Conversación

Alfredo Vanín Romero

Islario del sur

—8 de abril de 2021—

Alfredo Vanín Romero - Foto Biblioteca Nacional de Colombia

Alfredo Vanín Romero
Foto Biblioteca Nacional de Colombia

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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Alfredo Vanín Romero nació en 1950 en el poblado de Saija, sobre el río del mismo nombre, jurisdicción del municipio de Timbiquí, región pacífica caucana, entre la cordillera y el mar. Creció en la vecina Guapi, en Buenaventura y en Cali. Es poeta, novelista, cuentista, profesor, tallerista literario, periodista, ensayista, investigador cultural, etnólogo y editor. Adelantó estudios de Literatura y Antropología y la Universidad del Cauca le otorgó en 2012 el título Honoris Causa en Literatura. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Poesía: «Alegando que vivo» (1976), «Cimarrón en la lluvia» (1990), «Islario» (1998), «Desarbolados» (2004), «Jornadas del tahúr» (2005), «Obra poética» (2010), «Infancias anónimas» (2014) y «Ánima doble» (2014); Narrativa: «Otro naufragio para Julio» (1984, 2004), «Entre la tierra y el cielo» (coautor con Nina S. de Friedemann, 1994), «El tapiz de la hidra» (2002), «Historias para reír o sorprenderse» (2004), «Los restos del vellocino de oro» (2008) y «El día de vuelta» (2012); Etnología: «La vertiente afro-pacífico de la tradición oral» (coautor con Álvaro Pedrasa, 1986), «Religiosidad no oficial y procesos de modernidad en el Pacífico colombiano» (coautor con Fernando Urrea, 1992) y «La magia y leyenda en el Chocó» (coautor con Nina S. de Friedemann, 1995); Compilaciones: «El príncipe Tulicio» (1986) y «Relatos de mar y selva» (1993). Dirige talleres de formación literaria y es consultor en instituciones y organizaciones sociales. Ha sido condecorado, premiado e invitado a festivales y certámenes internacionales de poesía. Es el autor del blog Islario del sur.

Conversación del autor con Elizabeth Castillo Guzmán, investigadora y directora del Centro de Memorias Étnicas de la Universidad del Cauca.

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Como poeta afro-colombiano, Vanín ofrece una poesía de gran riqueza, tanto en valor estético como socio-cultural. Las experiencias vitales y trascendentales que tiene con el paisaje y los pueblos del Pacifico cobran un significado más allá de las fronteras regionales. El mar, las islas, los ríos y los pueblos locales representan en cierta medida cualquier mar, isla, río y pueblo del mundo. El poeta se vale de estas entidades como herramientas poéticas para intencionalmente participar en la construcción universal del significado atribuido a cada una de ellas. Se universaliza por medio de lo local. Así, el «yo» poético de Alfredo Vanín se convierte en una voz colectiva y universal.

Alain Lawo-Sukam

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La obra de Alfredo Vanín inserta la selva, los ancestros, los elementos fundantes de la cosmovisión del pueblo negro; perfila su visión del mundo, el orden de relación con las cosas. Señala las formas de ser uno con la naturaleza y con los otros seres, para instalarse en el mundo de manera ritualizada. En su novela Los restos del vellocino de oro (2008) recaba en la noche de los tiempos, aquella «última pieza viva del rompecabezas de su génesis», en la tradición oral de su pueblo, en la memoria viva y presente de sus ancestros, en el registro palpitante de las voces de su pueblo, «por los callejones de sus recuerdos». […] Alfredo Vanín es la voz que habla por todas esas voces, porque solo quien ha vivido con la búsqueda de caminos invisibles que reescriben otros tiempos, puede, sin duda alguna, desbrozar laberintos hechos de mar y lluvia, de llanto y puños levantados. Cimarrón en la lluvia y ante el viento, desencadenador de fuegos, el poeta invoca para sí, para nosotros, para la vida, para el futuro, a sus «dioses de mar y fuego / de turbulencias en los ojos / invocados a la hora de irse a pique las naves / cuando tiemblan y padecen los invisibles / caballeros del océano…».

Matilde Eljach

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Alfredo Vanín Romero

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Gravitaciones

Desde el primer instante del big bang
estaba previsto el fulgor de tus ojos
las sandalias azules que llevarías esa noche
la primera casa que habitamos
incluso este salario
que a duras penas nos alcanza
para el final del mes.

