Presentación

La bestia desatada

Mayo 15 de 2008

"La bestia desatada" de Guillermo Cardona Marín

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Guillermo Cardona Marín (Medellín, 1961). Comunicador social de la Universidad de Antioquia, ha colaborado en entidades como Colprensa y El Colombiano y durante muchos años ejerció desde el humor el oficio de periodista. Primero participó como libretista, actor y músico de la Compañía de Humor Frivolidad (que se conoce por sus personajes Tola y Maruja), y durante nueve años fue conductor, colibretista y director periodístico del programa radial “La Zaranda” de RCN Radio. En 2005 obtuvo el Premio Nacional de Literatura a Novela Inédita, otorgado por el Ministerio de Cultura por la obra “El jardín de las delicias”. Participó en “27 relatos colombianos” (2006), en la antología “Una ciudad partida por un río” (2007) de Luz Mary Giraldo y en el libro “Espacios con-sentidos”, con fotografías de Luigi Baquero y textos de diferentes autores antioqueños. También se ha desempeñado como coordinador de “Una ciudad para leer; una ciudad para escribir”, programa del Plan Municipal de Lectura de la alcaldía de Medellín. Seix Barral publicó en 2007 “La bestia desatada”, su segunda novela.

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“El mismo día en que Pablo Escobar cae abatido sobre el tejado de una casa, un médico especializado en el exterior, que se oculta para eludir las balas de sus enemigos, ve que ha llegado la oportunidad de poner en marcha su meticuloso y mortífero plan de huida. El médico, una encarnación del doctor Jekill y Míster Hyde, se había convertido, por fuerza del destino, en un diabólico y refinado torturador, el gran torturador de Medellín, al servicio lo mismo de mafiosos y policías…”.

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"La bestia desatada" de Guillermo Cardona Marín

Guillermo Cardona Marín

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La bestia desatada

Fragmento

La noticia de su muerte retumbó por todo Medellín con más fuerza que cualquiera de sus más sonados carros bomba y el chisme se regó con un traqueteo de buscaniguas por los recovecos de los barrios populares. Hasta yo pegué un brinco cuando oí que lo gritaban desde alguna terraza del vecindario:

—¡Se murió, Pablo se murió! ¡Se murió, Pablo se murió!, era el estribillo que repetía un hombre, como si estuviera coreando una porra del dim; seguramente algún loco que no medía las consecuencias de mostrarse en extremo contento por tan buena nueva. Porque lo era. Mas negándome a creer que a un ateo pecador como yo se le apareciera la Virgen en esa forma, de inmediato encendí el televisor y me bastó reconocer su cadáver —cuando lo bajaban en vivo y en directo del techo donde había caído baleado el gran Doctor como un vulgar ladrón de gallinas— para comprender que si sabía administrar el caos y el desconcierto que sobrevendrían a tan notable deceso, aquélla sería la mejor y quizá la única oportunidad que tendría de escapar a salvo.

El milagro era además por partida doble, pues justo aquel que pudo convertirse en el más implacable de mis enemigos —el único capaz de superarme en saña e inteligencia—, con esa feliz ocurrencia de dejarse matar, aparte de tacharse de la lista, también me estaba despejando ese caminito que necesitaba para largarme de una vez por todas de Medellín y así librarme del conjuro de aquella ciudad nefasta, donde me tocó fungir de malo para no desentonar y donde ni así dejé de sentirme un forastero, un recién llegado, un mero diletante y regular intérprete de la muy compleja gramática local de la inclemencia.

Así que cuando divulgaron el comunicado oficial de presidencia ratificando la información y celebrando aquella muerte con espíritu patriótico, apagué el televisor —para evitarme el embeleco de los partes de victoria del gobierno y sus secuaces— y salí a la terraza de mi refugio en Villahermosa, melancólicamente, para cambiar de pensamientos, mirando al menos un poco de la ciudad que también amo.

