Lectura y Conversación

Hernando García Mejía

Lectura de poemas y otros textos
13 de diciembre de 2012

Hernando García Mejía

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Hernando García Mejía (Arma, Caldas, 1940) es poeta, narrador y ensayista. Su producción literaria se ha dado principalmente en el campo de la literatura para niños y jóvenes, en el cual ha publicado, entre otros, los libros «Cuento para soñar», «La estrella deseada», «Cuentos del amanecer», «Tomasín Bigotes», «El país de la infancia feliz», «Ojitos borradores», «Cuando despierta el corazón» (Edilux-Susaeta, Medellín), «El diablo que ríe», «Los humorísticos asuntos del buen Dios» (Plaza & Janés, Bogotá), «Cuentos de asombro» (Magisterio, Bogotá), «El elefante invisible», «Guardianes de la selva», «Cuentos de hoy con espantos de ayer», «El muchacho que derrotó a las brujas» (Migema Ediciones, Bogotá), «Todo por el fútbol» (Gana Ediciones, Medellín) y «La comida del tigre» (Hombre Nuevo Editores, Medellín). Sus libros de poesía son «Por la señal de la luz», «Los cuerpos enlazados», «Versicuentos de risa y disparate», «Destinatario, el viento» y «Queja de pena y amor por Colombia». Es autor, así mismo, de un volumen de crecimiento personal titulado «Cielo sin nubes» y «Del leer y del ser», conjunto de reflexiones sobre la lectura y su promoción desde la escuela básica primaria, editado por Dann Regional de Medellín.

Ha sido colaborador de El Colombiano y de la revista Arco (Bogotá) hasta su desaparición, así como de otros medios escritos del país. También fue fundador y director de las revistas culturales «El Impresor» (Editorial Bedout) y «Piedra de Sol». Ha obtenido, entre otros, los siguientes premios y menciones: Premio Nacional Rafael Pombo de Literatura Infantil (Seguros Médicos Voluntarios, Bogotá, 1974), Premio Latinoamericano de cuento infantil (Editora Primor S. A., Río de Janeiro, Brasil, 1976), Premio Nacional de Cuento Infantil Hernán Alberto Prieto Gómez (Medellín, 1981), Premio Hucha de Plata de la Confederación Española de Cajas de Ahorros (Madrid, España, 1980), Mención Especial en los Premios de Poesía «Ciudad de Martorell» (Barcelona, España, 1977) y Premio de la Fundación Gibré (Buenos Aires, Argentina, 1979). Su texto autobiográfico «Salvado por los cuentos» fue finalista en España en los «Premios Literarios Constantí» e incluido en una antología titulada «Historias de vida» (2002). Además de escribir dicta conferencias sobre literatura y promoción de lectura y realiza investigaciones con fines antológicos sobre los más variados temas y géneros de la literatura hispanoamericana y universal.

Presentación del autor
por Pedro Arturo Estrada

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Hernando García Mejía

Hernando García Mejía

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«La poesía de García Mejía es diáfana, sincera y vigorosa. Iluminada por una sangre nueva rafaguean en ella la riqueza metafórica, la precisión verbal y un radiante escalofrío lírico».

José Gers

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«Sopla sobre sus renglones ardidos un viento delirante y puro, ennoblecido por el recuerdo y la distancia, elementos estos que le imparten no sé qué belleza embelesada y desesperada».

Adel López Gómez

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«Un escritor que sabe, como pocos, manejar los hilos de la emotividad propia de sus lectores, con una agilidad, una riqueza inventiva, un colorido, un ritmo literario y un acento poético que, aunque sutil, resulta evidente».

Sergio Mejía Echavarría

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«Hernando García Mejía escribe sus versos calladamente, sin matricularse en capillas, sin pedirles permiso a los dómines de Bogotá… Los cuerpos enlazados es un breviario de amor. Este tema se presta para caídas, ramplonerías y hasta para pornografía. En manos de un poeta de verdad como García Mejía, adquiere alto valor estético y lírico… Profundo libro de amor éste, comparable a los mejores de la literatura amorosa».