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Al acecho

Cuando abres las puertas y humedeces
las pequeñas colinas
abajo en tu memoria
un pequeño guerrero está al acecho:
quiere ser el murmullo de las aguas
que cruzan puentes levantiscos
quiere desatar rebeliones al filo de la muerte
y enredarse en las iluminadas cenizas
que el mar dejó esta noche.

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Discurso para
un honoris causa

Estimados asistentes:

Estoy con ustedes en este Paraninfo de la Universidad del Cauca, en virtud de un reconocimiento que me entrega el Alma Mater y que es tan mío como de cada uno de los que decidieron acompañarme en este día y a esta hora en la que la memoria se vuelve imprescindible. Porque un día de hace casi cuarenta años, cuando llegué a esta ciudad que me deslumbró por su tiempo congelado y por la osadía circular de sus investigadores, en la biblioteca de esta misma universidad me encontré con unos versos del peruano Javier Sologuren, que no he vuelto a leer y cito de memoria: Una idea, Dédalo / una idea / que iba a significar nuestro futuro.

Para entonces, andaba ya con la incierta idea de publicar mi primer álbum de poemas, de consolidar mi primer libro de cuentos y de escribir mi primera novela, de manera decorosa. Pero esa idea chocaba una y otra vez con la posibilidad de permanecer sentado en las aulas de clase, como si existiera una ardua dicotomía, que no era más que el afán de romper fuentes en medio de lo atareado de una vida que se sabía comprometida con la poesía, y sabía de manera intuitiva, desde un día en una casa grande del río Saija, que había palabras que me gustaba juntar para saber cómo sonaban y, como lo confirmé en otra casa del río Guapi, que esas palabras me perseguirían, pero también que el mundo de la literatura era incierto y si era honrado y riguroso, se trataba de un viaje que no tenía marcha atrás, que ya nada podía detenerlo.

Ese viaje se había fortalecido con el premio de redacción en la escuela lejana, con otro premio en el bachillerato, con un profesor que me obligó a abandonar la timidez de los pseudónimos y finalmente con un espaldarazo que un maestro le da a alguien que empieza, con Helcías Martán publicando por primera vez mis poemas en su revista Esparavel y luego en Árbol de Fuego de Caracas. Así empezó todo.

Pero no era solo escribir poesía lo que me fatigaba, ni las sinuosas lecturas de los antiguos y modernos, ni las crónicas de un tiempo cambiante: le empezaba a apostar también a las poderosas palabras de los hombres y mujeres ribereños, con la explícita tarea de hacer visibles sus estéticas y ayudar a decodificar unas culturas que parecían perdidas en la vocación segregacionista y colonial de nuestros países afroindolatinoamericanos, como los llamaría Manuel Zapata Olivella, porque encontraba en esa manera de crear de manera individual y colectiva tanto una respuesta al pasado como una apuesta hacia el futuro. Porque si algo define en últimas una cultura es lo que come y lo que habla. La palabra florida, como la llamaban los aztecas, la palabra poderosa, como la llaman los africanos, encarnó en estas tierras para entrelazarse con los vivos y los muertos, con los espíritus de las selvas y las aguas. Pero también para lanzar un mensaje de humanidad a los humanos, a los antiguos esclavistas o a los que siguen siendo solidarios, libertarios y revolucionarios hasta el fin de los tiempos. La creación en la diáspora era también una manera de crear las metáforas del territorio y cantarlo en su más fina consonancia, en el mejor decir de las aguas fluyentes de la décima glosada y la copla, tomadas de la romancería española pero con ritmos y sabores nuevos.

Las dicotomías y conflictos marcaron la búsqueda, que iría a desembocar en párrafos de los que siempre me sentiré alerta y feliz, como cuando brotó ese texto llamado «Las culturas fluviales del encantamiento», o cuando ese poemario Cimarrón en la lluvia tomó forma y me mostró por fin cuál era el tono de mi poesía, después de explorar varias maneras de aproximarme al verso en Alegando que vivo. Todo lo anterior quedó donde quedó, los primeros versos a la primera novia, las contradicciones existenciales todavía no depuradas, los vicios literarios heredados de una literatura a menudo más rimada que poética, salvo ocasiones en donde la rima sí corresponde a su objeto y cada palabra al fin fundamental de la poesía, que es el de mostrarnos el mundo de una manera nueva para contradecirnos, para afirmarnos y en últimas para humanizarnos.