El sol rebotaba contra las tejas y los adobes de las casas de Manrique con una monotonía transparente y rojiza de la que sobresalía de pronto, aquí y allá, sin contemplaciones con la composición o con la estética, la estridencia amarilla de los guayacanes florecidos, como fugaces destellos de alegría en esas calles lóbregas, tintas de sangre. Había ocres con visos de plomo por los lados de Bello y un verde de falsa tierra prometida subiendo hacia La Estrella. Medellín toda posaba para mí, ella también sonriendo hipócrita para la foto, con un amanerado aire de postal, tal como quería fijarla en mi memoria para recordarla así no más cuando estuviera lejos. Apenas eso. Unos pincelazos de vivos colores que disimularan la letra negra y menuda del escarnio, el texto de mi historia, oculto bajo aquella visión luminosa como un sombrío palimpsesto.

¡Qué necesidad tenía yo de interesarme en esos momentos por las alimañas que seguían pagando escondidijo a peso! Como con la muerte del Patrón ya tenía un pie en el estribo para abandonar el tinglado, era preferible conservar solamente aquella imagen equívoca, insustancial, sin gente, sin familia, sin ataduras, sin evocaciones de grandes amores ni muestras palpables de sincera amistad. Y nada más quería llevarme. Los millones de dólares, las joyas, los títulos valores y otras bicocas que había logrado reunir en aquellos cuatro años de locura estaban en cajas de seguridad y cuentas corrientes desperdigadas por las Antillas Menores, a la espera de que ultimara los detalles de una excursión que incluía retiros espirituales en varios bancos de Antigua, islas Caimán, Saint Kitts y Montserrat, y un pintoresco recorrido turístico por los bazares de los más afamados falsificadores de Guadalupe y Martinica, quienes ya me tenían nuevas tarjetas de crédito, licencia internacional de conducción y hasta título universitario; unos documentos en regla, de muerto reciente y edad similar que suplantaba el suscrito, en los que constaba que había nacido en Fort-de-France, de padre español y madre argelina, y que había vivido los últimos diez años en Perú, donde me gradué en comercio exterior, tal cual lo refrendaban los sellos del pasaporte que me habían entregado unos meses atrás. Vale decir que mucho antes de que sonaran los compases de mi última y definitiva fuga en allegro ma non troppo, ya hacía tiempo había dejado de ser colombiano.

En esas andaba a finales de noviembre del año de gloria de 1993, preparando el viaje para presentarme con mi nueva identidad ante los banqueros antillanos y con ella disponer los traslados de mis dineros a sucursales europeas y del Lejano Oriente, para seguir de largo a recorrer el mundo, feliz de poderme escapar de ese hospital psiquiátrico que era para mí Colombia, esa abstrusa tiranía de feroces e invisibles dictadores.

Quería incluso salir tranquilo, sin hacer más daño del estrictamente relacionado con mis funciones, cuando un inoportuno allanamiento hizo públicos algunos pormenores de mi más lucrativa ocupación, una novedad que no debió caerles muy en gracia ni a mi familia ni a las llamadas autoridades, que igual confiaban en mí —si es que a aquello se le podía llamar confianza—, y mucho menos a mis antiguos compañeros de pupitre, mis más caros amigos de infancia, que por esta infortunada circunstancia llegaron a creer que no eran tales, cuando eran en verdad, además de mi familia, las únicas personas que amaba en el mundo y a las que jamás habría querido hacerles daño.

Hoy sólo tengo argumentos suficientes para demostrar que el torcido no fui yo; de los demás no sé, ni se me ocurre una explicación plausible, pero entonces creía que se trataba de una encerrona montada por la envidia de mis camaradas, con el claro propósito de joderme en el momento menos oportuno.

Algo como eso —pensaba— tenía que sucederme por andar metido hasta el cogote en el mundillo de los bajos fondos de Medellín, un infierno más bien chico para la maldad de ese pueblo grande y bajo cuyos efluvios todos terminaban aceptando contratos hasta de los grupos rivales y aun en contra de los intereses de sus propios amigos, en cuyo caso la deslealtad se compensaba con un pequeño sobrecosto.

