¿Sí…?, le digo, Che…, me responde, es que Pacho el portero dice que vos fumás y no dormís, mirá que mi maldita candela se dañó y estoy muerto de pararme tanto de la tele a la estufa… ¿no podes regalarme unos fósforos o prestarme un encendedor hasta mañana? Tose y su respiración corresponde a la de un asmático. Comprendo que es el argentino del oncecerouno, voy por una candela, se la entrego, tomá, le digo, te la regalo, y le pregunto si le gustan los tangos; pibe, responde, después de Gardel, que cada día canta mejor, los demás son un montón de pelotudos, gracias. Da la vuelta, y se va entre una cojera que lo hace brincar a cada paso y la nube de humo del Marlboro rojo que enciende.

En cuanto al amor de Violeta, éste había empezado en mi bar meses atrás de una manera que solo puedo calificar de maravillosa. Muchas cosas ocurrieron a lo largo de aquellos días definitivos e imborrables:

—Un vodka con naranja por favor

—¿Con hielo?

—Sin hielo, es más, sin naranja

Apareció de la nada en la barra tirándose el pelo hacia atrás, un pelo ondulado, azabache, negrísimo, casi azul. Las uñas carmesí, los dedos largos, los ojos miel. En la boca un cigarro con boquilla (larga como sus dedos). Entre el humo, ella que terminaba “….es más, sin naranja”. Los codos en la barra, sobre una mano el mentón, en la silla un apretado carrizo, entre los dedos del pie bailaba un zueco.

Sonaba un tango:

♫ Sobreviviente mía / socavas mi calma / me aferró a ti desesperado ♫ / mi habitante indómita / testimonio mío ♫ / me aferró a ti desesperado / a las virutas de tu aliento / ♫ a tus incendios de hembra / ecos, lejanía, brisa tibia que pasó? / ♫ desesperado me aferró a ti sobreviviente mía ♫ / y perseguiré tu nombre ♫ / hasta que un día / ♫ el tiempo termine al fin / ♫ de beber mi sangre ♫ (bis).

—¿Tiene música de Horacio Ferrer?

—Sí, pero tendría que buscarla, nadie aquí la pide

—¿La balada para un loco?

—Por supuesto, es mi preferida

Clavó el cigarrillo en el cenicero.

—¿Y de Maria Grana o de Adriana Varela?

—Me está pidiendo lo más difícil, pero ya lo busco

—Entonces Troilo o Salgan, Charlo o Fresedo.

—Ah, esos ya mismo. ¿Le gusta Discépolo?

—¿Cómo se llama?

—Me llamo Agustín, ¿y usted?

—Violeta. ¿Pondrá algo o todo lo tiene que buscar?

—No, ¿qué tal “En esta tarde Gris”?

—Bien

—¿Le gusta Discépolo?

—Me gusta usted, Agustín

Nos quedamos así un rato. Silenciosos, mirándonos a los ojos. Yo parado como un idiota detrás de la barra. A lo mejor no es más que una chiflada, pensé. No sabía qué hacer. Luego me dice exactamente estas palabras: Me gustaría que por el resto de la vida, me despertaras en la mañana. En su boca se dibujó una hermosa sonrisa. Me acarició el rostro. Arqueé las cejas. Te juro que me sorprendés, le dije.

En aquellos tiempos tenía aún el Bar del Búho que dejé a Irene luego de la partida de Violeta para que me lo pagara como fuera, en fin, la clientela ya la conocía y apreciaba casi más que a mí. Ella, una hermosa joven del Edificio que un día tocó a mi puerta para pedirme trabajo, llegó como caída del cielo, entonces el amor con Violeta estaba en su esplendor e Irene se apersonó del negocio de forma tal que le dio nuevo aire al Bar, y a Violeta y a mí la libertad de salir juntos a recorrer el Centro por la noche. Agregó recitales de poesía que declamaba con su amigo guitarrista, y espectaculares shows de tango en vivo en los que la misma Violeta, a veces, participaba cantando tangos a su manera; de una forma brusca, marcada, quebrada, con su voz gruesa de mezzosoprano (como la de Adriana Varela o Susana Rinaldi) que extasiaban al público. Su versión de El día que me quieras era especialmente arrolladora por la pasión que le ponía: me miraba y arrastraba la letra como si fuera un ruego, un desgarro, mientras ejecutaba sola ochos, ganchos y pasos de fantasía con una lucidez de experta, para terminar, luego, ralentizando el ritmo en una forma rota, melancólica, terriblemente triste, dolorosísima.

Cuando regresábamos del bar al Edificio Plaza Central, la gata en la portería, al verla, la seguía y se dejaba cargar de ella mientras Violeta le cantaba “minina, minina” acariciándole la pelambre por la espalda. La gatita cerraba los ojos y se templaba con el peinar de los dedos en el lomo, pero de pronto saltaba y se perdía rápido entre las sombras. Con el tiempo comprobé que Violeta también tenía algo de felino.

En mi apartamento, entre música, caricias y vinos, hablábamos de la verdadera pasión de nuestras vidas, los libros, el tango y el cine, para desembocar en una pequeña cama lo suficientemente grande como para no caernos, entre carcajadas, cantando tangos casi ebrios, gritando poemas muertos de la risa, brindando por cualquier cosa, a un amor brioso y estridente como un candombe. Luego, en el balcón, fumando como en las películas, nos quedábamos mudos viendo los colores que nacían en el cielo con el amanecer. Cerca brillaba la cúpula de la Catedral Metropolitana. Entre la alta neblina, se divisaba a lo lejos, el aviso luminoso de Coltejer encaramado en la montaña.

Cierro los ojos para escuchar los pasos de Violeta sobre el piso ajedrezado, esa música que tenía al andar descalza, única como su huella digital. Del misterio de la noche emerge ella con mis sueños en los que tantas veces la he tenido de nuevo conmigo: Violeta con el vestidito azul mirando distraída a lado y lado de la calle Girardot. Me levanto en una cama extraña y ahí está a mi lado. Muero y ella va por mí al infierno. Camino rápido hacia ella por el Centro, pero es solo un espejismo.

Fuente:

Todo amor termina en el Centro. Grupo Literario Letras, Universidad EAFIT, Medellín, primera edición, septiembre de 2007.

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Universidad Eafit - Medellín - Colombia

Universidad Eafit - Medellín - Colombia

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