Pero también era un desafío ser poeta en el departamento de los poetas Guillermo Valencia, Rafael Maya y Helcías Martán Góngora. Tres voces diferentes en un ámbito cerrado como lo son nuestras regiones, tan tradicionalistas, pero a la vez capaces de asombrosas renovaciones, de pasar de las finas tertulias parnasianas a las tertulias desbocadas de La Rueda, ese corto experimento literario que dejó tantos poemas como noches etílicas, y por el que pasé agradecido de su irreverencia. También era un desafío cantar desde la periferia, pero con los ojos puestos en el planeta y sus modernidades.

Confrontar y confrontarse, he allí la necesidad primordial de cualquier arte. Búsqueda permanente que me llevó a leer con asiduidad todo lo antiguo que encontré en un pueblo donde los magazines dominicales eran el único contacto con el mundo letrado de afuera, y a tratar de leer todo cuanto encontré cuando salí de las orillas donde había leído a Vallejo y a Neruda, y pisé las rutas de cemento donde encontré a Sedar Senghor, a Aimé Cesaire, a Borges, a Nicanor Parra, a toda la caterva de poetas surrealistas, a los futuristas italianos, y a otros sin escuela ni origen cierto que me marcaron para siempre, desde los rusos hasta los griegos modernos, desde los escandinavos hasta los cronistas gringos.

Entre tanto, la necesidad de volver a escuchar los relatos orales se hacía imprescindible, porque por algo los griegos habían empezado su mundo poético posterior a la tragedia con sus cantos de guerra de bardos errantes recogidos e hilvanados por un poeta ciego, y los españoles mantenían la tradición de sus relatos en las elaboradas literaturas de un Quevedo y un Cervantes. La palabra oral y la palabra escrita en tablillas o en imprentas, en constante interacción desde los mitos fundacionales de los pueblos y las más encumbradas literaturas actuales, no han dejado de hermanarse y contradecirse, de complementarse.

Cientos de viajes, por el Pacífico y Colombia, por otros lugares de América, me convencieron de la necesidad de renovarse a partir de la memoria más antigua, pero siendo modernos a toda costa, como vaso comunicante con todas las lenguas y culturas, de donde nos hemos formado y a las que también hemos influido. Un atardecer en Bahía de Solano, en El Charco o en el Noanamito, escuchando relatos de pescadores, de recolectoras de moluscos o músicas bravas de marimba, han sido siempre para mí una cátedra abierta de sabiduría, en los que se juntaron los relatos de animales de África, de la picaresca española, de la caballería europea y africana y los cuentos de animales, tan caros a bantúes.

Desde el Pacífico empecé a entender el Caribe, a entender que nos unen más cosas de las que nos diferencian, luego de desenmarañar ese prejuicio de las pseudoaristocracias, en donde lo negro era omitido como una herencia indigna. Error histórico que ha marcado con traumas el camino de nuestras sociedades, incapaces de librarse por vía de su evolución de un lastre que se conserva como prueba de que alguna vez fuimos colonizados por los buscadores de la llamada «limpieza de sangre y de origen», para designar a lo que supuestamente no tenía nada que ver en su origen con judíos, gitanos, moros y subsaharianos, en tierras de estos últimos, por pura ironía, de donde surgió la humanidad. Y en tierras americanas estábamos hablando de hombres y mujeres que construyeron este mundo en medio de la abominación y la explotación sin límites, y le dieron a América una lección de libertad para las independencias. Y sin embargo, sus descendientes, también estigmatizados, pero con la fortaleza que hizo sobrevivir a sus antepasados, crearon la dulzura de la música, la fascinación de sus relatos con préstamos a sus orígenes y a sus invasores, crearon la manera de asimilar y transformar las injurias y en unión con los indígenas establecieron una manera de producir sin herir de muerte al medio ambiente, crearon una poiesis que todavía me encandila y que recibí en la niñez asombrada desde esas primeras historias de mi madre y los mayores y luego de la búsqueda consciente que me llevó por los senderos sin retorno hasta los momentos actuales en que nuestros pueblos padecen las masacres y los exilios que desarticulan sus vidas, sus familias y la gobernanza de sus territorios, donde no por casualidad se asienta la riqueza biogenética y la abundancia hídrica y, por qué no decirlo, el conocimiento de las relaciones que podrían llevar a gobernar el mundo de mejor manera, en la memoria de sus indígenas y sus afros, de sus mestizos, de sus ancianos y ancianas que aunque saben que sus tatarabuelos fueron arrancados del África o colonizados en estas tierras bravas, les cantan a los santos como si fueran los que dejaron atrás, bendicen sus días por haberles permitido conocer otro mundo, y elaboraron con sus manos los ritmos del río y de la lluvia, de la marimba, de los tambores, de la vida y la muerte de una manera nueva.