Todos, menos yo. Obviamente, no era un santo. Es decir, yo no me limitaba a atender defensores de derechos humanos, líderes cívicos y traquetos de la competencia, como pensaban Loaiza y el capitán Payares; ni sólo comunistas, milicianos, extorsionistas y secuestradores, como creía Rueda; ni simples hampones de barrio o miembros de la inteligencia militar, como suponía Nacho, pues yo, por cuenta de ellos y de varios otros clientes particulares, había torturado por igual a policías y ladrones, a mafiosos y agentes antinarcóticos, a paramilitares y guerrilleros, a sicarios de alto vuelo y rateros de baja estofa y más de un cliente, a pedido de otro con más plata, había terminado sus días como paciente en mi mesa de disección. Claro que hoy como entonces sigo convencido de que todos se lo merecían, excepto unos pocos de malas que me entregaron no para arrancarles una información o cobrarles una ofensa sino porque, digamos, alguien me pagaba no más por darse el gusto, así generalmente terminaran confesando los crímenes más repugnantes.

Valga aclarar que, salvo algunas pocas cuestiones de orden práctico que se pueden cotejar —una dirección, un teléfono, un nombre cualquiera—, el resto del testimonio de un torturado entra en el terreno de lo indemostrable. No es extraño, entonces, que termine diciendo simple y llanamente lo que el torturador quiere que diga o lo que desea que escuche el cliente que le pagó. En ese aspecto, la tortura es —y lo digo con pleno conocimiento— el recurso de investigación más antitécnico no sólo desde el punto de vista jurídico sino desde la óptica de la investigación positiva propiamente dicha; la tortura, por el hecho de utilizar el recurso de la violencia, niega la inteligencia, que es el único camino que conduce a la verdad, y la verdad, la violencia y la inteligencia rara vez van de la mano.

Eso era algo que les advertía siempre a Payares, Loaiza, Rueda y Nacho, hasta que entendí que a ellos no les interesaba en realidad averiguar nada sino que lo que los impulsaba a ordenar la tortura era el mero placer de hacer daño. Y puestos ya en esos fangosos terrenos, le informé a cada uno y por separado que por más que entre ellos quisieran matarse, yo seguía siendo amigo de todos, y en consecuencia, que no trataran de mezclarme en sus malquerencias personales.

Otro aspecto que me llamó poderosamente la atención fue que el allanamiento lo comandara el capitán Ricardo Payares, un oficial de la policía que trabajaba en asocio con Los Pepes —la tenebrosa organización de los Perseguidos por Pablo Escobar—, uno de cuyos principales cabecillas era mi viejo amigo, antiguo guerrillero y nuevo mágico, don Giovanni Loaiza.

Pero además este Payares, que salió a acusarme en los noticieros de televisión, fue quien me tentó para cambiar radicalmente de oficio y me convenció de pasar de salvavidas a verdugo con el argumento de una buena suma, por allá en los albores de la narcoguerra. Lo conocí a finales de 1989, justo el día en que regresé de México —donde hice mi especialización—, graduado por partida doble en medicina mientras él, simple doctor en derecho y ciencias políticas, todavía no pasaba de teniente. Era un barranquillero de piel blanca, cabellos rubios y ojos azules que no encajaba en el arquetipo afrocolombiano del costeño, pero que igual era un mamagallista nato y un parrandero incansable que tenía encantada a mi hermana, y no más por tenerla contenta a ella se ganó a mi familia y a mí también.

Esa noche, en la fiesta de bienvenida que se armó en la finca de mis papás en Copacabana, cuando ya ellos se habían acostado, medio en broma, medio jugando, y en atención a mis altos estudios en neurocirugía, nos dio por elaborar un escalafón del dolor, según el instrumental quirúrgico utilizado y el punto del cuerpo elegido, en contraposición a lo que se podía lograr con navajas, alicates, cigarrillos, motosierras o ácido sulfúrico, que era el tratamiento habitual en Medellín, y llegamos a tal minuciosidad descriptiva que mi hermana tuvo que salir a vomitar, ocasión que aprovechó el servidor público para ofrecerme sin más ni más doscientos millones de pesos por hacer hablar a un alto mando del cartel de Medellín al que llevaban dos días aplicándole los métodos convencionales, sin que hubieran logrado arrancarle nada diferente de insultos y madrazos.

Fuente:

Cardona, Guillermo. La bestia desatada, Editorial Seix Barral, Bogotá, 2007.