Oscar Echeverri Mejía

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Un poema y dos cuentos de
Hernando García Mejía

Milonga de Borges

Borges no ha muerto, señores.
Se me hace fabulación
que esté enterrado en Ginebra,
llorado por su canción.

Borges no ha muerto, repito.
Quien está enterrado, acaso,
es el doble, el otro, aquel
con quien soñaba al ocaso.

El otro, sí, no hay disputa,
que observaba en los espejos,
un cuchillo la mirada
y un adversario no lejos.

Borges sabía que era
el gaucho y el escritor,
Don Segundo y Martín Fierro,
gentleman y payador.

Y más que escribir soñaba
—piensa y opina el lector—
que la sangre y el ancestro
le ordenaban lo mejor.

El que en Ginebra descansa
—hueso frío y polvo lento—
no es el hijo de Leonor
sino un jinete del viento.

Alma al sol quemante y duro,
Francisco Borges, abuelo,
desde Junín le indicaba
el coraje por desvelo.

Metido en su laberinto,
cantando al tigre temido,
¿quién negará que anheló
ser su garra y su rugido?

En la espiral de su vida
había una estrella: el valor.
¡Y cómo brillaba siempre
en milongas del honor!

Manuel Flores y Chiclana,
Ño Calandria y Juan Muraña
le dieron su valentía
en entreveros de hazaña.

La flor de los cuchilleros
lo acompañó en el cantar
y el mito de sangre fiera
tuvo en su alma un altar.

Ahora nos da por pensar
que en toda su travesía
no fue más que aquel mocete
que a Don Segundo seguía.

Ahora nos da por creer
que aquel ciego de Florida
si alguna cosa veía
era el acero y la herida.

Borges, insisto, no ha muerto.
Quien yace en la tumba aquella
es el otro, el cuchillero
que fue por siempre su estrella.

Borges, Flores y Chiclana,
Borges, Calandria y Muraña,
uno y todos, yace allí
en esa su tumba extraña.

El otro, no: el fabulista
sigue viviendo su historia
en cada lector del mundo,
limpio de ruindad y escoria.

Borges no ha muerto, señores.
Lo asegura quien ahora
abre sus libros y siente
su renacer y su aurora.

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Las tres hojas

Primero fue la hoja del árbol.

Luego la hoja del libro.

Después de haberle dado al hombre cuna, báculo y ataúd, el árbol le dio también la pulpa de su corazón blanco y palpitante.

Con éste el hombre hizo el papel y con el papel una extensión prodigiosa de su ser: una nueva forma para la comunicación, el saber y la alegría de sentir, de crear y de soñar.

En la hoja blanca y pura traza desde entonces los signos de su corazón estremecido por la gloria de amar, por la alegría de creer y por la fiesta de imaginar y reflejar. En ella deposita la plétora de su nobleza y de su poderío, de su gloria y de su incertidumbre existencial.

Y en ella, en su océano impoluto, navega por los siglos de los siglos, capitán de sí mismo y señor de su historia.

La hoja del árbol.

La hoja del libro.

¡La hoja del hombre!

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El elefante invisible

Copo de Nieve, el elefante, estaba muy preocupado desde hacía varios días porque había notado que nadie le prestaba la menor atención.

«Es muy raro», pensaba, «que siendo yo el animal más grande del reino, pase inadvertido en todas partes, sin que nadie, ni siquiera los seres más pequeños y miserables, parezcan darse cuenta de mi existencia. ¿Qué diablos será lo que sucede?».

Su paso, sordo y fuerte, estremecía la tierra. Pero nadie, en efecto, se alteraba. Todos los animales seguían tranquilamente en lo suyo, como si en vez de un ser tan grande y monumental pasara un simple e insignificante ratoncillo.

Una vez, mientras descansaba nerviosamente, observando a los demás animales que lo ignoraban, escuchó que un mono le decía a un sapo:

—Mira, ¡una hormiguita roja!

—Va cargada de comida.

—¿En dónde tendrá la casa?

—Debe estar cerca. Sigámosla a ver.

«¡Una hormiga roja!», pensó Copo de Nieve. «¡Los muy idiotas detectan una mísera hormiga y en cambio a mí no me ven! ¿Habrase visto semejante anormalidad?».