Sé, entonces, que éste es tanto un reconocimiento a mi labor literaria y de buscador de los senderos de la cultura oral y de la afirmación de nuestras culturas afroamericanas en su diáspora y en su transculturación y creación de nuevos elementos en América, y es también un reconocimiento a una región y a sus pueblos, a un departamento y a un país necesitado de voces que lo nombren, lo discutan y lo afirmen. Es una voz de aliento a las nuevas generaciones de poetas.

Sé que mis padres —María y Teodoro— si vivieran se habrían sentido orgullosos, como se sintieron una vez temerosos de que la literatura no me permitiera ganarme la vida, cosa que es cierta, porque la poesía no es para ganarse la vida sino para que la vida se lo gane a uno. Los verdaderos poetas podrán no usar ahora barbas y cabelleras luengas, podrán no ser trotamundos sin pasaje, pero el conflicto no podrá salir de sus vidas, la tensión de vivir, la desorientación pero a la vez la terrible fe en que detrás de las apariencias se esconde lo legítimo, que la vida como la poesía es un salto al vacío, donde sabes cómo podrías empezar pero no adónde llegarás en medio de esas pugnas con la realidad que impone la creación artística. Claro está que no todo es batallar: hay satisfacciones indescriptibles luego de lograr el tono acertado de un cuento o un poema, el feliz hallazgo de una historia o de un personaje. Pero sólo en la contradicción surge lo mejor de cada autor, de cada literatura, que sigue siendo múltiple y una.

Termino con mi agradecimiento al rector Danilo Reinaldo Vivas Ramos y al Consejo Superior de la Universidad del Cauca, a los artífices de este reconocimiento, especialmente a los profesores Elizabeth Castillo y Jhon Arboleda, que pusieron todo su empeño y coordinaron con la Universidad el devenir de este reconocimiento. Va mi saludo desde esta tribuna a mis primeros profesores y profesoras del Colegio San José de Guapi, a mi compañera Vilma, a mis hijos, a mis hermanos, familiares, amigos y paisanos, a los académicos, líderes comunitarios, poetas y escritores que siguen como aliados, a todos los que me brindaron su afecto y sus críticas, y en fin a todos los que creyeron en cualquier lugar de la Tierra que la poesía es una manera de entender la vida, y que el compromiso con nuestros pueblos es una tarea impostergable, aun en medio del caos, porque las luces para navegar deben seguir mostrando el camino, y porque la lucha por ser parte íntegra de un país, con todas sus diferencias y diversidades, es un derecho irrenunciable.

Termino por reconocer que si no hubiera nacido donde nací, otra hubiera sido mi poesía, pero me habría privado posiblemente de sus mareas cambiantes, de sus árboles ariscos, de sus moluscos navegantes y sus marimbas cósmicas, y del sonido del mar y de la selva que extravió la paciencia de Balboa y enloqueció a los primeros conquistadores, pero a nuestros abuelos les ayudó a entender que la vida seguía y a sus descendientes las grandes metáforas del universo y de la vida.

Termino por recordar una frase que aparece en mi primera novela, Otro naufragio para Julio: «Del Pacífico nadie sale impune».

Termino con el breve poema que me hizo entender mi vocación definitiva, y aparece en mi primer folleto de poesía: ¿Qué decir de este día cuyo sol es sangriento? / ¿Qué escribiré en el libro de mis anónimas querellas?/Palabra: rescátame. / Poesía: averíguame.

Muchas gracias.

Alfredo Vanín Romero
Popayán, 24 enero de 2012

Fuente:

NTC-documentos.blogspot.com