Cada vez más perturbado, se preguntó si toda esa indiferencia no se debería, quizás, a falta de una mayor actividad de su parte, pues mientras él se movía lenta y pausadamente los demás animales corrían a toda hora, diligentes, impacientes, como si tuvieran mucho qué hacer y corrieran el riesgo de que el tiempo se les acabara antes de realizar sus importantes faenas.

«Haré como ellos», decidió, y echó a correr desaforadamente por todas partes, sin rumbo fijo, de aquí para allá y de allá para acá. Todo empezó a temblar y a crujir con estruendo inaudito.

«Esto les demostrará a todos que sí existo y tendrán que prestarme la atención que merezco», meditó.

Hecho terremoto y huracán recorrió el reino, amenazando con derribarlo todo. Sin embargo, los animales persistían en su indiferencia. Todos sufrían los efectos de la carrera, pero nadie lo mencionaba siquiera ni hacía el menor gesto reconocedor o identificador.

«¡Demonios!», se dijo entonces Copo de Nieve. «Esto se pone cada vez más extraño e incomprensible. A fe que no entiendo qué es lo que les pasa a estos idiotas. O lo que me pasa a mí».

Sin parar de correr ni de meditar, se le ocurrió, de pronto, la idea de que, tal vez por alguna extraña o mágica circunstancia, se hubiera vuelto invisible. Para salir de dudas, enrutó su carrera hacia un río y se detuvo ante el caudal móvil y espejeante. Por supuesto, era un elefante de verdad, normal, con su gran mole reluciente, su trompa descomunal y sus colmillos curvos, blanquísimos y enormes.

Al corroborarlo, barritó estrepitosamente. El aire retembló, como si un gran cristal fuera a romperse. Pero ningún animal dio signos de alarma. Todos siguieron en lo suyo. Imperturbables. Inconmovibles.

Dejando de barritar y de mirarse en el ondeante y fugitivo espejo del río, Copo de Nieve tomó entonces una decisión trascendental: iría a Palacio a descifrar el misterio.

Al llegar dijo que quería entrevistarse con el rey. Pero nadie lo vio ni le respondió. Insistió varias veces sin resultados. Después barritó, lleno de cólera, y las torres y columnas del edificio gubernamental vibraron a punto de irse a tierra.

Sin embargo, adentro y afuera, todo el mundo siguió apaciblemente su rutina de costumbre.

—¡Tendrán que reconocerme algún día! —bramó el elefante y, alejándose un poco, se echó frente a Palacio a esperar que saliera el rey.

Mientras esperaba, ignorado de todos, vio que pasaban unos monos legisladores, comentando entre sí con animación:

—¡El elefante no existe!

—¡Qué va a existir!

—Es mera fábula.

Al oír eso, Copo de Nieve movió enérgica y afirmativamente su trompa, exclamando:

—¡Yo sí existo, imbéciles! ¡Aquí estoy! ¡Mírenme y escúchenme!

Cuando horas después salió el rey, rodeado de guardias y ministros reverentes, el elefante se le acercó.

—Hola, Majestad —saludó.

El monarca movió la cabeza, pareció sorprenderse y, después, se hizo el desentendido.

—Hola, Majestad —repitió el elefante—. Soy yo, reconózcame, por favor. Dígame que soy real, visible. ¡Dígame que existo!

Pero, como si no lo viera ni lo escuchara, el rey dijo, respondiéndole a alguien que acababa de comentar, medio en serio y medio en broma, que le parecía haber visto un elefante por ahí:

—¡Tonterías! ¡El elefante no existe!

Sólo cuatro años después, desaparecido el rey, el pobre Copo de Nieve tuvo, finalmente, la satisfacción de que todos volvieran a sentirlo, verlo, oírlo y reconocerlo.

Fue entonces cuando comprendió, con no poco asombro, que, por su tamaño, había sido convertido en símbolo viviente de la corrupción del monarca y que en el reino, por una razón de tal naturaleza, hasta los elefantes pueden, un día cualquiera, ser borrados de la faz de la Tierra.